La Rochefoucauld dio en el quid de la cuestión en el pasaje más notable de su
Autorretrato
(impreso por primera vez en 1658) cuando alertó a todas las personas razonables contra la compasión y aconsejó que se dejara a la gente del pueblo que necesita apasionarse (porque no se orienta por la razón) el acudir a ayudar al doliente y el intervenir de inmediato ante una desgracia a pesar de que la compasión, a su juicio (y al de Platón), debilita el alma. Deberíamos, dice,
mostrar
compasión, pero procurar no
sentirla
; porque los desdichados son, hablando claro, tan
necios que
lo que más les gusta es que les muestren compasión. Quizás nos defendamos más radicalmente aún de ese sentimiento de compasión si en vez de concebirlo como una necesidad de los desdichados, viéramos en ella algo totalmente diferente y más digno de reflexión. Observemos a los niños que gritan y lloran para que se apiaden de ellos y con ese fin aguardan el momento más propicio; atendamos a quienes tratan a enfermos y a deprimidos, preguntémosles si quienes exhiben su desgracia no buscan en el fondo otra cosa con sus quejas y lamentos que hacer mal a quienes los contemplan; la compasión que entonces muestran éstos, consuela a los débiles y a los dolientes porque se dan cuenta de que al menos en un aspecto
tienen un poder a
pesar de su debilidad:
el poder de hacer daño
. Al desdichado le complace en cierto modo el sentimiento de superioridad que le produce quien le muestra compasión; su imaginación se exalta al comprobar que es aún lo bastante fuerte para producir dolor en el mundo. De este modo, el ansia de compasión es sed de gozar de uno mismo a costa de nuestros semejantes; manifiesta toda la brutalidad que hay en el amor propio del hombre, y no su «necedad», como piensa La Rochefoucauld. En las conversaciones de sociedad, las tres cuartas partes de las preguntas que se hacen y las tres cuartas partes de las respuestas que se dan se dirigen a causar un pequeño mal al interlocutor; por eso muchos hombres tienen sed de relacionarse socialmente: ello les procura el sentimiento de su fuerza. Esas dosis infinitas en número, aunque muy pequeñas en cantidad, en que se manifiesta la crueldad, representan un poderoso medio de estimular la vida, lo mismo que la benevolencia, esparcida de igual forma por la sociedad humana, es el medio curativo que tenemos siempre a nuestro alcance. Pero ¿habrá muchas personas sinceras que reconozcan que hacer mal produce placer, que no es extraño mantenerse, y mantenerse bien, enfadando a los demás, al menos con el pensamiento?. Y de dispararles los proyectiles de pequeñas maldades. La mayoría son poco sinceros y algunos demasiado buenos para saber algo de
ese puden-dum
: éstos no le darán nunca la razón a Prosper Mérimée cuando dice: «Sabed también que no hay nada más común que hacer el mal por el placer de hacerlo».
51. Cómo el parecer se convierte en ser.
En definitiva, el actor no puede dejar de pensar en la impresión que causa su persona y en el efecto escénico en general, ni siquiera cuando siente el más hondo dolor, incluyendo el entierro de su hijo, por ejemplo; llorará por encima de su propio sufrimiento y de sus manifestaciones como si fuera espectador de sí mismo. El hipócrita, que desempeña siempre el mismo papel, termina dejando de ser hipócrita; de este modo, los sacerdotes que solían ser hipócritas en su juventud, conscientemente o no, acaban comportándose con naturalidad, y entonces es cuando son realmente sacerdotes, sin afectación alguna; o si no consigue el padre comportarse así, probablemente herede el hijo su costumbre, beneficiándose del esfuerzo paterno. Cuando un hombre pretende parecer algo durante mucho tiempo y con empeño, le resulta difícil acabar
siendo
otra cosa. La profesión de casi todos los hombres, incluyendo a los artistas, empieza por una hipocresía, por un imitar lo exterior, por un copiar lo que produce efecto. Quien lleva siempre la máscara del gesto amistoso acaba adquiriendo la actitud benévola sin la que no puede darse la manifestación de la cordialidad, y cuando dicha actitud acabe apoderándose de
él, será
benévolo.
52. La pizca de honradez que hay en el engaño.
En todos los grandes estafadores cabe observar un fenómeno, al cual deben su poder. En el acto mismo de engañar, en todos los preparativos, en el carácter conmovedor que dan a su voz, a sus palabras y a sus gestos, en medio de toda esa poderosa puesta en escena, se sienten dominados por
la confianza en sí mismos
: ésta es la que entonces habla a quienes los rodean con una autoridad que tiene algo de milagrosa. Los fundadores de religiones se diferencian de estos grandes estafadores en que no salen nunca de ese estado de autoengaño; sólo muy raras veces tienen momentos de lucidez en los que los asalta la duda y por lo común suelen consolarse atribuyendo esos momentos a su enemigo, el Maligno. Es imprescindible que exista autoengaño para que unos y otros realicen una acción de envergadura, ya que los hombres creen que es verdad todo lo que es manifiestamente objeto de una fe sólida.
