Historias de Roma (2 page)

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Authors: Enric González

Tags: #Biografía, Viajes

BOOK: Historias de Roma
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Y el 1 de septiembre de 2003 volamos desde Washington a Roma.

Lo primero, en cualquier parte, es el idioma. Oh, el italiano es muy fácil, se pilla enseguida, dirá el lector. Le doy la razón, con reservas, si el objetivo se limita a pedir una
puttanesca
en el restaurante. Más allá, la ignorancia de la lengua italiana entraña enormes peligros. No hay nada más proceloso que deducir una lengua que se desconoce, pero resulta familiar. Ya saben, los temibles «falsos amigos», las palabras que suenan como las propias y, sin embargo, tienen un significado muy distinto.

A modo de advertencia, reseñaré dos casos, ocurridos ambos a sendos sacerdotes.

En el primero, un joven cura español recién llegado a Roma desea comprar un cacharro para la pequeña cocinilla de su residencia. Necesita, concretamente, un cazo de buen tamaño. Acude a una ferretería y lo pide en lo que deduce como versión italiana, esto es, pide un
«cazzo grosso»
. En la tienda aún se ríen cuando recuerdan el día en que apareció un cura y, plantado ante el mostrador, exigió un cipote de gran tamaño.

En el segundo caso, otro sacerdote, catalanoparlante, se siente mal y acude a un centro hospitalario. En urgencias le preguntan qué le pasa, y el hombre traduce mentalmente. Está mareado y deduce que el mareado castellano y el
marejat
catalán confluirán en algo así como
mareggiato. «Sono mareggiato»
, informa.
Mareggiato
no significa nada, pero
amareggiato
, sí. Significa algo así como amargado o resentido. No recomiendo a nadie que se presente en un hospital para confesar sus resentimientos: existe un riesgo cierto de acabar bajo observación psiquiátrica.

Queda claro, por tanto: lo primero es el idioma.

Un viejo amigo de París, Fernando Linares, que había trabajado como corresponsal en Roma años antes, me habló de un tipo que tenía una academia de español. Una academia llamada Don Quijote, nada menos. Yo ya me manejaba más o menos con el español, lo que necesitaba eran clases de italiano, pero de todas formas telefoneé al profesor, de nombre Ángel Amezketa, y acordamos un encuentro en la Vineria Reggio de Campo dei Fiori. Fue el primero de muchísimos encuentros con Ángel, casi siempre en Campo, casi siempre en la Vinería.

Ángel era poeta. Y también uno de esos personajes excéntricos, con un pasado asombroso, que un día u otro quedaron atrapados en el peligroso remanso del tiempo romano. Ya hablaremos de Ángel más adelante. El caso es que el día en que nos encontramos me sugirió que llamara a un antiguo alumno suyo y, tras unos instantes de confusión, porque el antiguo alumno se llamaba, y se llama, Alunno, es decir, alumno, conseguimos entendernos.

Andrea Alunno, uno de los romanos más romanos que conozco, tan romano que en cuanto pudo se largó a vivir a Madrid, se convirtió al cabo de unos días en nuestro profesor particular. Venía a desayunar con nosotros a una cafetería cercana al hotel y durante un par de horas nos introducía en los arcanos de la lengua italiana, subjuntivos incluidos. Andrea, que también aparecerá más adelante, es hoy un buen amigo. Entonces, sin embargo, era solamente un tipo joven, empleado como técnico en una gran empresa de telefonía móvil, que se escaqueaba del trabajo para obligarnos a repetir conjugaciones irregulares.

