—Es mi amado —explicó Mya—. Mychel Redfort. Ahora es escudero de Ser Lyn Corbray. Nos casaremos en cuanto lo nombren caballero, el año que viene o el siguiente.
¡Cuánto se parecía aquella muchacha a Sansa, tan feliz e inocente, con aquellos sueños! Catelyn sonrió, pero con cierta tristeza. Los Redfort eran una de las familias más antiguas del Valle, por sus venas corría la sangre de los primeros hombres. Quizá fuera su amado, pero ningún Redfort se casaría con una bastarda. Su familia le concertaría un matrimonio más adecuado, con una Corbray, o una Waynwood, o una Royce, o quizá con la hija de alguna casa importante de fuera del Valle. Si Mychel Redfort se acostaba con aquella chica, sería sin matrimonio.
El ascenso era más sencillo de lo que Catelyn había osado soñar. Los árboles crecían muy juntos, se cerraban sobre el camino creando una techumbre de follaje que ocultaba la luna, así que era como si avanzaran por un túnel negro interminable. Pero las mulas eran seguras e incansables, y Mya parecía tener el don de la visión nocturna. Subieron por la ladera de la montaña, siguiendo los recovecos del sendero, tan cubierto de agujas caídas de pinos que los cascos de las mulas apenas si hacían ruido contra la roca. El silencio era tranquilizador, y el vaivén suave de la montura mecía a Catelyn en la silla. Pronto tuvo que hacer un esfuerzo para mantenerse despierta. Puede que se adormilara un instante, porque de repente se encontró ante un inmenso portalón blindado.
—Piedra —anunció Mya alegremente al tiempo que desmontaba.
Los formidables muros de piedra estaban coronados por púas de hierro, y la pequeña fortaleza contaba con dos torrecillas en la cima. Mya pidió paso a gritos, y el portalón se abrió. Una vez dentro, el corpulento caballero al mando saludó a la muchacha por su nombre, y ofreció a las viajeras espetones de carne y cebollas, recién salidos de las brasas. Hasta aquel momento Catelyn no se había dado cuenta de lo hambrienta que estaba. Comió de pie, en medio del patio, mientras los mozos de cuadra cambiaban las sillas a mulas descansadas. Los jugos calientes de la carne le corrieron por la barbilla y le mancharon la capa, pero tenía demasiada hambre para que aquello le importara.
Pronto estuvo a lomos de otra mula, de nuevo bajo la luz de las estrellas. Le dio la sensación de que el segundo tramo del ascenso era más traicionero. El sendero era más empinado, los escalones estaban más desgastados, y a menudo encontraba zonas llenas de guijarros y piedras rotas. Mya tuvo que desmontar media docena de veces para apartar del sendero las rocas caídas.
—¡No querréis que la mula se rompa una pata en estos momentos! —manifestó.
Catelyn no pudo por menos que darle la razón. Habían ganado altura de manera perceptible. Allí los árboles eran más escasos y el viento soplaba con más fuerza, en ráfagas bruscas que le agitaban las ropas y le metían el pelo en los ojos. De cuando en cuando los escalones parecían girar sobre ellos mismos, y podía ver la mole de Piedra abajo, y más abajo aún las Puertas de la Luna, cuyas antorchas brillaban apenas como velas.
Nieve era un fortín más pequeño que Piedra: constaba sólo de una torre, una edificación de madera y un establo, todo oculto tras un muro bajo de roca sin argamasa. Pero su posición en la Lanza del Gigante permitía que desde allí se dominara toda la escalera de piedra hasta el torreón de vigilancia inferior. Cualquier enemigo que intentara llegar al Nido de Águilas tendría que combatir desde Piedra, peldaño a peldaño, mientras desde Nieve le llovían flechas y rocas. El comandante, un caballero joven y nervioso con el rostro picado de viruelas, les ofreció pan con queso y la posibilidad de calentarse ante la hoguera, pero Mya la rechazó.
—Tenemos que seguir adelante, mi señora —dijo—. Si os parece bien, claro. —Catelyn asintió. Una vez más, les proporcionaron mulas descansadas. La suya era blanca. Al verla, Mya sonrió—.
