Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (32 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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Una oscuridad total consumió la visión y Jude dejó escapar el aliento que había estado conteniendo.

—No ha terminado —dijo Oscar con la voz cerca de su oído.

La oscuridad empezó a hacerse jirones en varios lugares y a través de las hendiduras, Jude vio una única figura echada sobre un suelo gris. Era ella, una representación tosca pero reconocible.

—Te lo advertí —dijo Oscar.

La oscuridad entre la que había aparecido esta imagen no se evaporó por completo, sino que persistió como una niebla y de ella surgió una segunda figura que se hundió al lado de la figura femenina. Jude supo antes de que se desarrollara la acción que Oscar había cometido un error al pensar que esto era una profecía de dolor. La sombra que había entre sus piernas no era ningún asesino. Era Cortés y esta escena estaba aquí, en la crónica del cuenco, porque el Reconciliador se elevaba como una señal de esperanza que contrarrestaba la desesperación que habían visto antes. Oyó gemir a Oscar cuando el amante de sombras estiró el brazo hacia ella, puso una mano entre sus piernas y luego se llevó el pie femenino a la boca para empezar a devorarla.

—Te está matando —dijo Oscar.

Visto desde lejos era una interpretación racional. Pero aquello no era la muerte, por supuesto, sino el amor. Y no era una profecía, era historia: el mismo acto que habían realizado la noche antes. Oscar lo estaba viendo como un niño que ve a sus padres hacer el amor y cree que se está cometiendo un acto de violencia en la cama marital. Pero ella se alegraba de su error, en cierto modo, ya que así le ahorraba el problema de explicarle esta cópula.

El Reconciliador y ella quedaron pronto entrelazados, los velos de la oscuridad asistían a su acto y profundizaban sus sombras confundidas de tal modo que los amantes se convirtieron en un único nudo que iba encogiéndose hasta que al final desaparecía del todo, dejando que las piedras siguieran tamborileando como una abstracción.

Era una conclusión extraña e íntima a la secuencia. Desde el templo, la torre y la casa hasta la tormenta la progresión había sido sombría, pero de la tormenta a esta visión de amor la secuencia era desde luego mucho más optimista: señal quizá de que la unión podría poner fin a la oscuridad que se había producido antes.

—Es todo lo que hay —dijo Oscar—. Sólo empieza otra vez desde aquí. Una y otra vez, como un círculo.

La mujer le dio la espalda al cuenco cuando el estrépito de las piedras, que se había callado al esbozar la escena de amor, volvió a elevarse.

—¿Ves el peligro que corres? —le dijo él.

—Creo que no soy más que una idea adicional —dijo Jude con la esperanza de alejarlo de un análisis de lo que se había representado.

—No, para mí no —respondió él al tiempo que la rodeaba con los brazos. A pesar de todas sus heridas, no era un hombre al que pudiera resistirse con facilidad—. Quiero protegerte —dijo—. Esa es mi obligación. Ahora me doy cuenta. Sé que te han tratado mal pero puedo compensarte por eso. Puedo tenerte aquí, sana y salva.

—¿Así que crees que podemos enterrarnos aquí y el Armagedón se limitará a pasar de largo?

—¿Tienes una idea mejor?

—Sí. Nos resistimos, a toda costa.

—No se pueden obtener victorias contra cosas como esa.

Jude oía tronar a las piedras tras ella y sabía que estaban dibujando de nuevo la tormenta.

—Al menos aquí tenemos alguna forma de defensa —continuó él—. Tengo guardianes espirituales en cada puerta y en cada ventana. ¿Has visto los de la cocina? Son los más diminutos.

—Todos varones, ¿verdad?

—¿Qué tiene eso que ver?

—No te van a proteger, Oscar.

—Son todo lo que tenemos.

