Humano demasiado humano (19 page)

Read Humano demasiado humano Online

Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

BOOK: Humano demasiado humano
10.26Mb size Format: txt, pdf, ePub

165. El genio y la nulidad.

Entre los artistas, son precisamente los espíritus originales y los espontáneamente creadores, quienes, llegada la ocasión, sólo pueden producir el vacío y la nada más absoluta, mientras que los temperamentos menos libres, los talentos, como se les llama, tienen siempre la memoria bien repleta de toda la belleza posible y producen algo admisible incluso en sus momentos de debilidad. Pero si los espíritus originales se abandonan a sí mismos, la memoria no les presta ayuda alguna: se vuelven vacíos.

166. El público.

Todo lo que la gente pide realmente a la tragedia es que la conmueva lo suficiente para poder tener la ocasión de llorar; en cambio, al artista que va a ver una tragedia nueva lo complacen los hallazgos técnicos y los procedimientos ingeniosos, el tratamiento y la distribución del tema, el enfoque nuevo que se da a motivos e ideas antiguos. La postura estética que adopta frente a la obra artística es la del creador; la referida en primer lugar, que se interesa exclusivamente por el tema, es la de la gente corriente. Nada hay que decir del individuo que se encuentra entre ambos, de quien no pertenece ni a la categoría del artista ni a la de la gente corriente, y que no sabe lo que quiere: su placer será igualmente confuso y mediocre.

167. La educación artística del público.

Cuando el mismo tema no es tratado de mil formas distintas por diversos maestros, el público no aprende a elevarse por encima de su interés hacia ese tema, pero acabará captando y saboreando también los matices, los fines y los nuevos hallazgos en el tratamiento de dicho tema. Una vez que lo conozca desde mucho tiempo atrás a través de numerosas versiones y ya no le excite la curiosidad que despierta lo nuevo.

168. El artista y su séquito deben ir al mismo paso.

El tránsito de un nivel estilístico a otro debe ser lo bastante lento para que no sólo los artistas, sino también los oyentes y los espectadores puedan seguir ese progreso y saber exactamente lo que sucede. De no ser así, se abre de pronto un abismo entre el artista que crea sus obras en una altura aislada, y el público, que incapaz de subir allí, termina descendiendo con despecho más aún. Y es que cuando el artista ya no eleva a su público, éste cae rápidamente y su caída es tanto más honda y peligrosa cuanto mayor sea la altura a la que lo había elevado el genio. Ese genio se comporta aquí como el águila que suelta de sus garras a la tortuga que había subido a las nubes, dejándola caer para su desgracia.

169. El origen de lo cómico.

Si consideramos que el hombre fue durante más de cien mil años un animal extremadamente asustadizo y que todo lo brusco e imprevisto lo obligaba a disponerse a luchar y tal vez a morir, y que incluso después, en el orden social, toda su seguridad ha estado basada en lo previsto, en la tradición en el terreno de las ideas y de los actos, no nos ha de asombrar que toda palabra o acción inesperada y repentina, que no produzcan daño ni representen peligro, generen en el hombre un alivio, sintiendo entonces lo contrario al miedo: el ser encogido y tembloroso de miedo, se distiende, se alegra sumamente… y se echa a reír. Este tránsito de un miedo momentáneo a una alegría de breve duración es lo que llamamos lo
cómico
. En el fenómeno de lo trágico, en cambio, el hombre pasa velozmente de una alegría grande y duradera a una gran angustia; pero como esa alegría grande y duradera es más rara en los mortales que los motivos de sentir miedo, hay mucho más de cómico que de trágico en el mundo; nos reímos muchas más veces de las que estamos compungidos.

170. Ambición de artista.

Los artistas griegos, como los trágicos, por ejemplo, creaban para vencer; no podría concebirse plenamente su arte sin la competición; era la ambición, la Eris buena de Hesíodo, quien daba alas a su genio. Ahora bien, esta ambición exigía sobre todo que su obra alcanzara el grado sumo de excelencia
ante sus propios ojos
, tal y como ellos la entendían, es decir, al margen del gusto reinante y de la opinión general sobre lo que constituye la excelencia de una obra de arte; de ahí que Esquilo y Eurípides tardarán mucho en obtener éxito, hasta que acabaron formando a los jueces que habrían de apreciar sus obras según las reglas que se aplicaban a sí mismos. De este modo, entonces, aspiraban a triunfar sobre sus competidores de acuerdo con su propia estimación y querían
ser
realmente perfectos ante su propio tribunal, para pedir luego a los demás que aprobaran su valoración y confirmaran su juicio. Aspirar a la gloria quería decir aquí «llegar a ser superior y ansiar que ello fuese públicamente reconocido». Cuando no se cumple la primera de las condiciones, pero se desea lo segundo, se hablará de
vanidad
. Si falla la segunda condición y no se lamenta su ausencia, se hablará de
orgullo
.