Blanca
es estupenda, mi señora. Pisa firme incluso sobre el hielo, pero deberéis tener cuidado. Si no le gustáis, os dará una buena coz.
Por lo visto a la mula blanca le gustó Catelyn, y gracias a los dioses no hubo coces. Tampoco había hielo, otro motivo para dar gracias.
—Mi madre me cuenta que, hace cientos de años, la nieve empezaba aquí —le dijo Mya—. De aquí para arriba siempre estaba todo blanco, y el hielo no se derretía jamás. —Se encogió de hombros—. Yo nunca he visto nieve tan abajo, pero a lo mejor antes sí, en la antigüedad.
«¡Es tan joven...!», pensó Catelyn. Intentó recordar si ella había sido tan joven alguna vez. Aquella niña había vivido la mitad de su vida en verano, y no conocía otra cosa. Le habría gustado decirle que se acercaba el invierno. El lema acudió a sus labios, estuvo a punto de decirlo en voz alta. Quizá, al final, se estaba convirtiendo en una Stark.
Por encima de Nieve, el viento era un ser vivo que aullaba en torno a ellas como un lobo en la pradera, y cesaba bruscamente, casi parecía que quisiera tentarlas para que se confiaran. Allí las estrellas brillaban más y la luna creciente se veía enorme en el cielo negro y despejado. A medida que avanzaban Catelyn se dio cuenta de que era mejor mirar hacia arriba, y no hacia abajo. Los escalones estaban agrietados y rotos tras siglos de nieves y deshielos, y el paso de incontables mulas. Pese a la oscuridad, la altura hacía que viajara con el corazón encogido. Al llegar a un paso entre dos rocas altas, Mya desmontó.
—A partir de aquí es mejor llevar a las mulas por las riendas —dijo Mya—. El viento en esta zona casi da miedo, mi señora.
Catelyn, rígida, salió de entre las sombras y contempló el sendero que se alzaba ante ella: seis metros de largo y menos de uno de ancho, y con un precipicio a cada lado. El viento aullaba. Mya caminaba con paso ligero, y su mula la seguía tan tranquila como si estuvieran cruzando un patio. Luego le tocó a ella el turno. Pero, en cuanto dio el primer paso, se encontró en las fauces del terror más profundo. Sentía físicamente el vacío, los vastos abismos de aire que se abrían como precipicios a su alrededor. Se detuvo, temblorosa, incapaz de moverse. El viento seguía aullando, le agitaba la capa, intentaba tirarla por el borde. Catelyn trató de dar un paso atrás, pero allí estaba la mula. No podía retirarse. «Voy a morir aquí», pensó. El sudor frío le corría por la espalda.
—Lady Stark —la llamó Mya desde el otro lado. La niña parecía encontrarse a mil leguas de distancia—. ¿Os encontráis bien?
—No... no puedo seguir, pequeña —dijo Catelyn Tully Stark tragándose lo que le quedaba de orgullo.
—Claro que podéis —dijo la niña bastarda—. ¡Mirad, si el camino es muy ancho!
—No quiero mirar. —Sentía como si el mundo girase a su alrededor como la peonza de un chiquillo... la montaña, el cielo, las mulas, todo. Catelyn cerró los ojos y trató de recuperar el aliento.
—Volveré a por vos —dijo Mya—. No os mováis, mi señora.
Catelyn no tenía la menor intención de moverse. Escuchó el aullido del viento y el roce del cuero contra la piedra. Pronto Mya estuvo a su lado y la cogió por el brazo con amabilidad.
—Si queréis, no abráis los ojos. Soltad la cuerda,
Blanca
sabe cuidarse sola. Muy bien, mi señora. Ahora os guiaré, ya veréis qué fácil. Venga, un pasito. Moved el pie, eso es, muy bien, adelante. Ahora otro. Qué fácil. Hasta podríais correr. Otro más. Muy bien. —Y así, paso a paso, centímetro a centímetro, la muchacha bastarda guió a Catelyn, ciega y temblorosa, mientras la mula blanca las seguía plácidamente.
