Authors: Ava McCarthy
—Creo haber entendido que su anterior gestor fue Philippe Rousseau —afirmó Johnson en tono acusatorio.
—Sí, así es.
Harry no alzó la vista, pero notó cómo le clavaba los ojos en lo alto de la cabeza.
—Y creo que habló con él anoche, ¿no es así?
Se le paralizaron los dedos.
—Sí, me lo encontré en el Atlantis Casino.
—Lo sé, me lo ha contado.
Harry le lanzó una mirada.
—¿Ah sí?
—Al bajar esta mañana a la cámara para coger su archivo, he visto que él ya lo había hecho. Naturalmente, como gestor autorizado de la cuenta, he querido enterarme de los motivos.
—Claro. —Harry no se alteró—. ¿Y qué le ha dicho?
—Que se encontraron y jugaron un poco al póquer. Dijo que tenía curiosidad por saber cómo iban sus inversiones, así que consultó su archivo. Todo esto contraviene nuestra política de seguridad, por supuesto. —Johnson esbozó por primera vez una sonrisa que dejó al descubierto un montón de dientes apiñados—. El señor Rousseau suele hacer lo que le viene en gana por aquí.
Harry agachó la cabeza y volvió a concentrarse en el impreso.
—Bueno, agradezco su interés. —El bolígrafo se le resbalaba entre los dedos—. Conoce a mi familia desde hace tiempo.
Al llegar a la casilla destinada a la cantidad de la transferencia, vaciló.
—Hace bastante tiempo que no compruebo el saldo de mi cuenta —aseguró——. ¿Sería tan amable de decirme la cantidad exacta para poder escribirla aquí?
Johnson resopló, se acercó al portátil y presionó algunas teclas. Harry consideró por primera vez la posibilidad de que la cuenta estuviera vacía. Quizás alguien se le había adelantado.
Johnson cogió un bolígrafo, copió las cifras que aparecían en la pantalla y le pasó el bloc a Harry.
Le pareció que los números se movían. Sintió un ligero mareo y durante algunos instantes fue incapaz de oír nada. Casi veinte millones de dólares. La cuenta había acumulado intereses en los últimos nueve años.
Allí estaba, lo tenía tan cerca... Era lo que buscaba la organización, su padre y El Profeta. Pensó en las personas que habían muerto, Jonathan Spencer y Felix Roche. Algunas imágenes fugaces asaltaron su mente: un Jeep rugiendo, unas montañas que daban vueltas y un tren rechinando. Estaba mareada. Ahora pondría punto y final a aquellos asesinatos. Le entregaría todo a El Profeta y nadie más moriría.
Un escalofrío recorrió su espalda. ¿Y si se quedaba con el dinero y la mataba igualmente? ¿Cómo podía confiar en un hombre que había intentado asesinar a su padre?
Agarró el bolígrafo con más fuerza y miró la hora. Faltaban tres minutos para las doce.
El dinero era su única arma.
Levantó la barbilla y miró a Johnson.
—He cambiado de idea.
—¿Perdone?
—No quiero realizar la transferencia.
Johnson parpadeó.
—¿Quiere conservar el dinero en su cuenta?
—No. Quiero retirarlo en efectivo. En billetes grandes.
Johnson se inclinó hacia delante.
—No puede ir por ahí con tanto dinero, es muy peligroso. Si de verdad necesita sacar el dinero de la cuenta, le recomiendo encarecidamente una transferencia.
Harry negó con la cabeza.
—Lo quiero en efectivo.
El Profeta ya había accedido a su cuenta una vez. Harry se negaba a confiar en la tecnología: necesitaba sentir el dinero en sus manos.
Johnson suspiró.
—Pero le resultará materialmente imposible transportar usted misma esa cantidad. Los billetes de mayor valor son sólo de cien dólares. Tendría que llevarse el dinero en cinco maletas.
Harry hizo una pausa.
