—Bloxham —respondió él.
—Debería ser ginecólogo —comentó ella con tono admirativo—. Tiene unas manos preciosas, muy cálidas. —Y con eso lo dejó con sus sonrojos.
Había un mensaje de Chester Klein en el contestador cuando volvió, la invitaba a un cóctel en su casa aquella noche para celebrar lo que él llamaba el regreso del Espurio a la tierra de los vivos. Al principio la sorprendió que Cortés hubiera decidido ponerse en contacto con sus amigos después de tanta charla sobre la invisibilidad, luego se enorgulleció de que hubiera escuchado su consejo. Quizá se había precipitado demasiado al rechazarlo. Había pasado muy poco tiempo que había pasado pero la ciudad la había hecho pensar y comportarse de modos que jamás habría consentido en el Quinto. Cuánto más a Cortés, cuyo catálogo de aventuras en los Dominios habría llenado una docena de diarios. Ahora que había vuelto al Quinto, quizá empezaba a enfrentarse a algunas de las influencias más extrañas, a lavarse la pintura de guerra y a aprender a usar zapatos otra vez. Devolvió la llamada a Klein y aceptó la invitación.
—Mi querida niña, eres toda una visión para ojos tan doloridos como los míos — dijo cuando Jude apareció en su puerta aquella tarde—. ¡Tan elegantemente desnutrida! Depauperación
à la mode.
La perfección.
Hacía mucho tiempo que no le veía pero no recordaba que fuera jamás tan obsequioso en sus halagos. La besó en las dos mejillas y la guió por la casa hasta llegar al jardín trasero. Aún quedaba algo de calor en el descenso del sol y los otros invitados (a dos de los cuales conocía, otros dos eran extraños para ella) tomaban cócteles en el césped. Aunque pequeño y rodeado por un muro alto, el jardín tenía una exuberancia casi tropical. Como era inevitable, dada la naturaleza de Klein, estaba casi dedicado por completo a especies en flor; no se aceptaba ningún arbusto o planta que no floreciera con inmoderado abandono. La presentó a los invitados uno por uno, comenzando por Vanessa, cuyo rostro (aunque muy cambiado desde la última vez que se habían visto) era uno de los dos que ella conocía. Había ganado mucho peso y se había puesto aún más maquillaje, como si quisiera cubrir un exceso con otro. Sus ojos, vio Jude cuando la saludó, eran los de una mujer que contenía las ganas de gritar sólo por una cuestión de decoro.
—¿Está Cortés contigo? —Aquella fue la primera pregunta de Vanessa.
—No, no lo está —dijo Klein—. Ahora tómate otra copa y ve a coquetear entre los rosales.
La mujer no se ofendió por la condescendencia de su anfitrión sino que se dirigió directamente a la botella de champaña mientras Klein presentaba a Jude a los dos extraños de la fiesta. A uno, un joven con gafas de sol que se estaba quedando calvo, lo presentó como Duncan Skeet.
—Pintor —dijo Chester—. O para ser más preciso, impresionista. ¿No es cierto, Duncan? Haces impresiones, ¿no? De Modigliani. Corot. Gauguin…
A su blanco le pasó desapercibido el chiste pero no a Jude.
—¿Eso no es ilegal? —dijo.
—Sólo si no hablas de ello —respondió Klein y ese comentario provocó la carcajada del tipo que conversaba con el falsificador, un individuo con un gran bigote y acento extranjero llamado Luis.
—Que no es pintor de ninguna ideología. Tú no eres nada, ¿verdad, Luis?
—¿Qué tal comedor de lotos? —dijo Luis. El aroma que Jude había tomado por el de los brotes de los márgenes era en realidad la loción para después del afeitado de Luis.
