Irania (22 page)

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Authors: Inma Sharii

Tags: #Intriga, #Drama

BOOK: Irania
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—¡Buenos días! —me dijo mi madre— ¿Ya te has levantado?

—¿Por qué no me has despertado?

—Sandra, estabas muerta de sueño, no he querido molestarte.

—Pero me he perdido la fiesta en el castillo, iba a venir Marta también. Me compré un vestido nuevo. No entiendo porqué nadie de esta casa me ha despertado —comencé a levantar la voz— ¡Es que a nadie le importo lo más mínimo!

—Cálmate Sandra, estás muy nerviosa.

Las lágrimas salían a borbotones de mis ojos, lágrimas contenidas por años.

—No estoy nerviosa, estoy harta de que me tratéis como a una niña. Yo decido mi vida, escúchame bien, no consiento que me dirijas la vida.

—¡Cómo te atreves a hablarle así a tu madre! —exclamó mi abuela.

—Le hablo como se merece. Me ha drogado porque soy una vergüenza para ella. Me ha quitado de en medio porque se avergüenza de mí.

—Ayer me dijo tu hermana que habías visto a Aina en el bosque y luego Aina nos dijo que el otro día la regañaste porque la viste en el bosque sola. Sandra, estás enferma y me asustas. Estamos preocupados por ti, tememos que vuelvas a cometer otra locura y te pase algo.

No pude evitar reírme.

—Deja de fingir mamá. A ti solo te preocupa la imagen que podamos dar en sociedad.

—¡Eres una insolente! —dijo mi abuela.

—Déjala mamá, no sabe lo que dice —dijo mi madre a mi abuela.

—Por mucho que haga nunca soy de tu agrado, nunca haré las cosas tan bien como Aurora o como Marta, pero yo soy Sandra y deberías quererme como soy y dejar de esperar que me comporte como ellas; yo no soy ellas, mamá. Yo nunca voy a estar a su altura, ya no os daré nietos, ni me vestiré con gusto ni tendré don de gentes. Estoy cansada, porque por más que lo intento no puedo ser quien no soy.

Comencé a llorar, sentía impotencia y desprecio de mí misma. Y supe que ellos tampoco me ayudarían jamás a comprenderme y a quererme, ellos nunca lo harían porque no estaban preparados para una persona como yo. Sentí que debía ser un castigo para mi familia y entendí que hubieran querido deshacerse de mí en una fiesta con tanto prestigio. Lo acepté.

—Lo siento mamá, lo siento de veras.

—No sé que puedo hacer más por ti hija, no lo sé. Yo todo lo hago por tu bien.

Mi madre tenía los ojos llorosos, estaba sufriendo y me dolió en el alma.

El último día de las vacaciones de Navidad lo pasé leyendo y mirando por la ventana del salón. Me aburría mucho y me habría gustado jugar con Aina, pero mi hermana la mantenía alejada. Ella creía estar haciendo lo correcto; protegerla de una enferma.

Pensé en lo poco que había visto a Joan y sentí que lo nuestro era un engaño de matrimonio y que si yo no hacía nada, seguiría siendo así.

Me rehuía y se había pasado las vacaciones en las pistas de esquí y por las tardes en el club social de un hotel de lujo de la comarca con los demás hombres. Pero el olor de otra mujer que traía adherido en su ropa, delataba sus mentiras.

Aunque no habían sido unas vacaciones diferentes, era más de lo mismo, pero yo ya no era la misma. No me daba cuenta, porque seguía enganchada al pasado, pegada a la imagen que yo misma y los demás tenían de mí. Pero ya había cambiado y lo que nacía en mi interior era fuerte, poderoso.

Aurora se acercó al salón para despedirse de nosotros:

—Bueno familia, nos vamos en cinco minutos.

Entonces la doncella se acercó y me dijo:

—Esto estaba en el bolsillo de su abrigo señora ¿Quiere que lo lave?

La doncella me entregó el bolso de lentejuelas azules que había encontrado en el túnel.

Tenerlo en las manos me desconcertó, me pareció que lo había soñado, que mi aventura en el túnel también había sido producto de mi imaginación, al igual que la niña. Aquel pedazo de mi andanza secreta, no encajaba en ese instante.

—¿Todavía guardas ese cochambroso monedero? —dijo Aurora.

Sus palabras me dejaron helada.

—¿Esto era mío? —pregunté y a la vez que le preguntaba veía imágenes en mi mente, trozos de mi infancia que tenía olvidados.

Mi madre intervino:

—Fue un regalo de tu niñera. Siempre ibas con ese bolso a todos lados, aunque no hiciera juego con nada, yo tenía ganas de tirarlo pero llorabas y llorabas cuando te lo guardaba —comentó —, menos mal que un día dejaste de llevarlo y jamás volviste a preguntar por él.

—Sí, lo recuerdo —dije, pero lo recordaba vagamente. Y culpé a la medicación de mi mala memoria, de que no tuviera casi recuerdos de mi infancia.

