Irania (27 page)

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Authors: Inma Sharii

Tags: #Intriga, #Drama

BOOK: Irania
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Ese era el momento en el que se levantaba del sofá y se excusaba para marcharse, pero aquel día no lo hizo.

—Nada es lo que parece. Yo estoy aquí por decir la verdad. Pero los que están realmente locos, son los que dan órdenes desde sus sillones de piel para matar a gente inocente, los que fabrican armas nucleares y aquellos que arrasan bosques para que sus miles de cabeza de ganado inflen los culos de occidentales ¡Ellos deberían ser los locos! ¡Ellos tendrían que estar aquí! Y no yo —tragó saliva—. No puedo soportarlo, no puedo.

Su dolor parecía real.

—Yo trabajaba en la fundación
Dar alegría.
Era jefa del departamento de contabilidad. Administrábamos el dinero de las donaciones. Empecé a notar desvíos de dinero a cuentas en el país de origen. Investigué y encontré que, parte del dinero, se empleaba en chantajes a políticos. Pagué de mi bolsillo a gente para que investigara y no solo descubrí lo de los políticos, si no que había reventa del material que enviábamos, inflaban los precios de los transportes y lo peor de todo —hizo un silencio— compraban armas para nutrir a las guerrillas. ¡Con el dinero para la leche y el pan de su propia gente! No hay solución, está todo podrido, ¡son demonios codiciosos!

—¿Por qué no lo denunciaste si tenías pruebas?

—Lo hice, y esto fue lo que conseguí… —dijo frotándose el muslo derecho— una paliza en un callejón. Casi no la cuento. Dijeron que fue un robo, pero yo no llevaba joyas, ni nada de valor. No quieren que hable, no quieren que se sepa que todo está corrupto desde arriba, desde lo más alto. Pero no puedo hablar, no puedo decir según que palabras porque después de la operación me metieron algo en la cabeza. Ahora me escuchan y si hablo algo, que no quieren que se sepa, me desconectan.

Observé sus ojos, tenían un tic que hacía que ambos se giraran hacia el lado derecho hasta casi ocultarse en las cuencas.

—¿Pero qué palabras son esas?

—Las palabras prohibidas, las palabras prohibidas, nombres de personas importantes que están implicadas en el robo del dinero de la fundación. Roban a manos llenas y la gente no lo sabe y piensan que la gente recibe la ayuda pero llega poco, yo lo he visto con mis propios ojos, siguen en la miseria, su propia gente les engaña, y siguen muriendo de hambre.

Estuvo un rato en silencio y luego se abalanzó sobre mí y me dijo apretando mi mano con fuerza: — A ti también te han engañado. Lo veo en tus ojos. Solté un grito de dolor. Me soltó y se puso a llorar. Luego empezó a gritar y a maldecir a personas.

Antes de que pudieran llegar los celadores para tranquilizarla,
la Columpio
entró en un ataque epiléptico.

Fue doloroso verla retorcerse en el suelo mientras los jóvenes, a los que tanto cuidaba, se reían de ella y le tiraban objetos. Uno incluso le dio una patada en la espalda.

Me sentía culpable por haber insistido en que siguiera explicándome su historia, pero la señora Brustenga tenía necesidad de hablar, de ser escuchada y me había elegido a mí para aliviar su dolor. ¿Por qué?

Los días que siguieron
la Columpio
no volvió a acercarse a mí, y cuando lo hacía me hablaba como si nada hubiera sucedido. Volvía a ser la mamá del centro y todo volvió a la aparente calma.

Capítulo 19

¿Por qué, rueda del destino,

me colocas en el mismo camino?

Cada noche me suministraban una potente medicación que me dejaba dormida hasta la mañana siguiente. Nunca me desperté, ni volví a soñar, hasta la hora en que la auxiliar de turno me traía el desayuno. Menos una noche que deseé no haber despertado.

Quizá había alguien que velaba por mí y no quiso que la medicación hiciera todo su efecto, quizá mi cuerpo se estaba rebelando y mi sangre expulsaba la toxicidad química que sentía como invasora. No lo supe, pero en mitad de aquella noche sentí que alguien entraba a mi dormitorio.

Aunque no podía moverme ni abrir en la totalidad los párpados, pude ver la sombra de dos hombres. Eran fuertes, debían ser celadores porque tenían destreza en los movimientos cuando me sacaron de la cama. Uno de ellos me tomó en brazos y siguió al otro hombre que iba varios pasos por delante e iba abriendo y sujetándole las puertas para que pasáramos.

Intenté moverme pero era inútil.

Sentí que bajábamos escaleras y luego un ascensor que también bajó durante unos segundos.

Caminaron durante unos metros hasta que entramos a una sala bien iluminada por fluorescentes.

Una vez allí, los hombres me depositaron en una camilla y luego se marcharon.

No podía moverme, solo contemplar con una visión parcialmente borrosa, pero percibía el entorno, parte de mi ser estaba alerta.

Entonces escuché el sonido de voces, personas entraron. Reconocí al doctor Agustín Vidal.

