—Como
Hielo
—asintió ella. Contempló la hoja que tenía en la mano—. ¿Ésta tiene nombre? Anda dímelo.
—¿No te lo imaginas? —bromeó Jon—. Es lo que más te gusta en el mundo.
Arya se quedó desconcertada un instante. Luego se le ocurrió. Tenía una mente rápida.
—
¡Aguja!
—dijeron los dos a la vez.
El recuerdo de la risa de Arya lo acompañó y le dio calor en el largo viaje hacia el norte.
Daenerys Targaryen se casó con Khal Drogo con miedo y esplendor bárbaro en un prado fuera de las murallas de Pentos, porque los dothrakis creían que todo acontecimiento importante en la vida de un hombre debía celebrarse a cielo abierto.
Drogo había convocado a su
khalasar
para que lo acompañara, y acudieron los cuarenta mil guerreros dothrakis junto con innumerables mujeres, niños y esclavos. Acamparon tras los muros de la ciudad con sus vastos rebaños, erigieron palacios de hierba trenzada, devoraron todo lo que encontraron y día a día hicieron crecer el nerviosismo entre los habitantes de Pentos.
—Mis colegas magísteres han doblado la guardia en la ciudad —les comentó Illyrio una noche en la mansión donde había vivido Drogo, ante enormes bandejas de pato a la miel y chiles anaranjados.
El
khal
se había ido con su
khalasar
y la casa había quedado a disposición de Daenerys y su hermano hasta el día de la boda.
—Más vale que casemos pronto a la princesa Daenerys, antes de que la mitad de las riquezas de Pentos vayan a parar a los bolsillos de mercenarios y malhechores —bromeó Ser Jorah Mormont.
El exiliado había ofrecido su espada a Viserys la noche en que Dany fue vendida a Khal Drogo. Su hermano la había aceptado de buena gana. Desde entonces, Mormont los acompañaba constantemente.
El magíster Illyrio dejó escapar una risita a través de la barba, pero Viserys ni siquiera sonrió.
—Por mí como si se la quiere llevar mañana —dijo. Miró a Dany, que bajó los ojos—. Mientras pague lo acordado, claro.
—Ya os lo he dicho mil veces, está todo arreglado —dijo Illyrio haciendo un gesto lánguido con la mano; los anillos centelleaban en los dedos regordetes—. Confiad en mí. Si el
khal
os ha prometido una corona, la tendréis.
—Sí, pero ¿cuándo?
—Cuando el
khal
lo diga —replicó Illyrio—. Primero se llevará a la chica, y una vez estén casados tendrá que ir con todo su cortejo por las llanuras para presentarla al
dosh khaleen
en Vaes Dothrak. Después de eso quizá llegue vuestro turno. Si los presagios son favorables a la guerra.
—Me meo en los presagios de los dothrakis. —Viserys se moría de impaciencia—. El usurpador ocupa el trono de mi padre. ¿Hasta cuándo habré de esperar?
—Lleváis la mayor parte de vuestra vida esperando, oh, gran rey —contestó Illyrio encogiéndose de hombros—. ¿Qué importan unos meses más, unos años más?
—Os aconsejo que tengáis paciencia, Alteza —dijo Ser Jorah con un gesto de asentimiento. Había viajado mucho hacia el este, incluso había llegado a Vaes Dothrak—. Los dothrakis cumplen siempre su palabra, pero hacen las cosas cuando lo consideran oportuno. Un inferior puede suplicar un favor al
khal
, pero nadie puede imponerle nada.
—Cuidado con esa lengua, Mormont, si no quieres quedarte sin ella. —Viserys estaba furioso—. No soy inferior a nadie, soy el legítimo Señor de los Siete Reinos. El dragón no suplica.
Ser Jorah bajó los ojos, respetuoso. Illyrio esbozó una sonrisa enigmática y arrancó un ala al pato. La miel y la grasa le corrieron por los dedos y le gotearon por la barba cuando mordisqueó la carne tierna.
«Ya no quedan dragones», pensó Dany mirando a su hermano, aunque no se atrevió a decirlo en voz alta.
Pero aquella noche soñó con un dragón. Viserys la golpeaba, le hacía daño. Estaba desnuda, atenazada por el terror. Huía de él, pero sentía el cuerpo desmañado y torpe. La golpeó de nuevo. Ella tropezó y cayó. «Has despertado al dragón —gritaba su hermano al tiempo que le asestaba una patada—. Has despertado al dragón, has despertado al dragón.» Los muslos de Dany estaban pegajosos de sangre. Cerró los ojos y gimió. Casi como respuesta se oyó el sonido espantoso de algo que se desgarraba, y el chisporroteo del fuego. Cuando alzó la vista de nuevo, Viserys había desaparecido, por todas partes se alzaban columnas de llamas y en medio de ellas estaba el dragón. Giró lentamente la enorme cabeza. Cuando los ojos de lava fundida se clavaron en los suyos, Dany despertó temblorosa, empapada de sudor. Jamás había tenido tanto miedo...
Hasta que por fin llegó el día de su boda.
