»Jaime estaba hecho una furia, decidido a perseguir a aquellos hombres. Los forajidos no acostumbraban atacar a los viajeros tan cerca de Roca Casterly y se lo tomó como un insulto. La chica tenía mucho miedo, no podía quedarse sola, así que me ofrecí a acompañarla a la posada más cercana para que comiera algo mientras mi hermano volvía a la Roca en busca de ayuda.
»Nunca había visto a nadie tan hambriento. Nos comimos dos pollos enteros y la mitad de un tercero, y también bebimos una jarra de vino mientras hablábamos. Yo tenía sólo trece años, y me temo que el vino se me subió a la cabeza. Cuando me quise dar cuenta estaba en la cama con ella. Era tímida, y yo más tímido aún. No sé de dónde saqué el valor. Cuando le rompí el himen lloró, pero luego me besó y me cantó esa canción, y por la mañana yo estaba enamorado.
—¿Tú? —se sorprendió Bronn, divertido.
—Es absurdo, ¿verdad? —Tyrion volvió a silbar la cancioncilla—. Me casé con ella —reconoció al final.
—¿Un Lannister de Roca Casterly se casó con la hija de un granjero? ¿Cómo te las arreglaste?
—Ni te imaginas lo que un chico puede hacer con unas cuantas mentiras, cincuenta piezas de plata y un septon borracho. No me atreví a llevar a mi esposa a Roca Casterly, así que la instalé en una casita y durante quince días jugamos a ser marido y mujer. Luego el septon recuperó la sobriedad y se lo confesó todo a mi señor padre. —El propio Tyrion se sorprendió de la desolación que sentía al contarlo, pese a todos los años transcurridos. Quizá fuera sólo el cansancio—. Fue el final de mi matrimonio. —Se incorporó y contempló el fuego moribundo. La luz lo hizo parpadear.
—¿Echó a la chica?
—Mejor, mucho mejor. Para empezar hizo que mi hermano me contara la verdad. Verás, la chica era una prostituta. Jaime lo había preparado todo: el camino, los forajidos, todo. Pensaba que ya era hora de que me acostara con una mujer. Como sabía que iba a ser mi primera vez, pagó mucho para que la chica fuera virgen.
»Después de la confesión de Jaime, para que aprendiera bien la lección, Lord Tywin hizo traer a mi esposa y se la entregó a los guardias. Pagaron bien. Una pieza de plata por hombre, no hay muchas putas que cobren precios tan altos. Me hizo sentar en un rincón del barracón y me obligó a mirar, y al final ella tenía tantas monedas de plata que se le escapaban de entre los dedos y se le caían al suelo, fue... —El humo le escocía en los ojos. Tyrion carraspeó para aclararse la garganta. Apartó la vista del fuego y contempló las estrellas—. Lord Tywin me hizo ir en último lugar —dijo con voz tranquila—. Y me dio una moneda de oro para que pagara, porque yo era un Lannister, y valía más.
Al cabo de un rato volvió a oír el sonido de la piedra contra el acero, mientras Bronn afilaba la espada.
—Tanto daría que tuviera trece años, treinta o tres. Si un hombre me hace eso, lo mato.
—Puede que un día tengas ocasión —dijo Tyrion que se había vuelto para mirarlo—. Recuerda lo que te dije. Un Lannister siempre paga sus deudas. —Bostezó—. Voy a intentar dormir un rato. Despiértame si ves que van a matarnos. —Se envolvió en la piel de gatosombra y cerró los ojos. El suelo era frío y duro, pero al cabo de un rato Tyrion Lannister consiguió dormirse. Soñó con la celda del cielo, pero él era el carcelero, no el preso. Y era un carcelero alto, grande, con una correa en la mano, y golpeaba a su padre, lo hacía retroceder, hacia el abismo...
—Tyrion. —La voz de Bronn era baja y apremiante.
Tyrion despertó al instante. El fuego se había reducido a unas brasas, y las sombras se deslizaban a su alrededor. Bronn se había incorporado sobre una rodilla, con la espada en una mano y el cuchillo en la otra. Tyrion alzó una mano, indicando que se quedara quieto.