Se acercó y me abrió los párpados. Me enfocó con una pequeña linterna, luego se acercó la doctora Utrera.

— Está K.O. ¡Empecemos!

Sentí mucho miedo, estaba aterrada pero no podía moverme ni gritar. Aunque lo intenté y grité pidiendo ayuda.

¡Socorro! ¡Ayúdenme
! pero no salían sonidos de mi garganta, entonces supliqué y recé lo que sabía.

Vi como me colocaban una especie de corona metálica alrededor del cráneo. Un aparato que parecía sacado de una película de ciencia ficción, de una tecnología avanzada.

—¡Listo!

De repente sentí una fuerte descarga en mi cabeza, algo que no supe describir porque jamás lo había sentido, no era eléctrico, era acústico, ondas de sonido que atronaban a una intensidad tan fuerte en mi interior que hacía que temblara y convulsionara todo mi cuerpo.

No puedo transmitir con certeza el espantoso dolor que experimenté, un dolor que sentí en todo mi cuerpo como si me hubieran cubierto de agujas todos los nervios, pero fue subiendo en intensidad y fue tal el dolor que llegó un momento que mi cerebro se desconectó y lo vi todo blanco y me elevé.

Sentí que había vuelto a morir. Recordé la experiencia que había tenido el día del accidente y en el fondo sentí alegría porque ya era libre. Libre de nuevo.

Contemplé la escena desde el techo, veía mi cuerpo convulsionarse, y a mi lado los doctores anotando datos en un cuaderno. Luego miraron el monitor de frecuencias cerebrales, sentí su energía de preocupación, sabían que había muerto.

Querían borrarme los recuerdos pero me mataron con la descarga.

En unos instantes sentí rabia y odio, debió ser solo unos segundos, aunque el tiempo no se podía medir igual que en el plano físico, pero durante ese
solo
instante de pensamiento de odio hacia mis asesinos, hizo que mi alma descendiera hacia una masa de energía muy densa.

Sentí como si bajara de nuevo hacia la tierra, casi podía percibir el suelo del sótano de la clínica. Seguía allí, junto a mi cuerpo y junto a mis asesinos.

Decidí salir y caminar por los pasillos de la planta, podía moverme, aunque con lentitud. Me sentí atraída a vagar entre la oscuridad de las salas. No tenía miedo pero sí una sensación de tristeza muy fuerte pero no parecía venir de mi alma, era algo lejano.

Me trasladé atraída por esa oscura energía hacia una pequeña habitación.

Había una cama de sábanas azul celeste y una mesita de metal sin ningún mueble más.

Sobre la cama había una chica de unos quince años, de cabello castaño, sentada de espaldas hacia mí con un camisón también azul claro.

La tristeza provenía de ella.

No me atreví a hablarle, pero ella sintió mi presencia y me habló sin girarse:

—¿Me traes la cena? Todavía no he comido. Tengo hambre.

Me acerqué unos pasos más.

— No tengo comida —le dije.

—¿Cuándo va a venir mi madre? —me preguntó, y en su voz había inocencia, parecía ser mentalmente más pequeña que la edad que le correspondía a su cuerpo.

— No lo sé.

La chica comenzó a llorar, se tapaba el rostro con un cerdito rosa de peluche.

Decidí avanzar más y ponerme frente a ella:

Tenía las muñecas y los tobillos amoratados. La energía que transmitía era de desesperación y tristeza. La veía que la envolvía por completo como una masa gris y pegajosa.

Tuve que apartarme un poco, me afectaba.

—¿Quieres venir conmigo?— le pregunté.

La chica se destapó el rostro mostrando unas facciones suaves pero golpeadas por la enfermedad. Reposó las manos sobre las rodillas. Luego me miró. Sus ojos marrones habían sido hermosos, aunque ahora lucían opacos. La mirada de su ojo izquierdo apuntaba hacia arriba y la de su ojo derecho a algún punto sobre mi pecho.

Sentí una fuerte complicidad con ella, con su dolor, con su soledad.

— No deberías estar aquí —me dijo—. No debo verte ni hablar contigo, ellos no lo permiten. Me volverán a hacer daño. No me gusta ser princesa, no quiero que me pongan una corona, duele mucho, es una corona de espinas.

— Quiero ayudarte. Ven conmigo, yo conozco un lugar mejor.

Me sentí fuerte, parecía que sabía lo que hacía y no recordaba cómo volver hacia la pirámide, donde me encontré con mi familia de luz, pero presentía que el ángel que me guió estaba cerca.

—¡Vete! Ellos están aquí —gritó.

—¿Quiénes son ellos?

— La gente mala.

Me partía el alma verla tan sola y atemorizada en aquella pequeña y oscura habitación. Debía hacer tiempo que estaba muerta y supuse que su ángel no había venido a buscarla.

¿Por qué la habían abandonado?
me pregunté.

Entonces acerqué mi mano para tocarle el hombro pero la energía que la envolvía comenzó a subirme por el brazo.

