Pero ahora que había llegado el último día, Bran se sintió perdido de repente. No conocía más hogar que Invernalia. Su padre le había dicho que aquel día debía despedirse de todo el mundo, y él lo había intentado. Cuando los cazadores se marcharon, vagó por el castillo con su lobo para ver a todos los que iban a quedar atrás, la Vieja Tata y Gage, el cocinero; Mikken en la herrería, Hodor el mozo de cuadra que siempre sonreía y cuidaba de su poni, y sólo sabía decir «Hodor»; el hombre de los invernaderos que le daba moras cuando lo visitaba...
Pero no fue posible. Había ido al establo en primer lugar, y allí estaba su poni, pero ya no era su poni, le iban a dar un caballo de verdad y el poni se quedaría en Invernalia, y de pronto, Bran tuvo ganas de sentarse en el suelo y llorar. Dio media vuelta y salió corriendo antes de que Hodor y los otros mozos de cuadra le vieran las lágrimas en los ojos. Así terminaron las despedidas. En lugar de visitar a nadie más, Bran se pasó la mañana a solas en el bosque de dioses, intentando, sin conseguirlo, enseñar a su lobo a traerle de vuelta el palo que le lanzaba. El cachorro era más listo que cualquiera de los perros de su padre, y Bran habría jurado que entendía todo lo que le decía, pero por lo visto no le interesaba la caza de palos.
Todavía no se había decidido por ningún nombre para el animal. Robb llamaba al suyo
Viento Gris
, porque corría muy deprisa. Sansa le había puesto
Dama
a la suya, Arya la había bautizado con el nombre de una reina bruja de las leyendas, y el del pequeño Rickon se llamaba
Peludo
, que en opinión de Bran era un nombre bien idiota para un huargo. El lobo de Jon, el blanco, se llamaba
Fantasma
. A Bran le hubiera gustado que ese nombre se le ocurriera a él, aunque su lobo no fuera blanco. Había probado cientos de nombres en las dos últimas semanas, y ninguno acababa de gustarle.
Por fin se hartó del juego del palo y decidió ir a trepar. Con todo lo que había pasado últimamente, hacía semanas que no subía a la torre rota, y quizás aquélla fuera su última oportunidad.
Cruzó el bosque de dioses por el camino más largo, dando un rodeo para evitar el estanque donde crecía el árbol corazón. El árbol corazón siempre le había dado miedo. En opinión de Bran, los árboles no deberían tener ojos, ni hojas que parecieran manos. Su lobo corría pisándole los talones.
—Tú te quedas aquí —le dijo al pie del árbol centinela que se alzaba junto al muro de la armería—. Túmbate. Eso es, muy bien. Quieto.
El lobo hizo lo que le ordenaban. Bran le rascó detrás de las orejas, se dio la vuelta, de un salto se agarró a una rama baja y se aupó. Se movía con facilidad de rama en rama, y ya estaba a mitad del tronco cuando el lobo se puso de pie y empezó a aullar.
Bran miró abajo. El lobo se calló y clavó en él sus ojos amarillos y rasgados. El niño sintió un extraño escalofrío. El lobo volvió a aullar.
—¡Calla! —le chilló—. Siéntate. Quieto. Eres peor que mi madre.
Los aullidos lo persiguieron mientras seguía trepando, hasta que por fin saltó al tejado de la armería y el lobo lo perdió de vista.
Los tejados de Invernalia eran el segundo hogar de Bran. Su madre decía a menudo que Bran ya trepaba antes de empezar a andar. El niño no recordaba cuándo aprendió a andar, pero tampoco recordaba cuándo trepó por primera vez, así que suponía que era cierto.
Para un niño, Invernalia era un laberinto de piedra gris formado por murallas, torres, patios y túneles que se extendían en todas direcciones. En las zonas más antiguas del castillo, las salas estaban inclinadas y a diferentes niveles, así que uno nunca sabía a ciencia cierta en qué piso estaba. El maestre Luwin le había contado hacía tiempo que la edificación había ido creciendo a lo largo de los siglos como un monstruoso árbol de piedra, con ramas gruesas, nudosas y retorcidas, y raíces profundamente hundidas en la tierra.
