Krabat y el molino del Diablo (25 page)

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Authors: Otfried Preussler

BOOK: Krabat y el molino del Diablo
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—¡Eh, vosotros, los de ahí arriba! ¿Estáis aquí para tocar o para beber?

Krabat se mezcló entre la gente joven. Bailó con todas las muchachas, completamente al azar y alegremente, según caía, ahora con ésta y después con aquélla.

También bailó con la cantora de cuando en cuando. Bailó con ella como con todas las demás, aunque le costaba mucho pasársela a otros mozos.

La cantora había comprendido que no se podían delatar. Hablaban el uno con el otro como se suele hablar cuando se baila, diciéndose disparates y tonterías. Sólo sus ojos tomaban en serio a Krabat; pero de eso solamente él se daba cuenta... y como se daba cuenta evitaba, si podía, encontrarse con su mirada.

Así fue como ni siquiera las aldeanas en sus mesas concibieron sospecha alguna; aquella vieja que estaba ciega del ojo izquierdo (Krabat no la había visto hasta entonces) tampoco fue una excepción.

No obstante, Krabat prefirió no volver a sacar a bailar a la cantora a partir de entonces.

Tampoco tardó mucho ya en caer la noche. Los aldeanos y sus mujeres su fueron a sus casas, los mozos y las mozas entraron con los músicos en el granero: allí siguieron bailando donde los trillos.

Krabat se quedó fuera. Consideró que era más sensato irse ya a casa, regresar a Koselbruch. La cantora lo entendería si la dejaba sola ahora.

Alzó ligeramente su gorra como despedida y entonces notó algo caliente encima de su cabeza, algo blando.

—¡Lobosch! —se acordó.

Krabat anudó las puntas del paño cruzando la una sobre la otra. Luego fue metiendo en él pasteles y dulces de levadura de las mesas abandonadas hasta que estuvo completamente repleto.

La oferta

Cuanto más se acercaba el invierno más lento le parecía a Krabat que pasaba el tiempo. A partir de mediados de noviembre tuvo algunos días la sensación de que ya no pasaba en absoluto.

En ocasiones, cuando no había nadie cerca, comprobaba que aún tenía el anillo de pelo que le había dado la cantora. En cuanto lo tocaba en el bolsillo de la pechera de su blusa sentía que le invadía una gran confianza.

«Todo irá bien», creía saber en esos momentos. «Todo irá bien.»

Últimamente era raro que el maestro saliera de casa por la noche. ¿Sospecharía que se cernía algún peligro sobre él?... ¿Que a sus espaldas se estaba tramando algo de lo que tenía que guardarse?

Krabat y Juro aprovechaban aquellas pocas noches para proseguir incansablemente con sus ejercicios. Krabat conseguía oponerse a Juro cada vez más a menudo.

En una ocasión que estaban otra vez sentados el uno enfrente del otro en la mesa de la cocina sacó de su bolsillo el anillo de pelo. Sin darse cuenta se lo puso en el dedo meñique de la mano izquierda. A la siguiente orden que Juro le impartió, Krabat hizo inmediatamente lo contrario: lo consiguió con tanta rapidez y con tan poco esfuerzo que fue sorprendente.

—¡Eh! —dijo Juro—. Ha sido como si tu fuerza se hubiera duplicado de repente. ¿Cómo lo has conseguido?

—No sé —repuso Krabat—. Lo mismo ha sido por casualidad.

—¡Vamos a pensarlo bien! —exclamó Juro mirándole interrogante—. Tiene que haber algo que te haya permitido tener esa inesperada fuerza.

—Pero, ¿qué? —reflexionó Krabat—. El anillo no creo que haya podido ser...

—¿Qué anillo? —preguntó Juro.

—El anillo de pelo éste. La muchacha me lo dio, el día de la verbena. Me lo he puesto antes, pero, ¿qué va a tener que ver el anillo con mis fuerzas?

—¡No digas eso! —replicó Juro—. Vamos a probarlo y así lo sabremos.

