Pero por muchas dudas que Cortés albergase con respecto a Jude, no podía creer que estuviese conspirando contra la gran obra. Si había dicho que no era segura, tendría sus razones para decirlo y, aunque cada músculo del cuerpo de Cortés protestaba por la inactividad, se negó a bajar al piso inferior para subir las piedras a la sala de meditación, temía que su sola presencia lo tentase y comenzase a calentar el círculo. En lugar de eso, esperó, esperó y esperó mientras el calor de fuera se elevaba y el aire de la sala de meditación se iba agriando a causa de su frustración. Como había dicho Scopique, un oficio de estas características requería meses de preparación, no horas, y ahora hasta esas horas se iban reduciendo poco a poco. ¿Hasta cuándo podía permitirse posponer la ceremonia antes de dar por perdida a Jude y empezar? ¿Hasta las seis? ¿Hasta el anochecer? Era un imponderable.
Había señales de inquietud tanto fuera de la casa como dentro. Apenas pasaba un minuto sin que una nueva sirena se añadiera al coro de alaridos y gemidos provenientes de cada punto cardinal. Varias veces a lo largo de la mañana comenzaron a tañer las campanas de varios chapiteles de las inmediaciones, y en sus repiques no había llamadas ni celebraciones, sino alarma. Incluso se
oían
de vez en cuando gritos: chillidos y aullidos que llegaban desde calles lejanas transmitidos hasta las ventanas abiertas por un aire lo bastante caliente ahora para hacer sudar a los muertos.
Y entonces, justo después de la una de la tarde, Clem subió las escaleras con los ojos muy abiertos. Fue Taylor el que habló y había una gran emoción en su voz.
—Ha entrado alguien en la casa, Cortés.
—¿Quién?
—Una especie de espíritu femenino, de los Dominios. Está abajo.
—¿Es Jude?
—No. Es un poder real. ¿Es que no la hueles? Sé que has renunciado a las mujeres pero la nariz todavía te funciona, ¿no?
Taylor llevó a Cortés al rellano. Abajo, la casa yacía en silencio. Cortés no percibió nada.
—¿Dónde está?
Clem lo miró confuso.
—Estaba aquí hace un momento, lo juro.
Cortés fue hasta lo alto de las escaleras pero Clem lo retuvo.
—Los ángeles primero —dijo, pero Cortés ya estaba empezando a bajar; era un alivio que hubiera terminado el sopor de las últimas horas y estaba impaciente por conocer a esta visitante. Quizá traía un mensaje de Jude.
La puerta principal se encontraba abierta. Había un charco de cerveza reluciente en el escalón pero ninguna señal de Lunes.
—¿Dónde está el muchacho? —preguntó Cortés.
—Está fuera, mirando al cielo. Dice que ha visto un platillo volante.
Cortés le lanzó a su compañero una mirada burlona. Clem no respondió, se limitó a poner la mano en el hombro de Cortés y a dirigir la mirada a la puerta del comedor. De su interior procedía el sonido apenas audible de un llanto.
—Mamá —dijo Cortés, que renunció a cualquier precaución y se apresuró a bajar el resto de las escaleras con Clem tras él.
Para cuando llegaron a la habitación de Celestine el sonido de sus sollozos ya había cesado. Cortés aspiró una bocanada defensiva, cogió la manija con firmeza y apoyó el hombro en la puerta. No estaba cerrada con llave, se abrió con suavidad y lo dejó en el interior. La habitación estaba mal iluminada, las cortinas, marchitas y mohosas, todavía eran lo bastante pesadas para reducir el sol a unos cuantos rayos polvorientos que caían sobre el colchón vacío que había en el medio del suelo. Su antigua ocupante, a quien Cortés no esperaba volver a ver en pie, estaba en el otro extremo de la habitación, sus lágrimas reducidas a gemidos. Se había llevado una de las sábanas de la cama con ella y al ver que entraba su hijo, se la llevó al pecho. Luego volvió de nuevo su atención hacia la pared que tenía al lado y la estudió. Había estallado una cañería en alguna parte, detrás de los ladrillos, supuso Cortés. Oía el agua que corría en libertad.