Cuando salía a los tejados, cerca del cielo, Bran abarcaba toda Invernalia de un vistazo. Le gustaba cómo se veía desde allí, cómo se extendía a sus pies, disfrutaba cuando sobre su cabeza sólo se encontraban los pájaros y toda la vida del castillo se desarrollaba abajo. Podía pasarse horas enteras entre las gárgolas informes, desgastadas por la lluvia, que desde su lugar en el Primer Torreón lo vigilaban todo: a los hombres que trabajaban la madera y el acero en el patio, a los cocineros que se ocupaban de las verduras en el invernadero, a los perros inquietos que correteaban por las perreras, el silencio del bosque de dioses, a las jovencitas que chismorreaban junto al pozo donde lavaban los platos... Aquello lo hacía sentir como si fuera el señor del castillo, en un sentido que jamás compartiría el propio Robb.
Así había aprendido también los secretos de Invernalia. Los constructores no se habían molestado en nivelar el terreno. Tras los muros había colinas y valles. Había también un puente cubierto que iba del cuarto piso del campanario al segundo de la torre donde se criaban los cuervos. Bran lo sabía. También sabía que era posible penetrar en el muro interior por la puerta sur, subir tres pisos y circundar toda Invernalia por un angosto túnel excavado en la piedra, para después salir al nivel del suelo por la puerta norte, donde una pared de cien varas se alzaba a la espalda. El chico estaba seguro de que ni siquiera el maestre Luwin sabía aquello.
A su madre le aterraba pensar que algún día Bran se caería de un muro y se mataría. Él le decía que no, pero ella no le creía. Una vez consiguió que le prometiera que no volvería a trepar. El niño se las arregló para mantener su promesa durante quince largos días; en todos se sintió profundamente desgraciado, hasta que una noche salió por la ventana de su dormitorio mientras sus hermanos estaban sumidos en un profundo sueño.
Al día siguiente, atormentado por el remordimiento, confesó su crimen. Lord Eddard le ordenó que fuera al bosque de dioses para purificarse. Puso a varios hombres de guardia, para asegurarse de que Bran pasaba la noche allí a solas reflexionando sobre su desobediencia. Lo encontraron durmiendo a pierna suelta entre las ramas más elevadas del centinela más alto del bosquecillo.
Su padre se enfadó, pero no pudo contener una carcajada.
—No eres hijo mío —dijo a Bran cuando consiguieron bajarlo—. Eres una ardilla. Pues bien, así sea. Si quieres trepar, trepa, pero que no te vea tu madre.
Bran lo intentó de todo corazón, aunque en el fondo sabía que no la engañaba. Y ella, ya que no conseguía que su padre se lo prohibiera, buscó la ayuda de otros. La Vieja Tata contó a Bran la historia de un niño malo que trepó tan alto que lo alcanzó un rayo y los cuervos se acercaron a picotearle los ojos. Aquello no impresionó lo más mínimo al chico. En la cima de la torre rota, donde nadie aparte de él subía jamás, había nidos de cuervos; muchas veces se llenaba los bolsillos de maíz antes de trepar, y los pájaros lo comían de su mano. Ninguno había mostrado nunca el menor interés en sacarle los ojos a picotazos.
Más adelante el maestre Luwin hizo un muñeco de arcilla, lo vistió con la ropa de Bran y lo lanzó desde la cima del muro al patio, para demostrarle qué le sucedería si se caía. Aquello había sido más divertido, pero Bran se limitó a mirar al maestre.
—Yo no soy de arcilla —le dijo—. Además, nunca me caigo.