—Brindo por eso —dijo Klein al tiempo que llevaba a Jude hacia el último miembro de la compañía. Si bien Jude recordaba el rostro de la mujer, fue incapaz de ubicarla hasta que Klein le dijo el nombre (Simone) y recordó la conversación que habían sostenido en casa de Clem y Taylor y que había terminado con esta mujer alejándose en busca de seducción. Klein las dejó hablando mientras él iba dentro a abrir otra botella de champaña.
—Nos conocimos en Navidad —dijo Simone—. No sé si te acuerdas.
—Al instante —dijo Jude.
—Me he cortado el pelo desde entonces y te juro que la mitad de mis amigos no me reconoce.
—Te queda bien.
—Klein dice que debería haberlo guardado y convertido en joyas. Al parecer, los broches de pelo eran la última moda a finales de siglo.
—Sólo como
memento mori
—dijo Jude. Simone la miró sin comprender —. El pelo solía ser de alguien que había muerto.
A los rasgos achispados de la mujer todavía les llevó un poco de tiempo absorber lo que le estaban diciendo pero cuando lo comprendió, dejó escapar un gemido de asco.
—Supongo que esa es la idea que tiene él de un chiste —dijo—. No tiene ningún puto sentido de la decencia, qué hombre. —Klein aparecía en ese momento por la puerta de atrás con el champaña—. ¡Sí, tú! —dijo Simone—. ¿Es que no te tomas la muerte en serio?
—¿Me he perdido algo? —dijo Klein.
—¡A veces eres un viejo pelmazo sin gusto alguno! —continuó Simone al tiempo que se plantaba de dos zancadas delante de él y le tiraba la copa a los pies.
—¿Qué he hecho? —preguntó Klein.
Luis acudió en su ayuda y arrulló un poco a Simone para tranquilizarla. Jude no tenía ningún deseo de enredarse más en ese asunto así que se retiró por uno de los senderos y metió la mano en el profundo bolsillo de la falda, donde se encontraba el huevo del ojo azul. Cerró la palma a su alrededor y se inclinó para oler una de aquellas rosas perfectas. No olía a nada, ni siquiera a vida. Le tocó los pétalos. Estaban secos. Se incorporó y paseó los ojos por el espectáculo de los capullos. Falsos, todos y cada uno de ellos.
Los maullidos de Simone habían cesado a sus espaldas y también la cháchara de Luis. Jude se dio la vuelta y allí, en la puerta trasera, saliendo de la casa bajo la cálida luz de la tarde, estaba Cortés.
—Sálvame —oyó que imploraba Klein—. Antes de que me desuellen vivo.
Cortés esbozó esa sonrisa capaz de avergonzar al sol y abrió los brazos para recibir a Klein.
—Se acabaron las discusiones —dijo mientras abrazaba al hombre.
—Díselo a Simone —respondió Klein.
—Simone. ¿Estás intimidando a Chester?
—Se estaba comportando como un cabrón.
—No, aquí el único cabrón soy yo. Dame un beso y dime que lo perdonas.
—Lo perdono.
—Paz en la tierra y para los hombres de buena voluntad como Chester.
Hubo risas por ambas partes y Cortés pasó entre los reunidos con besos, abrazos y apretones de mano, parecía haber reservado el abrazo más largo, y quizá el más cruel, para Vanessa.
—Te estás perdiendo a alguien —dijo Klein y atrajo la mirada de Cortés hacia Jude.
A ella no la colmó de sonrisas. Judith conocía bien sus trucos y él lo sabía. En lugar de eso, le ofreció una sonrisa casi de disculpa y levantó en su dirección la copa que Klein ya le había puesto en la mano. Siempre había sido un hábil transformista (quizá era el maestro que habitaba en él, que surgía en una habilidad trivial) y en las veinticuatro horas o así que habían pasado desde que lo había dejado a la puerta de su estudio, se había convertido en una persona nueva. Se había cortado los rizos descuidados, se había lavado y afeitado el rostro mugriento. Vestido de blanco, parecía un jugador de criquet recién llegado de la línea de bateo, resplandeciente de vigor y victoria. Jude lo miró con atención, buscaba en él alguna señal del hombre acosado que era la noche antes pero aquel hombre había apartado de su lado todas sus inquietudes y por ello sólo podía admirarlo. Más que admirarlo. Esta noche era el amante que había imaginado cuando yacía en la cama de Quaisoir y no pudo evitar excitarse al verlo. En otra ocasión un sueño la había llevado a sus brazos y las consecuencias, por supuesto, habían sido dolor y lágrimas. Era una especie de masoquismo querer repetir esa experiencia, y una distracción de asuntos más graves.