Me alejé del salón sin despedirme de nadie, absorta en mis pensamientos. Me senté sobre el grueso alféizar forrado de madera de la ventana del comedor mirando el monedero que se deshacía en mis manos.
¿Cómo podía ser mío si lo había encontrado en el túnel del bosque? ¿O quizá nunca lo encontré allí? ¿Me estaban engañando? ¿He bajado realmente al túnel?
Mil preguntas sin respuesta se amontonaban en mi cabeza ejerciendo una intensa presión en ella.

Tomé mis manos y las apoyé en las sienes, noté la zona ardiendo. Era muy doloroso, me estaba mareando.

Respiré profundo y solté el aire poco a poco por la nariz como me había enseñado Kahul. Lo hice varias veces hasta que la presión mermó y con ello el dolor. Noté como las palpitaciones se hacían cada vez más suaves hasta desaparecer por completo.

Cree en ti
, sonó en mi cabeza.

Me sobresalté y abrí los ojos, miré a mi alrededor pero no había nadie.

Volví a observar el monedero, lo abrí con cuidado y dentro encontré tres barras de cera para colorear y un trozo de papel plegado. Estaba lleno de moho negro y había amarilleado.

Lo desplegué con cuidado y al mirar el contenido sentí un pinchazo en el corazón.

Lo miré varias veces antes de poder entender que el dibujo que había en el papel podría haberlo dibujado yo, pero no lo recordaba, como muchas otras cosas. En él había una niña pequeña de pelo moreno, que debía ser yo misma, también había otra niña pero de pelo rubio más alta que debía ser mi hermana Aurora y luego otra vez me pintaba a mí misma desde una nube en el cielo como una observadora de la espantosa escena de sangre y violencia, personas con cuerpo de serpiente que iban devorándonos por las piernas.

Hubiera deseado no haberlo pintado yo. Era horrible, al igual que los dibujos del pequeño Sebas García, como si él mismo lo hubiera pintado, con oscuros colores, negros, rojos y verdes. Pensé que por dibujos como ese, debían de haberme encerrado en el psiquiátrico. Imaginé la cara de espanto que debían de haber puesto mis profesores, al entregárselos en mano después de clase. También pensé en lo asustados que debían haber estado mis padres, al ver que su hija tenía una mente tan perversa.

Comencé a llorar, sentí lástima de mí, lástima por mi hermana y por mis padres, pensé que después de todo, ellos solo habían querido cuidarme para que me curara.

Pero justo en ese momento, mientras miraba la única prueba que yo había tenido jamás en mis manos de mi enfermedad mental en la infancia, me pregunté algo que nunca me había preguntado:
¿Sandra, por qué estás enferma?

Fue una pregunta que llegó a mí de forma espontánea. Como si ya supiera desde siempre que las enfermedades no son porque sí, que tienen un motivo interior profundo que las provoca y que el estado natural del ser humano es la salud.

Miré con más detenimiento el dibujo, estudié los trazos, los gestos, sentí que era un mensaje que me estaba enviando a mí misma. Necesitaba ayuda para desvelarlo y casi sin forzarlo apareció un rostro en mi mente.

Su rostro dibujó una sonrisa en mis labios.

Tenía mucho miedo, corría por el túnel. Era pequeña, llevaba un pantalón de pana rosa y un jersey morado de lana, de mi hombro colgaba el monedero de lentejuelas azules. Algo me perseguía, era rápido. Giraba mi cabeza a la vez que corría, estaba muy oscuro.

Vi la sombra del monstruo que me perseguía su zarpa de uñas curvadas agarró mi brazo pero yo me escurrí. Entonces partió la cadena de mi monedero y yo pude escapar, y corrí lo más aprisa que pude, corrí hasta extenuarme pero el monstruo seguía gruñendo tras de mí, era más rápido, más fuerte. Corrí hasta que mis pequeñas piernas desfallecieron y caí al suelo.

Entonces lo vi, sus ojos amarillentos de serpiente, su piel verde y sus garras. Abrió la boca y empezó a comerme viva por los pies. El dolor era muy intenso, fuerte, sentía el crujir de mis huesos en sus fauces.

—¡No! —chillé y seguí gritando hasta que Joan me dio una bofetada en la cara. Llevaba un rato zarandeándome para que despertara pero yo estaba todavía sumida en la pesadilla.

Destapé en un acto reflejo mis piernas de la colcha que me cubría y miré y las toqué. Comprobé que estaban intactas aunque yo seguía teniendo la sensación de escozor en ellas.

—¡Sandra, cálmate! Es una pesadilla —me dijo mi marido que había acudido al oír mis gritos.

Froté de nuevo mis piernas.

—¡Ha sido horrible!

Joan resopló, fue hasta el tocador, cogió una pastilla del frasco de tranquilizantes me llenó un vaso con agua y me la dio.

—Toma, te sentirás mejor.

Asentí y me la tomé. Poco a poco la sensación fue desapareciendo y de nuevo volví a adentrarme en un profundo estado de sueño.

Esa misma pesadilla comenzó a repetirse casi cada noche.

Capítulo 14

Construí con esmero

un iglú a mi alrededor,

porque el hielo de tus manos

congelaba mi interior.

