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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

La agonía y el éxtasis (46 page)

BOOK: La agonía y el éxtasis
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—¿Sabe una cosa? Es una coincidencia que se me haya elegido para esto. Siempre me he considerado una especie de dios.

Miguel Ángel emitió una pequeña exclamación de alegría. Si hubiera buscado por toda Italia no podría haber encontrado un modelo más apropiado. La cabeza era un poco pequeña para el cuerpo; el vientre, blanco y carnoso, y las nalgas, demasiado grandes para el torso. La parte superior de los brazos, un poco fláccida, y las piernas, tan derechas y firmemente moldeadas como las de un luchador griego. Era una figura como despojada de su sexo y los ojos estaban un poco desencajados a causa de las excesivas libaciones; la boca se entreabría como en un ligero asombro. Sin embargo, el brazo que sostenía en alto la copa de vino se flexionaba con musculoso poder.

—¡Es perfecto! —exclamó impulsivamente Miguel Ángel—. ¡El mismo Baco revivido!

—Encantado de que lo crea así —dijo el conde Ghinazzo sin volver la cabeza—. Cuando Leo me propuso que le sirviese de modelo, le contesté que no me molestase con esas tonterías. Pero ahora veo que esto puede resultar muy interesante.

—¿A qué hora puedo esperarlo mañana? ¡Y no vacile en traer el vino cuando venga!

—¡Espléndido! Puedo quedarme toda la tarde. ¡Sin vino los días son tristes!

Dibujó al hombre en cien posturas distintas. Y ya avanzada la tarde, cuando Ghinazzo había bebido una gran cantidad de vino, Miguel Ángel le colocó racimos de uvas en la cabellera, de tal modo que daba la impresión de que las uvas surgían del pelo, lo cual divirtió extraordinariamente al noble romano. Hasta que una tarde bebió demasiado vino y comenzó a vacilar, para poco después caerse de la tarima de madera. Se golpeó fuertemente el mentón en el suelo y perdió el sentido. Miguel Ángel lo hizo reaccionar arrojándole un balde de agua sobre la cabeza. El conde se estremeció, se vistió rápidamente y desapareció del huerto…, y de la vida de Miguel Ángel.

Jacopo Galli le encontró un vivaracho niño de siete años, de cabellos dorados y grandes ojos tiernos: una deliciosa criatura de la que Miguel Ángel se hizo muy amigo mientras lo dibujaba. El único problema era conseguir que el niño mantuviese la difícil postura de sostener el brazo en posición de
contrapposto
contra el pecho, para que pudiese estrujar las uvas en la boca. Después, se dirigió a la campiña y pasó un día entero dibujando las patas, pezuñas y rizado pelo de las cabras que triscaban en las laderas de las colinas.

Fue así como su pluma diseñó finalmente la escultura que iba a ejecutar: en el centro, el joven débil, confundido, arrogante y a punto de ser destruido, que alzaba la copa de vino; detrás de él, el idílico niño de ojos claros, mordiendo las uvas, símbolo de la alegría: y entre ellos, la piel de tigre. El Baco, vacío dentro de sí, fofo, trastabillante, viejo ya; el Sátiro, eternamente joven y alegre, símbolo de la niñez y la pícara inocencia del hombre.

El domingo por la mañana invitó a Galli a su taller, para mostrarle los dibujos. Galli le hizo numerosas preguntas y Miguel Ángel le explicó que haría algunos modelos de cera o arcilla y probaría a esculpir en algunos trozos de piedra, para ver cómo quedaban las partes componentes del grupo.

Galli se mostró fascinado y dijo:

—No sé como darle las gracias.

Miguel Ángel rió, con cierto embarazo.

—Hay una manera. ¿Podría hacerme una transferencia de dinero a Florencia?

—¿Quiere que nuestro corresponsal en su ciudad entregue mensualmente una cantidad fija a su padre? De esa manera, se libraría de los disgustos cada vez que llega un correo. De esa manera no le costará más y yo puedo llevar la cuenta, para descontárselo del precio de la escultura.

VII

Llamó a uno de los Guffatti para que lo ayudase a colocar el bloque en posición vertical. Ahora el mármol le revelaba su personalidad: su tamaño, proporciones, peso. Se sentó ante el bloque y lo estudió concentradamente, permitiéndole que le hablara, que estableciese sus propias exigencias. Y sintió cierto temor, como si se encontrase ante una persona desconocida. Esculpir es eliminar mármol, pero también es hurgar, excavar, sudar, sentir y vivir hasta que la obra ha sido completada. La mitad del peso original de aquel bloque quedaría en la estatua realizada; el resto estaría por el suelo, convertido en diminutos trozos y polvillo. Lo único que lamentaba era que algunas veces tendría que comer y dormir, dolorosas pausas en que se vería obligado a suspender el trabajo.