El puesto de vigilancia llamado Cielo no era más que un muro en forma de luna creciente, hecho de roca, sin argamasa, pero en aquel momento ni las torres de Valyria habrían sido más hermosas a los ojos de Catelyn Stark. Allí era donde empezaban las nieves. Las piedras erosionadas de Cielo estaban cubiertas de escarcha, y de las laderas pendían largas estalactitas de hielo.
Ya salía el sol por el este cuando Mya Piedra llamó a los guardias, que les abrieron la puerta. Tras los muros sólo había rampas y un enorme montón de piedras de todos los tamaños. Iniciar una avalancha desde allí sería lo más sencillo del mundo. En la pared rocosa frente a ellos se abría un hueco.
—Los establos y los barracones están ahí dentro —dijo Mya—. El último tramo es por el interior de la montaña. Resulta un poco oscuro, pero al menos no hay viento. Las mulas sólo llegan hasta aquí. Más allá es como una escalinata de piedra, muy empinada, pero se sube bien. En menos de una hora habremos llegado.
Catelyn alzó la vista. Justo sobre ella, claros a la luz del amanecer, se veían los cimientos del Nido de Águilas. Estaba a menos de doscientos metros, y desde abajo parecía un pequeño panal blanco. Recordó lo que había dicho su tío acerca de las grúas y los cestos.
—Los Lannister tendrán orgullo —dijo a Mya—, pero los Tully tenemos sentido común. Llevo cabalgando todo el día y toda la noche. Diles que bajen un cesto, subiré con los nabos.
El sol brillaba ya muy por encima de las montañas cuando Catelyn Stark llegó por fin al Nido de Águilas. Un hombre rechoncho de cabellos plateados, vestido con la capa azul celeste y el emblema de la luna y el halcón en el peto, la ayudó a salir del cesto. Era Ser Vardis Egen, capitán de la guardia de Jon Arryn. Tras él se encontraba el maestre Colemon, delgado y nervioso, con poco cabello y demasiado cuello.
—Lady Stark —dijo Ser Vardis—, el placer es tan grande como inesperado.
—Desde luego, mi señora —dijo el maestre Colemon con un gesto de asentimiento—. He mandado avisar a vuestra hermana. Dejó órdenes de que la despertaran en cuanto llegaseis.
—Espero que haya dormido bien esta noche —replicó Catelyn, con cierta ironía que pasó desapercibida.
La escoltaron desde la sala de la grúa por una escalera de caracol. El Nido de Águilas era un castillo pequeño para lo que era habitual en las casas grandes: siete torres esbeltas y blancas, muy juntas como flechas en un carcaj que colgara del hombro de la gran montaña. Allí no hacían falta establos, herrerías ni perreras, pero según Ned los graneros eran tan grandes como los de Invernalia, y en sus torres se podían alojar hasta quinientos hombres. De todos modos, a Catelyn le dio la sensación de que el castillo estaba desierto, y de que las salas de piedra blanca resonaban, vacías.
Lysa la aguardaba en sus habitaciones, todavía con las ropas de dormir. Llevaba la melena castaña suelta sobre los hombros desnudos y blancos. Una doncella le cepillaba el pelo, pero cuando entró Catelyn su hermana se levantó sonriente.
—Cat —dijo—, oh, Cat, cuánto me alegro de verte. Mi hermana querida. —Cruzó la estancia y abrazó a Catelyn—. Ha pasado tanto tiempo... —murmuró Lysa sin soltarla—. Tanto, tanto tiempo...
Era cierto: habían sido cinco años, y cinco años muy crueles para Lysa, que le habían cobrado un alto precio. Tenía dos años menos que ella, pero parecía mayor. Era más baja que Catelyn, y ahora su cuerpo era grueso, y su rostro estaba pálido e hinchado. Tenía los ojos azules de los Tully, pero los suyos eran de un color claro y acuoso, y siempre parecían inquietos. La boca pequeña se había congelado en una mueca petulante. Mientras la abrazaba, Catelyn recordó a la muchacha esbelta y de pechos erguidos que había estado a su lado aquel día, en el sept de Aguasdulces. ¡Qué hermosa era, cuántas esperanzas albergaba entonces! Lo único que quedaba de la belleza de su hermana era la espesa cascada de pelo castaño, que le llegaba hasta la cintura.
