Historias de Roma (5 page)

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Authors: Enric González

Tags: #Biografía, Viajes

BOOK: Historias de Roma
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Cuando llevaba a algún visitante al café, solía imponerle una prueba previa: tenía que decirme por qué nadie quiere casarse en la iglesia de enfrente, la iglesia de San Eustachio.

Es posible que conozcan la historia de este santo. Era un general romano, de nombre Placidus, que combatió a las órdenes de Trajano. Un día, mientras cazaba, vio una cruz luminosa entre las astas de un ciervo y se convirtió al cristianismo. Fue martirizado en el año 118, durante las persecuciones de Adriano, y santificado como San Eustaquio.

Ya está casi todo dicho. Ahora sólo tienen que mirar hacia el techo de la iglesia, donde se alza una cruz sobre una cabeza de ciervo, dotada de una fenomenal cornamenta. Evidentemente, a los romanos no les gusta salir de su boda bajo la sombra de los cuernos.

Ahora sí, se han ganado un
gran caffé
, el sensacionalmente cremoso café doble del San Eustachio. Sobre todo, no se confundan de café. El que está en la esquina, con un agradable aspecto antiguo, pertenece, dicen, a la Camorra napolitana. La policía lo cierra de vez en cuando, pero vuelve a abrir enseguida. Cosa de las influencias, supongo.

Ánimo, no nos queda casi nada. Estarán lamentando los puñeteros adoquines, los
sampietrini
(por la fábrica de materiales creada para construir la basílica de San Pedro), tan bonitos y tan incómodos para caminar. Hagamos un último esfuerzo para remontar la leve cuesta de la Via de la Dogana Vecchia, la Aduana Vieja. Podrían pensar ustedes que suben una pequeña colina, y se equivocarían. En realidad no hay tal colina, sino una montaña de ruinas cubiertas de asfalto, de ahí la pendiente.

Siguiente parada, San Luigi dei Francesi, que guarda varias pinturas de Michelangelo Merisi da Caravaggio (1571-1610), el «pintor-fotógrafo», el pintor que encarna la ambivalencia romana para lo lúdico y lo cruel, el gran tenebrista, el genio con alma de canalla que iba de trifulca en trifulca y un día, muy cerca de donde estamos, junto a la actual Piazza de Campo Marzio, mató a estocadas a un tipo porque le había ganado en un juego parecido al tenis. Para poder ver sus cuadros hay que iluminarlos, y para iluminarlos hay que echar monedas en una maquinita. Pobre Caravaggio, no se merecía esa mezquindad.

Y ahora, siguiendo la callejuela que nace frente a la iglesia, la Via dei Giustiniani, llegamos por fin a nuestro destino. Se trata de una de las plazas más bellas del mundo, dominada por uno de los edificios más singulares del mundo: el Panteón.

El Panteón es el tercer Panteón. El primero, construido por Marco Agripa en 25 a.C., quedó destruido por el gran incendio del año 80. El segundo, hecho por Domiciano, duró poco: en 110 le cayó un rayo y ardió también. La obra de Adriano, en cambio, duró para siempre. Para que se hagan una idea, sólo en 1958 los técnicos modernos consiguieron levantar una cúpula de hormigón más grande que la del Panteón. Hasta entonces no había sido posible reproducir tal maravilla.

Aunque el edificio es de Adriano, éste prefirió dedicarlo a Agripa, creador del primer templo: «M. AGRIPPA L.F. COS TERTIUM FECIT» (Marco Agripa, hijo de Lucio, lo hizo en su tercer Consulado). El nombre sugiere que el templo se utilizaba para adorar a todos los dioses. Tal cosa resulta, sin embargo, poco verosímil: los romanos antiguos no tenían costumbre de someter a sus dioses a la promiscuidad de convivir amontonados, y cada uno disponía de sus templos. Fuera para lo que fuera, siglos más tarde se convirtió en iglesia cristiana, fue utilizado para enterrar al pintor Rafael y a varios miembros de la Casa Real de los Saboya, y en él se celebran misas.

