Otro fenómeno de gran relevancia es el recelo frente al Estado, que se explica por dos motivos. Uno, la enemistad entre el Vaticano y el embrión decimonónico del Estado italiano, representado por la monarquía piamontesa de los Saboya: durante todo el siglo
XIX
, y hasta muy entrado el
XX
, ser patriota suponía enfrentarse al papa, rey de Roma y de los extensos territorios pontificios que ocupaban la franja central del país. Dos, la propia inseguridad del Estado, que, consciente de su flaqueza y de ser, como el papa, un títere de las potencias extranjeras, se desarrolló sobre una trama burocrática densa, casi insufrible, y sobre un sistema de lenguaje absolutamente oscuro, lleno de claves para iniciados y, en general, incomprensible.
¿Cómo se las arreglaron los italianos durante siglos y siglos de papismo, invasiones y artificios diplomáticos? Recurriendo al «campanilismo», el amor a lo propio (el
campanile
, el campanario de la iglesia del pueblo) y el desprecio a lo ajeno, que sigue vigente y sigue explicando muchas cosas, desde las rivalidades futbolísticas a la división entre norte y sur, y a la figura del
condottiero
. Los
condottieri
eran, en origen, los capitanes mercenarios al servicio de las ciudades-Estado italianas; como poseían las armas, se les identificaba con el poder, y la gente se acostumbró a obedecerles y seguirles. Por extensión, y dada la desconfianza del italiano frente a los poderes abstractos, se mantiene la devoción por el
condottiero
, que hoy es un líder político o económico, o simplemente vecinal. Benito Mussolini fue, en cierto sentido, un
condottiero
. Silvio Berlusconi, a su manera, también lo es.
Con frecuencia se afirma que en Italia manda la estética sobre la ética. En otro lugar hablamos de la equivalencia que el lenguaje italiano otorga a los conceptos «bello» y «bueno», y «feo» y «malo». Italia fue la cuna del fascismo y durante décadas contó con el Partido Comunista más poderoso de Europa occidental; tanto el fascismo como el comunismo ocultaban un horror ético (siempre pensaré, lo siento, que, al menos en teoría, fue más horroroso el fascismo) bajo una estética portentosa: las masas, los desfiles, los símbolos, los colores, desplegados en iconografías irresistibles. Sospecho que fue el aspecto estético de ambas ideologías lo que sedujo a los italianos. Cabe deducir, en cualquier caso, que en Italia hay que tener siempre en cuenta el valor de la
bellezza
en política. Y en lo demás.
Otro concepto importante, que enlaza con la fundamental definición de Sciascia («un país sin verdad»), es la
dietrologia
, la ciencia de lo que está detrás. Detrás de cada acontecimiento, de cada cambio político, de cada explicación oficial, existe, según muchísimos italianos, algún tipo de conspiración, una trama oculta que consigue hacer pasar como accidental algo largamente planeado. Podría pensarse que se trata de paranoia colectiva; en este caso, creo que se trata más bien de perspicacia. Dicen que la paranoia es la fe en un orden oculto tras el caos visible, y esa definición se ajusta como un guante a la
dietrologia
.
Abundan los argumentos que aconsejan no desdeñar la
dietrologia
: desde el pacto del ejército estadounidense con la mafia para la invasión de Sicilia hasta la implicación de los servicios secretos italianos en los atentados más mortíferos de los «años de plomo»; desde la existencia de una logia masónica secreta que aspiraba a dominar el país, la Propaganda-2 o P-2 (uno de cuyos miembros fue Berlusconi), a la creación de una red militar clandestina, llamada Gladio, destinada a protagonizar una insurrección en caso de victoria electoral de los comunistas; desde el descubrimiento de que las quinielas estaban amañadas (el escándalo del
Totocalcio
, en 1980) hasta la constatación de que la liga de fútbol estaba dirigida por Luciano Moggi, director deportivo de la Juventus de Turín (el
Moggigate
, en 2005).
En Italia, ya lo habrán notado, los grandes procesos judiciales suelen acabar en agua de borrajas: los sumarios prescriben, las pruebas desaparecen, las apelaciones se eternizan. Como resultado, nadie es culpable y nadie es inocente. Por tanto, nada es verdad ni es mentira. Ahí tienen a Berlusconi como prueba viviente.
El complemento de la
dietrologia
es el
grande vecchio
, un presunto personaje que, desde la sombra, mueve los hilos de todas las tramas.
Frente a esta inmensa desconfianza, frente a la convicción de que alguien oculto maneja Italia a su antojo, frente al lenguaje críptico de la política tradicional, surge Silvio Berlusconi como «novedad». Da igual que financiara a la antigua casta partitocrática de la era democristiana y que ejerciera como poder en la sombra durante los felices ochenta del socialista Bettino Craxi, encarnación suprema de la corrupción y el dinero fácil; da igual que haya recuperado las viejas muletas electorales del fascismo y el catolicismo; da igual que se haya relacionado con la mafia y con organizaciones tan siniestras como la logia P-2. Berlusconi ha sabido presentarse como el hombre nuevo, el hombre enviado por el destino para regenerar Italia devolviéndola a su esencia eterna, es decir, al pasado.
