Lorenzo imaginó que se trataba de un asunto desesperanzado: la joven no encontraría al verdadero destinatario del pañuelo y se marcharía sin prestar atención al hombre de uniforme azul que aguardaba junto al puesto de flores. Sin embargo, en contra de todo presagio, una tapada le tocó el brazo y le indicó que la siguiera. Dejaron atrás el tumulto y buscaron el cobijo de un callejón oscuro y poco transitado. Allí, la muchacha desveló apenas su cara. Rosa María no lamentó ni una vez el impulso que la llevó a arrojar esa nota tan descarada; tampoco se le cruzó por la mente que el soldado podría tomarla por una mujer ligera de cascos y aprovecharse. Ella se ufanaba de su intuición y sabía que el hombre que tenía enfrente era un caballero.
Lorenzo Pardo pensó: «Es aun más hermosa que en la miniatura», y, abstraído como estaba, no dijo palabra hasta que Rosa María lo despabiló al preguntarle el nombre. Lorenzo se aclaró la garganta, tomó del bolsillo el pañuelo, la nota y el pequeño retrato y se los devolvió mientras argüía: «Creo que esto llegó a mí por error». A Rosa María le causaron risa la timidez y la poca consideración de sí de aquel soldado. «Se equivoca, señor, —replicó—. Era toda mi intención que estas cosas lo alcanzaran a usted, —y agregó con hilaridad—: ¿No pondrá en tela de juicio que mi puntería es extremadamente certera?» Lorenzo rió más distendido y se presentó.
Volvieron a encontrarse al día siguiente, y al siguiente, y así hasta que una tarde en que caminaban por el paseo a orillas del Rimac, con la nana Elvira como chaperon algunos pasos detrás, Lorenzo tomó las manos de Rosa María y la contempló largamente, tratando de colegir por qué esa chiquilla mucho menor que él, indiscutiblemente hermosa e inteligente, con una fortuna como dote, había puesto los ojos en alguien como él. Enseguida dejó de lado los cuestionamientos vanos, demasiado feliz para opacar el encanto del momento. La acercó a su cuerpo y la besó. «Quiero casarme con usted», le susurró Rosa María, y él le prometió: «Será mi mujer aunque la vida se me vaya en ello», pues ya se imaginaba la hecatombe que sobrevendría cuando la familia de Rosa María se enterara.
Don Dionisio Hidalgo y Costilla perdió el color del rostro la noche que Rosa María se presentó en su despacho y le comunicó la decisión de contraer matrimonio con Lorenzo Pardo. Intentó disuadirla por las buenas y por las malas, sin éxito: su única hija era tan terca y voluntariosa como él. «La he consentido demasiado, siempre ha hecho lo que ha querido, le he dado todos los gustos. ¡Esos han sido mis grandes errores!», se lamentaba con su amigo el dominico Teodoro Sastre, que sugería el confinamiento de Rosa María en el convento del Gran Carmelo y una dieta a pan y agua durante un mes, porque no había que soslayar aquello de que la carne busca la carne; el ayuno le diluiría la sangre junto con las pasiones y los desatinos y le arreglaría los demás humores; el dominico hasta insinuó lo conveniente de una sangría. «¡Ah, las pasiones, Dionisio!», remataba el padre Teodoro. «Las pasiones, mi buen amigo, son la perdición de la humanidad. El terror es el único medio de contenerlas». Lo cierto era que al padre Teodoro Sastre siempre le había molestado el sentimiento extravagante e impropio que don Dionisio albergaba por su hija como también la libertad que le concedía; sin dudas, ésa era la oportunidad que Dios le presentaba en bandeja para enmendar un alma descarriada.
