Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (30 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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—Sabes que lo haré —le dijo ella.

—Quiero que compartas mis visiones, Judith. Quiero que veas lo que brilla en mí y que no tengas miedo de ello.

—No tengo miedo.

—Me alegro de oír eso —dijo él—. Me alegro tanto. —Se inclinó hacia ella y le puso la boca cerca del oído—. Nosotros hacemos las reglas a partir de ahora —le susurró—. Y el mundo nos sigue. ¿Sí? No hay más ley que nosotros. Lo que queremos. Lo que sentimos. Dejaremos que nos consuma y el fuego se extenderá. Ya lo verás.

Besó la oreja en la que había derramado estas seductoras palabras, luego la mejilla y por fin la besó en la boca. Ella empezó a devolverle el beso, con ardor, le rodeó la cabeza con las manos como había hecho él y masajeó la carne de la que surgía su cabello, sintió el movimiento contra el cuero cabelludo de él. Él tenía las manos en el cuello de su blusa pero no se molestó en desabrocharla sino que la desgarró, pero no atrapado por el delirio, sino de una forma rítmica, rasgadura tras rasgadura, como un ritual de descubrimiento. En cuanto encontró los senos desnudos posó la boca sobre ellos. Judith tenía la piel caliente pero la lengua de Cortés estaba más caliente todavía y dibujaba sobre ella espirales de saliva, luego cerró la boca alrededor de sus pezones hasta que estuvieron más duros que la lengua que los provocaba. Las manos masculinas estaban reduciendo la falda a harapos con la misma eficacia con la que había rasgado la blusa. Ella se dejó caer en la cama con los restos de la blusa y de la camisa bajo ella. El hombre bajó los ojos y la miró, posó la palma de la mano en su entrepierna, que seguía protegida de su caricia por la fina tela de la ropa interior.

—¿Cuántos hombres han tenido esto? —le preguntó, la interrogaba sin inflexión. Su cabeza se destacaba contra las pálidas nubes de la ventana y su compañera no podía leer su expresión—. ¿Cuántos? —dijo mientras dibujaba un círculo con la parte inferior de la mano. De cualquier otra fuente salvo esta la pregunta la habría ofendido o incluso encolerizado. Pero le gustaba esa curiosidad en él.

—Unos cuantos.

El hombre recorrió con los dedos el espacio que había entre sus piernas y metió los dedos corazón bajo la tela para tocarle el otro orificio.

—¿Y este? —dijo mientras empujaba allí.

A Jude le incomodaba más aquella investigación, tanto verbal como digital, pero él insistió.

—Dímelo —dijo—. ¿Quién ha estado aquí?

—Sólo uno —dijo ella.

—¿Godolphin? —respondió él.

—Sí.

Él quitó el dedo y se levantó de la cama.

—Cosa de familia —comentó.

—¿Dónde vas?

—Sólo a cerrar las cortinas —le contestó—. La oscuridad es mejor para lo que vamos a hacer. —Corrió las cortinas sin cerrar la ventana—. ¿Llevas alguna joya? —le preguntó.

—Sólo los pendientes.

—Quítatelos —dijo él.

—¿No podemos dejar un poco de luz?

—Así ya hay demasiada —respondió él aunque la mujer apenas podía verlo. La contemplaba mientras se desvestía, eso lo sabía. La vio quitarse los pendientes de los lóbulos de las orejas y luego quitarse la ropa interior. Para cuando ella se desnudó por completo, él también lo estaba.

—No quiero sólo una pequeña parte de ti —le dijo él al acercarse a los pies de la cama—. Te quiero entera, hasta el último trozo. Y quiero que me desees entero.

—Y te deseo —dijo ella.

—Espero que hables en serio.

—¿Cómo puedo demostrarlo?