Si les quedaran ganas, verán en la plaza una cafetería llamada La Tazza d'Oro. Es la única que rivaliza con la cafetería San Eustachio. Para mí no hay color, pero en este caso tolero la heterodoxia.

Casi no me atrevo a decirlo, porque ocurre rarísimas veces. Lo de que nieve en Roma, digo. ¿Nieva y están en Roma? Corran hacia el Panteón y hagan lo que hace cualquier romano informado: entren y miren al techo, al agujero de la cúpula. Los copos entran en el templo y quedan suspendidos girando en el aire. Sólo eso. Tal vez tengan ocasión de contemplar un espectáculo más sublime, pero dudo que sea en esta vida.

5

Los italianos son formales en el trato. Y los romanos, más. Procediendo de un país como España, en el que parece que todos nos conozcamos de toda la vida y en el que las sutilezas del lenguaje han sido sustituidas por carraspeos, sonidos guturales y tacos, tiendo a apreciar el uso de fórmulas de cortesía en la comunicación interpersonal.

Al principio cuesta acostumbrarse a besar a los amigos. En España no hay costumbre de besos entre hombres. El beso italiano, además, se realiza al revés del hispánico: primero se orienta la cara hacia la izquierda y después hacia la derecha. Con el tiempo, uno aprecia esa efímera intimidad física, mucho más cordial que el apretón de manos.

Ocurre, sin embargo, que las simples formalidades italianas en los gestos o en la conversación directa, expresiones como el «señor» o «señora» o el «usted» o el
«caro amico»
, se complican bastante cuando se escribe, muy en especial cuando se escribe a alguien que no pertenece al círculo de amistades.

Supongamos, por ejemplo, que hay que enviar un correo electrónico. Si el destinatario es nuestro fontanero, podemos arriesgarnos a suponer que carece de título universitario y tratarle simplemente como «
Gentile Signore
», aunque, por si acaso, mejor
«Gentilissimo»
. En caso de duda, mejor
«Egregio»
, añadiendo
«Dottore»
o
«Dottoressa»
. También se usa la fórmula
«Distinto Dottore»
. Ahora bien, en el caso de que el destinatario ostente una cátedra o sea jefe de algo conviene pasar al
«Pregiatissimo»
o al
«Chiarissimo»
. Andrea, nuestro profesor de italiano, tuvo que hacernos una larga chuleta con esas fórmulas, porque el encabezamiento de una carta o un correo no es nada en comparación con el final: ahí hay que tirar, como mínimo, por el
«In attesa di un suo gradito riscontro»
o por el
«Colgo l'occasione per porger la distinti saluti»
.

Esto se debe, hasta donde yo sé, a la tradición burocrática. Los romanos detestan la burocracia, pero me temo que no sabrían vivir sin ella. Cualquier pequeña gestión se convierte, en Roma, en una ceremonia larga y complicada. Nuestra experiencia iniciática en ese sentido se produjo cuando fuimos a solicitar el permiso de residencia, o
«permesso di soggiorno»
. Lola y yo podríamos haber acudido a la Questura el sábado, jornada reservada a diplomáticos, corresponsales, futbolistas y demás extranjeros de presunto postín. Pero preferimos comprobar cómo funcionaba el proceso con el inmigrante de a pie.