—Todo va bien, mamá —le dijo—. Nada va a hacerte daño.
Celestine no respondió. Se había llevado la mano derecha a la cara y se estaba mirando la palma, como si fuera un espejo.
—Sigue aquí —dijo Clem.
—¿Dónde? —le preguntó Cortés.
Señaló con la cabeza a Celestine, Cortés se separó de él de inmediato y abrió los brazos para ofrecerle al aire embrujado un nuevo objetivo.
—Vamos —dijo—. Donde quiera que estés. Vamos.
A medio camino entre la puerta y su madre sintió que le golpeaba el rostro una llovizna fría, tan fina que era invisible. El tacto no era desagradable. De hecho, era refrescante y Cortés dejó escapar un jadeo de admiración.
—Está lloviendo aquí dentro —dijo.
—Es la Diosa —respondió Celestine.
La mujer levantó los ojos y dejó de estudiarse la mano por la que Cortés vio que ahora corría el agua, como si le hubiera brotado un manantial en la palma.
—¿Qué Diosa? —le preguntó Cortés.
—Urna Umagammagi —respondió su madre.
—¿Por qué estabas llorando, mamá?
—Pensé que me estaba muriendo. Creí que había venido para llevarme.
—Pero no lo ha hecho.
—Todavía sigo aquí, hijo.
—¿Entonces qué quiere?
Celestine extendió el brazo hacia Cortés.
—Quiere que hagamos las paces —dijo—. Reúnete conmigo bajo las aguas, hijo.
Cortés cogió la mano de su madre y esta tiró de él al tiempo que levantaba el rostro hacia la lluvia. El agua arrastraba los últimos rastros de lágrimas y una expresión de éxtasis aparecía allí donde antes sólo había dolor. Cortés también lo sintió. Sus ojos querían cerrarse y su cuerpo desvanecerse. Pero se resistió a los halagos de la lluvia, tentadores como eran. Si tenía algún mensaje para él, necesitaba saberlo con rapidez y terminar con estos retrasos antes de que le costara caro a la Reconciliación.
—Dime —dijo al llegar al lado de su madre—, si estás aquí para quedarte; dime…
Pero la lluvia no le dio ninguna respuesta, al menos ninguna que él pudiera comprender. Quizá su madre escuchaba algo más que él, sin embargo, porque había una sonrisa en su reluciente rostro y la mano con la que asía a Cortés se había hecho más posesiva. Dejó caer la sábana que sujetaba contra los senos para que las gotas de agua pudieran acariciarle los pechos y el vientre y la mirada de Cortés se deslizó por toda su desnudez. Las heridas que había sufrido en sus peleas con Dowd y Sartori todavía marcaban aquel cuerpo pero sólo servían para demostrar su perfección, y aunque Cortés era consciente del crimen que cometía, no pudo atajar sus sentimientos.
Celestine se llevó la mano libre a la cara y con el pulgar y el índice vació los estanques pocos profundos de las cuencas de sus ojos, luego los volvió a abrir y encontraron a Cortés demasiado rápido para que él pudiera ocultarse. El hijo sufrió una conmoción cuando sus miradas se encontraron, no sólo porque ella leyó el deseo de él sino porque él encontró lo mismo en el rostro de su madre.
Cortés arrancó la mano de entre las que lo sujetaban y se apartó al tiempo que su lengua forcejeaba con las negativas. Su madre estaba mucho menos avergonzada que él. Mantenía los ojos clavados en su hijo y lo llamaba para que volviera a entrar en la lluvia con invitaciones tan suaves que apenas eran algo más que suspiros. Cuando él siguió apartándose, Celestine recurrió a exhortaciones más concretas.