La ceremonia empezó al amanecer y se prolongó hasta el ocaso. Fue un día interminable de borracheras, festines y trifulcas. Entre los palacios de hierba se había erigido una gran tribuna de tierra y allí estaba Dany, sentada junto a Khal Drogo, dominando la explanada que hervía con la actividad de los dothrakis. Nunca había visto tanta gente junta, ni personas tan extrañas y aterradoras. Los señores de los caballos se ponían ropas lujosas y ricos perfumes cuando visitaban las Ciudades Libres, pero a cielo abierto mantenían las viejas costumbres. Tanto hombres como mujeres vestían chalecos de cuero pintado sobre el pecho desnudo, y calzones de crin sujetos con cinturones de bronce; y los guerreros se aceitaban las largas trenzas con grasa derretida. Se atiborraban de carne de caballo asada con miel y chiles, bebían leche fermentada de yegua y los excelentes vinos de Illyrio hasta embriagarse por completo, y se intercambiaban bromas y puyas por encima de las hogueras con unas voces que a los oídos de Dany sonaban ásperas y extrañas.
Viserys ocupaba un lugar bajo ella, y estaba impresionante con una túnica nueva de lana negra que lucía un dragón escarlata sobre el pecho. Illyrio y Ser Jorah estaban sentados junto a él. El puesto que se les había asignado era de gran honor, justo por debajo de los mismísimos jinetes de sangre del
khal
, pero Dany había advertido la ira en los ojos violeta de su hermano. No le gustaba estar sentado en un nivel más bajo que ella, y se enfurecía cuando los esclavos ofrecían cada plato primero al
khal
y a su esposa, y le servían a él los bocados que ellos rechazaban. Pero no podía hacer otra cosa que ahogarse en el resentimiento, y eso hizo, de manera que su talante iba empeorando con cada insulto que percibía contra su persona.
Dany jamás se había sentido tan sola como allí, sentada en medio de aquella vasta horda. Su hermano le había ordenado que sonriera, así que sonrió hasta que le dolieron los músculos de la cara y las lágrimas le asomaron a los ojos. Hizo todo lo posible por ocultarlas, porque sabía lo mucho que se enfadaría Viserys si la veía llorar, y también porque la aterraba la posible reacción de Khal Drogo. Los esclavos ponían ante ella trozos de carne humeante, gruesas salchichas asadas y empanadas dothrakis de morcilla, y más tarde frutas, compota de hierbadulce y delicados pastelillos de las cocinas de Pentos, pero ella lo rechazaba todo. Tenía el estómago del revés, y sabía que no podría retener nada.
No tenía con quién hablar. Khal Drogo gritaba órdenes y chanzas a sus jinetes de sangre, y se reía con sus respuestas, pero apenas si miraba a Dany. No tenían un idioma común. Ella no entendía ni una palabra de dothraki, y el
khal
apenas sabía unas cuantas palabras del desvirtuado valyrio de las Ciudades Libres y ninguna de la lengua común de los Siete Reinos. Hasta habría agradecido la posibilidad de conversar con Illyrio y con su hermano, pero estaban demasiado abajo para oírla.
Así que permaneció allí sentada, con sus ropajes de seda, con una copa de vino endulzado con miel en las manos, sin atreverse a comer nada, hablando consigo misma.
—Soy de la sangre del dragón —se decía—. Soy Daenerys de la Tormenta, de la sangre y la semilla de Aegon
el Conquistador
.
El sol apenas había recorrido una cuarta parte de su trayectoria por el cielo cuando Dany vio morir al primer hombre. Sonaban los tambores mientras algunas de las mujeres bailaban para el
khal
. Drogo observaba con rostro inexpresivo, y de cuando en cuando lanzaba un medallón de bronce para que las mujeres pelearan por él.
Los guerreros también miraban. Por fin uno de ellos avanzó hacia el círculo de mujeres, agarró a una bailarina por el brazo, la tiró al suelo y la montó allí mismo, como un semental monta una yegua. Illyrio ya le había advertido que podía suceder algo así.
—Los dothrakis se aparean como los animales de sus rebaños —fueron sus palabras—. En un
khalasar
no existe la intimidad, y su concepto del pecado y de la vergüenza no es igual que el nuestro.
Dany, atemorizada, apartó la vista de la pareja que copulaba en cuanto comprendió qué estaba pasando, pero pronto un segundo guerrero se adelantó, y un tercero, y al final no tuvo adonde desviar la mirada. Entonces, dos hombres fueron a por la misma mujer. Oyó un grito; en un instante los
arakhs
estuvieron desenvainados y las hojas largas, mitad espada y mitad cimitarra, brillaron bajo el sol.
Los guerreros empezaron a moverse en círculo, lanzando estocadas y saltando el uno contra el otro en una danza de muerte; hacían girar las hojas sobre sus cabezas y se gritaban insultos, sin que nadie hiciera ademán de intervenir.
