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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

Indias Blancas (42 page)

BOOK: Indias Blancas
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—¡Nahueltruz! —se horrorizó Laura— ¿Qué diantres te sucede? ¿Por qué estás así conmigo?

—¡Pasa que estoy hasta aquí de tantos hombres, Laura! Primero Racedo, después tu prometido Lahitte, ahora el tal Riglos. Estoy cansado de escuchar que te acechan y que te desean cuando yo soy el único que puede desearte y tenerte.

—Yo te amo, Nahueltruz —manifestó ella con serenidad—, pero si mi amor no es suficiente para ganarme tu confianza y tu respeto, creo que es mejor que nos despidamos aquí y ahora. Estoy convencida de que el amor necesita de una fe ciega para ser completo.

Laura se recogió el ruedo de la falda, dio media vuelta y marchó hacia el portón del establo. Le temblaba la mandíbula y las lágrimas le borroneaban la visión. «Es mejor que nos despidamos aquí y ahora.» No podía creer lo que había dicho. Se despedía del hombre que significaba todo para ella cuando momentos atrás había corrido hasta el convento con el deseo de abrazarlo y pedirle que la hiciera suya otra vez. En ese instante, en cambio, se marchaba con el porte de una reina ofendida. Arrepentida y a punto de voltear, Nahueltruz le rodeó la cintura y le pedió perdón con vehemencia.

—No te vayas —imploró a continuación, y la obligó a darse vuelta—. No vuelvas a decir que lo que hay entre nosotros se termina. No me dejes —insistió con la cara de un niño asustado, y Laura se puso en puntas de pie para acallarle los ruegos inútiles con un beso porque ella ya había decidido que nunca se apartaría de su lado.

—Laura, me estoy volviendo loco por tu culpa —confesó Guor, y ella rió, divertida, le gustaba verlo desconcertado y perdido.

—Quiero que me hagas el amor —le susurró, y lo tomó de la mano y lo guió hasta el rincón donde había avistado un montículo de forraje, allí se tendió y le dijo—: Yo soy tu mujer, Nahuel, y tú eres mi único amor, y yo te doy mi palabra de que así será toda mi vida.

Ella tenía poder sobre él; aunque joven, inexperta y un poco ingenua todavía, Laura Escalante se había apropiado de su voluntad y le regía el destino. Le habría satisfecho cualquier veleidad. Como en ese momento, que recostada sobre la paja, le extendía la mano y lo dejaba ciego de deseo con esos ojos negros y el brillo de sus bucles de oro, y él sabía que tenía que irse, debía dejar el convento, pronto, quizá su vida corría peligro y, sin embargo, cayó de rodillas a su lado y le pasó la mano por el cuello y le descorrió la blusa y le buscó los pechos. La cubrió con su cuerpo, y con la rodilla se abrió paso entre sus piernas, mientras le levantaba torpemente la falda y los visos y le bajaba los calzones de encaje. Su boca, impetuosa, apremiante, descendió sobre la de ella, y Laura la recibió con impaciencia. Nahueltruz ardía desde las vísceras, carente de límites y escrúpulos en sus ansias por poseerla. Laura lo dejó entrar y tomar posesión de lo que ella misma quería que fuera sólo de él; le permitió saciar su furia y sus celos, y también se permitió gozar de lo que él le brindaba con maestría. Después, yacieron en silencio sobre el montículo de heno.

—¿Nahueltruz? —se escuchó la inconfundible voz del padre Marcos Donatti.

Laura y Guor, como palomas espantadas, se desenredaron y se pusieron de pie. Nahueltruz se subió las perneras, se ajustó la rastra y se mesó el cabello desgreñado. Laura, a una indicación de Guor, se escondió en el compartimiento de la vaca lechera con el lío de ropa entre las manos.

—Aquí estoy, padre —respondió Guor—. Pase nomás.

Donatti empujó la puerta del establo con el cuerpo y se escurrió dentro.

—Buenos días, Nahueltruz —saludó con cordialidad—. Como fray Humberto dijo que hoy no te apareciste por el refectorio a desayunar, te traigo este cacharro con mate cocido y este criollo.