Ni el mes en el convento del Gran Carmelo ni los días que posteriormente pasó encerrada en su habitación bajo estricta vigilancia pudieron con el amor que Rosa María le profesaba a Lorenzo Pardo. Había sido un tiempo duro y de pruebas para ambos; no obstante, se aprestaban a seguir peleando; se amaban y además tenían a toda la servidumbre de su parte. Aunque Lorenzo creía que se trataba de una medida extrema a la cual debían apelar en última instancia, Rosa María se hallaba convencida de que debían fugarse. A don Dionisio no le resultó extraño que su hija le pidiera autorización para concurrir con su nana Elvira a la procesión por el día de San Juan que terminaba en la sierra, a las afueras de Lima, donde se celebraba también la floración del amancay. Según Hidalgo y Costilla, hacía tiempo que esa locura de desposar al soldado argentino había quedado atrás; su hija lucía juiciosa y tranquila, cierto que había perdido el esplendor y la espontaneidad que a él tanto le gustaban; ya no lo llamaba “papito” sino “señor” y no había vuelto a sentarse sobre sus rodillas para hacerle cosquillas o besarlo en la frente. «Mejor así», se convencía don Dionisio, «una mujer tenida por extravagante y desequilibrada no hallará un buen hombre y será presa de cualquier calavera.» Finalmente, concedió el permiso, incluso con alegría: empezaba a preocuparlo el estado abúlico de Rosa María. El padre Teodoro no era de la misma opinión. «Aún es muy pronto para darle alas nuevamente», mascullaba, cuidando de ocultar la rabia. «¡Pero Padre Teodoro!», intentaba don Dionisio con lo que parecía una justificación más que plausible: «si Rosa María y su nana han asistido a la procesión de San Juan desde que mi hija aprendió a caminar.»
Por eso había elegido Rosa María el día de San Juan, porque no levantaría sospechas. Después de tanto tiempo de reclusión, de eludir a los invitados de su padre y de no participar de bailes y tertulias, una salida con motivos religiosos sería apreciada como natural y no provocaría una controversia. Rosa María y su nana Elvira partieron muy temprano la mañana del 24 de junio de 1824 a reunirse con el resto de la multitud en la avenida de los Descalzos. La procesión de San Juan atraía no sólo a señoras de familias decentes, a caballeros de alcurnia y a religiosos de todas las órdenes sino a negros, mestizos, mulatos, zambos e indios. Las gentes alcanzaban la pradera de los amancays en carruajes suntuosos, carretas tiradas por bueyes, literas cargadas por esclavos, a lomo de burro o simplemente a pie. El espectáculo, tan atractivo por lo abigarrado, que siempre fascinaba a Rosa María, pasó inadvertido en esa ocasión. Una vez alcanzada la pradera de la colina, tampoco quedó azorada ante el panorama magnífico de los amancays amarillos que cubrían el terreno por completo, ni el del océano Pacífico hacia la izquierda, ni el del puerto del Callao con sus cientos de mástiles, ni el de la Cordillera de los Andes con sus picos eternamente nevados. Nana Elvira y Rosa María sólo tenían ojos para escudriñar la ceja de la colina por donde aparecería un coche de alquiler con dos caballos, uno negro y otro blanco.
Apareció el coche y se vio una mano que abría la portezuela; nana Elvira y Rosa María caminaron con mal disimulada apatía y se precipitaron dentro. Luego llegó el chasquido de la guasca sobre las ancas de los caballos y la orden del cochero para comenzar la marcha. Rosa María sabía lo definitivo de aquella decisión y, aunque por momentos había temido que las fuerzas le flaquearan, en ese instante, al tener frente a ella a Lorenzo Pardo, lloró y rió de alegría. La intuición le decía que sería feliz.
Se casaron y vivieron en la ciudad de Arequipa, al sur del Perú, antiguamente llamada Villa Hermosa, ciertamente por la belleza natural del oasis en el que se enclava, aunque lejos de la grandeza, la frivolidad y la riqueza de Lima. Lorenzo Pardo trabajaba en una imprenta y, aunque con su salario vivían dignamente, nana Elvira horneaba todos los días sus famosas rosquillas y sus galletas de coco y las vendía en la plaza para que su niña Rosa María contara con unos soles para darse algún gusto.
