»Este plan general servirá como proyecto para nuestra falsa información. A partir del mismo, debemos calcular el lugar exacto, el día preciso la hora auténtica, el minuto real de cada pieza de equivocación falsa que deslicemos a los alemanes. El plan nos dice que el parte de avance de nuestro imaginario 167º Regimiento pasará por Sturry para comenzar a establecer una zona de reunión en Herne Bay, a las 07.25 del 2 de mayo. Tenemos allí un subagente imaginario. Se percatará de lo del convoy. No desde
elpub
, porque
elpub
no estará abierto entonces, sino tal vez en un trayecto en bicicleta a la ciudad para ir de compras. Aquella tarde la comunicación inalámbrica de la comitiva emitirá tres o cuatro breves mensajes que nuestros amigos alemanes recogerán. Luego habrá más. Y otro avistamiento por parte de nuestro agente. En
elpub
habrá americanos desconocidos. No hablarán con nadie. Luego la Luftwaffe acudirá a echar un vistazo y tendremos algo dispuesto para que lo fotografíen. Todo tiene que poder reunirse, cumplir un horario con exquisita precisión, si el asunto ha de funcionar.
«Un ejército de fantasmas –pensó T. F.–, un millón de soldados imaginarios yendo de acá para allá a través de Inglaterra. ¿Y se supone que el éxito de la invasión debe fundarse en esto? Me han nombrado para que trabaje en un manicomio.»
–Tomemos eL problema del reconocimiento aéreo. ¿Está usted familiarizado con East Anglia?
–No –replicó T. F.–, me temo que no…
–Pues bien, las carreteras que llevan a los puertos son demasiado estrechas para permitir el paso de los blindados. Los alemanes lo saben.
–Comprendo.
–Por lo tanto, estamos ampliando las carreteras. Por la noche, como es natural, haciéndolo así para impedir la detección aérea.
–Perdone un momento. Está diciendo que realizará la ampliación física de toda una red de carreteras. Dios sabe a qué coste en tiempo y en recursos… ¿Y todo esto para poder formar parte de una falsificación?
–Sólo unos ciento cincuenta kilómetros para ser exactos. Me temo que crearemos miles de problemas a la población local. Ahora bien, los alemanes saben muy bien que si ampliásemos las carreteras tendríamos que enmascarar el hecho para impedirles averiguar lo que estamos haciendo.
–¿Y por lo tanto camuflarán esas carreteras que nunca usarán?
–Exactamente. Y muy bien. Excepto que un oficial de Inteligencia muy astuto será apenas capaz, casi por los pelos, de poder leer las señales de enmascaramiento de una fotografía aérea tomada con una de sus «Leicas» a siete mil metros de altura.
Si había el menor indicio de autosatisfacción en el anuncio de Ridley, T. F. no respondió al mismo. En lugar de ello, valoró al anciano por primera vez con una sensación de admiración. «Si están dispuestos a tomar semejantes medidas para engañar a los alemanes… ¿quién sabe? Este loco plan puede conseguir algo…»
–Esto nos lleva al aspecto más secreto de
Fortitude
–continuó Ridley–. Desde fines de 1942, nuestro servicio de contraespionaje, el MI5, que es comparable, según puedo afirmarle, a su FBI, posee la razonable certidumbre de que todos los agentes alemanes de Inteligencia que operan en este país, lo hacen en realidad bajo nuestro control.
–En realidad –declaró T. F.–, eso no es ciertamente algo de lo que el FBI pueda jactarse, por lo que. ¿cómo está tan seguro al ciento por ciento de ello?
–Uno nunca puede estar totalmente seguro de nada, comandante, excepto de la eventual defunción propia. Certidumbre razonable es el término que he empleado. Hemos capturado a más de cincuenta de ellos. Algunos, los tipos más desagradables, han sido condenados a la Torre o a la horca. El MI5 ha conseguido persuadir a cierto número de los demás hacia la prudencia de trabajar bajo nuestro control. Tenemos sus claves. Hemos leído el tráfico inalámbrico con «Ultra» y hace ya dos años que hemos localizado en el mismo una referencia a un agente en este país al que no controlamos. También sabemos que no existe tráfico inalámbrico del que no estemos enterados.
–En otras palabras, ¿durante los dos últimos años ustedes, los británicos, han estado dirigiendo toda la red de espías alemanes que funciona en este país?
Esta pregunta de T. F. era en realidad una muestra de la admiración respecto del escepticismo profundamente arraigado que había sentido hacia este inglés y sus planes hacía sólo unos momentos.
–Así es como han ido las cosas. Y hemos hecho un buen trabajo al respecto. Mejor aún, según creo a veces, que el que hubiesen realizado por sí mismos.
–¿Qué hacen ustedes cuando Berlín pide a uno de sus espías dónde está tal o cuál escuadrilla de la RAF, o cuántos aviones fabrican en alguna factoría al norte de Manchester?
–Se lo decimos.
–¿Sus secretos militares?