53. Presuntos grados de verdad.
Uno de los errores lógicos más comunes consiste en creer que si una persona es veraz y sincera con nosotros, dice la verdad. Así es como el niño cree en los juicios de sus padres y el cristiano en las afirmaciones del fundador de la Iglesia. De igual forma, no se quiere admitir que todo lo que defendieron los hombres en los siglos pasados, a costa de su felicidad y de su vida, no fueron sino errores; a lo sumo se dirá que fueron grados de verdad. Pero, en el fondo se considera que si alguien ha creído sinceramente en algo, si ha luchado y ha muerto por su fe, sería muy
injusto
que hubiese estado realmente incitado por un mero error. Tal fenómeno parece estar en contradicción con la justicia eterna, de ahí que los hombres de corazón sensible traten siempre de rechazar de su mente esta proposición: que ha de haber un vínculo necesario entre los actos morales y la lucidez intelectual. Desgraciadamente, eso no es así, porque no existe una justicia eterna.
54. La mentira.
¿Por qué los hombres, en su vida diaria, dicen la verdad la mayoría de las veces? Evidentemente no es porque un dios haya prohibido mentir, sino, en primer lugar, porque les resulta más fácil, dado que la mentira exige inventiva, disimulo y memoria. De ahí que diga Swift: «Quien miente pocas veces se da cuenta de la pesada carga que se echa encima; efectivamente, para mantener su mentira, ha de inventar otras veinte». En segundo lugar, porque en circunstancias normales es preferible hablar con franqueza: quiero esto, he hecho aquello, etc. Y, en tercer lugar, porque la vía de la sujeción y de la autoridad es más segura que la de la astucia. Pero por poco complicadas que sean las circunstancias domésticas en las que se educa un niño, recurrirá con naturalidad a la mentira y dirá siempre involuntariamente lo que redunde en su beneficio: el sentido de la verdad y la repugnancia hacia la mentira en sí le son totalmente ajenos e inasequibles y miente con la mayor inocencia.
55. Sospechar de la moral a causa de la fe.
Ningún poder logra conservarse si no está representado por hipócritas; aunque la Iglesia siga contando aún con muchos elementos «seculares», su fuerza radica en esas naturalezas sacerdotales, abundantes todavía hoy, que llevan una vida dura y profundamente significativa, cuyo aspecto revela una existencia curtida por las vigilias, los ayunos, las oraciones fervorosas y tal vez incluso por las flagelaciones; ellos son quienes inquietan a los hombres haciéndoles pensar si
habría
que vivir así. Esta es la terrible cuestión que su presencia suscita en nuestras mentes. Al sembrar esta duda, no hacen sino echar nuevos cimientos a su poder; ni siquiera los librepensadores se atreven a responder a uno de esos ascetas con la ruda franqueza del sentido de la verdad, diciéndole: «¡Pobre engañado, no trates de engañar!». Sólo los separa de éste cierta diferencia de puntos de vista, aunque no una distinción en lo que al bien y al mal se refiere, pero solemos tratar injustamente lo que no amamos. Por eso se habla de la maldad y de las artes execrables de los jesuitas, sin tener en cuenta el grado de violencia que se impone un jesuita, y que la práctica de una vida cómoda que predican los manuales jesuíticos, no debe aplicarse a ellos, sino a la sociedad laica. Cabe preguntarse incluso si los amigos de las luces, con una táctica y una organización muy similares, seríamos instrumentos tan buenos para vencernos a nosotros mismos y para ofrecer tales muestras de infatigabilidad y de abnegación.
56. Victoria del conocimiento sobre el mal radical.
A quien quiere ser sabio lo beneficia sobremanera haber mantenido durante cierto tiempo la idea de que el hombre es un ser malo y corrompido por naturaleza; aunque tanto esta idea como su contraria sean falsas, la primera ha dominado durante períodos enteros y sus raíces han echado brotes incluso en nosotros y en nuestro mundo. Para
entendernos
hemos de
entenderla
; pero para elevamos algo más, hemos de superarla. Entonces reconocemos que no hay pecados en el sentido metafísico, pero que tampoco hay virtudes en el mismo sentido; que todo ese mundo de las ideas morales está en constante fluctuación; que hay concepciones más elevadas y más bajas del bien y del mal, de lo moral y de lo inmoral. Quien sólo trata de conocer las cosas, llegará fácilmente a vivir en paz con su alma, y se equivocará (o pecará, como dice la gente) a lo sumo por ignorancia, pero difícilmente por concupiscencia. No pretenderá excomulgar ni desarraigar los apetitos; pero ese objetivo único de
conocer
cuanto pueda que lo domina por entero, le enfriará la sangre y amansará cuanto haya de salvaje en su naturaleza. Se librará además de muchas ideas torturadoras y ya no le impresionará pensar en las penas del infierno, el estado de pecado o la incapacidad para hacer el bien; sólo verá en estas frases sombras vaporosas de unas concepciones equivocadas del mundo y de la vida.