Las semanas y meses de continua tarea pasaron en una corriente incesante. El invierno fue benigno y no se vio precisado a colocar nuevamente el techo del cobertizo. Los pensamientos, sensaciones y percepciones acudían a menudo como relámpagos fulminantes, mientras el Baco y el Sátiro comenzaban a surgir del bloque, pero expresar aquellas ideas en el mármol requería días y semanas de intenso trabajo. El bloque inconcluso le obsesionaba a todas horas, por el día y por la noche. Sería peligroso esculpir libremente en el espacio la vasija y la rodilla en flexión; tendría que mantener un tabique de mármol entre la vasija y el antebrazo, entre la rodilla y el codo, entre la base y la rodilla, para sostener aquellas partes mientras él iba adentrándose cada vez más en el bloque.

Su verdadera batalla comenzaba en el momento en que un músculo quedaba definido o un elemento estructural empezaba a surgir. El mármol se mostraba tenaz: él era igualmente terco en lo referente a lograr el delicado juego de los músculos bajo la carne del estómago, el suave tronco del árbol, la torsión en espiral del Sátiro, las uvas que aparecían en la cabeza del Baco y que parecían parte de la vida de sus cabellos. Cada detalle que completaba le traía paz a todas las facultades que había empleado en su creación; no sólo a sus ojos y su mente y su pecho, sino a sus hombros, caderas y brazos.

Antes de retirarse cada atardecer, examinaba atentamente su trabajo para determinar lo que tenía que hacer al día siguiente. Y por la noche escribía a su familia, firmando con orgullo: «
Miguel Ángel, escultor en Roma
».

Porque no se tomaba ni un momento de descanso para dedicarlo a sus amigos o a su vida social, Balducci lo acusó de que trataba de escapar del mundo para encerrarse en el mármol. Confesó a su amigo que no le faltaba razón, en parte: el escultor lleva al mármol la visión de un mundo más luminoso que el que le rodea a él. Pero el artista no huye: persigue. Él estaba intentando con todas sus fuerzas alcanzar una visión. ¿Descansó realmente Dios el séptimo día? En el fresco de aquella larga tarde en que Él se sintió aliviado, refrescado, era posible que se hubiera preguntado: «
¿A quién tengo en la Tierra que hable por mí? Será mejor que cree otra especie humana, a la que llamaré Artista. Su misión será llevar un significado y una belleza al mundo
».

Sin embargo, Balducci llegaba fielmente todos los domingos por la tarde con la esperanza de conseguir que saliese del taller. Encontró para él una muchacha tan parecida a Clarissa que Miguel Ángel se sintió tentado. Pero el mármol era exigente, inflexible, extenuante. Entre ella y el bloque no era posible elegir.

—Cuando termine el Baco saldré contigo —prometió a Balducci.

Pero su amigo movió la cabeza con un gesto de desesperación, y dijo:

—¡Estás postergando todas las cosas buenas que brinda la vida! ¡Es como arrojar el tiempo al Tíber!

Su tarea más delicada era eliminar con sumo cuidado el tabique de mármol que unía el brazo que sostenía la ornamentada y hermosa copa de vino y el costado de la inclinada cabeza. Trabajaba con infinitas precauciones, y así llegó a la descendente línea del hombro. No se sentía suficientemente seguro todavía para eliminar aquel tenue tabique que unía el brazo levantado y la rodilla extendida.

Balducci le machacaba sin piedad:

—Esto es simple prevención. ¿Cómo no has dejado también un sostén para los genitales del infortunado individuo? ¿Y si se cayesen'? Eso seria mucho peor que si dejase caer la copa que tanto terror te produce perder.

Miguel Ángel tomó un puñado de polvillo de mármol y se lo tiró.

—¿Has tenido alguna vez un pensamiento que proceda de la zona genital?

—¡Nadie los tiene!

Finalmente, accedió, ante la insistencia de su amigo, a presenciar algunos espectáculos de Roma, y fue con él al Monte Testaccio para ver cómo los romanos celebraban el Carnaval. Los dos ascendieron a una ladera, mientras cuatro lechones, peinados y adornados con cintas por barberos especializados, fueron atados a unos carros con banderas. A una señal de las trompetas, los carros fueron lanzados colina abajo hacia el Aventino, mientras la multitud corría tras ellos, armada con cuchillos, y gritaba: «
¡Al porco, al porco!
». Al llegar al final de la colina, los carros se despedazaron y los perseguidores cayeron como fieras sobre los lechones, peleándose por cortar los mejores trozos de carne.

Cuando Miguel Ángel regresó a casa, encontró en ella al cardenal francés Groslaye, de San Dionigi. Galli violó una regla por él mismo impuesta al preguntar a Miguel Ángel si permitía que el prelado fuese al taller a ver el Baco. Y Miguel Ángel no pudo negarse.

A la luz de la lámpara, explicó que estaba trabajando alrededor de la composición simultáneamente para que las formas avanzasen en el mismo estado de desarrollo. Mostró cómo, con el fin de abrir el espacio entre las dos piernas y entre el brazo izquierdo y el torso, trabajaba alternativamente el frente y la parte posterior del bloque, adelgazando cada vez más la pared de mármol. Mientras el cardenal lo observaba, cogió un punzón y demostró cómo eran de suaves los golpes que debía aplicar para atravesar el tabique, y luego utilizó un
ugnetto
para eliminar el resto de aquel tabique, liberando así los miembros.