Y sin embargo; y sin embargo. ¿Era quizá inevitable que se encontraran antes o después de nuevo en los brazos del otro? Y en ese caso, quizá este juego de miradas era una distracción todavía mayor y ellos le harían un mejor servicio a sus ambiciones si prescindieran de los coqueteos y aceptaran que eran indivisibles. Esta vez, en lugar de verse perseguidos por un pasado que ninguno de los dos comprendía, ya conocían sus historias y podrían construir algo sobre una base sólida. Es decir, si él tenía la voluntad de hacerlo.
Klein la llamaba pero ella se quedó en su emparrado de capullos falsos al ver lo impaciente que estaba por contemplar cómo se desenvolvía el drama que había maquinado. Él, Luis y Duncan eran meros espectadores. La escena que habían venido a contemplar era el Juicio de Paris, con Vanessa, Simone y ella en el papel de Diosas y Cortés en el de héroe obligado a elegir entre ellas. Era un espectáculo grotesco; decidió apartarse de aquel cuadro vivo y fue dando un paseo hasta el otro extremo del jardín mientras en el césped continuaban las bromas. Cerca del muro se encontró con una visión extraña. Se había hecho un claro en la selva artificial y se había plantado allí un pequeño rosal, un rosal de verdad pero mucho menos suntuoso que los impostores que lo rodeaban. Mientras le daba vueltas a aquello, apareció Luis a su lado con una copa de champaña.
—Uno de sus gatos —dijo Luis—. Gloriana. La mató un coche en marzo. Se quedó desolado. No podía dormir. Ni siquiera quería hablar con nadie. Creí que se iba a suicidar.
—Es un hombre extraño —dijo Jude al tiempo que volvía los ojos hacia Klein, que había rodeado con un brazo el hombro de Cortés y se reía a carcajadas—. Finge que todo es un juego…
—Eso es porque lo siente todo demasiado… —respondió Luis.
—Lo dudo —dijo ella.
—Llevo haciendo negocios con él veintiún, veintidós años. Tenemos nuestras peleas. Hacemos las paces. Volvemos a pelearnos. Es un buen hombre, créame. Pero le asusta tanto sentir que tiene que hacer un chiste de todo. No es usted inglesa, ¿verdad?
—No, soy inglesa.
—Entonces lo entenderá —dijo el hombre—. Usted también tendrá sus pequeñas tumbas ocultas —se rió el hombre.
—Miles —dijo ella; vio que Cortés volvía a entrar en la casa y dijo—: ¿Quiere disculparme un momento? —y se dirigió al jardín con Luis detrás.
Klein hizo ademán de interceptarla pero ella se limitó a darle la copa vacía y entró. Cortés estaba en la cocina, explorando la nevera, quitando las tapas de los cuencos y asomándose a su interior.
—Menuda invisibilidad —dijo Jude.
—¿Hubieras preferido que no hubiera venido?
—¿Significa eso que si te lo hubiera pedido te habrías quedado en casa?
El hombre esbozó una amplia sonrisa al encontrar algo que agradaba su paladar.
—Significa —dijo— que los demás no tienen ni una posibilidad. Vine porque sabía que estarías aquí.
Hundió el dedo corazón y el índice en la cazuelita que había sacado y se colocó un pegote de
mousse
de chocolate en la lengua.
—¿Quieres un poco? —dijo.