—¡Venid a compartir nuestro fuego, la noche es fría! —llamó a las sombras—. No podemos ofreceros vino, pero sí un poco de carne asada.
El movimiento se detuvo. Tyrion divisó el brillo de la luna sobre el metal.
—Nuestra montaña —replicó una voz desde los árboles, profunda, dura, brusca—. Nuestra carne.
—Vuestra carne —reconoció Tyrion—. ¿Quién eres?
—Cuando te reúnas con tus dioses —replicó una voz diferente—, diles que te envía Gunthor, hijo de Gurn, de los Grajos de Piedra.
Una rama crujió cuando alguien la pisó para salir al claro; era un hombre delgado, que llevaba un yelmo adornado con cuernos y portaba un cuchillo largo.
—Y Shagga, hijo de Dolf —dijo la primera voz, profunda y mortífera.
Un peñasco se movió a la izquierda de donde se encontraban, se irguió y se convirtió en un hombre. Era enorme, lento, fuerte, vestido con pieles, con un garrote en la mano derecha y un hacha en la izquierda. Se acercó a ellos, entrechocando las dos armas.
Otras voces se alzaron, proclamando otros nombres, Conn, Torrek, Jaggot, y muchos más que Tyrion olvidó nada más oírlos. Eran al menos diez. Unos cuantos llevaban espadas y cuchillos; otros esgrimían horcas, guadañas y lanzas de madera. Aguardó a que todos salieran y gritaran sus nombres antes de responder.
—Yo soy Tyrion, hijo de Tywin, del Clan de los Lannister, los Leones de la Roca. Pagaremos de buena gana el cabrito que nos hemos comido.
—¿Qué puedes darnos, Tyrion, hijo de Tywin? —preguntó el que decía llamarse Gunthor, que parecía el jefe.
—En mi bolsa hay algo de plata —respondió Tyrion—. La cota de mallas que llevo me queda grande, pero a Conn le sentaría muy bien, y mi hacha resultaría perfecta para Shagga, es mucho mejor que la suya.
—El medio hombre quiere pagarnos con nuestro dinero —se burló Conn.
—Conn tiene razón —dijo Gunthor—. Vuestra plata es nuestra. Vuestros caballos son nuestros. Igual que la cota de mallas, el hacha y el cuchillo que te cuelga del cinturón. ¿Cómo prefieres morir, Tyrion, hijo de Tywin?
—En mi propia cama, con la barriga llena de vino, la polla en la boca de una doncella y a la edad de ochenta años —replicó.
El corpulento, Shagga, fue el primero en soltar una carcajada. Los demás no lo encontraron tan divertido.
—Coge los caballos, Conn —ordenó Gunthor—. Mata al otro y ata al medio hombre. Servirá para ordeñar las cabras y hacer reír a las madres.
—¿Quién quiere ser el primero en morir? —preguntó Bronn poniéndose en pie de un salto.
—¡No! —ordenó Tyrion con tono brusco—. Escúchame, Gunthor, hijo de Gurn. Mi casa es rica y poderosa. Si los Grajos de Piedra nos escoltan para salir de estas montañas, mi señor padre te cubrirá de oro.
—El oro de un señor de las tierras bajas vale aún menos que las promesas de un medio hombre —replicó Gunthor.
—Puede que yo sea medio hombre —dijo Tyrion—, pero tengo el valor de enfrentarme a mis enemigos. En cambio, los Grajos de Piedra se esconden tras las rocas y tiemblan de miedo cada vez que pasan a caballo los señores del Valle.
Shagga lanzó un rugido de ira y entrechocó el garrote contra el hacha. Jaggot rozó el rostro de Tyrion con la punta de su larga lanza de madera, endurecida al fuego. Tyrion intentó no parpadear.
—¿Éstas son las mejores armas que habéis conseguido robar? —preguntó—. No están mal para matar ovejas... siempre que las ovejas no se resistan. Los herreros de mi padre cagan acero de mejor calidad.
