«Falta muy poco», pensó Catelyn. Los dedos heridos por la daga aún le palpitaban bajo las vendas de lino. Sentía como si el dolor la espolease, le impidiera olvidar. No podía doblar el dedo anular ni el meñique de la mano izquierda, y jamás recuperaría plenamente el movimiento de los otros tres. Pero era un bajo precio por la vida de Bran.
Ser Rodrik apareció en cubierta en aquel momento.
—Mi buen amigo —saludó Moreo a través de su barba verde. A los tyroshis les gustaban los colores vivos hasta en el vello facial—. Me alegra constatar que tienes mejor aspecto.
—Sí —asintió Ser Rodrik—. Hace casi dos días que no deseo morir. —Hizo una reverencia ante Catelyn—. Mi señora...
Era verdad que tenía mejor aspecto. Estaba un poco más delgado que cuando zarparon de Puerto Blanco, pero casi volvía a ser él mismo. Los fuertes vientos del Mordisco y las inclemencias del mar Angosto no le habían sentado bien, y a punto estuvo de caer por la borda cuando una tormenta estalló sobre ellos de manera inesperada en Rocadragón, pero consiguió aferrarse a un cabo hasta que tres hombres de Moreo lograron rescatarlo y ponerlo a salvo bajo cubierta.
—El capitán me decía que falta poco para que lleguemos —dijo Catelyn.
—¿Tan pronto acaba el viaje? —Ser Rodrik esbozó una sonrisa irónica.
Tenía un aspecto extraño sin sus poblados bigotes blancos. Parecía más menudo, menos imponente y diez años más viejo. Pero en el Mordisco se había impuesto la lógica y se sometió a la navaja de afeitar de un marinero, después de que se le ensuciaran por tercera vez cuando vomitó por encima de la borda.
—Os dejaré solos para que habléis de vuestros asuntos —dijo el capitán Moreo.
Hizo una reverencia y se alejó.
La galera surcaba las aguas como una libélula, los remos subían y bajaban a un ritmo impecable. Ser Rodrik se agarró a la borda y contempló la orilla.
—No he sido un protector muy bizarro.
—Estamos aquí, Ser Rodrik, y a salvo —dijo Catelyn tomándole el brazo—. Es lo único que importa. —Metió la mano entre los pliegues de la túnica, con los dedos rígidos, buscando algo. Aún tenía la daga. Necesitaba tocarla de cuando en cuando para recuperar la seguridad—. Ahora tenemos que encontrar al maestro armero del rey, y rezar para que sea de confianza.
—Ser Aron Santagar es un hombre engreído, pero honrado. —Ser Rodrik hizo gesto de acariciarse los bigotes, para descubrir una vez más que ya no los tenía. Aquello siempre lo desconcertaba—. Puede que reconozca la daga, sí... Pero en el momento que pisemos tierra estaremos en peligro, mi señora. En la corte hay muchos que conocen vuestro rostro.
—Meñique —murmuró Catelyn entre dientes.
El rostro acudió rápidamente a su memoria, la cara de un niño, aunque ya no era ningún niño. Su padre había muerto hacía varios años, de manera que era Lord Baelish, pero lo seguían llamando Meñique. Edmure, el hermano de Catelyn, le había puesto aquel apodo hacía mucho tiempo, en Aguasdulces. Las modestas posesiones de su familia se encontraban en el más pequeño de los Dedos, y además Petyr era flaco y menudo para su edad.
—Lord Baelish estaba... eh... —Ser Rodrik carraspeó y se perdió en la búsqueda del término más educado.
Pero Catelyn estaba por encima de la cortesía.
