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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela, #Histórica

Indias Blancas (46 page)

BOOK: Indias Blancas
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El miércoles siguiente le abrió la puerta la misma mestiza y lo hizo pasar a una sala que lo dejó estupefacto por lo suntuosa y bien decorada. Si bien Lorenzo Pardo se hallaba habituado al boato y al refinamiento, reconoció que aquella casona maciza y sobria por fuera encerraba un tesoro en arte y decoración. Apreciaba un gobelino de exquisita manufactura cuando lo sorprendió una voz femenina por detrás «¿En qué puedo ayudarlo, señor ..?», y, echando un vistazo a la tarjeta personal de Lorenzo Pardo, agregó «Señor Hidalgo y Costilla». A continuación se presentó mientras indicaba una silla al lado de la bergére Ignacia de Mora y Aragón, dijo llamarse, esposa del señor Francisco Montes. Lorenzo Pardo admiró la beldad que tenía enfrente y de inmediato juzgo que se trataba de una mujer consciente de su rango. Le agradeció que lo hubiese recibido y que le dispensara parte de su tiempo, luego, sin mayores preámbulos, expresó «Busco a Blanca Montes», y fue testigo del cambio que se operó en el semblante de la señora Lorenzo le explicó que él era un pariente de la madre de Blanca, que había regresado al país después de años de ausencia y que deseaba encontrar a la única superviviente de su familia. «Soy un hombre de recursos y quiero ofrecerle a Blanca todo lo que dispongo». «Señor Hidalgo y Costilla», dijo Ignacia, y se puso de pie. «Mi cuñado, el doctor Leopoldo Montes, desposó a su pariente, Lara Pardo, en contra de la voluntad de mi suegro, el señor Abelardo Montes, que Dios lo tenga en su Santa Gloria. Desde aquel penoso incidente, la familia cortó todo vínculo con el doctor Montes y no volvimos a saber de él. Hasta hace poco», agregó luego de una pausa, «que llegó a nosotros la penosa noticia de que había fallecido de un ataque al corazón. De la niña que nació de esa unión, sin embargo, no hemos sabido nada, como si la tierra, se la hubiera tragado. Quizá se casó y se fue a vivir a otra ciudad», dijo Ignacia.

«Tía Ignacia conocía mi paradero, —manifesté—, ella misma me había mandado a encerrar en el convento de Santa Catalina de Siena.» Aquel revés no desanimó a Lorenzo Pardo. Regresó a Lima, luego de dejar a cargo de un importante notario porteño la búsqueda de su única sobrina «Los informes del notario llegaban esporádicamente y sin mayores avances, —prosiguió tío Lorenzo—. Mis esperanzas languidecían y comenzaba a hacerme a la idea de que jamás te encontraría. Hasta aquel magnifico día en que recibí carta del general Escalante. ¡Imaginaras mi sorpresa y mi alegría cuando me informó que era tu esposo! ¡Te había en contrado!», exclamó, conmovido, y me besó la mano. «No obstante, el destino parecía oponerse a nuestro encuentro. En Córdoba, me aguardaban las peores noticias: un grupo de indios te había cautivado. Tu esposo había salvado la vida de milagro, al igual que tu criolla, María Pancha.»

Después de cuatro años por fin sabía con certeza que José Vicente Escalante y María Pancha vivían. Comencé a llorar aferrada al cuello de tío Lorenzo. También lloraba por mi hijito y por Mariano, y por mí, perdida sin ellos, y por miedo, porque le temía al futuro, y al presente también, que se había convertido en un infierno. «Que mi tío se haga cargo de todo», pensé, aterrorizada de enfrentar la vida sin Mariano.