Todo terminó tan deprisa como había empezado. Los
arakhs
hendieron el aire a la vez, a tal velocidad que Dany no pudo seguirlos con la vista; uno de los hombres dio un paso en falso, el otro blandió el arma en un arco paralelo al suelo. El acero penetró en la carne justo por encima de la cintura del dothraki y seccionó el torso del vientre a la columna vertebral. Mientras el perdedor agonizaba, el vencedor agarró a la mujer que tenía más cerca, que ni siquiera era la que había provocado la disputa, y la tomó allí mismo. Los esclavos se llevaron el cadáver y se reanudó el baile.
El magíster Illyrio también había hablado a Dany de aquella posibilidad.
—Una boda dothraki en la que no haya como mínimo tres muertos se considera aburrida —le había dicho.
Su boda debió de ser un verdadero acontecimiento; antes de que se pusiera el sol habían muerto doce hombres.
A medida que pasaban las horas el terror se fue apoderando de Dany hasta que llegó un momento que tuvo que echar mano de todo su autodominio para no gritar. Tenía miedo de los dothrakis, con sus costumbres extrañas y monstruosas que los hacían parecer bestias con piel humana, en vez de hombres. Tenía miedo de su hermano, de lo que haría con ella si le fallaba. Y sobre todo tenía miedo de lo que sucedería aquella noche bajo las estrellas, cuando Viserys la entregara al gigante que bebía junto a ella, a aquel hombre enorme con un rostro tan impasible y cruel como una máscara de bronce.
—Soy de la sangre del dragón —se repitió.
Cuando el sol estuvo por fin muy bajo en el horizonte, Khal Drogo dio unas palmadas; los tambores, los festines y los gritos se interrumpieron al instante. Drogo se levantó e hizo ponerse en pie junto a él a Dany. Era el momento de que le entregaran sus regalos de boda.
Y ella sabía que, después de los regalos, después de que se pusiera el sol, llegaría el momento de montar a caballo y consumar el matrimonio. Dany trató de quitarse aquel pensamiento de la cabeza, pero no pudo. Se agarró los brazos para no temblar.
El regalo de su hermano Viserys fueron tres doncellas. Dany sabía que no le habían costado nada; sin duda, Illyrio le había proporcionado las chicas. Irri y Jhiqui eran dothrakis de piel cobriza con el pelo negro y ojos almendrados, mientras que Doreah era una muchacha lysena de cabello rubio y ojos azules.
—No son vulgares criadas, hermana mía —dijo su hermano mientras las llevaban ante ella de una en una—. Illyrio y yo las hemos elegido personalmente para ti. Irri te enseñará a montar a caballo, Jhiqui el idioma dothraki, y Doreah te instruirá en las artes femeninas del amor. —Sonrió con los labios apretados—. Es muy eficaz, te lo garantizamos.
—Es una nadería, princesa —se disculpó Ser Jorah Mormont por su regalo—, pero un pobre exiliado no puede permitirse más —añadió mientras ponía ante ella un pequeño montón de libros antiguos.
Eran historias y canciones de los Siete Reinos, escritos en la lengua común. Dany le dio las gracias de todo corazón.
El magíster Illyrio dio una orden, y cuatro esclavos corpulentos se adelantaron portando un gran cofre de cedro con adornos de bronce. Al abrirlo descubrió los mejores terciopelos y damascos que se podían encontrar en las Ciudades Libres... y, sobre ellos, entre los suaves pliegues de los tejidos, había tres huevos grandes. Dany se quedó sin aliento. Eran los objetos más hermosos que había visto en la vida, cada uno diferente, de colores tan vivos que al principio pensó que tenían incrustaciones de piedras preciosas, y tan grandes que tuvo que utilizar ambas manos para coger uno. Lo alzó con delicadeza, pensando que era de esmalte o de frágil porcelana, o incluso de cristal soplado, pero pesaba como si fuera de piedra maciza. La superficie del huevo estaba cubierta de escamas diminutas y, cuando le dio vueltas entre los dedos, brillaron como metal pulido a la luz del sol poniente. Uno de los huevos era de color verde oscuro con motitas de bronce que aparecían y desaparecían al moverlo. Otro era de color crema con vetas doradas. El último era negro, negro como el mar de medianoche, pero con remolinos y ondulaciones escarlata que parecían darle vida.
—¿Qué son? —preguntó, maravillada.
—Huevos de dragón, de las Tierras Sombrías que están más allá de Asshai —dijo el magíster Illyrio—. Se han convertido en piedra con los eones, pero conservan el fuego y la belleza.
—Los guardaré como un tesoro.
Dany había oído historias acerca de huevos como aquéllos, pero jamás había visto uno, ni soñado que llegaría a verlo. Era un regalo espléndido, aunque sabía que Illyrio se podía permitir tal generosidad. Al venderla a Khal Drogo había ganado una fortuna en caballos y esclavos.
Los jinetes de sangre del
khal
le presentaron las tres armas tradicionales, y eran sin duda magníficas. Haggo le ofreció un gran látigo de cuero con empuñadura de plata; Cohollo, un
arakh
magnífico con engastes de oro, y Qotho, un arco largo de huesodragón, más alto que ella. El magíster Illyrio y Ser Jorah le habían enseñado la fórmula tradicional para rechazar aquellos obsequios.