Hay tantas Romas como queramos. Digamos que, simplificando y en términos exclusivamente urbanísticos, hay una Roma antigua (el llamado
centro storico
), una Roma de finales del
XIX
(las avenidas que rompen la armonía del centro, la atrocidad de la «máquina de escribir» blanca en Piazza Venezia, es decir, el horrible Monumento a la Patria perpetrado por los Saboya, y algunos elegantes barrios residenciales como Prati, Parioli o el menos conocido Macao, detrás de Termini) y una Roma mussoliniana: más avenidas que rompen la armonía del centro, unos cuantos edificios pretendidamente imperiales y ese barrio tremendo de las afueras construido para la nonata Exposición Universal de Roma de 1942 y lógicamente denominado EUR. Luego están la Roma desarrollista, hacia las afueras, donde la mayoría de la gente normal vive en edificios bastante normales, y la Roma pobre y oscura, cruel, sexual y violenta de la
borgata
pasoliniana.

Ir a la periferia, a vivir como gente normal en condiciones normales, estaba descartado desde el principio. Teníamos el hotel en Prati y aprendimos a apreciar su amplitud, su calma y el espacio de sus viviendas. Una vez apreciadas esas ventajas, decidimos optar por lo más complicado, que era lo más interesante, y buscar piso en esa Roma estrecha, oscura, caótica y semipeatonal (circulan coches, pero no siempre hay aceras donde refugiarse) del
centro storico
.

Por una vez, no me tocó a mí solo. Lola estaba conmigo desde el primer día y se encargó de visitar todo tipo de antros alquilables, mientras yo hacía lo que hace cualquier corresponsal recién llegado: presentarme en los sitios, pedir acreditaciones y empezar a integrarme en la tertulia futbolística que se celebraba cada tarde, cerca de mi mesa, en la redacción del diario
La Repubblica
.

Al cabo de un par de semanas, Lola tenía ya controlados dos o tres pisos más o menos habitables y con un alquiler más o menos razonable. Había visto también un apartamento absurdo, lleno de escaleras, columnas y bóvedas, a un precio escalofriante. Habría hecho mejor callándose. Pero me habló del apartamento absurdo de precio escalofriante en Palazzo Massimo, el palacio del milagro ambiguo, y en ese mismo momento, sin haberlo visto, yo supe, y ella supo, que era el que me gustaba.

Además de ofrecer las ventajas ya citadas, el apartamento en cuestión estaba en obras de duración indeterminada. Me pareció irresistible.

Así fue como alquilamos el último piso, un palomar en realidad, del Palazzo Massimo de Pirro: número 145 de Corso Vittorio Emanuelle, entre Campo dei Fiori y Piazza Navona. En ese apartamento imposible, un laberinto de escaleras con algún rellano exiguo a modo de habitación, tuvimos una explosión de gas (sin víctimas), dos inundaciones por goteras, innumerables rebeliones de la tarima de madera, empeñada en combarse, y algún otro incidente que no recuerdo ahora.

Tres años después nos trasladamos a un piso más sensato, junto al Panteón. Pero lo que a mí me gustaba era el disparate de Palazzo Massimo.

2

El apartamento-palomar de Palazzo Massimo era propiedad de la familia Fendi, la de los bolsos, y poseía un excelente pedigrí como nidito de amor para senadores (el edificio del Senado, Palazzo Madama, se encontraba a pocos metros), arquitectos municipales y otros personajes pudientes. Se trataba de un lugar idóneo para impresionar a las conquistas femeninas, siempre que éstas poseyeran unas piernas robustas y un espíritu aventurero. Había que subir cuatro pisos de los de antes para llegar a la puerta del apartamento, estrechísima, tras la cual comenzaba otra escalera igualmente estrecha que conducía a otra escalera y a la «lavandería», donde estaba previsto ubicar la lavadora e incluso, según los agentes inmobiliarios, al personal de servicio, a condición de que dicho personal consistiera en una sola persona de estatura inferior a 120 centímetros con aptitudes para el contorsionismo.

Saliendo de la lavandería y volviendo a subir por la primera escalera se accedía, a mano derecha, a una tercera escalera que conducía a un dormitorio pequeño y a un baño, y, a mano izquierda, a una estancia abuhardillada en la que era imposible no golpearse la cabeza y a una cocinilla diminuta (la nevera era un minibar) pensada, con toda lógica, para que cupiera, sin desperdiciar un centímetro, esa persona enana y contorsionista que dormía más abajo. Una cuarta escalera llevaba al salón, espléndido, con vistas al oeste, al sur y al este.

