Humano demasiado humano (21 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

BOOK: Humano demasiado humano
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215. La música.

En sí y por sí, la música no está tan llena de significado para nuestro ser íntimo, ni es tan profundamente emotiva, para que pueda ser considerada como el lenguaje
inmediato
del sentimiento; pero su antigua vinculación a la poesía introdujo tanto simbolismo en el movimiento rítmico, en la fuerza y la debilidad de los sonidos, que ahora nos hemos hecho la
ilusión
de que habla directamente al alma y que emana
de ella
. La música dramática no fue posible más que cuando el arte de los sonidos conquistó un amplio dominio de medios simbólicos, gracias a la canción, a la ópera y a múltiples intentos de describir con sonidos. La «música absoluta» es, o bien una forma en sí, en el estadio rudimentario de la música cuando causaban placer unos sonidos producidos con diversa medida e intensidad, o bien un simbolismo de formas, cuyo lenguaje se entiende incluso sin ayuda de la poesía, tras una evolución durante la cual las dos artes permanecieron unidas, hasta que al fin la forma musical fue enteramente entretejida con hilos de ideas y de sentimientos. Los individuos que se han quedado en un estadio anterior de la evolución de la música pueden sentir de manera puramente formal el mismo fragmento que los más avanzados entenderán de un modo totalmente simbólico. En sí, ninguna música es profunda ni significativa, no habla de la «voluntad» ni de la «cosa en sí»; eso es algo que el intelecto no pudo imaginar más que en una época en que hubo conquistado todo el campo de la vida interior para el simbolismo musical. Fue el intelecto y sólo él quien
introdujo
este significado en los sonidos, al igual que en arquitectura dio a las relaciones de líneas y masas un significado que en sí era totalmente ajeno a las leyes mecánicas.

216. Gesto y lenguaje.

Más antigua que el lenguaje es la imitación de gestos, que se hace involuntariamente y que, a pesar del retroceso general sufrido por la mímica y del dominio muscular adquirido, sigue siendo tan fuerte en nuestros días que no podemos mirar los movimientos de un rostro sin sufrir una inervación del nuestro (podemos observar que un bostezo fingido produce en quien lo ve un bostezo natural). La imitación de gestos remitía al imitador al sentimiento que se expresaba en el rostro o en el cuerpo de la persona imitada. Así fue como aprendieron los hombres a entenderse entre sí, y esto es lo que sigue haciendo el niño hoy para entender a su madre. En términos generales, los sentimientos dolorosos pudieron muy bien expresarse por gestos que causaban asimismo un dolor al ser realizados (por ejemplo, arrancarse los cabellos, golpearse el pecho, torcer y contraer violentamente los músculos del rostro), Y a la inversa, los gestos de placer comportaban ellos mismos un placer (la risa, como es una reacción a las cosquillas y resulta agradable, sirvió a su vez para expresar otras sensaciones placenteras).

Una vez que el hombre se entendió por gestos, pudo nacer a su vez un
simbolismo
de los gestos; es decir, pudo entenderse por medio de un lenguaje combinando signos y sonidos, que empezó produciendo a la vez el sonido y el gesto (al cual se añadía como símbolo), para acabar contentándose después con el sonido solamente. Para que en los tiempos antiguos sucediera con frecuencia lo mismo que ahora se ofrece a nuestros ojos y a nuestros oídos en la evolución de la música, principalmente de la música dramática, mientras que la música, sin el complemento explicativo de la danza y de la mímica, fue al principio un ruido vacío, ocurrió que el oído, al habituarse durante largo tiempo a esta asociación de música y de movimiento, aprendió a interpretar inmediatamente las figuras musicales y acabó alcanzando un grado de comprensión rápida, que ya no necesitaba el movimiento visible,
comprendiendo sin
él al compositor. Entonces se habló de música absoluta, es decir, de una música en la que todo se entiende al punto simbólicamente sin recurrir a nada más.