—La Diosa quiere conocerte —dijo—. Necesita entender tus propósitos.
—Los… asuntos… de… mi Padre —respondió Cortés, las palabras servían tanto de defensa como de explicación y lo protegían de esta seducción con el peso de sus propósitos.
Pero de la Diosa, si eso es lo que era en realidad esta lluvia, no se iba a librar con tanta facilidad. Vio que una expresión de angustia cruzaba el rostro de su madre cuando la abandonaron los vapores para ir en busca de él. Atravesaron una lanza de sol al acercarse y arrojaron al aire un arco iris.
—No le tengas miedo —oyó Cortés que decía Clem tras él—. No tienes nada que ocultar.
Quizá fuera cierto pero seguía apartándose a pesar de todo, tanto de su madre como del vapor, hasta que sintió el consuelo de sus ángeles en la espalda.
—Protegedme —les dijo con la voz temblorosa.
Clem envolvió con sus brazos los hombros de Cortés.
—Es una mujer, maestro —murmuró—. ¿Desde cuándo les tienes miedo a las mujeres?
—Desde siempre —respondió Cortés—. Sujétame, por el amor de Cristo.
Y entonces la lluvia chocó contra sus rostros y Clem dejó escapar un suspiro de placer cuando su languidez los inundó. Cortés se aferró con fuerza a los brazos de su protector y hundió los dedos en ellos pero si la lluvia tenía el vigor suficiente para separarlo del abrazo de Clem, no intentó hacerlo. Se detuvo alrededor de sus cabezas no más de treinta segundos y luego siguió su camino por la puerta abierta.
En cuanto se hubo ido, Cortés se volvió hacia Clem.
—Nada que ocultar, ¿eh? —le dijo—. No creo que te haya creído.
—¿Estás herido?
—No. Sólo se metió dentro de mi cabeza. ¿Por qué cada puñetero ser que hay por ahí quiere meterse en mi cabeza?
—Deben de ser las vistas —comentó Tay esbozando una amplia sonrisa con los labios de su amante.
—Sólo quería saber si tus propósitos eran puros, hijo —dijo Celestine.
—¿Puros? —dijo Cortés mirando a su madre con expresión viperina—. ¿Qué derecho tiene Ella a juzgarme?
—Lo que tú llamas los asuntos de tu Padre son los asuntos de cada alma de Imajica.
Celestine todavía no había recuperado su modestia del suelo y cuando se acercó a su hijo, este apartó los ojos.
—Cúbrete, madre —le dijo—. Por el amor de Dios, cúbrete.
Luego se volvió y salió al vestíbulo llamando a la intrusa por el camino.
—Donde quiera que estés —le chilló—. ¡Quiero que salgas de esta casa! Clem, mira abajo, yo iré arriba.
Subió como un rayo las escaleras mientras iba aumentando su furia al pensar que este espíritu podía invadir la sala de meditación. La puerta permanecía abierta. Descansito se refugiaba en una esquina cuando entró.
—¿Dónde está? —exigió saber Cortés—. ¿Está aquí?
—¿Está quién aquí?
Cortés no respondió, se limitó a ir de una pared a otra como un prisionero, golpeándolas con las palmas abiertas. Pero no se oía correr el agua tras los ladrillos ni había llovizna alguna, por fina que fuera, en el aire. Una vez que se dio por satisfecho tras comprobar que aquella habitación estaba libre de la mancha de la visitante, regresó a la puerta.
—Si empieza a llover aquí dentro —le dijo a Descansito—, chilla como un poseso.
—Como lo que vos queráis, Liberatore.