Probaron el anillo y pronto quedó demostrado que no había ninguna duda: cuando Krabat se ponía el anillo en el dedo podía fácilmente con Juro... y cuando se lo quitaba todo era como siempre.

—La cosa está clara —opinó Juro—. Con la ayuda de este anillo podrás superar siempre al maestro.

—Pero, ¿cómo es posible eso? —preguntó Krabat—. ¿Crees acaso que la muchacha sabe hacer magia?

—De una manera diferente a nosotros —dijo Juro—. Hay una forma de magia que hay que aprenderla con esfuerzo: es la de aprenderse signo por signo y fórmula por fórmula lo que pone en el
Grimorio.
Y luego hay otra que le brota a uno de lo más profundo de su corazón: de la preocupación por alguien al que se ama. Yo sé que es difícil de comprender..., pero deberías confiar en ella, Krabat.

A la mañana siguiente cuando Hanzo despertó a los mozos y éstos se fueron a la fuente vieron que durante la noche había nevado. El mundo se había vuelto blanco, y, una vez más, al ver aquello les entró una gran inquietud.

Krabat ya se conocía aquello. En el molino sólo había uno que no se lo podía explicar: Lobosch, que durante el tiempo que llevaba de estancia allí sólo había crecido un poco y a pesar de ello había pasado de ser un chico de catorce años a un mozo de casi diecisiete.

Una mañana, después de haberle tirado en broma una bola de nieve a Andrusch y de que Andrusch reaccionara queriéndose arrojar a su cuello, lo cual impidió Krabat interponiéndose..., Lobosch le preguntó que, ¡por Dios santo!, qué era lo que les pasaba a sus camaradas.

—Miedo —dijo Krabat encogiéndose de hombros.

—¿Miedo? —preguntó Lobosch—. ¿De qué?

—Alégrate —contestó evasivo Krabat— de no saberlo aún. Ya te enterarás demasiado pronto.

—¿Y tú? —quiso saber Lobosch—. ¿Tú, Krabat, no tienes miedo?

—Más de lo que te imaginas —dijo Krabat—. Y no solamente por mí.

La semana de antes de Navidad apareció de nuevo en Koselbruch el señor compadre. Los mozos del molino salieron precipitadamente para descargar los costales. El extraño no se quedó sentado en el pescante como siempre hacía: aquella noche de luna nueva se apeó del coche, y, cojeando, entró con el maestro en la casa. Vieron flamear las plumas de gallo tras las ventanas, como si ardiera fuego en el cuarto.

Hanzo les ordenó que fueran a buscar antorchas. En silencio, los mozos descargaron del coche los costales para moler y los llevaron hasta el cuarto de la molienda. Echaron su contenido al «juego muerto», dejaron caer la harina en los costales vacíos y volvieron a cargarlos en el carruaje.

Cuando empezó a clarear, el extraño regresó al coche, solo, y se subió al pescante. Antes de partir de allí dijo dirigiéndose a los mozos:

—¿Quién es Krabat?

Éste sintió como carbones al rojo y crepitante hielo todo en uno.

—Yo —dijo Krabat con un nudo en la garganta adelantándose.

El cochero le observó y asintió con la cabeza.

—Está bien.

Luego hizo restallar el látigo y el coche se marchó de allí traqueteando.

El molinero se ocultó durante tres días y tres noches en la cámara negra. La noche del cuarto día (era la víspera de nochebuena) mandó llamar a Krabat.

—Tengo que hablar contigo —empezó a decir—. Supongo que no te sorprenderá demasiado. Aún eres libre para decidirte... si conmigo o contra mí.

Krabat intentó hacerse el ignorante.

—No sé de qué me hablas.

El maestro no le concedió crédito alguno.

—No olvides que te conozco mejor de lo que tú quisieras. A lo largo de los años ya ha habido alguno que se me ha rebelado: Tonda, por ejemplo, y Michal, por citar sólo a ellos dos. ¡Estúpidos, ilusos! Pero tú, Krabat... yo te creía más inteligente. ¿Quieres ser mi sucesor aquí en el molino? ¡Tendrías madera para ello!