—¿Y cuáles son los de mayor valor en euros?
Johnson se revolvió en la silla.
—Los de quinientos.
—Entonces sólo necesito una maleta.
—Pero aquí es complicado conseguir euros.
—¿Me está usted diciendo que el banco no dispone de esa moneda?
Johnson resopló de nuevo.
—Por supuesto que sí, pero ha de saber que puede llevar algún tiempo reunir esa cantidad en efectivo.
—¿Cuánto tiempo?
—Bueno, quizás en un día o dos, podríamos...
Harry le cortó.
—Demasiado tarde, lo necesito hoy. Tengo que coger un avión.
Harry captó el empecinamiento de Johnson y cambió de táctica.
—Ya sé —le dijo—. Reúna hoy el dinero en efectivo y yo dejaré cien mil dólares ingresados para mantener la cuenta abierta; usted se seguirá encargando de ella. Le escribiré a su jefe elogiándolo por haber conseguido conservarme como cliente. Si no consigue reunir el dinero, usted tendrá la culpa de haber perdido la cuenta. A ver, su jefe es Philippe Rousseau, ¿verdad?
A Johnson se le salieron los ojos de las órbitas. Harry se dio cuenta de que estaba valorando la situación: debía elegir entre perder una cuenta importante o seguirle el juego a una clienta en quien no confiaba. Finalmente, tiró el bolígrafo sobre la mesa.
—De acuerdo, pero tardaré algunas horas.
—¿Cuántas?
Se encogió de hombros.
—Cuatro o cinco.
—Que sean tres. —Harry se levantó—. ¿Hay algún sitio donde pueda esperar mientras realizo algunas llamadas?
Johnson se levantó detrás del escritorio y abrió una puerta a la izquierda. Harry entró detrás de él en una pequeña antesala amueblada con sillas estilo regencia y un escritorio. Cuando Johnson ya se había ido, cogió el teléfono y llamó a Ruth Woods. No le respondió, pero le dejó un mensaje.
—Ruth, soy Harry. Ya puedo explicarle la historia, pero debemos actuar con suma rapidez. Tengo lo que quiere El Profeta y lo voy a usar para sacarlo de su escondite. Necesito los contactos que usted tiene en la policía. Hay que desenmascarar a ese cabrón. Llámeme.
Mientras trataba de urdir un plan, Harry se puso a dar vueltas por la habitación e intentó no pensar en su padre. Tenía que avisar a la policía, no le quedaba otro remedio. Lo único que tenía muy claro era que no debía entregarle a nadie el dinero.
Todavía se paseaba por la habitación cuando Johnson regresó a la antesala. Al final, sólo había tardado dos horas. La condujo otra vez hacia el despacho y cerró la puerta. Le indicó que se acercara al escritorio, que ya estaba ordenado. Encima del mismo sólo había una gran maleta negra con ruedas.
—Ábrala —le pidió.
Harry dudó, pero finalmente levantó la tapa. Estaba llena de grandes billetes de color púrpura agrupados en fajos del tamaño de un ladrillo con los bordes alineados; limpios y sin arrugas, parecía que los hubieran planchado. Harry cogió uno de aquellos montones y, al comprobar que había más capas por debajo, la maleta le recordó a una caja de bombones. Hojeó el fajo que sostenía en la mano y le pasó el pulgar por encima. El acabado de los billetes era algodonoso y tenían unos dibujos táctiles en los extremos.
—¿Quiere contarlos?
Harry negó con la cabeza. Bajó la tapa y la cerró de un golpe.
Harry asintió con la cabeza y guardó el sobre en el bolso. Después, con los músculos tensos, agarró la maleta, la levantó del escritorio y se dio cuenta de lo que pesaba. Los fajos de billetes se movieron en el interior con un golpe seco. Sacó el asa retráctil y arrastró la maleta hacia la puerta.