La forma gris del hombre pareció oscurecerse mientras ella hablaba, como si retrocediera entre las sombras de la habitación. Había dicho que sería invisible y ahora lo era. Aunque Jude sintió que le rozaba el tobillo con la mano y miró hacia los pies de la cama para encontrarlo, él estaba más allá del alcance de sus ojos. No obstante, el placer fluía de sus caricias.

—Quiero esto —dijo mientras le acariciaba el pie—. Y esto. —Ahora la espinilla y el muslo—. Y esto —el sexo—, tanto como el resto pero no más. Y esto, y estos. —Vientre, senos. Había caricias sobre todos ellos así que ahora tenía que estar muy cerca de ella pero seguía siendo invisible—. Y esta dulce garganta, y esta maravillosa cabeza. —Ahora las manos volvían a alejarse, le bajaban por los brazos—. Y estas —dijo—, hasta las puntas de los dedos.

La caricia había vuelto al pie pero allí donde habían estado las manos de él (es decir, por todo su cuerpo) su piel temblaba de anticipación al presentir el regreso del roce, la mujer levantó la cabeza de la almohada una segunda vez con la esperanza de vislumbrar a su amante.

—Échate —le dijo él.

—Quiero verte.

—Estoy aquí —le dijo, sus ojos robaron un fulgor de alguna parte cuando habló; dos puntos brillantes en un espacio que, si ella no hubiera sabido que estaba limitado, podría haber carecido de fronteras. Después de sus palabras, sólo sintió su aliento. Jude no pudo evitar dejar que el ritmo de sus inhalaciones y exhalaciones siguieran el de él, una intensidad arrulladora que se fue ralentizando poco a poco.

Después de un momento, el hombre se llevó el pie de ella a la boca y le lamió la planta desde el talón a los dedos con un sólo movimiento. Luego de nuevo su aliento, que enfrió el fluido en el que la había bañado y la ralentizó aún más al ir y venir, hasta que el organismo de la mujer pareció titubear al borde del fin con el final de cada aliento, y sólo para que le devolvieran la vida al inhalar. Jude se dio cuenta de que aquella era la esencia de cada momento: el cuerpo (nunca seguro de si el próximo bocado de aire que entraba en sus pulmones sería el último) rondaba durante un segundo entre el cese y la continuación. Y en ese espacio fuera del tiempo, entre una bocanada de aire expulsada y otra inhalada, lo milagroso era fácil, porque ni la carne ni la razón habían depositado aquí sus edictos. Sintió la boca masculina bien abierta, lo suficiente para abarcarle los dedos de los pies y luego, por imposible que pareciera, se deslizó el pie de ella en la garganta.

Me va a tragar, pensó, y aquella noción conjuró una vez más el libro que había encontrado en el estudio de Estabrook, con su secuencia de amantes encerrados en un círculo de consumo: un devorarse tan prodigioso que había terminado con el eclipse mutuo. La perspectiva no le produjo ningún malestar. Esto no era asunto del mundo visible, donde el miedo engordaba porque había tanto que ganar y que perder. Este era un lugar para amantes, donde lo único que se hacía era ganar. Sintió que el hombre se acercaba la otra pierna a la cabeza y la sumía en el mismo calor; luego sintió que le sujetaba las caderas y que las utilizaba como asidero para empalarse sobre ella, milímetro a milímetro. Quizá él se había hecho inmenso: su buche era monstruoso y su garganta un túnel, o quizá ella era tan dócil como la seda y él la estaba atrayendo hacia su interior como un mago que ensarta flores falsas hasta convertirlas en una varita mágica. Levantó los brazos hacia él en la oscuridad para sentir el milagro, pero sus dedos no podían interpretar lo que se estremecía debajo. ¿Esa piel era de ella o de él? ¿Tobillo o mejilla? No había forma de saberlo. Ni, en realidad, necesidad de saberlo. Todo lo que ella quería ahora era hacer lo que habían hecho los amantes del libro e igualar ella también su forma de devorarla.