217. La pérdida de sensualidad del gran arte.

Nuestros oídos, en virtud del extraordinario entrenamiento al que la evolución de la música moderna ha sometido a la inteligencia, se han intelectualizado cada vez más. También soportamos hoy intensidades sonoras mucho más fuertes, mucho más «ruido», porque estamos mucho más ejercitados que nuestros antepasados para
discernir la razón que se encuentra allí
. Realmente, todos nuestros sentidos, por el hecho de buscar ante todo la razón y, por consiguiente, lo que «significa esto» y no ya lo que «es», se encuentran un tanto embotados; debilitamiento que se manifiesta en el reino absoluto de la escala tonal; ya que hoy en día son excepciones los oídos capaces de hacer aún distinciones sutiles, por ejemplo entre un do sostenido y un re bemol. Desde este punto de vista, nuestros oídos se han vuelto más toscos. Por otra parte, el aspecto feo del mundo, originariamente hostil a los sentidos, ha sido conquistado por la música; el dominio de ésta, principalmente para expresar lo sublime, lo terrible, lo misterioso, se ha ampliado por eso de un modo asombroso; nuestra música hace ahora hablar a cosas que antaño no tenían lenguaje. Al mismo tiempo, ciertos pintores han hecho que el ojo se vuelva más intelectual y han ido más allá de lo que antaño se llamaba placer de los colores y de las formas. También aquí, el aspecto del mundo que originariamente se tenía por feo, ha sido conquistado por la inteligencia artística. ¿Cuál es la consecuencia de todo esto? Cuanto más se prestan el ojo y el oído al pensamiento, más se acercan al límite en que cesa su sensualidad; el goce se traslada al cerebro y los propios órganos de los sentidos se embotan y se atrofian; lo simbólico ocupa cada vez más el lugar de la cosa, y por esta vía llegamos a la barbarie con tanta seguridad como por cualquier otra. Mientras tanto siempre se puede decir: el mundo es más feo que nunca, pero
significa
un mundo más bello como no lo hubo jamás. Pero conforme el perfume de ámbar de esta significación se esparce y se evapora, cada vez son más escasos los que lo siguen percibiendo, mientras que los demás acaban ateniéndose a la fealdad y tratan de disfrutar directamente de ella, lo que, sin embargo, no puede llevarlos más que al fracaso. De ahí que haya en Alemania una doble corriente de evolución musical: por un lado, una cohorte de diez mil personas con exigencias cada vez más elevadas, más sutiles, con los oídos cada vez más dirigidos al «significado de esto»; y por otro, la inmensa mayoría, que cada año es más incapaz de entender los significados, incluso bajo la forma de la fealdad sensible, y que también aprende con creciente placer a buscar en la música lo que hay en ella de feo y de repugnante en sí, es decir, de rebajamiento de la sensualidad.

218. La piedra es más piedra que antaño.

En general, ya no comprendemos la arquitectura, ni mucho menos, como entendemos la música. El simbolismo de las líneas y de las figuras nos es ya ajeno, del mismo modo que ya no estamos habituados a los efectos sonoros de la retórica y hemos dejado de mamar esa especie de leche materna de la cultura desde el primer momento de nuestra vida. Originariamente, en un monumento griego o cristiano, todo tenía un significado en relación con un orden superior de cosas; esa atmósfera plagada de significados rodeaba al monumento como un mágico velo. La belleza sólo entraba en el sistema de un modo accesorio, sin llegar a afectar esencialmente al sentimiento fundamental de una realidad sublime e inquietante, consagrada por la presencia divina y la magia; a lo sumo, la belleza
paliaba el horror, pero
ese horror era siempre la primera condición. ¿Qué es hoy para nosotros la belleza de un monumento? Lo que el bello rostro de una mujer sin inteligencia: una especie de máscara.

219. El origen religioso de la música moderna.

La música como expresión del alma nació en el catolicismo restaurado después del concilio de Trento, gracias a Palestrina que tradujo en sonidos el espíritu de fervor y de emoción profunda que había despertado a una vida nueva; más tarde también, con Bach surgió en el protestantismo, en la medida en que éste se había vuelto más profundo por obra de los pietistas y se había liberado de su carácter fundamentalmente dogmático de los orígenes. Estas dos creaciones tienen como condición previa y como preparación necesaria la práctica de la música tal como la poseía la época del Renacimiento y del Prerrenacimiento, a saber: ese estudio sabio de la música, ese placer, científico en el fondo, que proporcionaban las habilidades en el campo de la armonía y de la dirección de los coros de voces. Faltaba, por otra parte, el precedente de la ópera; en ella el profano elevó su protesta contra una música fría, que se había vuelto demasiado culta, y proyectó volver a dar un alma a Polimnia. Sin esa renovación hondamente religiosa, sin esos ecos de un alma conmovida de fervor, la música hubiese seguido siendo culta u operística; el espíritu de la Contrarreforma es el espíritu de la música moderna (ya que el pietismo que se encuentra en la obra de Bach es también una especie de Contrarreforma). Tan grande es la deuda que tenemos con la música religiosa.