Johnson la acompañó hasta la planta baja. Ninguno de los dos dijo nada. Se despidieron en el ascensor y Harry entró en el vestíbulo tirando de la maleta. Finalmente, abrió las puertas y salió a la luz del sol con quince millones de euros.
Johnson le pasó un trozo de papel.
—Debe firmar este impreso para retirar el dinero, y también este recibo.
La mano de Harry tembló al rubricar los documentos.
Johnson los refrendó y le entregó las copias junto con un sobre totalmente blanco.
—Es una nota de autorización del banco. Le permitirá pasar los controles de seguridad del aeropuerto y la aduana sin tener que dar explicaciones.
El avión inició la maniobra de descenso al aeropuerto de Dublín.
Harry se agarró a los brazos del asiento. No había pegado ojo en casi veinticuatro horas. Se obligó a mantener los párpados bien abiertos para poder vigilar al resto de pasajeros, pero en realidad ninguno tenía aspecto de querer asesinarla.
De momento, el viaje iba bien. No la habían parado en el aeropuerto ni le habían pedido que abriera el equipaje. Miró por la ventana y se fijó en la neblina que cubría el ala del avión. El piloto les había comunicado que una niebla espesa les aguardaba al llegar a Dublín. ¿Qué más la esperaría allí?
El avión aterrizó según el horario previsto. Harry desembarcó con el resto de pasajeros y se dirigió a la cinta de equipaje. Sus maletas fueron las últimas en salir y, al verlas, respiró profundamente. A pesar de su insistencia, no había logrado convencer al personal de tierra en Nassau para que le permitieran llevarlas como equipaje de mano. Separarse de ellas la había estresado aún más si cabe.
Levantó la maleta negra, apoyó las ruedas en el suelo y se colocó la bolsa de viaje de su padre al hombro. Echó un vistazo a su alrededor No vio a nadie con intención de agredirla o de robarle el equipaje.
Entró en los servicios de señoras. Abrió el grifo del agua fría y se lavó la cara hasta notarla entumecida. Unas profundas ojeras de color púrpura delataban su cansancio. Tenía el aspecto de una quinceañera desnutrida; en definitiva, de alguien que no podía competir con El Profeta.
Al cerrar los ojos, notó que se balanceaba. ¿Por qué no se habría limitado a entregarle el dinero tal como había planeado? ¿Qué diablos se le habría pasado por la mente para no hacerlo? Movió la cabeza de un lado a otro. Estaba muy cansada, sólo era eso. Había tomado la decisión correcta. El dinero era lo único que la mantenía viva.
Harry examinó los servicios para asegurarse de que no había nadie más. Abrió la maleta y subió un poco la tapa. El dinero aún estaba allí. Cerró la maleta, encendió el móvil y marcó el teléfono de Ruth. Había intentado sin éxito ponerse en contacto con ella antes de partir de las Bahamas. En aquel momento tampoco le respondía. Maldita sea, ¿dónde se habría metido? Se le formó un nudo en la garganta. No podía hacer aquello sola.
Los brazos y las piernas le temblaban. Harry se sentó en el suelo junto a su equipaje, apoyó la cabeza contra las rodillas e inspiró hondo varias veces. ¿Y si alguien la estaba esperando en la terminal de llegadas? Se estremeció y miró su reloj: las 12.30 horas. Se recostó en las maletas y cerró los ojos. Decidió que podría quedarse así un rato. Allí no podrían hacerle nada.
Permaneció en aquel lugar más de dos horas escuchando el pitido que emitían las cintas de equipaje cada vez que aterrizaba un nuevo vuelo. Se oían los carritos que chocaban fuera mientras las mujeres entraban y salían del servicio. Los muslos, en contacto con el duro suelo, cada vez se le adormecían más. Se preguntaba cuánto tiempo podría estar allí sin que nadie la echara.
