—Debió de ser emocionante ver el rastro del meteoro por el cielo.
—Mire, es que tengo que seguir trabajando.
Ford la miró fijamente. Tanto nerviosismo no era normal.
—¿Seguro que no lo viste? ¿Ni siquiera el rastro? Persistió durante más de media hora en el cielo.
—Ya le he dicho que no vi nada.
Su mirada era tensa. ¿Para qué iba a mentir? Ford insistió, aunque siguiera sin saber adonde le llevaba aquello. Estaba claro que la joven no acostumbraba a decir mentiras. Su rostro delataba confusión y alarma.
—¿Dónde estabas cuando se cayó?
—Durmiendo.
—¿A las nueve cuarenta y cuatro de la noche, una chica de tu edad?
Se le encaró, aún cruzada de brazos.
—Le interesa mucho el meteorito, ¿no?
—En cierto sentido, sí.
Su mirada se tiñó de suspicacia.
—¿Lo está buscando?
—Pues la verdad es que sí.
Puso cara de pensarlo. Después sonrió.
—¿Lo quiere encontrar?
—Me interesaría mucho.
Se acercó y dijo en voz baja:
—Salgo dentro de media hora. Quedamos en el café librería de esta misma calle.
Apareció al cabo de media hora. Ya no llevaba su uniforme de camarera, sino vaqueros y camisa de cuadros.
Ford se levantó y le ofreció asiento.
—¿Café?
—Un
espresso
triple con doble de leche y cuatro terrones.
Ford pidió los cafés y los llevó a la mesa. Ella le miró directamente, con una atención desconcertante.
—Empiece usted. Dígame quién es y por qué busca el meteoro.
—Soy geólogo planetario…
Soltó un bufido de sarcasmo.
—Venga ya.
—¿Por qué no te crees que lo soy?
—Un geólogo planetario nunca confundiría las palabras «meteoro» y «meteorito». Un geólogo planetario de verdad habría usado el término científico, «meteoroide».
Ford se quedó mirándola, atónito ante la facilidad con que había sido descubierto, nada menos que por una camarera de pueblo. Intentó disimular rápidamente su perplejidad con una sonrisa.
—Eres muy lista.
Ella siguió mirándolo sin pestañear, con los brazos cruzados encima de la mesa.
Ford le tendió la mano.
—Empecemos por las presentaciones. Me llamo Wyman Ford.
—Abbey Straw.
Una mano tibia se introdujo en la suya, y la estrechó.
—Soy una especie de investigador privado. Me interesa el «meteoroide». Estoy intentando localizarlo.
—¿Por qué?
Ford se planteó decir otra mentira, pero al final se decidió por una media verdad.
—Trabajo para el gobierno.
—¿En serio? —La chica se inclinó.
—¿Qué interés tiene el gobierno?
—La caída presentaba ciertas… anomalías que le otorgaban interés. Me apresuro a puntualizar que no vengo en representación de nada ni de nadie. Se podría decir que soy autónomo.
Abbey puso cara de pensarlo, hasta que contestó despacio.
—Yo de ese meteoroide sé mucho. ¿Qué valor le da?
—¿Perdón? —Ford estaba perplejo. —¿Quieres que te pague por la información?
Abbey se ruborizó.
—Necesito dinero.
—¿Qué tipo de información tienes?
—Sé dónde cayó. He visto el cráter.
El hombre no dio crédito a sus oídos. ¿Estaría mintiendo?
—¿Te importaría decírmelo?
—Ya le digo que necesito dinero.
—¿Cuánto?
Un titubeo.
—Cien mil dólares.
Él se quedó mirándola, hasta que se le escapó la risa.
—¿Estás loca?
Ella se descompuso un poco.
—Solo lo pido porque…, pues… porque es lo que me costó encontrar el cráter.
—Por cien mil dólares podría encontrarlo yo cinco veces.
—Hágame caso, señor Ford: se podría pasar cien años buscando por toda la bahía sin encontrarlo, a menos que supiera exactamente dónde buscar. Es pequeño, y no se puede detectar desde el cielo.
Ford se apoyó en el respaldo y bebió un poco de café.
—Podrías explicarme cómo hiciste tú el descubrimiento, por ejemplo, y por qué te costó cien mil dólares.
La joven se tomó un buen sorbo de café.
—Vale. El 14 de abril acababa de comprarme un telescopio, y estaba haciendo una exposición larga de la constelación de Orión. De campo ancho. El meteoro lo cruzó, y el rastro quedó impreso. Bueno, digitalmente.
—¿Lo fotografiaste?
Ford no daba crédito a su buena suerte.
—Después tuve una idea. Consulté por internet los datos de la boya meteorológica GoMOOS, y no había olas. Deduje que no se había caído al agua, sino en una isla, así que a partir de la fotografía, por angulaciones, averigüé la trayectoria que debía de haber seguido al caer. Entonces le cogí prestado a mi padre su barco langostero y salí a buscarlo con una amiga.
—¿Por qué te interesan los meteoritos?
—Valen mucho dinero.
—Eres toda una empresaria.
