—¿A dónde crees que vas? —rugió.
—Tengo que herrar un caballo —contestó Arya con voz dulce, mirándola.
La consternación en el rostro de la septa le produjo cierto placer. Se dio media vuelta, salió y bajó por las escaleras tan deprisa como pudo.
No era justo. Sansa lo tenía todo. Sansa era dos años mayor; quizá cuando nació Arya ya no quedaba nada. Era lo que pensaba a menudo. Sansa sabía coser, bailar y cantar. Escribía poesías. Tenía buen gusto al vestirse. Tocaba el arpa alta, y por si fuera poco también el carillón. Y lo peor, era hermosa. Sansa había heredado los pómulos altos de su madre y la espesa cabellera rojiza de los Tully. Arya había salido a su señor padre. Tenía el pelo castaño y sin brillo, y un rostro alargado y solemne. Jeyne la llamaba Arya
Caracaballo
, y cuando la veía llegar relinchaba. Y para empeorarlo todo, lo único que Arya hacía mejor que su hermana era montar a caballo. Bueno, eso y llevar las cuentas de la casa. A Sansa no se le daban bien los números. Si acababa por casarse con el príncipe Joff, le iba a hacer falta un buen mayordomo.
Nymeria
la esperaba en la garita de los guardias, al pie de las escaleras. Se incorporó en cuanto vio llegar a Arya. La niña sonrió. Aunque nadie más la quisiera, la cachorrita de lobo huargo la adoraba. Iban juntas a todas partes, y
Nymeria
dormía en su habitación, al pie de la cama. Arya se la habría llevado a la sala de costura de buena gana si su madre no lo hubiera prohibido. Así la septa Mordane no se quejaría tanto de sus puntadas.
Nymeria
le mordisqueó ansiosa la mano mientras la desataba. Tenía los ojos amarillos. Cuando reflejaban el sol, brillaban como dos monedas de oro. Arya le había puesto su nombre en memoria de la reina guerrera de Rhoyne, que había guiado a su pueblo en el cruce del mar Angosto. Aquello también había sido un escándalo. Sansa, por supuesto, había llamado
Dama
a su cachorrita. Arya hizo una mueca y abrazó con fuerza a la loba.
Nymeria
le lamió una oreja, y la niña se echó a reír.
La septa Mordane ya debía de haber avisado a su señora madre. Si se iba a su cuarto, la encontrarían. Y Arya no quería que la encontraran, tenía mejores planes. Los chicos estaban entrenando en el patio y se moría por ver cómo Robb tumbaba al galante príncipe Joffrey.
—Vamos —susurró a
Nymeria
.
Se puso de pie y echó a correr, con la loba pisándole los talones.
En el puente cubierto que unía el Gran Torreón con la armería había una ventana desde la que se divisaba todo el patio. Allí fue adonde se dirigió.
Llegó jadeante, con el rostro congestionado, y se encontró a Jon sentado en el alféizar con la barbilla apoyada en una rodilla. Estaba observando el patio tan concentrado que no se dio cuenta de su presencia hasta que su lobo blanco se levantó para recibirlas.
Nymeria
dio unos pasos cautelosos.
Fantasma
era ya más grande que sus hermanos de camada. La olfateó, le mordisqueó una oreja y volvió a tenderse junto a Jon.
—¿No deberías estar cosiendo, hermanita? —preguntó el chico mirándola con curiosidad.
—Prefiero ver cómo pelean —contestó Arya con una mueca.
—Bueno —dijo Jon con una sonrisa—, ven aquí.
Arya se subió a la ventana y se sentó junto a él mientras en el patio resonaba todo un coro de golpes y gruñidos.
Sufrió una pequeña decepción al ver que los que luchaban eran los más pequeños. Bran iba tan envuelto en protectores que parecía que se hubiera vestido con almohadas, y el príncipe Tommen, que ya era bastante regordete de por sí, se asemejaba a una pelota. Resoplaban, jadeaban y se golpeaban con espadas de madera acolchadas bajo la atenta mirada del anciano Ser Rodrik Cassel, el maestro de armas, un hombretón corpulento orgulloso de los magníficos bigotes blancos que le cubrían las mejillas. Junto a él divisó a Theon Greyjoy, que vestía un jubón negro con el símbolo de su Casa, un kraken dorado. El desprecio se traslucía en su rostro. Los dos combatientes se tambaleaban ya, y Arya supuso que llevaban un buen rato peleando.