—¿Te marchas? —preguntó Krabat.

—Estoy harto de esto —dijo el maestro aflojándose el cuello de la camisa—. Me atrae la idea de convertirme en un hombre libre. En dos, tres años podrías sucederme y proseguir con la Escuela. Si aceptas, te pertenecerá todo lo que deje aquí, también el
Grimorio.

—¿Y tú? —preguntó Krabat.

—Me iré a la Corte. De ministro de Estado, de general en jefe, de canciller de la Corona de Polonia quizá, lo que más me divierta. Los señores me temerán, las damas me halagarán, porque seré rico e influyente. Todas las puertas estarán abiertas para mí, buscarán mi consejo, mi aprobación. A quien ose no sometérseme me lo quitaré de encima, porque yo sé hacer magia y sabré hacer uso de mi poder. ¡Puedes creerme, Krabat! —Se había acalorado, su ojo echaba chispas, la sangre se le había subido al rostro—. También tú —siguió diciendo ya más calmado— puedes llegar a eso. Después de haber sido durante doce o quince años el maestro del molino de Koselbruch, escoges entre los mozos a un sucesor, le haces entrega de todos los trastos... y quedas libre para una vida de esplendor y de gloria.

Krabat se esforzó por mantener las ideas claras. Se obligó a pensar en Tonda y en Michal. ¿No había jurado acaso vengarles?... A ellos y a los demás de la Planicie Yerma, sin olvidarse de Worschula, y tampoco de Merten, aunque todavía vivía con su cuello torcido..., pero ¿qué clase de vida era aquélla?

—Tonda —le objetó al maestro— está muerto, y Michal también está muerto. ¿Quién me dice a mí entonces que no voy a ser yo el siguiente?

—Eso te lo prometo yo —dijo el maestro tendiéndole la mano izquierda—. Te doy mi palabra... y al mismo tiempo la del señor compadre, que me ha autorizado en persona y expresamente a hacer esa promesa.

Krabat no estrechó la mano que le ofrecía.

—¿Si no me toca a mí —preguntó—, le tocará a otro?

—A alguno —declaró— siempre le toca. Podríamos decidir juntos a partir de ahora a quién le toca el turno. Cojamos a uno por el que no sintamos pena... Lyschko por ejemplo.

—Yo no le puedo soportar —dijo Krabat—, pero él es camarada mío, y ser el culpable de su muerte... o cómplice, no veo que haya mucha diferencia... ¡Jamás podrás obligarme a ello, molinero de Koselbruch!

Krabat se había puesto en pie de un salto, completamente asqueado le gritó al maestro:

—¡Nombra sucesor tuyo a quien tú quieras! ¡Yo no quiero saber nada de ello! ¡Yo quiero irme!

El maestro permaneció tranquilo.

—Tú te irás si yo te lo permito. Siéntate en tu silla y escúchame hasta que haya terminado.

A Krabat no le resultó fácil resistirse a la tentación de poner ya en ese momento a prueba sus fuerzas contra el maestro..., a pesar de ello, le obedeció.

—Noto en ti que mi propuesta —dijo el molinero— te ha dejado confuso. Por eso te voy a dejar tiempo para que te lo pienses todo con calma.

—¿Para qué? —preguntó Krabat—. ¡Seguiré diciendo que no!

—Lástima.

El maestro observó a Krabat meneando la cabeza.

—Si no aceptas mi propuesta, vas a tener que morir. Ya sabes que en la leñera ya hay un ataúd preparado.

—Sí, pero, ¿para quién? —dijo Krabat—. Eso todavía está por ver.

El maestro ni pestañeó.

—¿Sabes cuál sería la consecuencia si ocurriera lo que pareces estar esperando?

—Sí —dijo Krabat—. Entonces ya no podría hacer magia.

—¿Y bien? —le dio qué pensar el maestro—. ¿Estarías dispuesto a pagar ese precio?