Tío Lorenzo me apartó de su pecho y me secó las lágrimas con ternura. «Quizá cometí un gravísimo error en separarte de aquellas gentes», admitió. «Quizá fui un egoísta, quizá me odies, quizá nunca logre tu perdón. Pero tenía que encontrarte, Blanca, tenía que hacerlo. Por Lara.» Tío Lorenzo tuvo intenciones de dejarme reposar; ambos estábamos agotados física y espiritualmente; no obstante, lo aferré par la muñeca y le rogué que continuara con su relato. «¿Cómo hizo para rescatarme?», me interesé, y tío Lorenzo regresó a la silla y suspiró profundamente antes de recomenzar.

Si bien el general Escalante le había confesado a Lorenzo Pardo los hechos tal y como habían acontecido, para el resto la historia era muy distinta: yo había muerto en un asalto sufrido a manos de unos matreros camino a Córdoba; en el lugar de mi tumba habían colocado una cruz hecha de ramas de espinillo. Sólo María Pancha y Lorenzo Pardo conocían la verdad. «Debes entenderlo, —bregaba mi tío—, no es fácil para el general aceptar que los indios te llevaron. Por eso, cuando le sugerí rescatarte, se opuso férreamente». Guardé silencio, incapaz de expresar con palabras el resentimiento que me inspiraba Escalante, aunque no debería haberme sorprendido su actitud: después de todo, había tratado de matarme cuando le resultó palmario que él y sus hombres no contendrían el ataque de los indios.

Lorenzo Pardo se embarcó solo en la odisea que significaban mi búsqueda y rescate. Comenzó por “El Pino”, donde, sugirió María Pancha, le brindarían información valiosa. El Vía Crucis de Lorenzo Pardo duró tres años en los cuales conoció todos los fuertes de la frontera sur, hizo migas con muchos militares, visitó las pequeñas poblaciones y las ciudades más importantes, se interiorizó del problema del malón y aprendió los nombres, costumbres y ubicaciones de las distintas tribus. Contrató a un gaucho baquiano, dos lenguaraces y media docena de hombres hábiles con las armas; se pasaba la mayor parte del tiempo viajando, vivaqueando o alojado en pulperías paupérrimas, mientras perseguía algún dato que lo condujera hasta mí. En Río Cuarto le dijeron que, si quería saber acerca de los ranqueles, debía preguntar al dueño de la tienda de abarrotes, Agustin Ricabarra, que los conocía como la palma de su mano. Luego de esclarecerle la memoria con una fuerte suma de dinero, Ricabarra fue el primero que le dio un dato certero: sí, el cacique Mariano Rosas tenía una cautiva a la que llamaban Uchaimañé, de alrededor de veinte años, de contextura más bien menuda, con el cabello largo y negro. Él aseguraba que había escuchado que a veces la llamaban Blanca.

Días más tarde, mientras Lorenzo Pardo bebía con su gente en la pulpería del centro de Río Cuarto, apareció un hombre joven de aspecto avieso e intimidante que se aproximó a la mesa, se quitó el sombrero de felpa y preguntó: «¿Quién es el huinca que busca a la cautiva de Mariano Rosas?». Dijo llamarse Cristo y ser hijo del cacique vorohueche Rondeao a quien Calfucurá había degollado a traición para apoderarse de sus tierras. El indio Cristo no pertenecía a ninguna tribu y vagaba por el desierto junto al grupo de vorohueches que se resistía a aceptar al chileno Calfucurá como el nuevo patrón de la zona del Salado. Preferían morir antes que traicionar a sus abuelos, padres y tíos que habían perecido a manos de “esa serpiente”, como llamó a Calfucurá en reiteradas ocasiones. «Yo no le debo fedelidá a naides, —manifestó Cristo—, y si usté me paga lo que le pido, le entrego a la cautiva de Mariano Rosas sana y salva.»

Mis enemigos entre los ranqueles eran más de los que suponía. Nancamilla, aunque exiliada en los toldos del cacique Caiuqueo, continuaba alimentando su odio y planeando su venganza; en tanto, Echifán, la famosa comadrona, y otras importantes machis deseaban que yo desapareciera junto con mis baúles llenos de pócimas mágicas que curaban males que ellas ni siquiera sabían cómo llamar. Esa especie de sicario que era Cristo, junto a su gente, se internaron en el desierto y supieron aprovechar las circunstancias de manera tan hábil que hasta sabían que Mariano Rosas, Nahueltruz y yo visitaríamos al cacique Ramón Cabral por el camino que desemboca en la Verde.