—Es algo más cansado que coser, ¿no? —observó Jon.
—Es algo más divertido que coser —replicó Arya.
Jon sonrió y le revolvió el pelo. Arya se sonrojó. Siempre habían estado muy unidos. El muchacho tenía el rostro de su padre, igual que ella. Eran los únicos. Robb, Sansa, Bran, incluso el pequeño Rickon, todos los demás eran claramente Tully, con sonrisas abiertas y cabellos de fuego. Cuando Arya era pequeña temía que aquello significara que ella también era bastarda. Acudió a Jon con sus temores, y él fue quien la tranquilizó.
—¿Por qué no estás tú en el patio? —le preguntó.
—A los bastardos no nos permiten hacer daño a los príncipes —dijo el muchacho esbozando una sonrisa—. Las magulladuras que reciban mientras entrenan se las tienen que causar espadas legítimas.
—Oh. —Arya se sintió avergonzada. Debería haberlo imaginado. Por segunda vez aquel día pensó que la vida era injusta. Contempló cómo su hermano pequeño lanzaba un mandoble contra Tommen—. Podría hacerlo igual de bien que Bran —dijo—. Él sólo tiene siete años, y yo nueve.
—Estás demasiado delgada —dijo Jon mirándola con la sabiduría de sus catorce años. Le cogió el brazo para palpar el músculo. Suspiró y sacudió la cabeza—. No creo que pudieras ni levantar una espada larga, hermanita, no digamos ya blandirla. —Arya se sacudió la mano del brazo y lo miró, airada. Jon le revolvió el pelo otra vez. Bran y Tommen seguían moviéndose en círculos, el uno en torno al otro—. ¿Ves al príncipe Joffrey? —preguntó Jon.
Arya no lo había visto al principio, pero al mirar de nuevo lo descubrió al fondo, bajo la sombra de un muro de piedra. Estaba rodeado de hombres a los que ella no conocía, jóvenes escuderos con libreas de los Lannister y de los Baratheon. También había en el grupo algunos hombres mayores. Supuso que eran caballeros.
—Mira las armas que lleva bordadas en la ropa —dijo Jon.
Arya hizo lo que le decía. El jubón acolchado del príncipe lucía un escudo bordado exquisitamente. Las armas estaban divididas: a un lado el venado coronado de la Casa real, al otro el león de los Lannister.
—Los Lannister son orgullosos —observó Jon—. No les basta con el emblema real. Pone la Casa de su madre al mismo nivel que la del Rey.
—¡La mujer también es importante! —protestó Arya.
—¿Vas a hacer tú lo mismo? —Jon dejó escapar una risita—. ¿Aunar las armas de los Tully y los Stark?
—¿Un lobo con un pescado en la boca? —La idea la hizo reír—. Quedaría ridículo. Además, si las chicas no podemos luchar, ¿para qué queremos escudo de armas?
—A las chicas les dan los escudos —dijo Jon encogiéndose de hombros—, pero no las espadas. A los bastardos les dan las espadas, pero no los escudos. A mí no me mires, hermanita, yo no he dictado las normas.
Se oyó un grito en el patio. El príncipe Tommen había caído rodando e intentaba levantarse sin conseguirlo. Con tantos protectores parecía una tortuga sobre el caparazón. Bran estaba de pie junto a él, con la espada de madera en alto, dispuesto a golpear de nuevo en cuanto se pusiera en pie. Los hombres que los rodeaban se echaron a reír.
—¡Basta! —exclamó Ser Rodrik. Tendió una mano al príncipe y lo ayudó a levantarse—. Buena pelea. Lew, Donnis, ayudadlo a quitarse los protectores. —Miró a su alrededor—. Príncipe Joffrey, Robb, ¿queréis probar otra vez?