—Gracias, padre —masculló Guor, y extendió el brazo para tomar el cacharro y la servilleta que envolvía el pan aún tibio—. No me aparecí por el convento porque me estoy yendo. Estaba terminando de acomodar mis cosas y ya tenía pensado darme una vuelta por su despacho para comunicárselo.

—¿Te vas? —se sorprendió Donatti—. ¿Vuelves a Tierra Adentro?

—No. Hasta que el padre Agustín esté fuera de peligro no me muevo de la villa —replicó Guor, y Laura soltó el aire que involuntariamente había retenido—. Me voy de aquí, del convento, porque no quiero que tenga problemas por mi culpa con la milicia. Este se ha vuelto un sitio peligroso. Blasco va y viene como Pancho por su casa y temo que haya levantado sospechas. Usted sabe que no puedo arriesgarme.

—Sí, comprendo —manifestó el franciscano—. Y dime, Nahueltruz, ¿adónde piensas instalarte?

—Ya encontraré algún sitio; usted no se preocupe, padre.

—¿Me harás saber adonde estás cuando te instales?

—Mejor que nadie lo sepa, padre. No se ofenda, pero es para no comprometerlo.

—¡La pucha con este Racedo y su odio!

Nahueltruz no hizo ningún comentario, y Donatti, que se había presentado esa mañana con otro propósito, carraspeó y dijo:

—Hoy se cumple un nuevo aniversario de la muerte de tu madre.

—Lo sé.

—Me pregunto cómo estará tu padre.

—Siempre se pone melancólico. Usted ya sabe, él se culpa.

Donatti sacudió la cabeza, consternado, y chasqueó la lengua.

—Como sé que doña Carmen está por viajar a Leuvucó, le enviaré una carta. No sé si logre sacarlo del estado de tormento y pena, al menos lo intentaré.

—Hágalo, por favor —instó Guor—. Mi padre lo respeta y aprecia. Le va a hacer bien recibir algunas líneas suyas. Además, usted quiso mucho a mi madre, y mi madre lo quiso mucho a usted. Eso es importante para el cacique Mariano Rosas.

—Agustín me pidió ayer que hoy diga misa por el alma de vuestra madre; quiere que estés presente. Como él no puede, desea que tú estés rezando por ella.

—¡Ah, padre! Hace tantos años que no rezo. Hasta creo que me olvidé de cómo hacerlo —interpuso Nahueltruz.

—Pero el padre Agustín quiere que estés presente —alegó el franciscano con lo que le parecía un argumento más que sólido.

Nahueltruz Guor, por su parte, sólo podía pensar que Laura estaba escuchándolos.

—Está bien, está bien, padre, ahí estaré —condescendió con tal que Donatti acabara con el tema de Blanca Montes.

—Gracias, hijo. Esto es muy importante para Agustín, lo pondrá contento. La misa será dicha sólo para los miembros del convento y para ti, a las diez y media en la Capilla Menor.

El padre Marcos abandonó el establo y Laura salió de escondite. Encontró a Nahueltruz ensimismado, con la vista fija en el suelo. Se le acercó con sigilo y le puso una mano sobre el hombro, con cuidado para no sobresaltarlo.

—Ahora sabes que tu hermano Agustín y yo somos hijos de la misma madre —expresó sombriamente y sin darse vuelta.

—Sí, lo sé. Ambos son hijos de Blanca Montes.

Laura se le puso enfrente y le levantó el rostro con ambas manos.

—Ahora también sé de quién heredaste el gris de tus ojos que tanto me gusta, de nuestra bisabuela Pilarita. ¡Famosos sus ojos grises!

Laura no lucía sorprendida ni disgustada, por el contrario, se la veía contenta. La mirada desconcertada de Guor se volvió inquisidora, y Laura habló.