–Naturalmente. Si nuestro agente envía a su controlador de la Abwehr, en Hamburgo, un refrito del
Times
del día anterior, no pensarán que es un buen tipo, ¿verdad? Debe comprender que nuestro objetivo ha sido montar cierto número de esos agentes a los ojos de los alemanes. Si vamos a usarlos para manipular el espionaje alemán con nuestras mentiras, primero tenemos que convencerles de su fiabilidad con nuestras verdades, ¿no le parece?
T. F. sonrió ante su superior inglés. Estaba pensando en J. Edgar Hoover. ¿Cómo cabía imaginarle a él y a su FBI llevando a cabo algo tan sutil como esto? Era algo tan fácil de decir, como conseguir que un niño de tercer curso de EGB leyese y comprendiese el
Finnegan's Wake
.
–Hemos trabajado sobre una fórmula puramente empírica. El ochenta por ciento de lo que les pasamos debe ser verdad. Y parte de ello debe ser realmente jugoso. Nuestro cálculo ha sido que una vez un controlador de la Abwehr haya sido capaz de confirmar la certeza de la mayor parte de nuestro ochenta por ciento, quedará ya atrapado. Y al llegar este momento, de una forma muy hábil se les deslizará unas pocas mentiras esenciales que inclinarán su decisión para que todo el proceso vaya en la dirección que deseamos.
«No es de extrañar que a los irlandeses les costase tanto tiempo desembarazarse de esta gente –pensó T. F.–. Seguramente el que escribía los discursos a De Valera sería un agente británico…»
–Volviendo a
Fortitude
–continuó Ridley–, no es suficiente crear nuestro Primer Grupo de Ejército de Estados Unidos para convencer a Hitler. Una vez su existencia haya quedado fijada firmemente en la mente del alemán y anclada en su orden de batalla, debemos convencerles de que les atacaremos en el Pas de Calais muy poco después de que hayamos desembarcado en Normandía. Se trata del segundo acto de nuestro libreto, y es aquí donde esperamos ser capaces de emplear a tres de esos agentes que hemos estado formando tan pacientemente durante los dos últimos años, para convertirlos en nuestros actores principales.
El pulgar y el índice de Ridley se acercaron a sus narices, en un gesto nervioso que T. F. ya había observado varias veces antes.
–Digo que confiamos porque recientemente hemos recibido algunas noticias que pueden echar por tierra por completo nuestro plan
Fortitude
. Himmler y el SD se han hecho cargo de todas las operaciones en el extranjero de la Abwehr. Los tres agentes que hemos preparado para que intervengan en nuestra historia son agentes de la Abwehr.
Esta revelación, que los que estaban en torno de la mesa escuchaban por primera vez. produjo el segundo acceso de pesimismo de la mañana.
–Himmler y esa gente del SD son todos unos paranoicos. Se muestran tan suspicaces respecto de los agentes de la Abwehr que ahora se encuentran a su cargo, que no quieren confiar en ninguno de ellos.
Aquello lo había dicho Dennis Wheatly, el autor.
–No aceptarán nada de lo que les envíen.
–Tal vez –convino Ridley–. pero no hemos visto ninguna indicación en el tráfico «Ultra» hasta ahora. De momento, nadie en Berlín pone en tela de juicio a ninguno de ellos.
–No estoy seguro de que los perdamos.
La voz pertenecía a un nuevo interlocutor, un hombre al que T. F. aún no conocía. Se llamaba Arthur Shaunegessy. Era criador de caballos de carreras, y había sido agente doble dentro del IRA en su juventud.
–Una vez un maestro de espías ha llegado a una opinión acerca de la fiabilidad de un agente, es preciso un auténtico terremoto para hacerle perder sus convicciones. Los maestros de espías son un poco como los Papas de Roma. Ambos poseen una exagerada creencia en su propia infalibilidad.
Brindó a T. F. una austera sonrisa.
–Esto no es ninguna irreverencia, comandante. Una cosa está clara –continuó–. Debemos tener más caballos para continuar la carrera. Sugiero que todos miren la página veintitrés.
Se produjo el sonido de pasar hojas, mientras una docena de pares de manos hurgaban a través de los pliegos de «Guardia de Corps».
–Lean el párrafo diecisiete: Fuerzas patriotas.
El mismo Shaunegessy lo hizo, por si alguien había perdido el punto:
«Las operaciones de engaño tendrán los apoyos siguientes:
A
) El incremento de un sabotaje general en y alrededor del Pas de Calais y las zonas belgas.
B
) El envío al Pas de Calais y a las zonas belgas de organizadores instruidos específicamente respecto de que los aliados están a punto de desembarcar en la costa del Pas de Calais, y con órdenes de emplear los grupos locales de la Resistencia para llevar a cabo varios tipos de acción en apoyo del asalto.»
