Un aviso, antes de comenzar a andar. Estamos en la «península» romana que, con el mausoleo de Augusto y el Ara Pacis al norte, y la isla Tiberina al sur, marca una pronunciada curva en el Tíber. Esto era, en tiempos imperiales, el Campo de Marte, Campo Marzio en italiano, y aquí se desarrollaron importantes acontecimientos de aquella época. Cerca de Largo Argentina, se supone, ocurrió uno de los asesinatos más famosos de la historia. El punto exacto no se conoce, pero en algún lugar de esta zona, entre el Panteón y el Área Sagrada de Largo Argentina, Bruto y sus compinches apuñalaron a Julio César. En muchos restaurantes hay muros o columnas de la era imperial y en cada uno de ellos aseguran que allí entró el cuchillo en las carnes del César. Si hubiera que hacerles caso a los camareros, el crimen de los Idus de Marzo debió parecerse a un pasacalles, con el César lleno de agujeros y corriendo de un portal a otro para no defraudar a ningún futuro miembro del gremio de la hostelería. Las cenizas de Julio César fueron enterradas cerca, junto a la Via Flaminia (actual Via del Corso), en otro lugar cuyo paradero exacto desconocemos. El suelo romano esconde muchos misterios.
El Campo de Marte fue un ensanche de la Roma imperial. La ciudad nació en las colinas del Capitolio y el Palatino, tuvo una extensión monumental en los Foros, disponía de un puerto fluvial (el actual Testaccio) y un barrio de pescadores (Trastevere), y en el momento de mayor grandeza creó en el Campo de Marte un barrio de templos, palacios, estadios y teatros. Varias de las calles mantienen el trazado imperial, aunque la tortuosidad de algunos callejones procede del Medievo. Hacia el siglo
IX
, cuando Roma había degenerado en villorrio y ni los papas querían vivir en ella, el viejo Campo de Marte y el Trastevere fueron los únicos núcleos regularmente habitados y habitables. La principal huella de esos siglos son las torres de vigilancia: aquí y allá verán callejas llamadas «Tor», por torre, y algunas torres que sobreviven.
No nos confundamos con las fachadas de las casas, relativamente nuevas: la mayoría de ellas son edificios romanos que fueron abandonando los pisos inferiores tras sucesivas inundaciones fluviales, y siglos después remodelaron el exterior. Por poner un ejemplo, la habitación de las calderas del Senado, que tenemos muy cerca, es del tiempo de los césares y está decorada con columnas de mármol.
Hecha la digresión, vamos allá.
Caminemos unos pasos hacia la Piazza della Minerva, decorada con una escultura exótica. A Bernini se le ocurrió decorar la plaza con una escultura original y muy descansada. Digo descansada porque Bernini la firmó y la cobró sin dar ni golpe, o casi: la dibujó, encargó a su alumno Ferrata que esculpiera un elefante (símbolo de castidad grato al papa Alejandro VII porque, se decía, era un animal que copulaba solamente una vez cada cinco años), y le colocó encima un pequeño obelisco egipcio del siglo
VI
antes de Cristo, procedente de Asuán. Y ya está: se cansó Ferrata y se cansa el elefante, siempre con el obelisco a cuestas.
Tal vez nos hemos anticipado, porque en la misma esquina, cuando estamos a punto de entrar en la Piazza della Minerva, vemos a la izquierda un quiosco de prensa. El hijo de los dueños, que jugó en los juveniles de la Roma y llegó a coincidir con Totti, es un típico izquierdista italiano (definición: un hombre permanentemente cabreado con los políticos de izquierda) que, cosa no tan típica, soporta con dificultad las pompas católicas. Mal asunto: no trabaja en el barrio más adecuado.
Justo detrás del quiosco, en el 34 de Via di Santa Chiara, se encuentra el negocio de Annibale Gammarelli. Poca broma: es el sastre que confecciona el primer traje de los papas, el que se ponen tras la elección en el Cónclave para asomarse y saludar al público en la plaza de San Pedro. Como no se sabe si el nuevo papa será gordo o flaco, alto o bajo, Gammarelli tiene listas varias tallas. Generalmente, los papas siguen vistiéndose en el mismo sastre, que fabrica y vende también los típicos mocasines rojos, esos que algunos atribuyen a Prada u otras marcas de moda. Benedicto XVI compra en esta tienda, pero los jerseys negros de cuello alto, como el que lucía la tarde de su elección y sigue usando en cuanto se quita el traje de faena, los adquiere en Milán.
A la altura de Gamarelli, flanqueando el lado derecho del quiosco y en la misma calle, justo en la esquina con la Minerva, hay otro clásico eclesiástico, más bien dedicado al
prêt-à-porter
, aunque también confecciona a medida: hablamos del emporio Ghezzi, que lo mismo vende unos calcetines negros de cura rústico que decora el interior de una iglesia. En Ghezzi hay de todo, desde cálices hasta calzoncillos. Yo no pasaría de largo sin comprar, al menos, unos calcetines rojos de cardenal. Los más viciosos, o los que deseen una auténtica experiencia cardenalicia, pueden comprar también un liguero rojo como el que suelen utilizar los príncipes de la iglesia cuando visten de gala.