«En un principio temí que mi esposa, tan joven y llena de energía, se cansara de la vida reposada de Arequipa, de la falta de dinero y de mí y quisiera regresar junto a su padre», admitió tío Lorenzo, avergonzado por la falta de confianza en Rosa María, pues con el tiempo se dio cuenta de que sus temores no sólo eran infundados sino injustos. Rosa María lucía satisfecha y reposada, había recuperado la lozanía perdida durante el tiempo de reclusión y de la dieta a pan y agua, jamás se quejaba y disfrutaba su vida de ama de casa; había trabado amistad con algunas vecinas y con el cura de la parroquia, el padre Gregorio Bravo Murillo, un joven franciscano convencido de que amar al prójimo sin juzgarlo ni condenarlo era lo que había venido a enseñarnos Cristo mil ochocientos veinticuatro años atrás. Tiempo más tarde nació Lorenzo Dionisio, el vivo retrato del padre, aunque con la frescura, ínfulas y sagacidad de la madre, en opinión de nana Elvira. Lorenzo Dionisio llenó de algarabía la casa y le hacía pensar bastante seguido a Rosa María que ella jamás había imaginado que se pudiera ser tan dichoso.
Poco tiempo después del cuarto cumpleaños de Lorenzo Dionisio, don Dionisio Hidalgo y Costilla llamó a la puerta de la casa que se suponía de su hija. El viaje desde Lima había sido un fastidio, viejo y achacoso como estaba; con todo, durante los segundos previos a que se abriera la puerta le pareció que había rejuvenecido veinte años. Lo atendió nana Elvira, que se llevó la mano a la boca para no gritar. «¿Quién es?», preguntó Rosa María desde la cocina, y a don Dionisio le temblaron los labios y se le entibiaron, los ojos. Lorenzo Dionisio apareció entre las polleras de la nana y alternó su mirada curiosa entre el desconocido anciano tan bien vestido y el carruaje imponente aparcado en la calle. Luego se presentó Rosa María, que no sofrenó el grito de alegría y se lanzó sin recato a los brazos de su padre, que ya se los había extendido.
Don Dionisio insistió en que regresaran a Lima, que se instalaran en su casa y que Lorenzo se encargara de la hacienda y de los demás negocios. Esos años de soledad, sin su adorada Rosa María, habían bastado para enseñarle que, a cualquier costo, la quería a su lado. La familia Pardo y nana Elvira se mudaron a la capital y constituyeron el centro de atención de los salones aristocráticos por largo tiempo.
Rosa María había aceptado regresar a Lima no porque extrañara el boato y el brillo en el que se había criado sino porque encontraba a su padre envejecido y triste. La vida de los Pardo en la gran capital no difería de la de Arequipa y pronto resultó notorio para todo el mundo que sus costumbres eran circunspectas, juiciosas y respetables. Incluso se asombraban de la confianza que don Dionisio depositaba en su yerno, que en poco tiempo se había revelado como un hombre de negocios, hábil, trabajador y concienzudo. La hacienda y el comercio marítimo, largamente postergados por Hidalgo y Costilla durante sus años de pena, volvían a florecer a manos del una vez apodado “soldado muerto de hambre”. Don Dionisio, sin problemas de empleados, embarques, compras y ventas a cuestas, se dedicaba a malcriar a Lorenzo Dionisio y a Rosa María, que iba a darle otro nieto. Se reprochaba los años de insensato resentimiento y orgullo, de prejuicios y desaciertos; había roto su amistad con el padre Teodoro Sastre, que se había marchado de lo de Hidalgo y Costilla dando un portazo, acarreando con él la oscuridad, el resentimiento y las dudas. Don Dionisio se paseaba por los salones de la casa y el jardín, en otra época lúgubres, ahora brillantes, pletóricos de vida, y sonreía y suspiraba satisfecho; luego, desviaba la mirada hacia Lorenzo Dionisio, que correteaba detrás de las palomas, y hacia Rosa María, que tejía con su barriga apenas disimulada bajo el chal, y se decía que Dios había sido con él más generoso que con ningún otro mortal.