—Pero ¿cómo alcanzar, en una figura a medio terminar, ese sentido de palpitante vitalidad? —preguntó el cardenal—. Me parece sentir la sangre y los músculos bajo esa piel de mármol. ¡Qué hermoso es ver surgir nuevos maestros de la escultura!

Unos días después, un servidor le llevó una nota al taller. Era de Galli y decía: «
¿Quiere cenar esta noche con el cardenal y conmigo?
».

Dejó el trabajo al ponerse el sol, se dirigió a los baños cercanos y se dio un buen baño caliente para sacarse el polvillo del mármol. Luego se vistió con ropa limpia. La señora Galli sirvió una cena ligera, pues el cardenal continuaba todavía las prácticas de la disciplina de su juventud en lo referente a la comida. Sus ojos cansados brillaron de pronto a la luz de las velas al volverse hacia Miguel Ángel.

—Como ve, hijo mío, estoy viejo. Tengo que dejar algo tras de mí, algo de singular belleza que aumente las hermosuras que existen en Roma. Un tributo de Francia, de Carlos VIII y mío personalmente. He conseguido permiso del Papa para instalar una estatua en la capilla de los reyes de Francia, en San Pedro. Hay allí un nicho que admitirá una escultura de tamaño natural.

Miguel Ángel no había bebido ni una copa del excelente vino Trebbiano que le ofrecía su anfitrión, pero se sintió como si hubiese consumido más que el conde Ghinazzo en una tarde de calor. ¡Una escultura para San Pedro, la más antigua y sagrada basílica de la cristiandad, construida sobre la tumba del apóstol! ¿Era posible que el cardenal francés lo eligiese a él para esculpir aquella imagen? Pero ¿por qué? ¿Por haber visto el pequeño Cupido o el inconcluso Baco?

Cuando reaccionó de aquel ensimismamiento, la conversación había pasado ya a otro tema. Y poco después, el coche del cardenal llegó a buscarlo. El prelado se retiró después de despedirse afectuosamente.

El domingo, Miguel Ángel fue a misa a San Pedro para ver la capilla de los reyes de Francia y el nicho del que había hablado el cardenal de San Dionigi. Ascendió los treinta y cinco escalones de mármol y pórfido que llevan a la basílica, cruzó el atrio, pasó por la fuente central, rodeada de columnas de pórfido, y se detuvo ante la base de la torre carlovingia del campanario. Una vez dentro del grandioso templo, encontró la capilla que buscaba. Era de tamaño modesto, oscura. Su luz principal procedía de pequeñas ventanas situadas cerca del techo y su único adorno eran algunos sarcófagos, procedentes de antiguas tumbas paganas y cristianas, y un crucifijo de madera en un nicho. Midió a ojo el nicho vacío en la pared opuesta, desilusionado al ver que era muy profundo, tanto que una estatua colocada en él sólo seria visible desde el frente. Pasaron siete días antes de que Galli volviese a tocar el tema.

—¿Sabe, Miguel Ángel, que ese encargo del cardenal de San Dionigi podría ser el más importante desde que se encomendó a Pollaiuolo la tumba para Sixto IV? —preguntó.

Miguel Ángel sintió que el corazón comenzaba a latirle violentamente. Luego preguntó, como con miedo:

—¿Qué probabilidades hay'?

Galli las enumeró con los dedos:

—Primera: tengo que convencer al cardenal de que usted es el mejor escultor de Roma. Segunda: tiene que concebir un motivo que le inspire. Tercera: es necesario conseguir un contrato firmado, por si acaso.

—¿Tendría que ser un tema espiritual?

—No porque Groslaye sea un miembro de la Iglesia, sino porque es un hombre profundamente espiritual. Ha vivido en Roma tres años en tal estado de gracia que literalmente no se ha dado cuenta de lo que le rodea e ignora que Roma está podrida hasta los huesos.

—¿Inocencia o ceguera?

—¿Podríamos llamarlo fe? Si un hombre tiene el corazón tan puro como el cardenal de San Dionigi, camina por el mundo con la mano de Dios sobre su hombro, y no ve más que lo Eterno.

—¿Y cree que yo podría esculpir un mármol que tuviese la mano de Dios sobre él?

Galli lo miró un instante muy seriamente y luego contestó:

—Ése es un problema con el que tiene que vérselas usted personalmente.

VIII

Esculpir su Baco todo el día y, al mismo tiempo, concebir un motivo religioso, parecía una empresa imposible. Sin embargo, no tardó en llegar a la decisión de que su tema tendría que ser una Piedad. Había deseado esculpir una Piedad desde el mismo día en que terminó su
Madonna
y Niño, pues así como esa pieza había sido el comienzo, la Piedad era el fin, la conclusión preordenada de todo cuanto María había decidido en aquella hora trascendental que Dios le había asignado; ahora, treinta y tres años después, con su hijo nuevamente sobre su regazo, ya completa la jornada de su destino.

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