—Era el pupilo de mi padre, pasamos la infancia juntos en Aguasdulces. Para mí era como un hermano, pero sus sentimientos eran menos... fraternales. Cuando se anunció mi compromiso con Branden Stark, Petyr lo desafió por el derecho a mi mano. Fue una locura. Brandon tenía veinte años, Petyr apenas quince. Tuve que suplicarle a Brandon que le perdonara la vida; lo dejó escapar con tan sólo una cicatriz. Después mi padre lo expulsó. No he vuelvo a verlo desde entonces. —Alzo el rostro hacia la brisa, como si el aire fresco pudiera borrar los recuerdos—. Me escribió a Aguasdulces cuando asesinaron a Brandon, pero quemé la carta sin leerla; entonces ya sabía que Ned se casaría conmigo en lugar de su hermano.
—Ahora Meñique es miembro del Consejo Privado del rey —dijo Ser Rodrik mientras volvía a intentar acariciarse los bigotes inexistentes.
—Sabía que llegaría lejos —asintió Catelyn—. Siempre fue muy listo, incluso de niño, pero una cosa es ser listo y otra ser inteligente. ¿Cómo lo habrán tratado los años?
Muy por encima de ellos, el vigía gritó algo desde su puesto. El capitán Moreo se acercó por la cubierta, repartiendo órdenes a diestro y siniestro, y a su alrededor la
Danzarina de las Tormentas
se vio inmerso en una vorágine de actividad mientras Desembarco del Rey se empezaba a divisar sobre las tres altas colinas.
Catelyn sabía que hacía trescientos años las colinas estaban pobladas de bosques, y tan sólo un puñado de pescadores vivía en la orilla norte del Aguasnegras, donde aquel río profundo y rápido desembocaba en el mar. Fue entonces cuando Aegon
el Conquistador
llegó en barco desde Rocadragón. Allí fue donde su ejército pisó tierra y allí, en la colina más alta, construyó su primera y rudimentaria fortificación de madera y barro.
En aquellos momentos la ciudad cubría la playa hasta donde alcanzaba la vista de Catelyn. Había mansiones, glorietas, graneros, almacenes de ladrillo, posadas de madera, tenderetes callejeros, tabernas, cementerios y burdeles; cada edificación apoyada en las contiguas. Hasta sus oídos, pese a la distancia, llegaba el griterío del mercado de pescado. Entre los edificios había calles anchas bordeadas de árboles, callejuelas serpenteantes y callejones tan estrechos que dos hombres no los podían recorrer hombro con hombro. En la cima de la colina de Visenya se alzaba el Gran Sept de Baelor, con sus siete torres de cristal. Al otro lado de la ciudad, en la colina de Rhaenys, se divisaban los muros ennegrecidos del Pozo Dragón, cuya enorme cúpula estaba derrumbada y no era ya más que una ruina, tras las puertas de bronce que llevaban más de un siglo cerradas. La calle de las Hermanas iba de una estructura a la otra, recta como una flecha. A lo lejos se alzaban los muros de la ciudad, altos y fuertes.
A lo largo de la dársena se alineaban un centenar de muelles, y el puerto estaba lleno de barcos. Continuamente iban y venían botes pesqueros de altura y fluviales; los barqueros realizaban una y otra vez el trayecto entre las dos orillas del Aguasnegras, y las galeras mercantes descargaban productos de Braavos, Pentos y Lys. Catelyn divisó la engalanada barcaza de la Reina, amarrada junto a un ballenero panzón del Puerto de Ibben con el casco alquitranado, mientras que, río arriba, una docena de navíos de guerra dorados y esbeltos reposaban sobre sus cascos, con las velas recogidas y los crueles espolones de acero lamidos por el agua.
Y dominándolo todo, observándolo todo de forma amenazadora desde la alta colina de Aegon, estaba la Fortaleza Roja: siete torres enormes, achatadas y coronadas por baluartes de hierro; una inmensa barbacana de aspecto macabro; salas abovedadas, puentes cubiertos, barracones, mazmorras y graneros; gruesos muros horadados de aspilleras para los arqueros... todo en piedra de un color rojo claro. Aegon
el Conquistador
había dirigido su construcción. Su hijo, Maegor
el Cruel
, la había finalizado. Después ordenó cortar la cabeza a todos los artesanos, albañiles y carpinteros que habían trabajado en ella. Juró que sólo los que llevaran la sangre del dragón conocerían los secretos de la fortaleza que los Señores Dragón habían construido.