—Hicimos correr el cuento de que buscábamos un tesoro pirata, como tapadera.
—Empiezo a ver la verdad —dijo Ford.
—Exacto. El drogadicto que nos perseguía estaba tan mal de la cabeza que se lo creyó, y al atacarnos hundió el barco langostero de mi padre. La compañía de seguros no quiso pagar.
—Lo lamento.
—Mi padre está pagando las cuotas de un barco que no existe. Puede que nos quedemos sin casa. Total, que el dinero lo necesito para eso, para comprarle un barco nuevo.
Se le empañaron los ojos de emoción. Ford fingió no darse cuenta.
—Y encontraste el cráter —dijo como si nada. —¿Qué aspecto tenía el meteorito?
—¿Yo le he dicho que encontré un meteorito?
Ford sintió que se le aceleraba el pulso. Su instinto le decía que la joven confesaba la verdad.
—¿No encontraste ningún meteorito dentro del cráter?
—Ahora llegamos a la información que le costará dinero.
La miró un buen rato antes de hablar.
—¿Te puedo preguntar qué hace una chica tan inteligente como tú trabajando de camarera en Damariscotta, Maine?
—Dejé a medias la universidad.
—¿Qué universidad?
—Princeton.
—¿Princeton? ¿Eso no queda por New Jersey?
—Muy gracioso.
—¿Qué especialidad hacías?
—En principio el preparatorio de medicina, pero hice muchas asignaturas de física y de astronomía. Demasiadas. Cateé química orgánica y me quedé sin beca.
Ford reflexionó.
—Da la casualidad de que el otro día me cayeron en las manos cien mil dólares que no me hacen mucha falta. Son tuyos, para que compres un barco nuevo. Pero con unas condiciones: ahora trabajas para mí. Guardarás el más absoluto silencio, y no le contarás nada a nadie, ni siquiera a tu amiga. Y lo primero que haremos con el nuevo barco será ir a ver el cráter. ¿Trato hecho?
La joven sorprendió a Ford por la luminosidad de su sonrisa. Le tendió la mano.
—Trato hecho.
Mark Corso tiró el correo sobre una mesa y se dejó caer en un sillón del piso de su amigo, un sótano del Upper West Side. Con la cabeza apoyada en el cojín, cerró los ojos. Se sentía amodorrado, con una resaca incipiente tras los globos oculares. Llevaba tres noches haciendo doble turno en Moto's, de una a una, y para no flaquear había tenido que tomarse «destornilladores» por debajo de la barra; pero ni siquiera trabajando tantas horas cobraba bastante para ponerse al día con su parte del alquiler. Necesitaba cuanto antes la indemnización de la NPF. Durante su escaso tiempo libre, aparte de buscar trabajo, había repasado obsesivamente las imágenes del disco duro, refinándolas y puliéndolas; y todo ello casi sin dormir. Para colmo, echaba tremendamente de menos a Marjory Leung, y fantaseaba día y noche con su cuerpo desnudo, largo y flexible. Habían hablado una docena de veces, pero estaba claro que la relación no tendría continuidad (aunque siguieran siendo buenos amigos).
Salió de la modorra, luchando contra el ansia de dormir, y echó un vistazo al correo: respuestas deprimentemente insuficientes a sus búsquedas y peticiones de trabajo. Haciendo un esfuerzo de voluntad, tomó el fajo de cartas, desgarró el primer sobre y leyó la primera línea. Arrugó la carta y tiró al suelo la bola de papel. Después abrió la segunda, la tercera, la cuarta…
El montón de papeles fue creciendo a sus pies.
La sexta y última carta lo dejó de piedra. Era del departamento de personal de CalTech, que administraba la NPF. Al principió pensó que podía ser el cheque de la indemnización, pero al abrir el sobre solo encontró una carta. La leyó con incredulidad, y su mirada se detuvo en el primer párrafo:
Después de someter a revisión su historia laboral, y la notificación de despido procedente por parte de quien fue su superior en la NPF, hemos llegado a la conclusión de que no cumple usted los requisitos expuestos en su contrato laboral para ser indemnizado o compensado por vacaciones pendientes. Le remitimos a la normativa expuesta en los epígrafes 4.5.1 a 4.5.6 del
Manual de empleados…
Después de leerlo dos veces, tiró la carta sobre la mesa. No era posible. Le debían dos semanas de indemnización, y otras dos de vacaciones; en total, más de ocho mil dólares. Después de seis años de posgrado, y de ocho mil dólares en préstamos de estudios, vivía en un sótano, en el piso de un amigo, con menos de quinientos dólares en su cuenta bancaria, sin trabajo ni perspectivas de tenerlo y con un ladrillo de tarjetas de crédito tan grueso que no le cabía en la cartera, todas ellas exprimidas hasta el límite. En esos momentos ni siquiera podía pagar el alquiler atrasado.
Montó lenta pero inexorablemente en cólera. Ya se las pagarían los desgraciados de la NPF. Le debían ocho mil dólares, y él estaba decidido a cobrarlos, fuera como fuese. Tenía que haber una manera de tomarse la revancha.