Sigamos adelante y veamos, a mano derecha, el
pie di marmo
, un pie colocado en la esquina de la calle del mismo nombre con la Via de Santo Stefano del Cacco. Perteneció a una gran estatua romana, no sabemos más. Ni siquiera hay acuerdo sobre si el pie es femenino o masculino, aunque a tenor del calzado uno apostaría por lo segundo. Es posible que proceda del antiguo templo de Isis, que se alzaba donde hoy se alza Santa María sopra Minerva y del que quedan fragmentos en el sótano de la iglesia. Entren, si les apetece, en la iglesia. Hay mucho en el interior. Un crucifijo de Miguel Ángel, sin ir más lejos. Disculpen que no les acompañe, creo que se orientarán mejor con una clásica guía turística.
Una vez sobrepasada la iglesia de Santa María, y a la altura del pie de mármol, nos introducimos en territorio jesuita. San Ignacio de Loyola y los suyos establecieron aquí sus dominios, sobre un eje que va desde la iglesia del Jesús a la de San Ignacio, pasando por el Colegio Romano, que fue la gran universidad de los monjes-guerreros de la Contrarreforma.
Y ahora, un consejo de amigo. A la izquierda, antes de pisar la Piazza del Collegio Romano, se abre la Via di San Ignazio. En el número 52 se esconde, literalmente, uno de los prodigios romanos menos conocidos: la Biblioteca Casanatense, que hasta el siglo
XVIII
fue una de las mejores del mundo. La fundó el cardenal Casanate (1620-1700), dominico, nacido en Nápoles en una familia de origen navarro, los Aoiz; fue gobernador de diversos territorios papales, inquisidor en Malta y bibliotecario de la Santa Iglesia Católica. Gracias a su cargo de archivista vaticano acumuló libros preciosos, que unió a los heredados de su padre en una colección fabulosa, que hoy reúne más de 350.000 volúmenes antiguos, entre ellos 6.000 manuscritos y 2.200 incunables, además de la mejor colección de edictos papales. La sala principal de la Biblioteca Casanatense es una de las estancias más bellas de Roma. Entrar es gratis. A las 9 y a las 3 (conviene confirmar) hay visitas guiadas.
Sigamos por la misma calle hasta la plaza y la iglesia del mismo nombre. La iglesia de San Ignacio, más que la cercana del Jesús, «catedral» de los jesuitas, muestra la tremenda potencia visual del arte de la Contrarreforma. No hablamos de virguerías barrocas, sino de auténticas alucinaciones visuales. Ya sé que estamos entre gente de mundo y que no hace falta avisar, pero no entren en este templo bajo el efecto de una droga: podrían pasar un mal rato porque del techo pintado por Andrea Pozzo brotan manos, rostros y rayos divinos. «Brotan» literalmente, acercándose al observador. Ni la aparente profundidad del techo ni la falsa cúpula pueden describirse correctamente: hay que estar ahí, bajo el invento de Pozzo, para comprender de qué hablamos.
A la salida de la iglesia, desde la puerta, miremos la placita que tenemos ante nuestros ojos y apreciemos la simetría: es un exquisito escenario teatral.
Volvamos rápidamente a la Piazza del Collegio Romano, porque hay otra cosa que no podemos perdernos: el Museo Doria-Pamphili. La entrada es carilla y el museo es bastante doméstico: una rama de los Doria, italobritánica, sigue viviendo en el piso de arriba. Vale la pena dar una vuelta por el interior, pero lo imprescindible está en un rincón, en una sala minúscula con una puerta cerrada al fondo que utilizan los propietarios, los Doria, para bajar de vez en cuando a contemplar su joya: el Inocencio X pintado por Velázquez. El artista español retrató al papa Inocencio tal como era, con toda su desconfianza y su crueldad dibujada en los ojos. Es un cuadro sobrecogedor. Siglos después, el pintor británico Francis Bacon, obsesionado con el retrato velazqueño, volcó sobre el rostro de Inocencio X un imaginario litro de ácido y lo «deconstruyó» en un retrato tan impresionante como el original.
Tomemos la Via della Gatta, donde está la cafetería del museo, y tras recorrer unos metros llegaremos a la placita Grazioli. Habrá, con toda seguridad, algún coche de policía, porque nos encontramos ante la entrada de servicio del Palazzo Grazioli, residencia romana del
Cavaliere
Silvio Berlusconi. Lo de
Cavaliere
, ya que lo mencionamos, es un título que se inventaron los burgueses del norte para no ir por la vida sólo con el nombre y el apellido; no significa nada, aunque ahora, en una república que canceló los títulos nobiliarios (en Italia no hay condes ni marqueses, si exceptuamos la nobleza negra), es lo único disponible.
En el interior del palacio, entre estancias majestuosas, antigüedades, obras de arte y la corte berlusconiana de señoritas alegres, hay un salón que reproduce con total precisión, banderas y bustos incluidos, la sala de consejos de ministros del Palazzo Chigi (se pronuncia «Quichi»), sede de la Presidencia del Gobierno. Berlusconi se lo hizo construir durante el mandato de Romano Prodi, cuando se encontraba en la oposición, para apaciguar el síndrome de abstinencia del poder.