—Pocos días después de llegar a Río Cuarto, doña Carmen, la abuela de Blasco, me entregó un atado con tres cosas: un cuaderno forrado de cuero, un guardapelo de oro y un ponchito. Me dijo que pertenecían a una tal Uchaimañé y que Lucero le había pedido que se las alcanzara a mi hermano. En ese momento la salud de Agustín era tan delicada que no quise importunarlo con lo que pensé se trataba de un regalo de algún indio. Al abrir el cuaderno me topé con el nombre «Blanca Montes» al pie de la primera hoja y la palabra «Memorias» como título. Desde ese día y hasta hoy no he dejado de leer las memorias de la misteriosa Blanca Montes en cada oportunidad que he tenido. Y no fue hasta anoche que tu madre me confesó en sus páginas que tú eras su hijo, Nahueltruz Guor, Zorro Cazador de Tigres.

—No sé si a Agustín le gustará saber que te enteraste de que él y yo somos hijos de Blanca Montes.

—En mi familia siempre se ha pronunciado el nombre tu madre en voz baja, intercambiando miradas elocuentes; se ha ocultado su vida y su destino, y, sin embargo, de la forma más casual y sorprendente, yo me he enterado por labios, o debería decir por mano de la propia Blanca, de cosas que me han hecho tanto bien, Nahuel. Tu madre, después de años, me ha esclarecido misterios y dudas y me ha enseñado tantas cosas. Quisiera que estuviera viva y que me quisiera tanto como yo he aprendido a quererla a ella. Ahora la quiero más porque sé que es tu madre.

Nahueltruz sonrió. La frescura y la espontaneidad de Laura le hacían bien. Cuando la tenía cerca, se borraban las dudas y los tormentos, los viejos, que venía arrastrando desde hacía tiempo, y los nuevos, los que habían nacido junto con el amor que sentía por ella.

—Laura —musitó con voz quebrada, y la estrechó contra su cuerpo—. Sólo por querer tanto a sus dos hijos, Blanca Montes te adoraría.

—¿Por qué dejas el convento?

—Porque tú y Blasco han marcado un sendero de hormigas hasta aquí, y Racedo, atando cabos, puede sospechar que algo raro está sucediendo entre los franciscanos y venir a averiguar.

—Racedo no se dará cuenta de nada —interpuso Laura con marcada displicencia.

—No te confundas —la corrigió Guor—: Racedo puede ser muy torpe y zafio para cortejar a una mujer, pero es bien rápido y pícaro cuando de perseguir y cazar indios alzados se trata.

—¿Por qué perseguir y cazar indios? ¿No estamos en tiempos de paz?

—Nunca estamos en tiempos de paz los huincas y los ranqueles. Esto es una guerra, Laura, que sólo terminará el día que uno de los dos bandos quede destruido y aplastado en el campo de batalla.

Las agoreras palabras de Nahueltruz la dejaron triste y abrumada. Había algo de premonición en ellas, como si aquel día ya se hubiera fijado y que, de una u otra manera, tendría mucho que ver con ella. Dejaron el establo en silencio luego de comprobar que ni fray Humberto ni los oblatos estuviesen merodeando.

—¿Irás esta noche al hotel de doña Sabrina?

—Iré.

—Prométeme que nada malo te ocurrirá —suplicó Laura.

—Nada malo me ocurrirá —aseguró Nahueltruz.

Se besaron antes de despedirse. Guor regresó dentro para cinchar el caballo y terminar de acomodar sus pertenencias en las alforjas. Laura enfiló hacia el hotel. Había caminado un corto trecho cuando divisó al coronel Hilario Racedo y a su imperturbable adlátere, el teniente Carpio, ambos a caballo, que se dirigían evidentemente hacia el convento de San Francisco.

—¡Coronel Racedo! —llamó Laura con voz cristalina y afable, y agitó la mano.

—¡Qué grata sorpresa, señorita Escalante! —expresó el militar a modo de saludo, y se quitó el quepis.

—Buenos días, teniente Carpio —dijo Laura, y Carpio también se quitó la gorra e inclinó la cabeza, sin pronunciar palabra.

—¿Qué hace por aquí sola? —se interesó Racedo, mientras abandonaba la montura.

—Vengo del convento. Necesitaba ver al padre Marcos y como Blasco, usted sabe, coronel, él se ha convertido en mi
chaperon
últimamente, le decía, como Blasco no podía acompañarme, me aventuré sola. Quizás usted sería tan amable de escoltarme de regreso a lo de doña Sabrina.