Ésa es nuestra respuesta –prosiguió–. Convocaremos a todos los de la Resistencia cuarenta y ocho horas después de que hayamos desembarcado en Normandía. Para que provoquen allí un infierno sangriento y consigan que Hitler mantenga los ojos fijos en los lugares que les corresponden.
Una vez más un timbre de alarma sonó en la cabeza de T. F. ¿No era aquello lo que el memorándum de Strong había dicho respecto de abusar de la vulnerabilidad de las poblaciones en los territorios ocupados por el enemigo?
–Éso es una manera cínica de poner en peligro muchas vidas de franceses –afirmó.
–¿Y qué? – respondió con fuerza Shaunegessy–. Es su maldito país el que vamos a liberar, ¿no es así? ¿No deberían algunos de ellos ser sacrificados para esto? Puede creerme: también estará sacrificando a muchos de los hijos de sus granjeros de Kansas cuando se produzca la primera oleada.
–Una de las razones por las que estamos en esta condenada guerra –contraatacó T. F., mientras comenzaba a aflorar su temperamento irlandés– es porque se supone que defendemos algo. Y sacrificar a la gente así no forma parte de estas razones. Además, pretendemos seguir siendo amigos de los franceses después de la guerra, ¿verdad?
–Dios santo –replicó Shaunegessy alzando los ojos, frustrado ante la idea de responder a un pensamiento tan ingenuo–. Ya estaremos al tanto de que esa matanza no se averigüe nunca. Si no empleamos cualquier estratagema, no podremos conseguir lo que tenemos entre manos, aparte de que es un punto muy discutible, comandante. Pero no ganaremos esta maldita guerra.
–Caballeros –Ridley golpeó la mesa con la palma de la mano para llamar la atención–. La idea es sólo un punto de partida. Los jefes anglonorteamericanos deberían aprobar cualquier llamamiento a la sublevación de la Resistencia, y no lo harán. Ya lo hemos discutido. Es algo demasiado obvio. Hitler tampoco caería nunca en algo así.
Aspiró su cigarrillo con una de aquellas frenéticas chupadas suyas.
–Pero convengo en que necesitamos más gente en liza. Lo que precisamos es una fuente asentada más sólidamente y que se revele en el último minuto, cuando todas las demás ya hayan sido suministradas. La fuente más sutil e iluminadora que de repente permita que las demás piezas del rompecabezas queden en su sitio.
–Muy bien –preguntó Shaunegessy casi airadamente–, ¿dónde se propone encontrar este nuevo y original vehículo de engaño? Lo hemos empleado todo, incluso un cadáver. ¿Qué nos falta todavía?
–Sí –replicó Ridley.
El dedo se alzó instintivamente hacia su nariz.
–Ésta es la auténtica pregunta… ¿Qué nos falta aún?
Calais
Ningún amante que se acercase a una cita hubiera sido nunca mejor recibido. Catherine tuvo que reprimir simultáneamente un suspiro de alivio y una risa sofocada. Tal vez el hombre que se acercaba a la esquina de la calle del «Café des Trois Suisses», con una caja de herramientas metálicas de color verde colgada del hombro, fuese realmente un fontanero. Era rollizo y tenía la barriga prominente propia de un aplicado bebedor de cerveza, con su desteñido traje de faena de mahón sostenido por un cinturón de gran anchura, que se parecía mucho a uno de cuero que usaba el padre de Catherine para afilar su navaja de afeitar. Sin embargo, era el rostro lo que más se adecuaba a aquel asunto. Los rasgos del hombre aparecían inmovilizados en la hostilidad cansada de alguien acostumbrado desde hacía mucho tiempo a dirigir un oído indiferente a los ruegos de su cliente para que acudiera a prestarle un servicio. Catherine se bebió de un trago su «Cinzano» de imitación, dobló su ejemplar de
Le Phare de Calais y
fingió despreocupación lo mejor que pudo, acercándose mientras tanto al fontanero.
–¿Es usted el hombre que he llamado para que arregle el desagüe embozado? – le preguntó.
El individuo le brindó aquella agria mirada que los taxistas parisienses de antes de la guerra reservaban para los turistas lo suficientemente ingenuos como para olvidarse de dar una propina.
–¿Es usted Madame Dumesníl, de la Rué Descartes?
El cigarrillo pegado a sus labios subió y bajó al ritmo de cada una de sus sílabas. Mientras la chica se colocaba a su lado, un par de chicos adolescentes bajaban por la acera de la calle, unos diez metros por delante de ellos. Su «fontanero» no respondió.
Finalmente, comenzó a musitar:
–Son de los nuestros –indicó vagamente a los chicos que tenían delante, con el cigarrillo pegado a los labios como si se tratase de un apéndice de su boca–. Si se presenta algún problema, fingirán una pelea para que usted pueda escapar.
Se encogió de hombros, un ademán que describió a la mujer con elocuencia cuan improbable sería una huida en aquellas circunstancias. Luego volvió a su silencio hosco. Finalmente, cuando llegaron a un estrecho callejón lateral, susurró.
–Número 17. Tercer piso, derecha.