57. La moral considerada como autodivisión del hombre.
Un buen autor que pone realmente su alma en lo que escribe, desea que alguien lo anule por expresar con más claridad la misma cuestión y resolver definitivamente todos los problemas que implica. La muchacha enamorada desea poner a prueba la abnegada fidelidad de su amor mediante la infidelidad de su amado. El soldado desea caer en el campo de batalla por la victoria de su patria, porque cifra en dicha victoria su mayor deseo. La madre da a su hijo lo que se niega a ella: el sueño, los mejores alimentos y a veces su salud y su fortuna. Ahora bien, ¿son todos estos estados anímicos altruistas? ¿Son milagros estos actos morales? Porque como dice Schopenhauer, son «imposibles, pero reales». ¿No está claro que, en estos cuatro casos, el hombre ama más algo de él, una idea, un deseo, una criatura, que
otra cosa suya
también y que, por consiguiente, divide su ser y sacrifica una parte a la otra? ¿Difiere esto esencialmente del individuo testarudo que dice: «Prefiero verme en la ruina antes que ceder a ese hombre un sólo palmo de terreno»? En cada uno de estos cuatro casos se da
una inclinación a algo
(deseo, instinto, ansia); ceder a éstos, con todas sus consecuencias, no es en cualquier caso algo altruista. En moral, el hombre no se trata como un
individuum
, sino como un
dividuum
.
58. Lo que se puede prometer.
Podemos prometer actos, pero no sentimientos, ya que éstos no son voluntarios. Quien promete a otro amarlo, odiarlo o serle fiel eternamente, promete algo que no está a su alcance; lo que se puede prometer son actos que por lo general derivan del amor, del odio o de la fidelidad, aunque pueden deberse también a otros motivos, ya que móviles y caminos distintos conducen a un mismo acto. La promesa de amar siempre a alguien significa, entonces: mientras te ame, te daré pruebas de amor; si dejo de amarte, seguirás recibiendo, sin embargo, de mí los mismos actos, aunque por otros motivos, de forma que en la mente de los demás persistirá la apariencia de que el amor es inmutable y siempre igual. Por tanto, cuando, sin cegarse a uno mismo, se promete a alguien amarlo eternamente, lo que se promete es la persistencia de la apariencia del amor.
59. Inteligencia y moral.
Hay que tener buena memoria para poder mantener las promesas. Hay que tener una gran capacidad de imaginación para poder sentir compasión. Tan íntimamente unida está la moral a la bondad de la inteligencia.
60. Querer vengarse y vengarse.
Tener idea de vengarse y hacerlo equivale a sufrir un fuerte acceso de fiebre que, sin embargo, pasa; tener idea de vengarse y no disponer de fuerza ni de valentía para hacerlo equivale a padecer una enfermedad crónica, un envenenamiento corporal y anímico. La moral que sólo tiene en cuenta las intenciones, valora igual los dos casos; vulgarmente, se considera que es peor lo primero (por las malas consecuencias que puede producir el hecho de vengarse). Ambas apreciaciones son miopes.
61. Saber esperar.
Es tan difícil saber esperar, que los mayores poetas no han desdeñado abordar en sus poemas este hecho. Así, Shakespeare, en
Otelo; Sófocles, en Ayax
: su suicidio no le hubiese parecido tan necesario a Ayax, si hubiera dejado que su emoción se enfriara durante un sólo día, como le señalara el oráculo; seguramente se hubiera burlado de las terribles insinuaciones de su vanidad herida y se hubiese dicho: «¿Quién no habría tomado, en mi situación, a un carnero por un héroe? ¿Qué tiene, entonces, esto de monstruoso? Por el contrario, sólo es un hecho humano corriente».* Ayax podía, así, haberse consolado. Pero la pasión no sabe esperar; lo que hay de trágico en la vida de los hombres no radica por lo general en su conflicto con la época y con las bajezas de sus contemporáneos, sino en su falta de capacidad para aplazar su acción un año o dos; no saben esperar. En todo duelo, los amigos que aconsejan sólo han de asegurarse de una cosa: si los contendientes pueden esperar; si no ocurre así, el duelo es razonable, porque cada uno de ellos se dice: «O sigo yo en vida y entonces es preciso que ése muera inmediatamente, o al revés». En un caso así, esperar sería seguir sufriendo el terrible martirio del honor herido delante del hombre que ha provocado la situación; y esto puede suponer un dolor realmente mayor que el valor de la vida.
*Según la tragedia de Sófocles sobre Ayax, el héroe homérico, enloquecido por una injusticia cometida contra él por los aqueos, dio muerte al ganado de éstos creyendo acabar con sus enemigos; al recobrar la razón, se consideró deshonrado y se suicidó. (N. de T.)