Saldremos a la Via del Plebiscito y tomándola a mano derecha (si quieren visitar la catedral jesuita del Jesús, la tienen justo a la izquierda: podemos esperar un rato) nos plantaremos en Largo Argentina. Aquí, frente al desaparecido Pórtico de Pompeyo, había unos templos de los que se ignora todo. Fueron descubiertos en el siglo
XIX
, cuando los reyes piamonteses, recién conquistada la ciudad a los papas, se dedicaron a ampliar algunas calles céntricas para adecuarlas a sus desfiles y sus cosas. Como no sabemos gran cosa de estas ruinas, las llamamos Area Sacra, área sagrada, y listos.
Asomados a las ruinas veremos gatos, muchos gatos. Roma es una ciudad gatuna, y estas piedras viejísimas constituyen el epicentro de la felinidad mundial. Las ruinas ejercen, desde hace décadas, la función de residencia de gatos abandonados. Una asociación formada principalmente por vecinos del barrio financia los gastos y atiende a los animales recogidos.
Ignoro si son ustedes aficionados a la historia contemporánea, y si les suena Aldo Moro. Fue dos veces primer ministro, entre 1963 y 1968 en la primera etapa, entre 1974 y 1976 en la segunda, y patrocinó el «compromiso histórico» con el Partido Comunista. El 16 de marzo de 1978 su escolta fue acribillada por las Brigadas Rojas y Moro quedó en manos de unos secuestradores idealistas, imbéciles y crueles. Uno de ellos, una mujer llamada Adriana Faranda, ya no es ni idealista, ni imbécil, ni cruel: lo aseguro, he tenido el placer de conocerla. Cuando salió de la cárcel vendió todas sus propiedades, un pisito heredado y poco más, y distribuyó el dinero obtenido entre familiares de las víctimas de las Brigadas Rojas. Lo hizo de forma anónima, a través de un sacerdote, porque no quería que los beneficiarios de la donación se sintieran forzados a perdonar. Con el tiempo conoció a la hija mayor de Aldo Moro y trabó amistad con ella. Algunas historias de violencia terminan así, con un abrazo. Muy pocas, en realidad.
El secuestro de Moro duró 54 días agónicos, durante los que el propio papa Pablo VI se ofreció a reemplazar al político como rehén del grupo terrorista. El papel de su partido, la Democracia Cristiana, fue bastante ambiguo en ese periodo en el que Italia permaneció en vilo. El secuestrado, bajo la terrible presión del cautiverio y la amenaza del disparo en la nuca, escribió cartas muy críticas con sus compañeros, especialmente con
Il Divo
Giulio Andreotti.
El 9 de mayo, el terrorista Mario Moretti, único de los secuestradores que tenía contacto directo con Moro, ordenó a la víctima que saliera del «piso franco» (cuya ubicación es todavía desconocida) y que se metiese en el maletero de un coche, tapándose con una manta. Le dijo que iban a liberarle. Acto seguido le disparó diez balazos. Moretti es un personaje oscuro. Fue condenado a seis cadenas perpetuas, de las que cumplió quince años. El fundador intelectual de las Brigadas Rojas, Renato Curzio, le consideraba (ya antes del secuestro) un infiltrado de los servicios secretos, dominados por el neofascismo, o de los mismos neofascistas, que con atentados como el de la estación de Bolonia fomentaban la denominada «estrategia de la tensión» para provocar un golpe de Estado militar.
Moretti abandonó el coche con el cadáver en la Via Michelangelo Caetani, que nace aquí, en Largo Argentina. El lugar elegido estaba a mitad de camino entre la sede de la Democracia Cristiana (Piazza del Gesù) y la del Partido Comunista (Via Boteghe Oscure), para subrayar la oposición de los extremistas al «compromiso histórico» entre la DC y el PCI. Me parece admirable que los terroristas lograran aparcar el automóvil en ese lugar simbólico: les aseguro que nunca, ni entonces ni ahora, ha resultado fácil encontrar un aparcamiento en el barrio.
Dejemos este terrible episodio y, por Via della Torre Argentina, regresemos al punto de partida para caminar, en sentido inverso, la Via di Santa Chiara hasta dos plazas contiguas, la de Caprettari y la de San Eustachio (léase «Eustaquio»), que combinadas ocupan un área minúscula; estoy convencido de que el dormitorio de Berlusconi en Palazzo Grazioli, capaz de acomodar, se dice, decenas de señoritas complacientes, tiene más metros cuadrados.
En la Piazza de San Eustachio, lo suyo es tomar el mejor café del mundo. Lo preparan en el Caffé San Eustachio, tostando los granos con leña cada mañana y moliéndolos sobre la enorme cafetera, que está de espaldas al público para no divulgar los «secretos» del negocio. Ustedes dirán, quizá, que no es el mejor café del mundo. Vale. Pues aquí nos peleamos. Sepan que no lo digo sólo yo, lo dicen también los romanos, las guías turísticas y hasta
The New York Times
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