—Hombrecillo —rugió Shagga—, ¿te seguirás burlando de mi hacha cuando te corte la hombría y se la eche de comer a las cabras?
—No. —Gunthor lo detuvo alzando una mano—. Quiero escuchar qué nos dice. Las madres están hambrientas, y el acero llena más bocas que el oro. ¿Qué nos darás a cambio de vuestras vidas, Tyrion, hijo de Tywin? ¿Espadas? ¿Lanzas? ¿Cotas de mallas?
—Todo eso, Gunthor, hijo de Gurn, y mucho más —replicó Tyrion Lannister con una sonrisa—. Os daré el Valle de Arryn.
Por las ventanas altas y estrechas del enorme salón del trono, en la Fortaleza Roja, entraba la luz del atardecer, se derramaba por el suelo y dibujaba largas franjas rojas en las paredes de las que en el pasado habían colgado las cabezas de los dragones. Ahora la piedra estaba cubierta de tapices con escenas de cacerías, llenos de vivos tonos verdes, castaños y azules, pero a Ned Stark le seguía pareciendo que el color sangre era el único que se veía en la estancia.
Estaba sentado en la inmensa silla antigua de Aegon el Conquistador, una monstruosidad de hierro labrado con púas, bordes serrados y metales retorcidos. Tal como le había advertido Robert, era el asiento más incómodo que se podía concebir, y más en aquellos momentos, cuando la pierna destrozada no dejaba de palpitarle. A medida que pasaban las horas, el hierro sobre el que se sentaba se había vuelto cada vez más duro, y el acero dentado del respaldo le impedía apoyarse. «Un rey no debe sentarse cómodo jamás», había dicho Aegon el Conquistador al ordenar a sus armeros que forjaran un trono con las espadas de sus enemigos caídos. Ned, malhumorado, maldijo a Aegon por su arrogancia. Y a Robert por marcharse de caza.
—¿Seguro que no eran simples bandidos? —preguntó Varys con voz suave desde la mesa del Consejo, bajo el trono.
El Gran Maestre Pycelle, desasosegado, cambió de postura junto a él mientras Meñique jugueteaba con una pluma. Eran los únicos consejeros presentes. En el Bosque Real se había divisado un venado blanco, y Lord Renly y Ser Barristan se habían apuntado a la partida del rey para darle caza, junto con el príncipe Joffrey, Sandor Clegane, Balon Swann y la mitad de la corte. De manera que, en su ausencia, Ned estaba obligado a sentarse en el Trono de Hierro.
Al menos él podía sentarse. A excepción del Consejo, el resto de los presentes tenía que mantenerse respetuosamente de pie o de rodillas. Los peticionarios aglomerados junto a las altas puertas; los caballeros, damas y señores bajo los tapices; el pueblo en la galería; los caballeros con sus capas, doradas o grises... todos, todos de pie.
Los aldeanos, en cambio, estaban de rodillas: hombres, mujeres y niños, todos andrajosos y ensangrentados por igual, con el miedo reflejado en los rostros. Los tres caballeros que los habían llevado allí para que presentaran testimonio permanecían de pie tras ellos.
—¿Bandidos, Lord Varys? —La voz de Ser Raymun Darry rezumaba desprecio—. Desde luego, sin duda eran bandidos. Bandidos Lannister.
Ned advirtió el murmullo incómodo que recorría la sala, vio cómo los grandes señores prestaban atención igual que los criados. No consiguió fingir sorpresa. El oeste se había convertido en un polvorín desde que Catelyn tomara prisionero a Tyrion Lannister. Aguasdulces y Roca Casterly habían llamado a sus vasallos, y en el paso bajo el Colmillo Dorado se reunían los ejércitos. Sólo era cuestión de tiempo que empezara a correr la sangre. La única pregunta a contestar era cómo restañar la herida.