Berlusconi es, en el imaginario de sus partidarios, un
condottiero
, no un politicastro al servicio de intereses superiores; es alguien que opera a la luz del día, no un
grande vecchio
que conspira en secreto; es alguien que habla con claridad y dice lo que piensa, a diferencia de la clase política convencional; es un esteta que recurre continuamente a la cirugía estética para rehacerse el rostro y la cabellera (los pelos que cubren su calva proceden del cogote de su hermana) y se rodea de cosas bellas y mujeres guapas (el machismo mantiene una notable vigencia); es, además, un hombre riquísimo que no se deja corromper, sino que corrompe, lo cual le evita presiones y garantiza la fiabilidad de sus promesas.
Luego las cosas son como son, y Berlusconi es como es. Su mensaje político es pura fantasía, un cóctel de mesianismo, victimismo y farsa con los que comparece ante los ciudadanos (con bastante éxito) como «ungido del Señor» y «simple hombre de la calle acosado por los poderes fácticos». Estas dos frases entrecomilladas han sido dichas por el propio Berlusconi. Tal vez resulte útil caricaturizar su discurso para comprender su esencia. En una ocasión, confeccioné para una revista un monólogo berlusconiano construido por completo con frases literales. Lo reproduzco a continuación, y juro que cada una de las palabras y de las frases ha sido pronunciada por
Il Cavaliere
:
«Quiero empezar saludando a los asistentes a esta Cumbre contra el Hambre, y muy especialmente a las bellísimas delegadas. Soy el ungido del Señor. Cargo con la cruz, aunque no me gusta mucho hacerlo. Y cada año practico un retiro espiritual, en las Bermudas. El referéndum, sépanlo, será un juicio de Dios. Y beberé el amargo cáliz de volver a gobernar. Vivo bajo el terror de un Estado policial. Acusarme a mí de corrupción es como acusar a la Madre Teresa de Calcuta. También Jesús fue traicionado, y yo no soy mejor que Jesús. Por supuesto, soy éticamente superior a cualquier otro político europeo. Estoy en contacto permanente con la Divinidad. He escrito las tablas de la ley, como Napoleón o Justiniano. A veces noto que me asalta un complejo de superioridad, pero entonces me digo: menos mal que soy yo. Soy el único italiano que escribe sambas en napolitano. Soy pobre. Mis hijos lloran. Me han envenenado con armas bacteriológicas. Nunca salgo en televisión. Mi vida está llena de sacrificios. ¿Saben que Margaret Thatcher me dijo que habríamos hecho una gran pareja?».
Recuerden a Leonardo Sciascia: «Italia es un país sin verdad».
Una tarde, yendo hacia mi oficina en
La Repubblica
, vi a un chaval que forcejeaba con la puerta de un coche en el aparcamiento de la estación de Termini. Dos
carabinieri
se acercaron al chaval por detrás, le agarraron de los brazos y le esposaron con las manos a la espalda. No era nada, una simple estampa ciudadana. Pero soy de los que por no ir al trabajo están dispuestos a entretenerse con cualquier cosa, y me quedé observando.
Uno de los agentes se alejó y el otro, con el detenido, se encaminó a la comisaría de la estación. Iban andando cuando sonó un móvil, el del
carabiniere
. Se lo acercó al oído y dijo
«ah, sí, mamma
», al tiempo que dirigía un gesto de disculpa al joven revientacoches. El chaval asintió, comprensivo, y permaneció a la espera, mirando alternativamente el cielo y sus zapatos, mientras el
carabiniere
recibía de su madre lo que, por las muecas, interpreté como una reprimenda. Al cabo de unos minutos colgó y pidió disculpas al detenido:
—
Scusami, lo sai come sonno le mamme…
—
Lo so, lo so, signor carabiniere, per carità…
—respondió el preso, con un gesto de infinita comprensión.
Roma tiene estas cosas: instantes dulces de comedia antigua, escenas que deberían transcurrir en blanco y negro. No conozco a ningún español que se haya instalado en Roma en estos últimos años y haya podido evitar la sensación de haber viajado atrás en el tiempo, hasta los años sesenta. Dicho así, el comentario podría sonar negativo. No lo es. Uno lamenta volver a los sesenta cuando tiene que tratar con un banco (bastantes oficinas, sobre todo en el sur, permanecen ajenas a la informática), con la administración pública o con el servicio de Correos, pero no en otras ocasiones.