—Nosotros también nos dirigíamos al convento para hablar con el padre Marcos —interpuso Racedo, desconcertado, ese trato afectuoso y abierto no era al que lo tenía acostumbrado la señorita Escalante.

—El padre Marcos no está —mintió Laura.

—Pues bien, en ese caso la acompañaré a lo de doña Sabrina. Regresaremos esta tarde, Carpio —anunció Racedo—. Vuelve nomás al fuerte que yo te alcanzo más tarde.

Carpio espoleó el caballo y se alejó al trote. Racedo asió las riendas del suyo y caminó junto a Laura, que enseguida tomó la palabra para espantar las intenciones del militar. Le contó de la salud de Agustín, de los avances en su recuperación, que hacía dos días que no tenía fiebre y que se alimentaba bastante bien, le mencionó la inminente llegada de su padre junto al doctor Riglos y aclaró que aguardaba con impaciencia ese momento porque hacía tiempo que no veía al general. Se hizo un silencio y, cuando Racedo, a punto de verter un comentario, se inclinó sobre ella, Laura se apartó y preguntó por su hija, la recientemente casada con un próspero comerciante de Lujan, y por su padre don Cecilio. El tema desembocó en la afición por la vida militar de la familia Racedo, y mencionó con evidente orgullo a su sobrino Eduardo, que seguía con éxito los pasos de su abuelo y de su tío. Se ufanó también de sus propios éxitos y le contó anécdotas de su vida como soldado casi todas relacionadas con indios.

—Y ésta —dijo, señalándose la cicatriz que le surcaba la mejilla izquierda—, se la debo al cacique Nahueltruz Guor, que me las va a pagar algún día ¡Como que hay un Dios ese salvaje roñoso me las va a pagar!

Llegaron a lo de doña Sabrina. Laura, excusándose en una noche de insomnio, se retiró a descansar luego de agradecer la escolta al coronel Racedo, que se quedó con las ganas de invitarla a cenar al fuerte esa noche en que los soldados, para festejar la paga, iban a asar una vaca con cuero. Laura se alejó por el corredor hacia el interior de la posada y el militar recostó su pesado cuerpo en la barra de la pulperia donde se dedicó a mascullar en contra de su pésima suerte, desahogándose en un vaso de ginebra que Loretana le sirvió de mala gana. Se notaba que para ella ése tampoco era un buen día.

Con el tiempo, los ojos de Nahueltruz abandonaron el color ambiguo tan característico de los recién nacidos, esa tonalidad indefinida entre el azul y el negro, y se volvieron de un gris perla muy puro. Los ojos de los Laurey Luque, eso era lo único que mi hijo había tomado de mí; por lo demás, era la copia fiel de Mariano Rosas. Y supe que ese hijo mío sería alto y corpulento como su padre y como su abuelo, don Juan Manuel, por los pies largos que desentonaban con su cuerpecito. Gracias a mi leche, Nahueltruz ganó peso enseguida y al año era un niño robusto, más alto que lo normal. «¡Torito bravo!», le decían, un gran halago entre los ranqueles; en especial su abuelo Painé, que se lo subía al hombro y lo paseaba con orgullo por el campamento como quien lleva un santo en procesión.

En tanto lo amamanté, Mariano Rosas mantuvo una respetuosa distancia entre su mujer y su hijo, que para él eran una sola cosa. Aunque excluido, se mostraba dócil y considerado, y acataba mis indicaciones como si proviniesen del Consejo de Loncos. Una tarde, ansioso por ver a Nahueltruz después de varios días de ausencia, entró en el toldo y marchó directo a su canuta para alzarlo. Que ni se le ocurriera, le espeté desde la otra habitación; que si quería tocar a mi hijo debía primero quitarse la mugre y el olor a caballo de días, y mientras así vociferaba, le iba entregando jabón de sosa, toalla y una muda de ropa. Mainela contemplaba con ojos desorbitados a la espera de la tormenta de furia que, estaba segura, desataría Mariano. Pero el señor Rosas no desató ninguna tormenta de furia; al contrario, tomó el jabón, la toalla y la muda de ropa y se dirigió hacia la laguna. A la hora regresó más limpio que una patena.

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