Me retiré de golpe.

Entonces los vi detrás de ella y por todos los lados. Seres de extrema oscuridad la envolvían, estaban por el techo, salían de las paredes. Almas atrapadas en la sombra, en el dolor.

Cada vez estaban más próximas, las noté hambrientas. Venían a por mí. Me aparté pero estaban por todos lados.

No supe de dónde saqué la fuerza para escapar de allí pero sentí que debía visualizar algo positivo de mi vida. Como en un acto reflejo recordé el rostro de Kahul, vi su sonrisa y la paz que transmitía. Me aferré a él y dejé de sentir las sombras a mi alrededor.

Entonces noté un tirón hacia arriba o hacia algún lado que yo sentía que era más elevado, más amable, más luminoso.

Abrí los ojos y allí estaba mi ángel, el mismo que me había conducido hacia el templo pirámide el día del accidente.

— Gracias que estás aquí— le dije y me abracé a él— ¡Tenemos que ayudar a esa pobre chica!

El ángel me miró con unos ojos repletos de ternura y me dijo:

— Ya la has ayudado.

—¡Pero no he hecho nada!

— Ya lo entenderás.

De pronto sentí que algo me succionaba.

—¿Qué me está pasando? ¡Ayúdame! —grité.

— No puedo pararlo, no debo hacerlo.

Me desperté de golpe en la cama de mi habitación.

Miré asqueada la estancia. Todavía estaba en la clínica psiquiátrica Sant Jordi.

Entraba una luz tenue por la ventana. Parecía que estaba anocheciendo o amaneciendo. No estaba segura, me sentía desorientada.

Para mi mente, solo habían pasado unos segundos desde que había estado hablando con mi ángel de la guarda. Lo recordaba, recordaba todo lo que había vivido y no como un sueño. Era real, lo sentí como real.

Sentí una agradable sensación de paz y felicidad, la misma sensación que cuando había despertado del coma, pero con la diferencia de que ahora recordaba de dónde procedía.

Deseaba tener un teléfono para llamar a Lila y contarle todo lo que había vivido, sabía que ella sí me creería, pero me lo habían prohibido.

Lloré de felicidad porque sentí que no estaba sola, que había seres que se preocupaban por mí y que siempre me protegerían si así yo lo pedía. Fue un momento dulce, mágico que me dio fuerzas para seguir queriendo vivir. La esperanza empezaba a florecer poco a poco en mi interior.

Nadie vino durante lo que quedaba de tarde para visitarme. Solo una auxiliar con el vaso de pastillas y el agua.

Las tragué delante de ella, tomé el vaso de agua y con una amable sonrisa se despidió de mí hasta la mañana.

Cuando cerró la puerta escupí las dos pastillas que me había dado sobre la palma de mi mano.

Me levanté de la cama, sentía mi cuerpo débil y maltrecho. Mi cabeza estaba despejada aunque dolorida.

Caminé hacia el baño y tiré las pastillas por el wáter, luego oriné y tiré de la cisterna.

Algo en mi interior me decía que debía dejar de tomarlas.

El jueves por la mañana volví a ver al equipo médico. En aquella ocasión no tuve que esperarlos, ya estaban allí, y deduje que hacía rato. Cuando entré parecía que habían estado teniendo un acalorado debate.

La reacción que tuve al verlos frente a mí me tomó por sorpresa, quería odiarlos pero sentí una fuerza que me acompañaba a mi lado, sentí que mi ángel estaba conmigo.

Entonces me tranquilicé.

— Buenos días, Sandra— me dijo el doctor, y era raro que él comenzara a hablar, siempre permanecía en silencio hasta pasados unos minutos.

No contesté.

—¿Cómo se siente hoy?

— Muy bien— contesté y le ofrecí una sonrisa cínica.

El doctor le lanzó una mirada de preocupación a la doctora Mercé Utrera.

— Aunque mejor me voy a sentir cuando le diga a mi padre que me secuestraron durante la noche y me llevaron a un sótano a electrocutarme el cerebro. Estuve clínicamente muerta, vi el monitor que tenía a mi izquierda.

Ambos se removieron de su asiento mientras los jóvenes becarios me miraron y luego miraban a ambos especialistas.

Noté la palidez en el rostro de la doctora Utrera.

Se instaló un momento de tensa confusión porque mis palabras sonaban seguras y firmes. En mi vida antes había sentido tal convicción.

—¡Denme un teléfono! Quiero llamar a mis padres —ordené.

—¿Dices que te matamos? Entonces… ¿qué haces aquí? —me preguntó el doctor Vidal lanzándome una mirada socarrona. Se estaba burlando de mí.

—Luego me reanimasteis, ¡estúpido! Lo vi todo desde arriba ¡Quiero hablar con mi madre ahora! Os voy a denunciar.

—Sí Sandra, cálmate, ahora te traerán tu móvil —me dijo la doctora Utrera con una sonrisa complaciente.

De pronto escuché la puerta y dos celadores entraron y me tomaron de los brazos.

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