Pareció reflexionar un momento, luego se volvió a recostar en el sillón y dijo:

—Está bien: te concedo un plazo de ocho días. En ese tiempo, de eso me encargaré yo, tendrás ocasión de aprender cómo vive uno sin saber hacer ya magia. ¡Todo aquello que has aprendido conmigo a lo largo de los años se te olvidará por completo a partir de este momento! De hoy en una semana, la víspera de noche-vieja, te volveré a preguntar por última vez si quieres ser mi sucesor: entonces ya se verá si persistes o no en tu respuesta.

Entre un año y otro

Aquélla fue una semana dura para Krabat, se sintió retrotraído a la época de sus comienzos en el molino. Cada costal de doce arrobas, que pesaba cinco celemines, pesaba cinco celemines con los que había que cargar desde el granero hasta el cuarto de la molienda, desde el cuarto de la molienda hasta el granero. A Krabat no se le ahorraba nada desde que ya no podía hacer magia, ni una gota de sudor, ni un callo.

Por la noche caía agotado en el jergón de paja. Tardaba muchas horas en dormirse. Aquel que puede hacer magia no tiene más que cerrar los ojos y pronunciar una fórmula mágica y ya está dormido, profundamente, y durante tanto tiempo como se propone.

«Es posible —pensaba Krabat—, que lo que más eche de menos de todo sea la capacidad de dormirme.»

Cuando después de estar acostado mucho tiempo en vela se quedaba por fin dormido le atormentaban malos sueños: seguro que no era por casualidad. Sabía, como dos y dos son cuatro, quién se los hacía soñar.

Krabat, con la ropa desgarrada, trabaja duramente con una carreta llena de piedras que tiene que arrastrar tirando de ella trabajosamente con una cuerda por el campo bajo un ardiente estío. Tiene mucha sed, tiene la garganta completamente seca. No hay ninguna fuente por ningún sitio, ni ningún árbol que pueda darle sombra.

¡Maldita carreta!

Tiene que llevársela a Blaschke, el boyero de Kamenz, por un salario miserable. Pero el ser humano tiene que vivir de algo, y desde que tuvo el accidente... Fue en Gerbirsdorf, se cayó en los engranajes del molino y se le aplastó el brazo derecho hasta el codo. Desde entonces Krabat tiene que alegrarse de cualquier trabajo que alguien como Blaschke el boyero pueda encargarle.

Y, así, se va arrastrando tirando de la carreta llena de piedras, y oye cómo piensa... oye cómo piensa con la voz ronca del maestro: ¿ Te agrada la vida de inválido, Krabat? ¡Lo podrías haber tenido mucho más fácil y mucho mejor si me hubieras escuchado cuando te pregunté si querías ser mi sucesor en Koselbruch! ¿Volverías a decir hoy que no si pudieras elegir?

Noche tras noche soñaba Krabat que se le había venido encima un destino similar. Era viejo o estaba enfermo, estaba encerrado siendo inocente tras los muros de una cárcel, le habían alistado en el ejército a la fuerza y ahora yacía herido de muerte en un trigal viendo cómo los quebrados tallos se teñían de rojo con la sangre que manaba de sus heridas. Y al final de aquellos sueños oía siempre cómo se preguntaba a sí mismo con la voz del maestro: «¿Volverías a decir que no, Krabat, si te diera a elegir ser mi sucesor en el molino de Koselbruch?».

El maestro solamente se le apareció en sueños una vez, eso ocurrió la última noche antes de que concluyera el plazo que le había impuesto.

Krabat se ha transformado en un caballo por hacerle un favor a Juro. El maestro, vestido como un noble polaco, le ha adquirido por cien gulden en el mercado de Wittichenau con silla y cabestro incluidos: ahora el caballo negro ya es suyo.

El maestro le hace correr sin piedad a toda velocidad recorriendo los campos de arriba abajo, por palos y piedras, por setos y zanjas, por espinares y fango.

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