—Tienes buen aspecto —mintió Catelyn—. Pero... pareces cansada.
—Cansada —dijo su hermana, apartándose de ella—. Sí. Oh, sí, mucho. —Sólo entonces pareció advertir la presencia de los demás: su doncella, el maestre Colemon y Ser Vardis—. Podéis marcharos —les dijo—. Quiero hablar con mi hermana a solas.
Mantuvo la mano de su hermana entre las suyas mientras salían...
... y se la soltó en cuanto se cerró la puerta. Catelyn vio cómo le cambiaba el rostro. Fue como si el sol se ocultara tras una nube.
—¿Es que te has vuelto loca? —le espetó Lysa—. ¿Cómo te atreves a traerlo aquí, sin mi permiso, sin siquiera avisarme? ¿Cómo osas meternos en tus peleas con los Lannister...?
—¿Mis peleas? —Catelyn apenas daba crédito a lo que oía. En la chimenea ardía un buen fuego, pero en la voz de Lysa no había ni rastro de calidez—. Antes que mías fueron «tus» peleas, hermana. Fuiste tú quien me envió aquella maldita carta, me escribiste que los Lannister habían asesinado a tu marido.
—¡Para avisarte, para que no te acercaras a ellos! ¡Nunca quise un enfrentamiento! Dioses, Cat, ¿te das cuenta de qué has hecho?
—¿Madre? —dijo una vocecita aguda. Lysa se dio la vuelta, la pesada bata envolvió su cuerpo al girar. En la puerta estaba Robert Arryn, señor del Nido de Águilas. Llevaba en brazos un descolorido muñeco de trapo, y las miraba con sus enormes ojos. Era un chiquillo preocupantemente delgado, menudo para su edad, siempre enfermizo, y a veces le sobrevenían estremecimientos. Los maestres decían que padecía la enfermedad de los temblores—. He oído voces.
No era de extrañar, pensó Catelyn. Lysa había hablado casi a gritos. Pero, por la mirada de su hermana, supo que la consideraba culpable a ella.
—Ésta es tu tía Catelyn, pequeñín. Mi hermana, Lady Stark. ¿Te acuerdas de ella?
El niño la miró sin dar muestras de reconocerla.
—Creo que sí —dijo, parpadeando, aunque lo cierto era que apenas contaba con un año de vida la última vez que Catelyn lo viera.
—Ven con mamá, pequeñín —dijo Lysa mientras se sentaba cerca de la chimenea. Se estiró los pliegues de la túnica, y se arregló la hermosa cabellera castaña—. ¿A que es precioso? Y muy fuerte, no te creas lo que dicen por ahí. Jon lo sabía. Me lo dijo, me dijo: «La semilla es fuerte». Fueron sus últimas palabras. No paraba de nombrar a Robert, me agarró el brazo tan fuerte que me dejó marcas. «Díselo a todos, diles que la semilla es fuerte.» Se refería a su semilla. Quería que todos supieran que mi bebé iba a ser un niño muy bueno y muy fuerte.
—Lysa —dijo Catelyn—, si lo que crees de los Lannister es cierto, razón de más para que actuemos con presteza. Tenemos...
—Delante del bebé, no —replicó Lysa—. Tiene un temperamento muy delicado. ¿A que sí, pequeñín?
—El chico es el señor del Nido de Águilas y el Defensor del Valle —le recordó Catelyn—. Y no es momento para delicadezas. Ned cree que puede haber una guerra.
—¡Cállate! —le gritó Lysa—. Estás asustando al niño. —El pequeño Robert miró a Catelyn por encima del hombro, y empezó a temblar. El muñeco se le cayó de las manos, y se apretó contra su madre—. No tengas miedo, mi pequeñín —susurró Lysa—. Mamá está aquí, nadie te hará daño.