—Quizá sean todo lo que tú tienes…

Jude se desprendió de sus brazos y se dirigió a la puerta. Oscar la siguió hasta el rellano, quería saber a qué se refería con eso y al fin, irritada por su cobardía, la joven se volvió hacia él.

—Has tenido un poder debajo de tus propias narices durante años.

—¿Qué poder? ¿Dónde?

—Sellado bajo la torre de Roxborough.

—¿De qué demonios estás hablando?

—¿No sabes quién es esa mujer?

—No —dijo él, ahora furioso—. Esto es una tontería.

—La he visto, Oscar.

—¿Cómo? Nadie salvo la Tabula Rasa entra en la torre.

—Podría enseñártela. Llevarte al lugar preciso.

Jude bajó el tono y estudió los rasgos angustiados y rubicundos de Oscar mientras hablaba.

—Creo que podría ser una especie de Diosa. He intentado sacarla dos veces pero he fracasado. Necesito ayuda. Necesito tu ayuda.

—Es imposible —dijo él—. La torre es una fortaleza, ahora más que nunca. Escúchame, esta casa es el único lugar seguro que queda en la ciudad. Sería un suicidio para mí salir de aquí.

—Entonces no hay más que hablar —dijo ella, no pensaba discutir más con alguien tan timorato. Empezó a bajar las escaleras sin hacer caso de sus llamadas, quería que esperara.

—No puedes dejarme —le dijo él como si aquello lo dejara perplejo—. Te quiero, ¿me oyes? te quiero.

—Hay cosas más importantes que el amor —respondió ella y mientras hablaba pensaba que era fácil decir eso con Cortés esperándola en casa. Pero también era cierto. Había visto esta ciudad derrumbada y sumida en el polvo Evitar eso era sin duda más importante que el amor, sobre todo la endeble variedad de Oscar.

—No te olvides de cerrar con llave cuando salga —le dijo al llegar al pie de las escaleras—. Nunca se sabe lo que va a venir a llamar a tu puerta.

2

De camino a casa se detuvo a hacer la compra, cosa que jamás había sido su tarea favorita pero que hoy se elevaba a la esfera de lo surrealista por el mal presentimiento que traía consigo. Aquí estaba ella, dedicándose a comprar artículos de primera necesidad mientras la imagen de una nube asesina daba vueltas en su cabeza. Pero la vida tenía que continuar, aun cuando el olvido esperara entre bastidores. Necesitaba leche, pan y papel higiénico; necesitaba desodorante y bolsas de la basura para cubrir el cubo de la cocina. Sólo en la ficción se hacía caso omiso de la ronda diaria de la vida para que los grandes acontecimientos pudieran ocupar el centro del escenario. Su cuerpo tendría hambre, se cansaría, sudaría y digeriría hasta que descendiera el sudario sobre ella. Había un consuelo especial en esa idea y aunque la oscuridad que se congregaba en el umbral de su mundo debería haberla distraído de las trivialidades, su presencia producía en realidad el efecto contrario. Fue más quisquillosa de lo habitual con el queso que compró y olió media docena de desodorantes antes de encontrar un aroma que la agradase.

Una vez hecha la compra, se dirigió a casa por calles atestadas con los asuntos de un día soleado mientras reflexionaba sobre el problema de Celestine por el camino. Estaba claro que Oscar no estaba dispuesto a ayudarla, así que tendría que buscar apoyo en otra parte y con su círculo de almas de confianza tan menguado, sólo le quedaba Clem y Cortés. El Reconciliador tenía su propio programa, claro está, pero después de las promesas de la noche anterior (el compromiso de estar con el otro y compartir temores y visiones), seguro que entendería la necesidad de ella de liberar a Celestine, aunque sólo fuera para poner fin al misterio. Decidió que le contaría todo lo que sabía sobre la prisionera de Roxborough en cuanto pudiera.