Jude no quería, hasta que vio el abandono con el que estaba devorando el dulce. El apetito de aquel hombre era contagioso. Ella también cogió un poco con el dedo. Era dulce y cremoso.
—¿Está bueno? —le dijo él.
—Pecaminoso —respondió ella—. ¿Qué te hizo cambiar de opinión?
—¿Sobre qué?
—Sobre lo de ocultarte.
—La vida es demasiado corta —dijo mientras se volvía a llevar a la boca los dedos cargados—. Además, como te acabo de decir, sabía que estarías aquí.
—¿Ahora eres capaz de leer las mentes?
—Estoy mejorando —dijo él y en su sonrisa había más chocolate que dientes. El hombre sofisticado que había visto salir al jardín minutos antes era aquí un niño glotón.
—Tienes chocolate por toda la boca —le dijo ella.
—¿Quieres limpiármelo con un beso? —respondió él.
—Sí —dijo Jude, no veía razón para tergiversar sus sentimientos. Los secretos les habían hecho demasiado daño en el pasado.
—¿Entonces por qué seguimos aquí? —dijo él.
—Klein nunca nos lo perdonará si nos vamos. La fiesta es en tu honor.
—Pueden hablar de nosotros cuando nos hayamos ido —dijo Cortés tras devolver la cazuela a su sitio y limpiarse la boca con el dorso de la mano—. De hecho, es muy probable que lo prefieran. Yo digo que nos vayamos ahora, antes de que nos vean. Estamos perdiendo el tiempo diciendo cosas por decir…
—… cuando podríamos estar haciendo el amor.
—Creí que el que leía mentes aquí era yo —dijo él.
Al abrir la puerta de la calle oyeron que Klein los llamaba desde la parte de atrás y Jude sintió una punzada de culpabilidad, hasta que recordó la mirada posesiva que había sorprendido en el rostro de Klein cuando había aparecido Cortés y había sabido que al fin tenía a todo el plantel reunido para su gran farsa. La culpabilidad se tornó irritación y cerró la puerta de un golpe para asegurarse de que él la oyera.
En cuanto volvieron al piso, Jude abrió de golpe las ventanas para dejar que la brisa, que seguía siendo cálida a pesar de que ya hacía tiempo que había caído la noche, entrara y saliera. Las noticias de la calle entraron con ella, claro está, pero nada trascendental: las inevitables sirenas; cháchara en la acera; jazz del club del edificio de al lado. Con las ventanas de par en par, se sentó en la cama al lado de Cortés. Ya era hora de que hablaran sin otro programa que no fuera la verdad.
—No pensé que fuéramos a terminar así —le dijo ella—. Aquí. Juntos.
—¿Te alegras?
—Sí, me alegro —dijo ella después de una pausa—. Tengo la sensación de que tiene que ser así.
—Bien —respondió él—. A mí también me parece natural.
Se deslizó por la espalda de la mujer y tras entrelazar las manos en su cabello, empezó a mover los dedos por el cuero cabelludo, ella suspiró.
—¿Te gusta? —le preguntó él.
—Me gusta.
—¿Quieres decirme cómo te sientes?
—¿Sobre qué?
—Sobre mí. Sobre nosotros.
—Ya te lo he dicho. Siento que está bien.
—¿Eso es todo?
—No.
—¿Qué más?
Jude cerró los ojos, aquellos dedos persuasivos casi le sacaban las palabras.
—Me alegro de que estés aquí porque creo que podemos aprender el uno del otro. Quizá incluso amarnos otra vez. ¿Cómo suena eso?
—A mí muy bien —dijo él en voz baja.
—¿Y tú qué? ¿Qué hay en tu cabeza?
—Que había olvidado lo extraño que es este Dominio. Que necesito tu ayuda para hacerme fuerte. Que temo actuar de forma extraña en ocasiones, cometer errores y quiero que me ames lo suficiente para perdonarme si es así. ¿Lo harás?