Pero ahora los pendones que ondeaban en las almenas eran dorados, no negros, y allí donde el dragón de tres cabezas había vomitado fuego se erguía el venado coronado de la Casa Baratheon.
Un navío de mástiles altos procedentes de las Islas del Verano salía del puerto en aquel instante, con las velas blancas hinchadas por el viento. La
Danzarina de las Tormentas
pasó junto a él en dirección a la orilla.
—Mi señora —empezó Ser Rodrik—, mientras estaba en cama me he dedicado a pensar cuál sería la mejor manera de actuar. No debéis arriesgaros a entrar en el castillo. Iré yo, y pediré a Ser Aron que se reúna con vos en un lugar seguro.
Catelyn miró al anciano caballero mientras la galera se acercaba al muelle. Moreo gritaba órdenes en el valyrio vulgar de las Ciudades Libres.
—Corréis tanto peligro como yo.
—No soy de la misma opinión —dijo Ser Rodrik con una sonrisa—. He visto mi reflejo en el agua y me ha costado reconocerme. Mi madre fue la última persona que me vio sin bigotes, y murió hace ya cuarenta años. Creo que estaré a salvo, mi señora.
Moreo rugió una orden. Los sesenta remos se alzaron del río como si fueran uno solo, iniciaron un movimiento inverso y volvieron al agua. La galera perdió velocidad. Otra orden. Los remos se deslizaron dentro del casco. En cuanto llegaron al muelle, algunos marineros tyroshis saltaron a tierra para amarrar el barco. Moreo se acercó a Catelyn y Ser Rodrik, todo sonrisas.
—Ya estamos en Desembarco del Rey, mi señora, como ordenasteis. Y jamás barco alguno ha realizado el trayecto más deprisa, ni de manera más segura. ¿Necesitáis ayuda para llevar vuestras pertenencias al castillo?
—No vamos a alojarnos en el castillo. ¿Conoces alguna posada limpia y cómoda que no esté muy lejos del río?
—Sí, claro. —El tyroshi se acarició la barba verde—. Conozco varios locales adecuados para vuestras necesidades. Pero previamente, disculpad mi atrevimiento, está el asunto de la segunda mitad del pago, tal como acordamos. Y también la plata que, en vuestra generosidad, prometisteis como recompensa. Me parece que eran sesenta venados.
—Para los remeros —le recordó Catelyn.
—Claro, claro —asintió Moreo—. Aunque más valdrá que les guarde el dinero hasta que volvamos a Tyrosh. Por el bien de sus esposas e hijos. Si les dais la plata aquí se la jugarán a los dados o la dilapidarán toda en una noche de placer, mi señora.
—Hay cosas peores en las que gastar el dinero —intervino Ser Rodrik—. Se acerca el invierno.
—Cada cuál debe tomar sus propias decisiones —dijo Catelyn—. Se han ganado la plata. No es asunto mío cómo lo gasten.
—Como queráis, mi señora —asintió Moreo con una sonrisa y una reverencia.
Para asegurarse, Catelyn quiso pagar a los remeros en persona, un venado para cada uno y un cobre extra para los dos que transportaron sus baúles hasta la posada que les había recomendado Moreo, a medio camino de la cima de la colina Visenya. Era un local destartalado en el callejón de la Anguila. La propietaria era una vieja amargada, con un ojo estrábico que los miró con desconfianza, y mordió la moneda que le dio Catelyn para asegurarse de que no era falsa. Pero las habitaciones eran amplias y luminosas, y Moreo les había jurado que los guisos de pescado eran los más sabrosos de los Siete Reinos. Y, lo mejor de todo, la mujer no mostró el menor interés en saber sus nombres.