No estaba en casa cuando ella llegó, lo que no era tan sorprendente. Le había advertido que iba a tener un horario extraño mientras ponía las bases de la Reconciliación. Preparó algo de comer, luego decidió que no tenía apetito y se puso a despertarlo arreglando la habitación, que seguía sumida en el caos tras los acontecimientos nocturnos. Al ordenar las sábanas, descubrió un diminuto ocupante: la piedra azul (o, como ella prefería pensar, el huevo), que había estado en uno de los bolsillos de su destrozada ropa. Al verla se distrajo de su tarea y se sentó en el borde del colchón y empezó a pasarse el huevo de una mano a otra mientras se preguntaba si quizá podría llevarla, aunque fuera por un momento, a la celda donde estaba encerrada Celestine. Por supuesto había quedado muy reducida por culpa de los insectos de Dowd pero también cuando la descubrió en la caja fuerte de Estabrook no había sido más que un fragmento de una forma mayor y poseía cierta jurisdicción. ¿Seguiría teniéndola?

—Muéstrame a la Diosa —dijo aferrándose al huevo con fuerza—. Muéstrame a la Diosa.

Dicho así, con tanta sencillez, la noción de que su mente se alejara del mundo físico y volara parecía absurda. El mundo no funcionaba así salvo quizá alguna medianoche encantada. Ahora estaba en plena tarde y el ruido del día se colaba por la ventana abierta, pero no le apetecía ir a cerrarla. No podía alejar el mundo cada vez que quería alterar su conciencia. La calle y la gente que paseaba por ella (el polvo, el estrépito y el cielo estival), todo tenía que convertirse en parte del mecanismo de la trascendencia, o bien ella fracasaría como lo había hecho su hermana, atada y ciega mucho antes de que le sacaran los ojos.

Como acostumbraba a hacer, empezó a hablar consigo misma para intentar conseguir el milagro.

—Ya ha ocurrido antes —dijo—. Puede ocurrir otra vez. Ten paciencia, mujer.

Pero cuanto más tiempo permanecía sentada, más fuerte se hacía la sensación de su propia ridiculez. La imagen de su idiota devoción apareció en su cabeza. Allí estaba ella, sentada en la cama con los ojos clavados en un trozo de piedra muerta: estudio de la necedad.

—Idiota —se dijo.

De repente cansada, de todo aquel fiasco, se levantó de la cama. Pero al ponerse en pie se dio cuenta de su error. Su imaginación le mostró el movimiento como si fuera algo ajeno a ella, como si estuviese flotando cerca de la ventana. Sintió una repentina punzada de pánico y por segunda vez en el espacio de treinta segundos se llamó tonta, no por perder el tiempo con el huevo sino poíno darse cuenta que la imagen que había tomado como prueba de su fracaso, la de ella sentada esperando a que ocurriera algo, evidenciaba en realidad que algo había pasado. La vista la había abandonado con tanta sutileza que ella ni siquiera sabía que se había ido.

—La celda —le ordenó a su sutil ojo interior—. Muéstrame la celda de la Diosa.

Aunque estaba cerca de la ventana y podría haber volado desde allí, en lugar de eso, el ojo se elevó a una velocidad espeluznante hasta que miró hacia abajo y se vio desde el techo. Vio que su cuerpo se mecía bajo ella cuando el vuelo la mareó. Entonces su vista descendió. La parte superior de su cabeza surgió como un planeta bajo ella, luego se hundió en el cráneo y fue bajando sin detenerse hacia la oscuridad del cuerpo. Sintió su propio pánico por todas partes: el esfuerzo desesperado del corazón, los pulmones, que respiraban de forma superficial. No percibió la luminosidad que había encontrado en el cuerpo de Celestine, ni un indicio de aquel brillante color azul que la Diosa había compartido con la piedra. Sólo la oscuridad y su torbellino. Quería hacerle entender al huevo su error y sacar a su ojo interior de este pozo pero si sus labios estaban formando tales ruegos, cosa que dudaba, nada les hacía caso y continuó su caída, sin parar, como si su vista se hubiera convertido en una mota en un pozo y tuviera que caer durante horas sin llegar a sus entrañas.