—De buena gana —dijo Robb adelantándose impaciente.
Todavía estaba sudoroso del combate anterior.
En respuesta a la llamada de Rodrik, Joffrey avanzó hasta el sol. El cabello le brillaba como hebras de oro. Parecía aburrido.
—Esto es un juego para niños, Ser Rodrik.
—Es que sois niños —señaló con sorna Theon Greyjoy después de soltar una carcajada.
—Puede que Robb sea un niño —dijo Joffrey—. Yo soy un príncipe. Y me he cansado de pinchar Starks con una espada de juguete.
—Has recibido más golpes de los que has dado, Joff —dijo Robb—. ¿Tienes miedo?
—Estoy aterrado —dijo el príncipe Joffrey mirándolo fijamente—. Eres mucho mayor que yo. —Los hombres del grupo de los Lannister se echaron a reír.
—Joffrey es un mierda —dijo Jon a Arya mientras observaba la escena con el ceño fruncido.
—¿Qué proponéis? —Ser Rodrik se tironeaba del mostacho blanco, pensativo.
—Acero con filo.
—Hecho —dijo inmediatamente Robb—. ¡Lo vas a lamentar!
—El acero afilado es demasiado peligroso —dijo el maestro de armas poniendo una mano en el hombro de Robb para calmarlo—. Os dejaré combatir con espadas de torneo, embotadas.
Joffrey no dijo nada, pero un hombre al que Arya no conocía, un caballero alto con el pelo negro y cicatrices de quemaduras en el rostro, dio un paso para situarse ante el chico.
—Éste es tu príncipe. ¿Quién eres tú para decirle con qué espada debe pelear?
—El maestro de armas de Invernalia, Clegane. Será mejor que lo tengas presente.
—¿Entrenas mujeres? —preguntó el hombre de las quemaduras.
Tenía la musculatura de un toro.
—Entreno caballeros —replicó Ser Rodrik con mordacidad—. Pelearán con acero cuando estén preparados. Cuando tengan edad suficiente.
—¿Cuántos años tienes, chico? —preguntó el hombre de las quemaduras a Robb mientras lo miraba.
—Catorce.
—Yo maté a un hombre cuando tenía doce años. Y no fue con una espada embotada, de eso puedes estar seguro.
Arya vio que Robb se erizaba. Lo habían herido en su orgullo. El chico se volvió hacia Ser Rodrik.
—Déjame que lo intente. Lo puedo vencer.
—Pues véncelo con una espada de torneo —replicó Ser Rodrik.
—Vuelve a retarme cuando seas mayor, Stark —dijo Joffrey encogiéndose de hombros—. Mayor, ¿eh? No viejo.
Los hombres del grupo de los Lannister estallaron en carcajadas. Las maldiciones de Robb resonaron en todo el patio. Theon Greyjoy lo agarró por el brazo para que no se abalanzara contra el príncipe. Ser Rodrik se retorció los bigotes, consternado.
—Vamos, Tommen —dijo Joffrey a su hermano pequeño fingiendo un bostezo—. Se ha acabado el recreo. Deja a los niños con sus chiquilladas.
Aquello provocó más carcajadas en el grupo de los Lannister y más maldiciones de Robb. Ser Rodrik estaba tan furioso que el rostro se le puso rojo como un tomate bajo los bigotes blancos. Theon tuvo que sujetar a Robb con mano de hierro hasta que los príncipes y su cortejo estuvieron lejos, a salvo.
Jon los observó alejarse, y Arya observó a Jon. Tenía el rostro tan tranquilo como el estanque del bosque de dioses. Por fin se bajó del alféizar.
—El espectáculo ha terminado —dijo. Se inclinó para rascar a
Fantasma
entre las orejas. El lobo blanco se levantó y se restregó contra él—. Más vale que vayas corriendo a tu habitación, hermanita. Seguro que la septa Mordane está al acecho. Cuanto más tiempo te escondas más duro será el castigo. Te vas a pasar el invierno haciendo costura. Cuando llegue el deshielo en primavera encontrarán tu cadáver, con la aguja entre los dedos congelados.