171. Lo necesario en la obra de arte.

Quienes tanto hablan del elemento necesario que ha de haber en una obra de arte incurren en una exageración, a mayor gloria del arte, si son artistas, y por ignorancia, si son profanos. Las formas de una obra que permiten la expresión de sus ideas, constituyendo así, su manera de hablar, tienen siempre un carácter facultativo, como todo tipo de lenguaje. El escultor puede añadir u omitir una gran cantidad de pequeños toques; lo mismo que el intérprete, ya sea un actor o, en el campo de la música, un virtuoso o un director de orquesta. Todos estos pequeños toques y retoques que hoy agradan y mañana no, están ahí más en función del artista que del arte, ya que aquel, al estar sometido al rigor y al esfuerzo que le exige la expresión de su idea principal, necesita de vez en cuando golosinas y juguetes para no estar siempre malhumorado.

172. Hacer olvidar al maestro.

El pianista que ejecuta la obra de un maestro tocará lo mejor posible si hace olvidar al maestro y produce la ilusión de que cuenta algo de su vida o de que está viviendo un gran momento. Por supuesto que si todo en él es insignificante, la gente maldecirá la locuacidad con que nos habla de su vida. Necesita, entonces, saber cómo seducir la imaginación del auditorio. Así se explican a su vez todas las debilidades y las extravagancias del «virtuosismo».

173. Corregir la fortuna.

Hay azares desafortunados en la vida de los grandes artistas que fuerzan, por ejemplo, al pintor a no hacer más que un bosquejo de lo que habría sido su cuadro más importante, o que, por citar otro caso, obligaron a Beethoven a no dejarnos en muchas de sus grandes sonatas (como la sonata en
si mayor
) más que reducciones insuficientes de una sinfonía. En este caso, el artista que venga después debería tratar de corregir a destiempo la vida de los grandes hombres; es lo que haría, por ejemplo, aquél que, dominando todos los efectos de la orquestación, hiciera que volviera a la vida para nosotros esa sinfonía que duerme en el piano una muerte falsa.

174. Reducir.

Muchas cosas, ya sean acontecimientos o personas, no soportan una versión a pequeña escala. No se puede reducir el grupo del Laocoonte a las dimensiones de una figurita, porque requiere tamaño grande. Pero es mucho más raro aún que algo de naturaleza pequeña soporte el ser agrandado; de ahí que a los biógrafos les resulte siempre más fácil pintar pequeño a un gran hombre que pintar grande a uno pequeño.

175. La sensualidad en el arte actual.

Los artistas actuales suelen equivocarse cuando tratan de que sus obras ejerzan un efecto en la sensualidad, porque sus espectadores u oyentes carecen ya de una sensualidad plena y, en contra de las intenciones del artista, sólo recurren a la obra de arte para experimentar una emoción «sagrada», que es pariente cercana del aburrimiento. Su sensualidad empieza quizás donde acaba la del artista, por lo que sólo coinciden en un punto.

176. Shakespeare como moralista.

Shakespeare reflexionó mucho sobre las pasiones, y su propio temperamento le hizo sin duda conocerlas muy íntimamente (los dramaturgos son por lo general hombres más bien malos). Pero, al no saber hablar de ellas, como Montaigne, puso sus observaciones
sobre
las pasiones en boca de sus personajes apasionados, lo que ciertamente, es contrario a la naturaleza, pero llena sus dramas de tal riqueza de ideas que todos los demás resultan vacíos y suscitan fácilmente un rechazo general. Las sentencias de Schiller (que casi siempre se basan en ideas falsas o insignificantes) son precisamente frases teatrales y en cuanto tales producen un gran efecto, mientras que las sentencias de Shakespeare honran a Montaigne, su modelo, y ocultan bajo su forma aguzada, pensamientos muy serios; pero para los ojos del público teatral, resultan de hecho demasiado lejanas y sutiles, por lo que no surten efecto.

177. Ponerse al alcance del oído.

No sólo hay que saber tocar bien, sino hacerlo además al alcance del oído. En manos del mejor maestro, el violín no deja oír más que un leve murmullo si la sala es demasiado grande; entonces se puede confundir al maestro con cualquier rascatripas.

178. La eficacia de lo incompleto.

Del mismo modo que las figuras en relieve ejercen tanto efecto en la imaginación porque parece que fueran a salirse de la pared y que de pronto se detuvieran, no se sabe cómo, así la exposición incompleta, en relieve de una idea o de toda una filosofía es más eficaz que su completo desarrollo: se deja más por hacer a la visión del lector, se lo incita a continuar la elaboración de lo que se insinúa a sus ojos con luces y sombras tan intensas, a culminar el pensamiento, y a que supere él mismo el obstáculo que impedía hasta entonces el total desahogo.

179. Contra los originales.

Cuando el arte se reviste con la tela más gastada, es cuando mejor se lo reconoce como tal.