Y entonces, bajo ella, un diminuto punto de luz que iba creciendo a medida que ella se acercaba para mostrarse no como un punto sino como una franja de rizada luminiscencia, como el glifo más puro imaginable. ¿Qué estaba haciendo eso en su interior? ¿Era alguna reliquia del oficio que la había creado, un fragmento del lance de Sartori, como la firma de Cortés oculta en las pinceladas de sus lienzos falsificados? Ahora estaba encima, o más bien, dentro, su brillo era un resplandor que la obligaba a guiñar el ojo interior.

Y de ese resplandor salían imágenes. ¡Y qué imágenes! Desconocía tanto su origen como su propósito pero eran lo bastante exquisitas como para hacerle perdonar el error de dirección que la había traído aquí en lugar de llevarla con Celestine. Parecía estar en una ciudad paradisiaca, medio cubierta de una flora gloriosa cuya profusión alimentaban unas aguas que se elevaban como arcos y columnatas por todas partes. Multitud de estrellas volaban sobre su cabeza y realizaban círculos perfectos en su cénit; unas brumas le rodeaban los tobillos y depositaban sus velos bajo sus pies para facilitarle el paso. Pasó por esta ciudad como una hija sagrada y fue a descansar en una gran habitación, muy espaciosa, donde el agua caía en cascadas en lugar de las puertas y la menor de las punzadas del sol producía un arco-iris. Allí se sentó y con estos ojos prestados vio su propio rostro y sus pechos, tan inmensos que podrían haberse esculpido en un templo, elevados sobre ella. ¿Le rezumaba leche de los pezones y estaba cantando una nana? Eso pensaba pero su atención abandonó demasiado pronto los pechos y el rostro para estar segura y su mirada se volvió hacia el otro extremo de la cámara. Había entrado alguien: un hombre, tan herido y desmejorado que al principio no lo reconoció. Fue sólo cuando ya casi estaba sobre ella cuando se dio cuenta de en qué compañía se encontraba. Era Cortés, sin afeitar y mal alimentado pero saludándola con lágrimas de alegría en los ojos. Si se intercambiaron palabras, ella no las oyó pero él cayó de rodillas delante de ella y la mirada de ella fue del rostro levantado del hombre a la efigie monumental que tenía ella detrás y que no era, después de todo, un objeto hecho de piedra pintada sino que era una visión hecha de carne viva que se movía, sollozaba e incluso bajaba los ojos para mirar a la devota que ella era.

Todo esto era bastante extraño pero habrían de suceder cosas más extrañas aún, cuando volvió a mirar a Cortés y lo vio sacar de una mano demasiado diminuta para ser la de ella la misma piedra que le había dado este sueño. Su amigo la cogió con gratitud, sus lágrimas por fin amainaban. Luego se levantó y cuando él volvió hacia la puerta líquida, el día que esperaba detrás se incendió y su luz arrastró toda la escena.

Jude sintió que el enigma, significara lo que significara, ya estaba desfalleciendo pero no tenía poder para sujetarlo. Apareció ante ella el glifo que guardaba en el centro de su ser y se elevó de su interior como un buceador en busca de algún tesoro al que las profundidades no querían renunciar, subió por la oscuridad y salió al lugar que había abandonado.

Nada había cambiado en la habitación pero en el mundo exterior se produjo un chubasco repentino cuyo torrente fue suficiente para dejar caer una sábana de agua entre la ventana abierta y el alféizar. Jude se levantó con la piedra aferrada, pero el viaje la había dejado un poco mareada y sabía que si intentaba ir a la cocina y meter un poco de comida en su vientre, sus piernas se doblarían debajo de ella, así que se recostó y dejó que la almohada recibiera su cabeza durante un rato.

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