—¡Odio coser! —exclamó Arya con pasión. No le había hecho gracia el comentario—. ¡No es justo!
—No hay nada justo —dijo Jon.
Le revolvió el pelo de nuevo, y se alejó con
Fantasma
.
Nymeria
echó a andar tras ellos, pero se detuvo y retrocedió al ver que Arya no los seguía.
La niña, de mala gana, echó a andar en dirección contraria.
Era peor de lo que había supuesto Jon. Cuando llegó a su cuarto, la esperaba la septa Mordane, pero no estaba sola. Estaba con su madre.
La partida de caza se puso en marcha al amanecer. El Rey quería que hubiera jabalí en el banquete de la noche. El príncipe Joffrey cabalgaba con su padre, así que Robb había recibido permiso para ir también con los cazadores. Junto con ellos iban su tío Benjen, Jory, Theon Greyjoy, Ser Rodrik e incluso el extraño hermano pequeño de la Reina. Al fin y al cabo era la última cacería: al día siguiente por la mañana emprenderían el viaje al sur.
Bran había tenido que quedarse en Invernalia con Jon, las niñas y Rickon. Pero Rickon no era más que un bebé, las niñas no eran más que niñas, y Jon y su lobo parecían haberse esfumado. Bran tampoco los buscó con demasiado interés. Tenía la sensación de que Jon estaba enfadado con él. Últimamente Jon parecía enfadado con todo el mundo. El niño no entendía por qué. Sabía que su medio hermano iba a marcharse con el tío Ben al Muro, para unirse a la Guardia de la Noche. Aquello era casi tan emocionante como ir al sur con el Rey. El que se tenía que quedar en Invernalia era Robb, no Jon.
Llevaba días muriéndose de impaciencia, no veía la hora de iniciar el viaje. Iba a recorrer el camino real a caballo, no a lomos de un poni, sino de un caballo de verdad. Su padre sería la Mano del Rey, vivirían en el castillo rojo de Desembarco del Rey, el castillo que habían construido los Señores Dragón. La Vieja Tata decía que allí había fantasmas, y mazmorras donde habían pasado cosas horribles, y que los muros estaban adornados con cabezas de dragón. Sólo con imaginarlo a Bran le daban escalofríos, pero no tenía miedo. ¿Por qué iba a tenerlo? Su padre estaría con él, y el Rey, y todos los caballeros del Rey, y sus espadas juramentadas.
Algún día el mismo Bran sería caballero y pertenecería a la Guardia Real. La Vieja Tata decía que los Guardias eran las mejores espadas del reino. Sólo eran siete, vestían armadura blanca y no tenían esposa ni hijos, vivían sólo para servir al Rey. Bran se sabía de memoria todas las leyendas. Sus nombres le sonaban a música celestial. Serwyn del Escudo Espejo. Ser Ryam Redwyne. El príncipe Aemon, el Caballero Dragón. Los gemelos Ser Erryk y Ser Arryk, que se habían matado mutuamente en una lucha a espada hacía cientos de años, cuando el hermano luchó contra la hermana en la guerra que los trovadores llamaron la Danza de los Dragones. El Toro Blanco, Gerold Hightower. Ser Arthur Dayne, la Espada del Amanecer. Barristan
el Bravo
.
El rey Robert había llegado al norte acompañado por dos de sus Guardias Reales. Bran los había observado con fascinación, sin atreverse a dirigirles la palabra. Ser Boros era un hombretón calvo y con papada, y Ser Meryn tenía bolsas bajo los ojos y barba color óxido. Ser Jaime Lannister se parecía más a los caballeros de las historias, y también pertenecía a la Guardia Real, pero Robb dijo que había matado al viejo rey loco y que ya no contaba. El más grande de los caballeros vivos era Ser Barristan Selmy, Barristan
el Bravo
, Lord Comandante de la Guardia Real. Su padre le había prometido que, cuando llegaran a Desembarco del Rey, podría ver a Ser Barristan en persona, y desde entonces Bran marcaba en la pared los días que faltaban para la partida, ansioso por ver un mundo con el que sólo había soñado, de empezar una vida que apenas podía imaginar.