Después hubo una temporada en que los guardias lo perseguían cada vez que lo veían en los tejados e intentaban obligarlo a bajar. Aquello fue lo mejor de todo. Era como jugar con sus hermanos, sólo que Bran ganaba siempre. No había guardia capaz de trepar tan arriba como él, ni siquiera Jory. Además, casi siempre pasaba desapercibido. La gente nunca miraba hacia arriba. Ésa era otra de las cosas que le gustaban de trepar: se sentía casi invisible.
También le gustaba la sensación de auparse por una pared, piedra tras piedra, buscando las grietas entre ellas con los dedos de las manos y los pies. Siempre se quitaba las botas e iba descalzo cuando trepaba. Se sentía como si tuviera cuatro manos en vez de dos. Disfrutaba con aquel dolor profundo y dulce que le invadía después los músculos. Le gustaba el sabor que tenía el aire en la cima, dulce y fresco como un melocotón de invierno. Le gustaban también los pájaros: los cuervos de la torre rota, los diminutos gorriones que anidaban en las grietas entre las piedras, el viejo búho que dormitaba en el desván polvoriento sobre la armería... Bran los conocía a todos.
Y, más que nada en el mundo, le gustaba estar en lugares a los que nadie más podía ir, y ver la mole gris y dispersa de Invernalia de una manera que ningún otro veía. Así, todo el castillo era el escondite secreto de Bran.
Su territorio favorito era la torre rota. En el pasado había sido una torre de vigilancia, la más alta de Invernalia. Hacía mucho tiempo, cien años antes de que naciera su padre, cayó un rayo que la incendió. El tercio superior de la estructura se había derrumbado y caído en el interior, y la torre jamás se había reconstruido. De cuando en cuando su padre enviaba ratoneros a la base de la torre para acabar con los nidos que siempre encontraban entre el laberinto de cascotes y vigas chamuscadas y podridas. Pero ya nadie subía a la cima desgarrada de la estructura, a excepción de Bran y los cuervos.
Conocía dos caminos para llegar allí. Se podía trepar por un lado de la propia torre, pero las piedras estaban sueltas y el mortero que las había mantenido unidas ya no era más que un recuerdo, así que a Bran no le gustaba descargar todo su peso sobre ellas.
El mejor camino partía del bosque de dioses, había que trepar a las ramas más altas del centinela, y cruzar sobre la armería y la sala de la guardia, saltando de tejado en tejado, descalzo para que los guardias no oyeran las pisadas sobre ellos. Así se llegaba al lado menos visible del Primer Torreón, la zona más antigua del castillo, una fortaleza redonda y achatada que era más alta de lo que parecía a simple vista. Desde allí se podía ir directamente adonde las gárgolas se asomaban para mirar ciegas al espacio vacío, y saltar de una a otra hasta rodear todo el lado norte. Y entonces, si uno se estiraba mucho, mucho, se podía aupar hasta el punto más cercano de la torre rota. Lo último era trepar por las piedras ennegrecidas hasta los nidos, poco más de tres metros, y allí los cuervos se acercaban a ti por si les habías llevado maíz.
Bran iba pasando de gárgola en gárgola, con la facilidad que da la práctica, cuando oyó las voces. Se sobresaltó tanto que estuvo a punto de caerse. Nunca había visto a nadie en el Primer Torreón.
—No me gusta —decía una mujer. Debajo de Bran había una hilera de ventanas, y la voz le llegaba de la última de aquel lado—. La Mano tendrías que ser tú.
—No lo quieran los dioses —replicó la voz indiferente de un hombre—. No es el tipo de honor que deseo. Implica demasiado trabajo.
Bran se quedó donde estaba, colgado de una gárgola, escuchando; de pronto, le daba miedo seguir adelante. Si se daba impulso para balancearse hasta el siguiente asidero podían verle los pies.
—¿No te das cuenta del peligro que corremos? —insistió la mujer—. Robert quiere a ese hombre como si fuera su hermano.
—Robert no traga a sus hermanos. Y la verdad es que lo comprendo. Stannis le provocaría una indigestión a cualquiera.