Por eso
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cuando en el verano de 1834 la viruela que asoló a Lima se llevó a Lorenzo Dionisio y a su hija embarazada de siete meses, don Dionisio se encerró en su estudio y se pegó un tiro. «Lo cierto es que el viejo Hidalgo y Costilla se sentía culpable», me aclaró tío Lorenzo «Ese día, antes de quitarse la vida, me dijo que si él no hubiese sacado a Rosa María y a Lorenzo Dionisio de Arequipa, estarían vivos». Lorenzo Pardo enterró a Rosa María y a Lorenzo Dionisio en un camposanto, a su suegro lo enterró en el jardín de la residencia Hidalgo y Costilla, pues, habiéndose quitado la vida, no había sido admitido en ningún cementerio cristiano. Días después, convocado por Lorenzo Pardo, llegó desde Arequipa el padre Gregorio Bravo Murillo que consagró la sepultura de don Dionisio y dijo el responso que ningún sacerdote limeño había querido decir. El padre Gregorio permaneció en la residencia Hidalgo y Costilla durante algún tiempo, quizá porque temía que Lorenzo Pardo optara por la misma salida que su suegro.
Los escrúpulos del padre Gregorio no eran vanos. Lorenzo Pardo había enterrado a sus tres seres queridos y se había quedado solo en una mansión que antes le había parecido hermosa y llena de luz y que ahora encerraba angustia y dolor. La idea de descerrajarse un tiro en la sien le cruzó infinitas veces por la cabeza, en ocasiones, muy tomado, se acercaba el cañón del arma e intentaba apretar el gatillo. Pero no hallaba el valor para hacerlo. Una noche, echado en el sofá de la sala, tras varias copas de coñac, se dijo en un inusual arranque de optimismo «No estoy solo, en Buenos Aires me esperan mi abuela, mi madre y mi hermana»
Lorenzo Pardo llegó a Buenos Aires a principios de 1836 luego de un viaje que duró poco mas de dos meses y en el cual debió sortear toda clase de peligros y riesgos. Nadie recordaría al soldado desertor Lorenzo Pardo, no obstante, por seguridad, se daba a conocer como Lorenzo Hidalgo y Costilla. Luego de registrarse en el mejor hotel que encontró frente a la Plaza de la Victoria, marchó a la zona norte de la ciudad. Por fortuna, no había llovido y los alrededores de la Plaza de Marte estaban secos y transitables. Llamó a la puerta de la casa que había abandonado tantos años atrás y lo atendió una mujer que aseguro no saber nada de una familia Pardo. Lorenzo recordó a doña Tiburcia, la vecina de enfrente. Doña Tiburcia había muerto, pero su hija Remedios, amiga de la infancia de Lara Pardo, lo puso al tanto del destino azaroso de su abuela, de su madre y de su hermana. Todas habían muerto. Lorenzo escuchó en silencio, demasiado devastado para comentar o seguir preguntando, demasiado cansado para llorar. «Lo peor de todo era la culpa», me aseguró tío Lorenzo. Él había abandonado a su suerte a las mujeres de su familia para perseguir un sueño de libertad e independencia que se había desvirtuado en luchas intestinas que desangraban al país. Cuando todo parecía perdido, Remedios añadió «Lara tuvo una hija. Si no ha muerto, se llama Blanca Montes.»
Para mi tío, ese nombre, Blanca Montes, significó la salvación por la que había regresado a Buenos Aires. «Debía encontrarte, hallar a tu padre, el doctor Leopoldo Montes, ofrecerles mi dinero, mi amistad, mi protección, mi cariño. Ustedes eran mi única esperanza, mi única familia», expresó con vehemencia, mientras me aferraba la mano. Durante días se dedicó a descubrir nuestro paradero, sus averiguaciones lo enfrentaron nuevamente con un revés: el doctor Montes había muerto, la suerte de su hija, aunque incierta, podía llegar a saberse entre los parientes del difunto, que se domiciliaban en la calle de la Santísima Trinidad, recientemente renombrada como de San Martín, en el barrio de la Merced. Allí lo atendió una mestiza y le informó que la señora de la casa sólo recibía los miércoles a partir de las dieciséis horas. Lorenzo Pardo dejó su tarjeta personal a nombre de Lorenzo Hidalgo y Costilla e indicó que regresaría el día y a la hora indicados.