Cortés cerró con un portazo y recorrió luego el rellano, registrando todas las habitaciones del mismo modo. Tras encontrarlas vacías, subió el último tramo y buscó en las habitaciones superiores. Allí el aire estaba seco como un hueso. Pero cuando empezaba a bajar las escaleras, escuchó carcajadas en la calle. Era Lunes, aunque el sonido que emitía era lo más ligero que Cortés había escuchado de sus labios. Sospechó de aquella música y comenzó a bajar más rápido; se encontró con Clem al pie de la escalera, este le dijo que las habitaciones de abajo estaban vacías y ambos cruzaron corriendo el vestíbulo hasta la puerta principal.
Lunes había estado muy ocupado con sus tizas desde la última vez que Cortés había cruzado el umbral. La acera al pie de los escalones estaba cubierta de diseños suyos: esta vez no eran copias de jóvenes encantadoras sino elaboradas abstracciones que se derramaban por el bordillo y ocupaban el asfalto reblandecido por el sol. El artista había abandonado su trabajo, sin embargo, y se encontraba ahora de pie en medio de la calle. Cortés reconoció el lenguaje de su cuerpo al instante. La cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados, estaba disfrutando de un baño de aire.
—¡Lunes!
Pero el muchacho no le oía. Seguía disfrutando de esta unción, el agua le recorría el cabello recortado como si fueran dedos y habría seguido bañándose hasta ahogarse en esa lluvia si al acercarse, Cortés no hubiera espantado a la Diosa. La lluvia desapareció del aire en un instante y los ojos de Lunes se abrieron. Guiñó los ojos para defenderlos de la luz del cielo y dejó de reír.
—¿Dónde se fue la lluvia? —dijo.
—No había ninguna lluvia.
—¿Y cómo llamas a esto, jefe? —dijo Lunes mientras le alargaba los brazos de los que todavía chorreaban las últimas gotas de agua.
—Hazme caso, no era lluvia.
—Fuera lo que fuera, por mí estupendo —dijo Lunes. Se levantó hasta la cabeza la camiseta empapada y la utilizó de trapo para limpiarse la cara—. ¿Estás bien, jefe?
Cortés examinaba la calle para buscar alguna señal de la Diosa.
—Lo estaré —dijo—. Tú vuelve al trabajo, ¿vale? Todavía no has decorado la puerta.
—¿Qué quieres en ella?
—El artista eres tú —dijo Cortés, distraído de la conversación por el estado de la calle.
No se había dado cuenta hasta ahora de lo repleta de presencias que estaba en estos momentos, los aparecidos no sólo ocupaban las aceras sino que flotaban entre el follaje marchito como ahorcados o velaban en los aleros. Eran bastante benignos, pensó. Tenían buenas razones para desearle lo mejor en esta empresa. Medio año antes, la noche que Pai y él habían partido para dar comienzo a sus viajes, el místico le había dado a Cortés una lúgubre lección sobre el dolor que sufrían los espíritus de este y todos los demás Dominios.
—Ningún espíritu es feliz —le había dicho Pai—. Se aparecen en las puertas, aguardando para irse, pero no tienen ningún sitio al que ir.
¿Pero no se había sugerido entonces una esperanza, que al final del viaje que tenían por delante había una solución para la angustia de los muertos? Pai había sabido cuál era esa solución incluso entonces, y debió de ansiar llamar a Cortés Reconciliador, decirle que en algún lugar de su cabeza se encontraba el ingenio que abriría las puertas ante las que esperaban los muertos para permitirles entrar en los Cielos.
—Sed pacientes —murmuró Cortés, sabía que los aparecidos lo escuchaban—. Será pronto, lo juro. Será pronto.
El sol estaba secando la lluvia de la Diosa de su rostro y, contento de permanecer bajo el calor hasta secarse del todo, se alejó de la casa mientras Lunes reanudaba sus silbidos delante de la puerta. En menudo sitio se ha convertido esto, pensó Cortés: dejaba ángeles en la casa, lluvias lascivas en la calle, fantasmas en los árboles. Y él, el maestro, vagando entre ellos, listo para realizar el acto que cambiaría sus mundos para siempre. Jamás volvería a existir un día igual.