Estiró las manos para alcanzar el borde de la cama, giró medio cuerpo y con ese movimiento colocó al hombre a su lado. Ahora, aunque la oscuridad le embrujaba los ojos, la joven vio el perfil del cuerpo masculino, plegado en las sombras del suyo. Nada había cambiado en su anatomía. Aunque la estaba consumiendo, el cuerpo masculino no estaba deformado en absoluto. Yacía a su lado como un durmiente. Estiró la mano para tocarlo una segunda vez, no esperaba encontrarle sentido al cuerpo de él pero esta vez se lo encontró. Esto era el muslo, esto la espinilla, esto el tobillo y el pie. A medida que pasaba la palma de la mano por la carne masculina, una delicada ola de cambio pareció venir con ella y la esencia del hombre pareció suavizarse bajo su caricia. El aroma de su sudor era apetitoso. Aceleró los jugos de la garganta y el vientre de Jude. Llevó la cabeza hacia los pies de él y posó los labios sobre su esencia. Y ya se estaba alimentando; extendía su hambre alrededor de él como una boca y cerraba su mente sobre la reluciente piel masculina. El hombre se estremeció cuando ella lo tomó y ella sintió el estremecimiento de placer de él como si fuera propio. Él ya la había consumido hasta las caderas pero ella no tardó en igualar su apetito y tras introducirse las piernas de él, tragó tanto el miembro como el vientre contra el que yacía duro. A Jude le encantó este exceso y su disparate, sus cuerpos desafiaban la física y lo físico, o bien daban nuevas pruebas de ambos cuando la configuración se cerró sobre sí misma. ¿Había algo que fuera tan fácil y sin embargo tan imposible, además del amor? ¿Y qué es esto, si no esa paradoja colocada sobre una sábana? Él había empezado a tragar más despacio para dejar que ella lo alcanzara y ahora, en tándem, cerraron el lazo del consumo hasta que sus cuerpos no fueron más que productos de su imaginación y se encontraron boca contra boca.

Algo en el exterior (un grito en la calle, un agrio acorde de saxofón) la devolvió al mundo plausible y vio la raíz de la que había florecido aquella invención. Era una conjunción muy vulgar: había cruzado las piernas alrededor de las caderas de él y tenía su erección en su interior. No le podía ver la cara pero sabía que su compañero no estaba en este efímero lugar con ella. Él seguía soñando que se devoraban. Jude tuvo un ataque de pánico, quería recuperar la visión pero no sabía cómo. Se apretó más contra el cuerpo de él y, al hacerlo, inspiró el movimiento en las caderas masculinas. Empezó a moverse en su interior y a respirar, oh, con tanta lentitud, contra su rostro. La joven se olvidó de su pánico y dejó que su ritmo se ralentizara una vez más para igualar el de él. El mundo sólido se disolvió cuando lo hizo y volvió al lugar del que la habían llamado para encontrarse con que el lazo se estaba apretando por momentos, la mente de él envolvía la cabeza de ella del mismo modo que ella envolvía la suya, como las capas de una cebolla imposible, cada una más pequeña que la capa que ocultaba: un enigma que sólo podía existir allí donde la materia se derrumbaba sobre la mente que rogaba su existencia.

Pero esta dicha no podía sostenerse de forma indefinida. En poco tiempo empezó una vez más a perder su pureza, manchada por otros sonidos del mundo exterior y esta vez ella sintió que él también estaba renunciando al delirio. Quizá, al aprender a ser amantes otra vez, encontraran una forma de mantener ese estado por más tiempo: pasarse noches y días, quizá, perdidos en ese valioso espacio entre el aliento que se escapa y otro que se inhala. Pero por ahora, ella tendría que conformarse con el éxtasis que habían disfrutado. A regañadientes, la joven dejó que la noche del trópico en la que se habían devorado se consumiera y convirtiera en una oscuridad más sencilla y, sin saber muy bien dónde empezaba y terminaba la conciencia, se quedó dormida.