—Déjate de tonterías. Stannis y Renly son una cosa, y Eddard Stark es otra muy diferente. Robert escuchará la opinión de Stark. Malditos sean los dos. Debí insistir en que te nombrara a ti, pero estaba segura de que Stark le diría que no.
—Aún hemos tenido suerte —dijo el hombre—. El Rey podría haber elegido a uno de sus hermanos, o peor todavía, a Meñique, los dioses nos ayuden. Prefiero enemigos honorables que no sean ambiciosos; me costará menos dormir por las noches.
Bran comprendió que estaban hablando de su padre. Tenía que oír qué decían. Unos pocos metros más... pero podrían verlo por la ventana.
—Tendremos que vigilarlo de cerca —dijo la mujer.
—Prefiero vigilarte a ti —replicó el hombre. Parecía aburrido—. Ven aquí.
—Lord Eddard jamás había mostrado el menor interés por nada que sucediera al sur del Cuello —dijo la mujer—. Jamás. Planea algo contra nosotros, te lo digo yo. Si no, ¿por qué iba a abandonar sus tierras?
—Por mil razones. Por deber. Por honor. Porque quiere ver su nombre en letras grandes en el libro de la historia, o por escapar de su esposa, o por ambas cosas a la vez. A lo mejor quiere estar en un sitio cálido por una vez en la vida.
—Su esposa es la hermana de Lady Arryn. Y me extraña que Lysa no estuviera aquí para darnos la bienvenida con sus acusaciones.
Bran miró abajo. Había una cornisa muy estrecha bajo la ventana, apenas tenía unos centímetros de anchura. Trató de descender hacia ella. Estaba muy lejos; no llegaría.
—Te preocupas demasiado. Lady Arryn no es más que una estúpida miedosa.
—Esa estúpida miedosa compartía el lecho de Jon Arryn.
—Si supiera algo a ciencia cierta habría hablado con Robert antes de huir de Desembarco del Rey.
—¿Tú crees? Robert ya había accedido a poner en custodia como pupilo a ese enfermizo hijo suyo en Roca Casterly. No, ni en sueños. Sabía que el crío sería rehén de su silencio. Ahora que está a salvo en su Nido de Águilas puede que se sienta más valiente.
—Madres. —La palabra, en labios del hombre, tenía el tono de una blasfemia—. Eso de parir os afecta a la cabeza. Estáis todas locas. —Soltó una carcajada. Fue un sonido amargo—. Deja que Lady Arryn sea tan valiente como guste. Da igual qué sepa o crea saber, no tiene ninguna prueba. —Hizo una breve pausa—. ¿Verdad?
—¿Crees que el rey le exigirá pruebas? —replicó la mujer—. Ya te lo he dicho. No me ama.
—¿Y quién tiene la culpa de eso, querida hermana?
Bran estudió la cornisa. Podía soltarse y dejarse caer. Era demasiado estrecha para aterrizar sobre ella, pero si lograba aferrarse mientras caía y darse impulso hacia arriba... Pero claro, aquello quizá hiciera ruido y atrajera a las dos personas a la ventana. El chico no sabía bien qué estaba oyendo, pero estaba seguro de que a ellos no les gustaría que se enterase.
—Estás tan ciego como Robert —decía en aquellos momentos la mujer.
—Si quieres decir que los dos vemos lo mismo, es verdad —replicó él—. Yo veo a un hombre que preferiría la muerte antes que traicionar a su rey.
—Ya traicionó a un rey, ¿acaso lo has olvidado? No, no estoy negando que sea leal a Robert, eso es evidente. Pero, ¿qué pasará cuando Robert muera y Joff ocupe el trono? Y cuanto antes suceda eso, más a salvo estaremos nosotros. Mi esposo se impacienta día a día. Si Stark está a su lado las cosas irán todavía peor. Sigue enamorado de la hermanita, esa insípida de dieciséis años que lleva tanto tiempo muerta. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que decida cambiarme por una nueva Lyanna?