La música fue el
contrarrenacimiento
en el campo del arte; de ella surgió la pintura tardía de Murillo y quizás también el estilo barroco; más, en todo caso, que la arquitectura del Renacimiento o de la Antigüedad. Incluso ahora podríamos preguntarnos, si nuestra música moderna pudiese mover piedras, ¿construiría con ellas una arquitectura antigua? Lo dudo mucho. Porque lo que reina en esta música: la pasión, el placer de elevar y de exaltar sumamente sus estados anímicos, la voluntad de potenciar la vida a toda costa, los cambios bruscos de la emoción, el poderoso efecto de relieve obtenido con luces y sombras, la yuxtaposición del éxtasis y de la ingenuidad, todo eso predominó ya una vez y creó nuevas leyes estilísticas en las artes plásticas, pero eso no fue ni en la Antigüedad ni en la época del Renacimiento.

220. El más allá en el arte.

No sin profundo dolor confesamos que los artistas de todos los tiempos, en el impulso que los llevaba a lo sublime, recogieron y elevaron al cielo de la transfiguración esas representaciones que hoy sabemos que son falsas: ellos fueron quienes exaltaron los errores religiosos y filosóficos de la humanidad, cosa que no hubieran podido hacer sin creer en su verdad absoluta. Ahora bien, cuando la creencia en una verdad tal acabó debilitándose en general, palidecieron los colores del arco iris en los confines del conocimiento y de la ilusión humanos; ya se hizo imposible que volviera a florecer ese género artístico que, como
La Divina Comedia
, los cuadros de Rafael, los frescos de Miguel Ángel y las catedrales góticas, suponían un significado no sólo cósmico, sino también metafísico de los objetos artísticos. Un día la existencia de semejante arte y de semejante fe estética no será más que una conmovedora leyenda.

221. La revolución en la poesía.

Las severas restricciones que se impusieron los poetas dramáticos franceses en cuanto a la unidad de acción, de lugar y de tiempo; en cuanto al estilo, la versificación y la sintaxis; en la elección de las palabras y de los pensamientos, constituyó una escuela tan importante como la del contrapunto y la fuga en la evolución de la música moderna, o como las figuras retóricas de Gorgias en la elocuencia griega. Encadenarse así puede parecer absurdo; sin embargo, no hay otro medio, para salir del naturalismo, que empezar limitándose de la manera más enérgica (quizás más arbitraria) posible. Poco a poco, se aprende a andar con gracia hasta por estrechas pasarelas que sortean vertiginosos abismos y se vuelve con el botín de una extraordinaria flexibilidad de movimientos, como testimonia la historia de la música a los ojos de todos los contemporáneos. Esta es la forma de ver cómo se van aflojando poco a poco las cadenas, hasta dar la apariencia de que se han soltado por completo; esta
apariencia
es el resultado supremo de una evolución necesaria del arte.

En la poesía moderna, no se dio esta oportunidad de evolucionar liberándose progresivamente de las cadenas que se hubiesen impuesto. En Alemania, Lessing desacreditó la forma francesa, es decir, la única forma de arte moderno, y remitió a Shakespeare, perdiéndose así la continuidad de esa liberación, para saltar al naturalismo, es decir, para regresar a los comienzos del arte. Goethe trató de liberarse de ese naturalismo intentando encontrar constantemente nuevas y diferentes formas de sujeción; pero incluso él, que era el más dotado, no consiguió más que estar continuamente experimentando, una vez que se hubo roto el hilo de la evolución. Schiller debió la seguridad relativa de su forma a la tragedia francesa, que fue el modelo al que veneró espontáneamente, aunque lo negase, y se mantuvo bastante independiente respecto a Lessing (cuyas tendencias dramáticas se sabe que rechazaba). A los propios franceses llegaron a faltarles repentinamente, después de Voltaire, los grandes talentos que hubiesen continuando esta evolución de la tragedia, desde la sujeción a esa apariencia de la libertad; más tarde, con el ejemplo de Alemania, dieron también el salto a una especie de estado de naturaleza rousseauniano en el campo del arte y se pusieron a experimentar. Basta leer de cuando en cuando el
Mahoma
de Voltaire para hacerse una idea clara de lo que perdió de una vez para siempre la cultura europea, a causa de esta ruptura de la tradición. Voltaire fue el último de los grandes poetas dramáticos, quien sometió al yugo de la medida griega su alma multiforme, que estaba también a la altura de las mayores tormentas trágicas; fue capaz de hacer lo que ningún alemán habría podido realizar entonces porque la naturaleza del francés tiene mucha más afinidad con la griega que la naturaleza del alemán; fue también el último gran escritor que, en el tratamiento de la prosa oratoria, tuvo un oído griego, una conciencia artística griega, una sencillez y una gracia griega, como fue, asimismo, uno de los últimos hombres que supo conciliar la libertad suprema del espíritu con la mentalidad decididamente antirrevolucionaria, sin ser cobarde ni inconsecuente. Desde entonces, el espíritu moderno, su odio hacia la medida y las limitaciones, se impuso en todos los campos, desencadenado primero por la fiebre de la Revolución, frenándose luego, cuando tuvo miedo y horror de sí mismo, aunque lo hizo con el freno de la lógica, no con el de la medida artística.