Tenía el coche aparcado en la acera de enfrente. Llevaba casi tres cuartos de hora dentro de él sin moverme. Me había puesto un traje de chaqueta gris y camisa blanca. Llevaba el pelo recogido en una coleta. De vez en cuando me miraba al espejo, sacaba la polvera y me daba algún retoque en la frente y en la nariz. Me había maquillado un poco, me había levantado con ojeras y la piel demacrada. Había dormido hasta muy tarde por culpa del tranquilizante que me había dado Joan durante la madrugada.

Miré el reloj varias veces.

Olvídalo todo, es producto de tu imaginación. ¿Qué estás haciendo Sandra?
, cavilaba.

Entonces arranqué el coche y segundos después lo vi, Kahul caminaba hacia el portal de su casa acompañado de un chico delgado, unos años más joven que él. Estuvieron unos minutos hablando en el portal, se despidieron con un abrazo y después Kahul entró en el portal.

Paré el motor y salí del vehículo sin pensármelo. Crucé la calle y me dirigí hasta el modesto edificio de tres plantas de altura donde había visto a Kahul entrar. En el interfono solo había tres botones y un montón de pegatinas de cerrajeros.

Miré de nuevo la tarjeta. Dudé unos segundos. Pensé que debía estar acompañado, que mi visita era molesta, que me había dado la tarjeta por compromiso, que pensaría que era una descarada.

Pero al final, después de unos minutos dudando pulsé el número tres.

—¿Sí? —se oyó desde el aparato. Dudé si era su voz al escucharla por el filtro del aparato.

No me atreví a contestar, me arrepentí y salí corriendo hacia mi coche como una tonta adolescente. Pero antes de poder entrar en él vi a Kahul que me llamaba desde un balcón del edificio.

Levantó su mano en modo de saludo.

En aquel momento me sentí más ridícula que nunca en mi vida, agaché la cabeza y froté mi frente.

Luego volví a mirarlo. Kahul me hizo un gesto con la mano para que me subiera.

Estaba avergonzada. No sabía si montarme en el coche y huir a toda prisa de allí. Solo imaginar lo que debía estar pensando Kahul de mi comportamiento hacía que se me revolviera el estómago y que mis mejillas ardieran de rubor.

¿Por qué me ponía así?
, me preguntaba.

Me acerqué de nuevo al edificio caminado poco a poco con la esperanza de que el sonrojo se fuera atenuando a cada paso que daba.

—Hola Sandra, ¡qué sorpresa! —me dijo ya desde el portal— ¿Por qué te ibas?

—Creí que no había nadie.

—He contestado, ¿no me has oído?

Negué con la cabeza.

Kahul hizo un gesto de asombro. Luego me dijo señalando con la mano hacia las escaleras.

—Sube por favor.

Subí tras él por las escaleras. Aunque la finca era antigua estaba limpia y bien conservada.

—Parece tranquilo.

—Sí, es una suerte de apartamento, somos pocos vecinos y la mayoría tienen más de cincuenta años. Así que por lo menos se oyen pocos ruidos. A excepción de… —dijo señalando con el dedo hacia la puerta izquierda del rellano— está un poco sorda la pobre mujer.

Y en efecto, se oían claramente las voces de los tertulianos de un famoso programa de televisión.

Me sonrió y le devolví la sonrisa.

Había dejado la puerta de su casa abierta.

—Pasa, siéntete en tu casa. Aunque la única norma que impongo a mis visitas es que se descalcen.

Rebuscó en un armario pequeño que tenía en el recibidor y sacó unas babuchas orientales.

—Toma, verás son muy cómodas —me dijo acercándome un taburete para que me sentara.

Me senté y me quité los botines de ante color gris que llevaba y me calcé las babuchas. Eran suaves y parecían de mi número.

Seguí sus pasos hasta un amplio salón comedor escasamente decorado, limpio y ordenado. Muy luminoso gracias a una cristalera de doble puerta que daba a una terraza también amplia.

Las paredes eran blancas y el suelo de un tono rojizo. No había cuadros; dos máscaras de madera oscura de África, un tapiz oriental de un Buda en la pared de la derecha y un dibujo de un
mandala
de tonos violáceos clavado con chinchetas eran las únicas distracciones en las desnudas paredes.

Me invitó a sentarme en lo que parecía era su sofá; un cojín grueso y largo de estampados étnicos y varios cojines más pequeños para colocarlos en la espalda.

Frente tenía una pequeña mesa cuadrada de madera rojiza.

Kahul se fue hasta una habitación y estuvo un rato dentro hasta que apareció con una bandeja y una tetera.

Se arrodilló frente a mí y me sirvió un té.

Me sentí incómoda, no sabía bien porqué, quizá mi mente no relacionaba a Kahul fuera del club. Pensé que estaba invadiendo su intimidad, que no tenía derecho de estar allí con mis preocupaciones paranoicas. Pensé que turbaba la paz que emitía él y todo su entorno, que contaminaba su pureza.

—Siento molestarte. No sé por qué he venido, yo…

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