Cuando despertó, estaba sola en la cama. Aparte de esa decepción, se sentía al mismo tiempo ligera y llena de vida. Lo que habían compartido era una mercancía más comercial que una cura para el resfriado común: un subidón sin resaca. Se sentó y buscó con la mano una sábana con la que envolverse pero antes de que pudiera levantarse, oyó la voz de él en la oscuridad que precede al alba. Estaba de pie, al lado de la ventana, con un pliegue de la cortina cogido entre el dedo corazón y el índice y un ojo en la hendidura que había abierto.

—Es hora de que me ponga a trabajar —dijo en voz baja.

—Todavía es temprano —le dijo ella.

—El sol ya casi ha salido —respondió él—. No puedo perder el tiempo.

Dejó caer la cortina y cruzó la habitación hasta la cama. Jude se sentó y le rodeó el torso con los brazos. Quería pasar tiempo con él, disfrutar de la calma que sentía, pero el instinto masculino era más sano. Los dos tenían trabajo que hacer.

—Preferiría quedarme aquí en lugar de volver al estudio —le dijo él—. ¿Te importaría?

—En absoluto —respondió ella—. De hecho, me gustaría que te quedaras.

—Voy a ir y venir a horas extrañas.

—Siempre que vuelvas a encontrar el camino a la cama de vez en cuando —dijo ella.

—Estaré contigo —le dijo mientras le iba pasando la mano por el cuerpo desde el cuello hasta frotarle el vientre—. De ahora en adelante, estaré contigo noche y día.

Capítulo 10
1

A
unque el recuerdo que tenía Jude de la noche antes era muy vivo, no recordaba que ella o Cortés hubieran descolgado el teléfono y no fue hasta las nueve y media de la mañana siguiente, cuando decidió llamar a Clem, cuando se dio cuenta de que uno de los dos lo había hecho. Devolvió el auricular a su sitio y sólo para que el teléfono sonara segundos después. Al otro lado de la línea había una voz que ya casi había renunciado a oír: Oscar. Al principio pensó que estaba sin aliento pero después de unas cuantas frases vacilantes se dio cuenta de que los jadeos del hombre eran sollozos a duras penas suprimidos.

—¿Dónde has estado, cariño mío? No he dejado de llamar desde que recibí tu nota. Creí que estabas muerta.

—El teléfono estaba descolgado, eso es todo. ¿Dónde estás?

—En la casa. ¿Querrás venir? Por favor. ¡Te necesito aquí! —Hablaba con la voz cada vez más aterrada, como si ella estuviera puntuando sus ruegos con negativas—. No tenemos mucho tiempo.

—Por supuesto que voy —le dijo Jude.

—Ahora —insistió él—. Tienes que venir ahora.

Le dijo que estaría ante su puerta antes de una hora y el hombre le contestó que la estaría esperando. Retrasó la llamada a Clem y se puso un poco de maquillaje, luego salió. Aunque todavía no era ni media mañana, el sol ya calentaba con fuerza y mientras conducía recordó el monólogo al que los habían sometido a ella y a Cortés durante el viaje de vuelta de la finca. Monzones y olas de calor durante todo el verano, había predicho el agorero, ¡y cómo había disfrutado de sus profecías! Ella había pensado en aquel momento que tanto entusiasmo era absurdo, una mente mezquina que disfrutaba con fantasías apocalípticas. Pero ahora, después de la extraordinaria noche que había vivido con Cortés, se encontró preguntándose cómo podría lograrse que estas calles brillantes experimentasen los milagros de la medianoche anterior: despojadas de vehículos por una lluvia todopoderosa, luego ablandadas bajo el calor del sol de tal forma que la materia sólida fluyera como una melaza templada y que una ciudad dividida en lugares públicos y privados, en acaudalados ghettos y arroyos, se convirtiera en un continuo. ¿Era esto a lo que Cortés se había referido cuando había dicho que quería que ella compartiera su visión? Si era así, estaba lista para más.

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