«Las noticias que me llegaban acerca de tu situación eran alarmantes», expresó tío Lorenzo, a modo de justificación. «Me aseguraban que te habían convertido en la sirvienta de la mujer de un cacique que te maltrataba duramente; que en una oportunidad habías tratado de escapar y, como castigo, te habían despellejado las plantas de los pies; que no te alimentaban bien y que en los crudos inviernos dormías al descubierto. No podía soportarlo y le ordené al indio Cristo que te rescatara. Si, hubiera sabido que en realidad eras feliz, que tenías un hijo y que esperabas otro del mismo hombre habría claudicado en mi búsqueda aunque la pena me hubiera lacerado el corazón. Pero me mintieron, Blanca. En todos lados se cuecen habas», sentenció, con la mirada baja. Se notaba que le pesaba la conciencia y que necesitaba desesperadamente mi perdón. «Ahora te he infligido un daño irreparable, —retomó—. Por mi culpa han muerto...». Se detuvo cuando la voz se le hizo un hilo, y yo, que no tenía ánimos para consolarlo, me ovillé entre las sábanas, le di la espalda y me puse a llorar. «Después de todo, —pensé un rato después—, ¿qué puedo reprocharle a este buen hombre, el único que se preocupó por mí?».

CAPÍTULO XVII.

Una mujer sin tierra

Laura cerró el cuaderno cuando doña Sabrina le trajo el almuerzo. Mientras ella comía, la mujer armaba la cama, acomodaba el cuarto y rezongaba.

—¡Y aquí me tiene, querida, haciendo tuito el trabajo yo sola! Que Loretana anda tirada en la cama llora que llora.

—¿Qué le pasa? —preguntó Laura, más por cortesía que por interés.

—Lo que le contaba el otro día, ¿se acuerda? Anda con mal de amores. Hay un hombre que la trae por la Calle de las Amarguras y esta estúpida que no se da cuenta de que el miserable no quiere saber nada de ella. «Ese tiene otra», le digo yo, que soy más vieja y viva que ella, pero Loretana no se resigna.

—Lo lamento, doña Sabrina —expresó Laura.

—Otro que está con mal de amores es el coronel Racedo, que andaba muy solo y alicaído esta mañana en la pulpería porque usté se ha negao a tomar algo con él.

—Doña Sabrina —habló Laura—, quería preguntarle adonde puedo comprar algunos regalos; ya sabe, para los Javier, que han sido tan generosos con mi hermano.

—¡Ah, regalos! —exclamó con alivio la pulpera, que esperaba una reprimenda por haberse metido en lo que no le importaba—. Verá, querida, aquí no es como en la gran capital, que debe de estar llena de tiendas. Cierto que aquí, en Río Cuarto, estamos mucho mejor que en Achiras y en La Carlota, que ni médico tienen. Nosotros contamos con el santo del doctor Javier y con don Panfilo, el boticario, que usté ya lo conoce de memoria...

—¿Y para comprar regalos? —insistió Laura.

—Sí, regalos. Pues pa'eso, querida, tiene el negocio de ramos genérales de don Ambrosio Olmos, ¡muy completo, muy completo! o también lo de Agustín Ricabarra.

Agustín Ricabarra, ese nombre significaba mucho para Laura y, por la tarde, siguiendo las indicaciones de doña Sabrina, se encaminó a su tienda de abarrotes. El hombre detrás del mostrador resultaba demasiado joven para ser el que Blanca Montes mencionaba a menudo en sus
Memorias.

—¿Usted es Agustín Ricabarra?

—Agustín Ricabarra hijo —se presentó el tendero.

—¿Y su padre?

—Mi padre está de viaje.

«¿De viaje? ¿A Tierra Adentro?», se intrigó Laura, pero no preguntó.