La quinta escalera, metálica y bamboleante, conducía a una habitación aérea, una garita llena de cielo en la que estaba previsto instalar un jacuzzi (imagino que el modelo especial para contorsionistas enanos). Ya he dicho que los anteriores inquilinos no solían dedicar el apartamento a un uso familiar, sino, digamos, recreativo. Nosotros dudamos un poco, pero nos pareció evidente que una vez llena la bañera todo se habría venido abajo, y renunciamos. En esa garita acabé poniendo una mesa y una silla, y en ella, al cabo de un tiempo, escribí una cosa que se publicó bajo el título de
Historias de Nueva York
.

Fue complicado meter muebles ahí dentro. Casi tanto como conseguirlos. Nuestros bártulos habían viajado en barco desde Baltimore hacia Nápoles, y allá por noviembre, al cabo de una travesía que duró meses, fuimos informados de que se encontraban ya en las aduanas napolitanas. Comprobamos que era imposible sacarlos de allí: siempre faltaba un papel, un trámite, una autorización. Casualmente, uno de esos días entrevisté al entonces ministro del Interior, Giuseppe Pisanu, y tras la conversación formal charlamos un momento sobre cosas intrascendentes. Le comenté lo mío con las aduanas de Nápoles y no se extrañó en absoluto. «Deben de esperar una propina», sentenció. Llamó a uno de sus colaboradores, un ex agente de la CIA (hablo en serio), y le encargó que telefoneara a Nápoles. Dos días más tarde, los trastos estaban en Roma. Sin propinas, que yo sepa.

Ya he dicho que la puerta del apartamento era estrecha. Me tocó una nevera en una rifa de la Asociación de la Prensa Extranjera (sigo hablando en serio) y hubo que dejarla en el rellano, porque no cabía. Al final la desmontamos fuera y volvimos a montarla en el interior. Pero el sofá, procedente de los grandes espacios de Washington, vía Nápoles, era de una pieza. Hizo falta contratar una grúa e iniciar los consiguientes trámites municipales (que a día de hoy aún deben de seguir su curso, supongo) para subir el sofá hasta la azotea y desde allí, con cuerdas, introducirlo por una ventana. Ése era el plan.

El plan tenía sus complicaciones, porque entre el lugar donde podía colocarse la grúa y el tejado del edificio había una columna del estadio de Domiciano, con un par de milenios a cuestas y algún beodo meando en el pedestal; también había un señor que cobraba por aparcar en una plazoleta de aparcamiento gratuito, la señora madre del señor que cobraba por aparcar y algún turista despistado. Con la fachada tampoco se podía bromear, porque era la del Palazzetto Istoriato. Vista de lejos parecía, como todo, una ruina carcomida por la vegetación y la roña, pero no era necesario fijarse demasiado para apreciar, pese al desgaste, los frescos renacentistas que decoraban el exterior del muro con escenas del Viejo Testamento.

La grúa estaba ya contratada cuando llegó Paolo, con un grupo de tipos silenciosos. No me pregunten quién era Paolo, porque nunca llegué a saberlo con exactitud: tal vez fuera el encargado de las obras en el piso, tal vez fuera el capataz de la familia Fendi, tal vez fuera un «conseguidor» genérico, tal vez pasara por allí. A Paolo se le había ocurrido que no hacía falta ninguna grúa. «Vamos a subir hasta el tejado del palacio contiguo», propuso, «y desde ahí estos amigos saltarán con el sofá hasta su casa». Dijo algo así, creo. Paolo hablaba en dialecto cerrado. El proyecto era evidentemente disparatado y respondí que no, que de ninguna manera, que no merecía la pena que alguien se matara por el puñetero sofá.