—Es aconsejable que no os acerquéis a la sala común —dijo Ser Rodrik cuando se hubieron instalado—. Ni en un lugar como éste sabe uno quién lo puede estar vigilando. —Tenía puesta la cota de mallas, y llevaba la daga y la espada larga bajo una capa oscura con capucha, que se echó sobre la cabeza—. Volveré con Ser Aron antes de que anochezca —prometió—. Deberíais descansar entretanto, mi señora.
Catelyn estaba cansada, sí. El viaje había sido largo y fatigoso, y ya no era joven. Las ventanas daban al callejón y a un paisaje de tejados, y a lo lejos se divisaba el Aguasnegras. Observó cómo Ser Rodrik se alejaba por las calles concurridas hasta que lo perdió de vista entre la multitud, y decidió seguir su consejo. El colchón estaba relleno de paja, no de plumas, pero no le costó lo más mínimo dormirse.
La despertaron unos golpes en la puerta.
Catelyn se incorporó bruscamente. A través de la ventana se veían los tejados de Desembarco del Rey, ahora teñidos de rojo por la luz del sol poniente. Había dormido más tiempo del que pretendía. Un puño volvió a golpear la puerta.
—¡Abrid en nombre del Rey! —exigió una voz.
—Un momento —respondió.
Se puso la capa. La daga estaba sobre la mesilla de noche. La cogió antes de abrir la pesada puerta de madera.
Los hombres que irrumpieron en la habitación vestían la cota de mallas negra y la capa dorada de la Guardia de la Ciudad. Al ver la daga en la mano de la mujer, su jefe sonrió.
—No la vais a necesitar, señora. Venimos para escoltaros hasta el castillo.
—¿Con qué autoridad? —El hombre le mostró una cinta. Catelyn se atragantó. El sello era un sinsonte en cera gris—. Petyr —dijo. Tan pronto. A Ser Rodrik le había pasado algo. Miró al jefe de los guardias—. ¿Sabéis quién soy?
—No, mi señora —dijo—. Mi señor Meñique sólo nos ordenó llevaros al castillo, e insistió en que se os diera un buen trato.
—Podéis esperar afuera mientras me visto —dijo Catelyn después de asentir.
Se lavó las manos en la jofaina y se puso vendas limpias. Tenía los dedos hinchados y torpes, y le costó trabajo atar los nudos del corpiño y echarse una capa parda sobre los hombros. ¿Cómo había sabido Meñique que estaba allí? Ser Rodrik no se lo habría dicho jamás. Era anciano, sí, pero también testarudo y leal hasta la muerte. ¿Habrían llegado tarde? Tal vez los Lannister estaban ya en Desembarco del Rey. No, si fuera así habría sido Ned el que llamara a su puerta. Entonces, ¿cómo...?
En aquel momento se le ocurrió. Moreo. El maldito tyroshi sabía quiénes eran y dónde estaban. Catelyn esperaba que, por lo menos, hubiera cobrado un alto precio por la información.
Los guardias habían llevado un caballo para ella. Cuando se pusieron en marcha ya se estaban encendiendo las farolas en las calles, y Catelyn sintió los ojos de la ciudad clavados en ella, en la mujer que cabalgaba rodeada por guardias de capas doradas. Cuando llegaron a la Fortaleza Roja, el rastrillo estaba bajado y las enormes puertas cerradas, pero en todas las ventanas se veían luces y movimiento. Los guardias descabalgaron, dejaron las monturas en el exterior y la guiaron primero a través de una portezuela estrecha y luego por peldaños incontables hasta una torre.
Él estaba a solas en la habitación, sentado ante una mesa de madera muy pesada, escribiendo a la luz de una lámpara de aceite. Cuando la hicieron pasar, dejó la pluma y la miró.
—Cat —dijo en voz baja.
—¿Por qué se me ha traído aquí de esta manera?
—Marchaos —indicó a los guardias con un gesto brusco. Los hombres se fueron—. Espero que te trataran correctamente —siguió—. Di instrucciones muy precisas. —Se fijó en las vendas—. Tienes las manos...