Compró regalos para cada miembro de la familia Javier: una pieza de la mejor tela para doña Generosa, una pipa con cazoleta de madera labrada para el doctor Javier y un juego de tintero, plumas, cortapluma y secafirmas para Mario, porque se había enterado de que al muchacho le daba por escribir. No se olvidaría de su fiel Blasco y, luego de mucho cavilar, se decidió por una camisa de algodón y unos pantalones de genero gris; los que llevaba a diario lucían como los de un indigente. Por último, le pidió al hijo de Ricabarra que le sacara de la vitrina un guardapelo que le había llamado la atención. No se trataba de una pieza fina: era de alpaca, el cerrojo y las bisagras no durarían mucho tiempo y el grabado resultaba de mal gusto. No obstante, compró los dos que había. Con el dinero que le había prestado Julián pagó los regalos para los Javier y para Blasco y, con sus ahorros, los dos guardapelos y sus respectivas cadenas.

Al terminar la misa en conmemoración de la muerte de Blanca Montes, Nahueltruz Guor recogió las alforjas y el cabezal, los acomodó en la montura y se marchó hacia el sur; luego, bordeando el río Cuarto, enfiló hacia el oeste hasta el rancho de la vieja Higinia, fallecida el año anterior. Higinia, mitad negra, mitad india, había sido una conocida bruja, muy poderosa en opinión de algunas comadronas; su fama había sobrepasado los límites de la villa del Río Cuarto, extendiéndose más allá de la provincia de San Luis. Había muerto plácidamente una noche mientras dormía, de vieja que era, y, sin embargo, se entretejían historias pintorescas y fabulosas acerca de los acontecimientos que la habían llevado a la tumba. Muchos aseguraban que, luego de muerta, la habían visto, completamente ataviada de negro, flotar encima del rancho al tiempo que profería alaridos pidiendo ayuda. Los testigos de semejante visión invariablemente sufrían calamidades y desgracias.

Por eso Nahueltruz eligió la casa de la vieja Higinia el terror y la superstición mantendrían alejados a los curiosos, incluso a los soldados del fuerte, más ignorantes que los indios que combatían. Él había conocido a Higinia, una mujer bondosa y caritativa, aunque extraña, llevaba la vida de un eremita y sólo se avenía a abandonar su rancho, sus cabras y su soledad paupérrima cuando le aseguraban que los médicos blancos —ambos, los del cuerpo y los del alma— no atinaban a nada y que el caso era de vida o muerte. En algunas oportunidades, de camino a Tierra Adentro, Nahueltruz se había apeado del caballo, golpeado las manos y pedido hospedaje por una noche. Higinia le hacía seña de que entrase —rara vez hablaba— y enseguida le ponía un plato de guiso caliente y un trozo de pan sobre la mesa. Nahueltruz comía, y ella, con su cuerpo medio desvencijado, extendía un jergón de paja junto a la trébedes si era invierno o en la galería si era verano.

Nahueltruz empujó la puerta del rancho que amenazó venirse abajo. «Esto es de lo primero que me haré cargo», se dijo. A continuación, quitó el postigo de la única ventana y dejó que la luz bañara el interior. Nada había cambiado, todo se hallaba en el mismo sitio, como en tiempos de Higinia, aunque una gruesa capa de polvo cubría la única mesa, las banquetas, el camastro, que ya no tenía jergón, y los demás enseres. Las paredes de adobe eran gruesas y sólidas, el piso de tierra pisada, parejo y compacto, y el techo, aunque de paja, no presentaba agujeros. Guor pensó que, con los arreglos necesarios, aquel rancho podía convertirse en un sitio acogedor y cómodo. Le pareció ver a Laura afanarse en la decoración. Seguramente querría cortinas de colores, y la mesa y las banquetas pintadas de blanco, cosería un acolchado para la cama y colgaría cuadros en las paredes, llenaría la galería de tiestos con flores y le pediría un pedazo de tierra para el jardín.

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