Es cierto que durante algún tiempo, gracias a este desencadenamiento, disfrutamos de la poesía de todos los pueblos, de todo impulso natural que, como una vegetación primitiva de flores silvestres, extraña belleza y enormes desproporciones, brotara en remotos países, desde la canción popular hasta ese «gran bárbaro» que había sido Shakespeare; saboreamos las alegrías del color local y de las costumbres de época, que hasta entonces desconocían todos los pueblos artistas; nos servimos con largueza de las «ventajas de la barbarie» de nuestro tiempo, que Goethe hizo valer contra Schiller para situar el lado informe de
Fausto
bajo la luz más favorable. Pero ¿durante cuánto tiempo? Esta ola invasora de poesías de todos los estilos de todos los pueblos
arrasará fatalmente
poco a poco el trozo de tierra donde hubiera podido crecer aún apaciblemente una vegetación oculta; todos los poetas se convertirán
fatalmente
en imitadores y experimentadores, en temerarios copistas, por muy grande que fuese su fuerza al principio; por último, el público, que ya no sabía ver el acto propiamente artístico en el
dominio
de los medios de expresión, en la posesión y organización perfectas de todos los procedimientos,
llegará fatalmente
a valorar cada vez más la fuerza por la fuerza, el color por el color, la idea por la idea, y hasta la inspiración por la inspiración misma; en consecuencia, ya no disfrutará de los elementos ni de las condiciones de la obra, a no ser
aisladamente
; e incluso acabará expresando la exigencia natural de que el propio artista
se obligue
a presentarse aisladamente. Sí, se han rechazado las «absurdas» cadenas del arte grecofrancés, pero sin darnos cuenta nos hemos habituado a considerar absurdas todas las cadenas, todas las limitaciones; y así, el arte se encamina hacia su perdición, recorriendo (lo que indudablemente es muy instructivo) todas las fases de sus inicios, de su infancia, su imperfección, sus audacias y sus excesos de antaño; al avanzar hacia su ruina, repite su génesis y su devenir. Lord Byron, uno de los más grandes, de cuyo instinto podemos fiarnos y a cuya teoría sólo le faltó el
complemento
de una treintena de años de práctica, dijo en cierta ocasión: «En lo que respecta a la poesía en general, cuanto más lo pienso, más convencido estoy de que tanto unos como otros vamos por un camino equivocado. Todos seguimos un sistema revolucionario esencialmente falso, nuestra generación o la siguiente llegarán también al mismo convencimiento». Fue también Byron quien dijo: «Considero a Shakespeare el peor ejemplo a imitar, aunque sea el poeta más extraordinario». ¿Y, en el fondo, no dijo exactamente lo mismo la inteligencia artística de Goethe, más madura en la segunda mitad de su vida, esa inteligencia que le permitió adelantarse a toda una serie de generaciones hasta el punto de que se pueda afirmar, en líneas generales, que Goethe no ha ejercido influencia aún y que su hora vendrá más tarde? Precisamente porque su naturaleza lo retuvo durante largo tiempo en el camino de la revolución poética y porque apuró hasta agotarlo, del modo más radical, todo lo que esta ruptura con la tradición permitió indirectamente descubrir y desenterrar bajo las ruinas del arte y que estaba hecho de novedades, hallazgos, perspectivas y procedimientos, es por lo que su viraje y su metamorfosis posteriores tienen tanto peso; significan que sintió la más profunda necesidad de reanudar la tradición artística y de reinventar poéticamente su antigua y total perfección, para devolvérsela a los restos y a los pórticos del templo que aún seguían en pie, mediante la imaginación visual al menos, si la fuerza de los brazos resultaba demasiado débil para construir aquello cuya destrucción había exigido ya enormes energías.

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