Se abrió la puerta. Era su compañero de piso.
—Oye, Mark, lamento ser tan pesado con lo del alquiler atrasado, pero es que necesito el dinero. Ahora mismo, como quien dice.
Mark Corso llegó con sus maletas al umbral de la casa de su madre, un edificio antiguo de Greenpoint, y llamó al timbre. La resaca estaba en su apogeo; le dolían los ojos, y tenía la boca pastosa. Le había faltado valor para avisar por teléfono de su llegada.
Oyó pasos cansados por detrás de la puerta; después el ruido de varias cerraduras, seguido por la voz trémula y dubitativa de su madre.
—¿Quién es?
—Yo, Mark.
El giro de una cerradura más, la última, y apareció su madre, baja, rechoncha y con el pelo de un gris acerado. Se le iluminó la cara.
—¡Mark!
Sus brazos lo sometieron a un abrazo sofocante, repetido dos veces. Olía a pasta recién hecha, y tenía manchas de harina en los brazos.
—¿Qué traes, maletas? ¿Vas a instalarte otra vez en casa? ¡Pasa, no te quedes ahí, con el frío que hace! ¿Vienes para quedarte, o solo de visita? ¡Qué cansado se te ve!
Otro abrazo, esta vez con un asomo de lágrimas.
Se llevó a la sala de estar a su hijo, que no ofrecía resistencia, y lo hizo sentarse en el sofá.
—Te voy a hacer tu bocadillo favorito, el de crema de cacahuetes y malvavisco. Tú quédate sentado aquí, y relájate. ¡Qué delgado estás!
—Estoy bien, mamá.
Corso se quitó los zapatos de un puntapié, se estiró en el sofá con las manos detrás de la cabeza y se quedó mirando las volutas de estuco del techo de la casa en que pasó su infancia, pensando en el dinero que le debía la NPF. No podían negarle así como así dos semanas de indemnización, sin el debido procedimiento. ¿Y las vacaciones? Se lo había ganado. No estaba bien. Se preguntó si Derkweiler no estaría entorpeciendo activamente sus intentos de encontrar otro trabajo. No le habían llamado ni una sola vez. Increíble: estar a las puertas de un descubrimiento científico de los que hacen historia pero sin poder hacer nada, y con la gente del gobierno tratándote como al último mono…
Tenía un as en la manga: el disco duro. Se preguntó cuándo lo echarían en falta. Empezó a alumbrar una idea. Recordó que años atrás habían extraviado un disco duro en los laboratorios nacionales de Los Álamos. La noticia había salido en portada del
New York Times, y
había culminado en el despido del director y de varios científicos. Tal vez fuera necesario que apareciese el disco de la NPF en alguna delegación del FBI. El mero hecho de que se encontrase fuera del recinto ya sería un escándalo. ¿Y a quién echarían la culpa? Al director de la misión.
Se incorporó. ¡Ya lo tenía! Si llegaba a saberse que alguien de su unidad se había ido con un disco duro secreto, la carrera de Chaudry se iría al traste. También Derkweiler estaría acabado. Los tenía agarrados a los dos por el cogote. Sin embargo, no tenía sentido cargárselos por simple venganza. No… La amenaza de acudir al FBI solo sería la palanca, el palo, por decirlo de alguna manera; la zanahoria sería la existencia de un descubrimiento que les haría famosos a los dos, no solo al propio Corso, si tenían la sensatez de devolverle su trabajo.
Eso sí que era un buen plan: una llamada rápida por teléfono, sin nada escrito. Pediría exclusivamente lo que se merecía, algo que Chaudry podía hacer por él mediante una simple firma: contratarle de nuevo. El descubrimiento haría que todo quedase perdonado. Se empezó a entusiasmar. Si Chaudry rechazaba su propuesta, y denunciaba el robo del disco, sería el final de su carrera. Ya no trabajaría nunca más con material de alto secreto. Chaudry era un hombre listo, que no perdía la cabeza, y sobre todo ambicioso. Sabría darse cuenta de la situación.
Miró su reloj: las diez de la mañana en Nueva York, las siete de la mañana en California; Chaudry aún estaría en casa. Perfecto.
Buscar su número por internet fue cosa de treinta segundos. Corso lo marcó pausadamente, con el corazón a cien por hora, a la vez que ensayaba su mensaje: «Tengo un disco duro secreto de la NPF que contiene todas las imágenes de alta resolución del planeta. Me lo mandó Freeman antes de ser asesinado. Y en el disco hay una imagen de un objeto extraterrestre. Una máquina. Les aseguro que no la encontrarán. Pero yo sí que la he encontrado.
»E1 trato es el siguiente: vuelven a contratarme y les devuelvo el disco duro sin que nadie se entere del fallo de seguridad. Nos llevaremos juntos el mérito del mayor descubrimiento científico de la historia. Si se niega, enviaré el disco por correo al FBI, de forma anónima, y usted no volverá a trabajar. Se acabó. Nada de nada. ¿Se acuerda de lo de Los Álamos?