180. Ingenio colectivo.

Un buen escritor no cuenta sólo con su ingenio, sino también con el ingenio de sus amigos.

181. Dos formas de desconocimiento.

La desgracia de los escritores agudos y claros es que se los considera triviales y nadie se esfuerza en leerlos; y la suerte de los escritores oscuros es que el lector se agota al leerlos y les atribuye el placer que le ha producido su esfuerzo.

182. Las relaciones con la ciencia.

Todos los que no están realmente interesados por la ciencia, no empiezan a entusiasmarse por ésta hasta que no han hecho algún descubrimiento ellos mismos.

183. La llave.

Una idea que, pese a las risas y a las burlas del vulgo, adquiere un gran valor a los ojos de un hombre eminente, es para él como una llave que permite acceder a tesoros escondidos, mientras que para dicho vulgo
sólo
es un trozo de chatarra.

184. Intraducible.

Que un libro sea intraducible no es ni lo mejor ni lo peor de él.

185. Las paradojas del autor.

Las presuntas paradojas del autor que tanto escandalizan al lector, no suelen estar tanto en el libro del autor como en la cabeza del lector.

186. La gracia.

Los autores más graciosos producen la más imperceptible de las sonrisas.

187. La antítesis.

La antítesis es la puerta estrecha por donde se cuela con más facilidad el error en la verdad.

188. Los pensadores como estilistas.

La mayoría de los pensadores escriben mal porque no se contentan con transmitirnos sus ideas, sino también la reflexión que los ha llevado a ellas.

189. Las ideas en la poesía.

El poeta hace que sus ideas avancen solemnemente en el carro del ritmo; habitualmente porque no son capaces de ir a pie.

190. Pecado contra la inteligencia del lector.

Cuando un autor reniega de su talento con la única finalidad de ponerse a la altura del lector, comete el único pecado mortal que éste no le perdonará jamás; suponiendo, claro está, que se dé cuenta de ello. Por otra parte, al hombre se le pueden achacar las peores cosas, pero en
la manera
de decírselas, hay que saber halagar su vanidad.

191. Límites de la honradez.

Incluso al autor más honrado se le escapa una palabra de más cuando trata de redondear una frase.

192. El mejor autor.

El mejor autor es aquél a quien le avergüenza convertirse en un hombre de letras.

193. Ley draconiana contra los escritores.

Deberíamos tratar al escritor como a un malhechor que no merece nuestra absolución ni nuestro perdón, sino en muy pocos casos; esto sería un remedio contra la proliferación de libros.

194. Los bufones de la cultura moderna.

Los bufones medievales fueron el antecedente de nuestros periodistas; pertenecen al mismo tipo de hombres, no muy razonables, bromistas, exagerados y chiflados, que a veces no hacen otra cosa que paliar el patetismo de una situación con alguna salida ingeniosa o con una buena dosis de palabrería, y disimular con sus gritos el repique demasiado grave y solemne de los grandes acontecimientos. Antaño al servicio de príncipes y nobles; hoy al servicio de los partidos políticos (lo mismo que en el espíritu de partido y en la disciplina de los partidos sobrevive una buena parte del antiguo sometimiento del pueblo al príncipe). Sin embargo, todos los literatos modernos están muy cerca de los periodistas, son «los bufones de la cultura moderna», a quienes se los juzgará con más indulgencia si se tiene en cuenta que no son totalmente responsables, Considerar la actividad del escritor como una profesión debería verse, en justicia, como una especie de extravagancia.

195. A imitación de los griegos.

Existe ahora un gran obstáculo para el avance del conocimiento, dado que la exageración de los sentimientos que ha durado cien años, no nos ha dejado más que palabras ampulosas e hinchadas. El grado superior de cultura que se encuentra bajo el dominio (incluso bajo la tiranía) de la ciencia necesita recuperar una mayor simplicidad de los sentimientos, unida a una concentración más fuerte de todas las palabras; algo en lo que nos precedieron los griegos de la época de Demóstenes. La exageración caracteriza a todos los libros modernos, y hasta cuando están escritos con sencillez, las palabras siguen
sintiéndose
de un modo demasiado extravagante. No hay otros remedios que reflexión rigurosa, concisión, frialdad, desnudez llevada incluso deliberadamente a sus últimos extremos, en suma, reserva de sentimientos y laconismo. Por lo demás, esta forma fría de escribir y de sentir resulta, por contraste, muy atrayente en nuestros días, lo que evidentemente implica un nuevo peligro. Porque este frío penetrante es tan excitante como un alto grado de calor.

Other books

Envy by K.T. Fisher
Dublineses by James Joyce
In Pieces by Nick Hopton
Beautifully Unbroken by D.M. Brittle
Mistaken Identity by Matson, TC
Twist Me by Zaires, Anna
Spider Lake by Gregg Hangebrauck