Aún no había concluido la frase, con mi torpe manejo del idioma, y Paolo estaba ya cargando el sofá con su tropa y alejándose, escaleras abajo.
«Non fa niente, non fa niente, sono moldavi»
, iba explicando, coreado por los propios moldavos: «
Niente, niente
». Y así, «
niente, niente
», al cabo de un rato Paolo y sus moldavos voladores aterrizaron sobre la casa con el sofá. No hubo víctimas ni daños materiales, salvo alguna teja rota.

Nuestro apartamento tenía sus inconvenientes. El edificio, sin embargo, era majestuoso. Y no lo digo solamente por el campanario, la capilla y los curiosos milagros de san Felipe Neri. Los mismos sótanos, construidos hace unos dos mil años, habrían sido un monumento histórico en cualquier otro sitio. Sobre ellos se alzó la grada sur del estadio de Domiciano, lo que hoy llamamos Piazza Navona. Los muros del edificio, o de los edificios, porque se trataba de tres o cuatro palacios adosados y parcialmente amontonados, eran más recientes. Durante unos siglos estuvo aquí el Palazzo del Pórtico y en 1471, sólo tres años después de la muerte de Gutenberg, alojó en su parte posterior, donde la fachada conservaba rastros de la decoración pictórica renacentista, un taller tipográfico en el que unos alemanes imprimían biblias. Las tropas de Carlos V, en 1527, se cargaron el pórtico, la imprenta y todo lo demás; cuando terminaron de saquear la ciudad, del antiguo
palazzo
, propiedad de la familia Massimo, papistas y enemigos del emperador, no quedaban más que cascotes requemados.

El palacio contemporáneo fue terminado en 1536 con una extraña fachada ventruda, siguiendo la forma redondeada que indicaban los cimientos del estadio, y adornada con columnas. Esa parte central recibió el nombre obvio de Palazzo Massimo alle Colonne, por la familia propietaria (los príncipes Massimo, vieja aristocracia de la creada por los papas y conocida como «nobleza negra», viven todavía en el primer piso) y por las columnas. Era un
palazzo
porque en Roma cualquier edificio grande y más o menos comunal es un
palazzo
. Aunque un poco venido a menos, también era un palacio en un sentido tradicional.

Junto al palacio de las columnas estaba el otro Palazzo Massimo, el de Pirro. Los romanos llamaban Pirro al dios Marte, cuya escultura decoraba originalmente el patio o
cortile
donde entraban los carruajes. La estatua y otros ornamentos fueron trasladados en 1738 al Museo Capitolino. Quedaron urnas vacías en los muros, plantas que se derramaban desde un jardín del primer piso (el de los príncipes), algunos coches aparcados y un curioso silencio, inusual en el centro de Roma.

3

Campo dei Fiori es la gran plaza laica de la vieja Roma: la única, creo, que carece de iglesia y de vírgenes en las esquinas. Dicen que fue, hace mucho, un campo florido, y que el nombre viene de ahí. Podría ser.

Campo no descansa nunca. De madrugada se instala el mercado, que se recoge a mediodía para dejar espacio a los paseantes y las terrazas; en cuanto oscurece se convierte en una zona de juerga nocturna y ya tarde, pasada la medianoche, acoge grupos de beodos, improvisados partidos de fútbol multitudinarios, cargas policiales en fin de semana y, de vez en cuando, alguna que otra puñalada. En Roma, las puñaladas suelen escaparse. La lengua italiana es rica en esos quiebros. Cuando en una manifestación, una fiesta, un partido de fútbol u otro evento se produce un brote de violencia y muere alguien, el comentario será un
«ci scappa il morto»
trufado de escepticismo y mesura. Cosas que pasan. En Campo, en ciertas madrugadas,
«ci scappa la coltellata»
entre grupos de jóvenes ebrios. Lo cual no significa que el lugar sea peligroso, ni mucho menos. Sólo resulta desaconsejable para grupos de jóvenes ebrios que anden buscando bronca con otros grupos de jóvenes ebrios.

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