Ser Karyl Vance, el de los ojos tristes, que habría resultado atractivo de no ser por la marca amoratada de nacimiento que tenía en el rostro, hizo un gesto hacia los aldeanos.
—Esto es todo lo que queda de Sherrer, Lord Eddard. El resto de los habitantes han muerto, junto con los de Wendish y los del Vado del Titiritero.
—Levantaos —ordenó Ned a los aldeanos. Jamás confiaba en lo que le decía un hombre arrodillado—. Venga, levantaos todos.
Uno a uno los aldeanos de Sherrer se fueron poniendo en pie. Hubo que ayudar a un anciano, y una muchachita de vestido ensangrentado permaneció de rodillas, mirando sin ver a Ser Arys Oakheart, que estaba al pie del trono vestido con la armadura blanca de la Guardia Real, dispuesto a proteger y defender al rey... o a la Mano del Rey, quiso creer Ned.
—Joss —dijo Ser Raymun Darry a un hombre regordete y calvo que llevaba delantal de cervecero—, cuéntale a la Mano lo que sucedió en Sherrer.
Joss asintió.
—Con el permiso de Su Alteza...
—Su Alteza está cazando al otro lado del Aguasnegras —dijo Ned. Le parecía increíble que un hombre pudiera pasar la vida entera a apenas unos días a caballo de la Fortaleza Roja sin tener la menor idea de cuál era el aspecto del rey. Él vestía un jubón de lino blanco con el lobo huargo de los Stark en el pecho; el broche de plata en forma de mano que era el emblema de su cargo lo utilizaba para sujetarse la capa negra. Blanco, negro y gris, todas las tonalidades de la verdad—. Yo soy Lord Eddard Stark, la Mano del Rey. Dime quién eres y qué sabes de esos jinetes.
—Tengo... tenía... tenía una cervecería, mi señor, en Sherrer, junto al puente de piedra. La mejor cerveza al sur del Cuello, lo dice todo el mundo, con vuestro permiso, mi señor. Ahora ya no existe, mi señor, ha desaparecido, igual que el resto. Vinieron, bebieron hasta hartarse y derramaron el resto. Luego prendieron fuego al techo y también habrían derramado mi sangre si me hubieran atrapado, mi señor.
—Nos quemaron las casas —dijo un granjero junto a él—. Llegaron a caballo en la oscuridad, venían del sur, y prendieron fuego a los campos y a las casas, mataron a todo el que intentó detenerlos. Pero no eran ladrones, mi señor, no querían robarnos el ganado ni nada de eso, mataron a mi vaca lechera y la dejaron allí, para que se la comieran las moscas y los cuervos.
—Arrollaron a mi aprendiz —intervino un hombre achaparrado con músculos de herrero y la cabeza vendada. Se había puesto sus mejores ropas para acudir a la corte, pero llevaba los calzones manchados y la capa polvorienta—. Lo persiguieron a caballo por los campos, jugaron con él, lo pinchaban con las lanzas y se reían como si fuera un juego, el chico no hacía más que gritar y caerse, y al final uno lo traspasó.
La muchacha que seguía de rodillas movió la cabeza para alzar la vista hacia Ned, en el trono.
—También mataron a mi madre, Alteza. Y a mí me... a mí me... —Su voz se quebró, como si hubiera olvidado lo que estaba a punto de decir. Empezó a sollozar. Ser Raymun Darry reanudó el relato.
—En Wendish la gente intentó refugiarse en el fortín, pero las paredes eran de madera. Los jinetes amontonaron paja contra ellas y los intentaron quemar vivos. Cuando los habitantes de Wendish abrieron las puertas para escapar del fuego, los mataron con flechas a medida que salían, incluso a las mujeres con niños de pecho.
—Qué espanto —murmuró Varys—. ¿Hasta dónde puede llegar la crueldad del hombre?
—A nosotros nos habrían hecho lo mismo, pero el fortín de Sherrer es de piedra —dijo Joss—. Algunos querían hacernos salir con humo, pero el grande dijo que había fruta más madura río arriba, así que se fueron a Vado del Titiritero.