Lo de las madres italianas será un tópico, pero resulta rigurosamente cierto. Juan Lara, periodista de la agencia Efe y experto vaticanista, vivió una de esas situaciones maternas. Viajaba en autobús y en una parada el conductor dejó su asiento para dirigirse a los viajeros. Les explicó que su madre estaba enferma y vivía cerca de allí. ¿No les importaría que se desviara un momento de su ruta para visitarla? El pasaje, al parecer, no puso objeciones. El autobusero dejó su ruta, condujo hasta el domicilio materno, aparcó delante del portal (en doble fila, por supuesto) y subió a hacer la visita, mientras la clientela esperaba en su asiento o fumaba un pitillito en la puerta. Un cuarto de hora más tarde, con el deber cumplido, el conductor regresó y dio las gracias al personal por su paciencia. El personal, a su vez, le premió con un aplauso: madre no hay más que una.
En 1964, el ilustre periodista Luigi Barzini (1908-1984) escribió, en inglés,
The italians
, un libro que en algunos aspectos sigue siendo muy útil. Barzini afirmaba que «la familia italiana es la única institución fundamental en el país», y ofrecía algunas explicaciones: «No resulta sorprendente que los italianos, viviendo, como siempre lo han hecho, entre la inseguridad y los peligros de una sociedad desordenada e impredecible, figuren entre aquellos que encuentran refugio tras las paredes del hogar». Y agregaba una curiosa teoría: «Los italianos son, en muchos sentidos, parecidos a los judíos: los judíos tienen la misma actitud práctica y desencantada; forman parte de esa gente, escasa, capaz de reírse de sus propias manías; mantienen una notable desconfianza respecto a las más nobles intenciones de los demás y siempre buscan los motivos concretos que se ocultan tras ellas».
Barzini, que había vivido en Nueva York y se alineaba entre las siempre numerosas, y en Italia siempre impotentes, filas de los reformistas, extraía una conclusión ácida. Según él, la familia italiana «fomenta activamente el caos en muchos sentidos, en especial porque hace inútil el desarrollo de instituciones políticas fuertes».
Cuando Luigi Barzini escribió
The italians
, en Italia no existía el divorcio. Barzini consideraba imposible que llegara a legalizarse algún día. Ahora sí existe, y se registran unos 80.000 al año (en España superan los 140.000). También es legal el aborto, con limitaciones similares a las de otros países de la Europa occidental. La familia, sin embargo, sigue siendo especial en Italia. Está cambiando, por supuesto. Eso lo decía ya Barzini hace casi medio siglo, lo digo yo ahora y lo dirán muchos otros dentro de cincuenta años: Italia cambia, pero no deja de parecerse a sí misma.
La figura central, aunque no la más visible, de la sociedad italiana es la
mamma
. Es ella quien se encarga de perpetuar la italianidad de Italia y la romanidad de Roma. Para empezar, la
mamma
vela para que su hijo se convierta en un buen
mammone
(no confundir con el castellano «mamón»), un ser feliz, despreocupado, con ese brillo juguetón en los ojos que caracteriza al italiano de género masculino, perennemente ligado al regazo materno y, por sublimación, más o menos devoto de alguna Virgen católica. En determinados casos, el crío crecerá y se convertirá en
vitellone
, el hombre casi cuarentón que no deja el hogar familiar y disfruta de una existencia relativamente ociosa. Eso también ocurre, cada vez más, en España, pero aquí no tenemos una palabra tan expresiva como
vitellone
, algo así como «ternerón», para definir el fenómeno. En otros casos, la gran mayoría, el crío crecerá y formará su propia familia, dentro de un esquema típicamente semimatriarcal: la mujer manda dentro, y el hombre, fuera.
Estamos, claro, generalizando, como suele hacerse cuando se habla de un país entero. En Italia hay personas y familias para todos los gustos. Siguiendo con la generalización, el norte viene a parecerse más a las sociedades centroeuropeas y el sur es más mediterráneo, lo que, para lo que nos ocupa, significa que se acerca mucho al estereotipo de lo italiano. En ese sentido, Roma pertenece al sur.
Giuseppina, la portera de Palazzo Massimo, nuestra primera residencia en Roma, era un buen ejemplo de
mamma
. Giuseppina, en realidad, no era la portera. El portero era el marido, casualmente llamado Massimo. El pasaba las jornadas de buen tiempo en el portal, contemplando el ir y venir de la gente por Corso Vittorio; en invierno se recluía en su garito y observaba el ocasional ir y venir de los vecinos por el
cortile
renacentista. Giuseppina hacía todo lo demás, es decir, todo. Trabajaba limpiando apartamentos, entre ellos el nuestro, se ocupaba de su casa y del hijo, Alfonso, que tenía diez años la última vez que nos vimos, y no consideraba que la pasta fuera algo que se comprara en el supermercado, sino algo que uno amasa personalmente. Eran de Avelino, cerca de Nápoles. Lola, mi mujer, enseñaba inglés al chaval, un crío tímido y con unos modales exquisitos para los tiempos que corren. Conviene recalcar que la
mamma
mima de forma desmesurada a sus hijos, en especial los varones, pero no renuncia a su autoridad. Los italianos gozan, en ese sentido, de una buena educación doméstica.