De repente, irrumpió un grupo de aproximadamente veinte adolescentes que hablaban en español como ametralladoras. Tenían unos diecisiete o dieciocho años. Se peleaban por un lugar delante del espejo para retocarse el maquillaje y no paraban de cotillear. La chica que estaba más cerca de Harry se sacó el reloj y toqueteó la cuerda.
—¿
Es una hora más o una hora menos
? —preguntó en español.
Nadie la escuchó entre aquel griterío.
—
Una hora menos
—contestó Harry en el mismo idioma—. Son las 14.35 horas.
—
Gracias.
La chica sonrió. Tenía los ojos color canela y el pelo espeso y oscuro.
Harry parpadeó. Miró al resto del grupo y se fijó en sus pieles aceitunadas y en el color oscuro de sus llamativos cabellos y sus cejas. Se levantó y, detrás de ellas, se observó en el espejo. Rizos negros y espesos, ojos oscuros. Su piel era más pálida, pero en general no desentonaba en el grupo. Quizá no fuera la mejor manera de camuflarse, pero no tenía otra opción.
Las chicas salieron en tropel del lavabo de señoras. Harry cogió su equipaje y las siguió de cerca. Afuera, una multitud de estudiantes españoles había invadido la zona de equipajes. Se movían en grupos y Harry se introdujo en medio de la muchedumbre. El ruido era ensordecedor. La fueron empujando hacia delante y, cuando ya se acercaba a la terminal de llegadas, agachó la cabeza e hizo ver que toqueteaba sus maletas. Notó un dolor en el estómago. Si alguien había venido a esperarla allí fuera, ¿se habría marchado ya?
Los estudiantes se apretujaban a su alrededor para después desperdigarse por la terminal. Harry avanzaba dando tumbos. El aeropuerto estaba atestado de gente. Se abrió camino entre la multitud sin levantar la vista, protegida aún por sus acompañantes. Nadie se fijó en ella. Finalmente, llegó a la salida principal y se separó del grupo. Se detuvo en una máquina de pago del aparcamiento junto a las puertas y, con las manos temblorosas, introdujo unas monedas. Miró atrás y se quedó petrificada.
A cien metros, reconoció a un hombre alto entre la multitud con una chaqueta de cuero negra. Estaba de espaldas y llevaba el teléfono móvil junto al oído. No podía ver su rostro, pero los rubísimos mechones que asomaban por debajo de su gorro eran inconfundibles.
Una ráfaga de calor le recorrió el cuerpo. Había visto aquel cabello dos veces: en las montañas de Dublín y a la salida de la prisión de Arbour Hill. En ambas ocasiones estuvo a punto de morir. El hombre rubio estiró el cuello entre el gentío y ella alcanzó a verle el rostro. Estaba pálido y tenso, con una expresión desesperada. Harry dejó de respirar por un momento. El tipo estaba hablando con alguien por teléfono y asentía con la cabeza. Ella avanzó lentamente hacia la salida sin dejar de arrastrar su maleta. El hombre esbozó una mueca de disgusto al escuchar lo que le decía su interlocutor, pero asintió de nuevo. Se giró y empezó a alejarse de Harry abriéndose paso a empujones entre la muchedumbre. Se dirigía a la puerta de llegadas.
Todas las terminaciones nerviosas de Harry clamaban a gritos que echara a correr, pero ella se resistió. Cuanto menos se moviera, más inadvertida pasaría. Siguió caminando lentamente hacia las puertas sin dejar de vigilar a aquel hombre al que las multitudes le impedían alejarse más rápido. Aún tenía el teléfono pegado al oído.
Las puertas automáticas se abrieron. Harry dio un paso hacia ellas y se volvió para echar un vistazo. Se fijó en alguien que se encontraba al otro lado de la sala. No paraba de dar vueltas de un lado a otro como si buscara algo. También llevaba el móvil junto al oído. Harry se estremeció al reconocer aquel cuerpo. Hombros anchos, constitución de jugador de rugby. Era Jude Tiernan.