En la primera visita a la Questura de Via Genova, junto a Via Nazionale, no sacamos nada en claro porque llegamos a las 8 de la mañana y ya no daban número. Al día siguiente estábamos en la cola antes de las 6 y logramos acceder, rodeados por una variopinta marea humana, al patio del edificio. Al fondo había una ventanilla por la que teníamos que pasar uno a uno, con nuestro pasaporte y nuestro contrato de trabajo. Mientras cientos de personas esperábamos, la ventanilla se abría y cerraba a intervalos: ahora se atiende, ahora no. Me acerqué para averiguar qué pasaba dentro y vi a un caballero de unos treinta años, con unas espectaculares gafas de sol, que hojeaba
La Gazzetta dello Sport
. En cuanto encontraba una noticia interesante, o se le acercaba un compañero oficinista para realizar algún importante comentario sobre la rodilla de Totti o el esquema táctico de la Roma, el caballero de las gafas oscuras cerraba la ventanilla; pasada la emergencia, reiniciaba el contacto con la ciudadanía. Pensarán que me lo invento. Ojalá.

Hacia mediodía, con el ánimo cercano a la desesperación, Lola se puso a charlar con una monja romana que acompañaba a una novicia africana. Salió, por supuesto, el tema de la burocracia y las esperas. «Ah, hija mía», exclamó la monja, «recuerde que Roma es eterna, y lo es para todo». No dejamos de recordarlo en los cinco años que vivimos allí.

Cualquier residente en Roma atesora estupendas historias bancarias. A nosotros nos costó una prolongada gestión abrir una cuenta en la Posta, el equivalente de la antigua Caja Postal española; cerrarla fue prácticamente imposible. No lo logramos antes de abandonar la ciudad y al cabo de un tiempo, durante una visita, lo intentamos de nuevo. Tras firmar todo lo firmable, la amable funcionaría nos pidió ciento treinta euros para concluir el trámite, que consistía tan sólo en cerrar una cuenta. Debimos mostrar una expresión muy perpleja, porque la funcionaría accedió a negociar: «Venga, me pagan cien y no se habla más». Pagamos, por supuesto.

Nuestra cumbre particular, en materia de tortuosidades en los servicios públicos, nos la proporcionó Correos. Sebastián Mera, un amigo de Madrid al que habíamos conocido en Londres, me pidió que le enviara un libro. Opté por utilizar el Chronopost, lo más lujoso y caro en materia de paquetería. El 12 de julio de 2006, miércoles, pagué treinta y cinco euros para que el libro llegara en 24 horas, y nos fuimos de vacaciones. Un mes más tarde, el libro seguía sin llegarle a Sebastián. Una de las ventajas del Chronopost-Paccocelere Internazionale consiste en que se puede seguir, a través de internet, el itinerario del paquete. Lola entró en la página correspondiente y comprobó que el libro había salido de Roma el 14 de julio, pero no hacia Madrid, sino hacia París; desde allí había viajado a Madrid, pero, por razones misteriosas, el 17 de julio se había trasladado a Bruselas, donde se comprobó que la dirección era incorrecta; lógicamente, el libro había sido enviado a una oficina postal alemana, que a su vez lo había reexpedido a Estados Unidos, más concretamente a Wisconsin, el 7 de agosto.

Lola escribió un correo electrónico a los coordinadores del periplo:

«Gentili Signori:

Vi informo che il paccocelere internazionale ZAooo 483591IT accettato in ufficio postale il 12.07.2006 non é arrivato a suo destino, Madrid. Invece si trova “in giacenza” negli Stati Uniti dal 7.08.2006. Vi ringrazio in anticipo per la vostra cortesía e disponibilitá»
, etcétera.

No transcribo la respuesta por entero, porque ocuparía un capítulo completo. Una sola frase: un anónimo funcionario le pedía a Lola un número de teléfono
«per eventuali necessitá di chiarimenti sulla sua problematica»
. Ah, la problemática. El paquete llegó en octubre, pero no a Madrid, sino, tras una sosegada estancia en Finlandia, a nuestro domicilio en Roma. Lo trajo un cartero muy amable que nos pidió treinta y cinco euros. Le hicimos notar que ya habíamos abonado los treinta y cinco euros en julio, y el amable cartero sonrió: «Ya, pero ustedes pagaron por un envío simple, y este paquete se ha recorrido medio mundo». Pagamos, ya lo creo que pagamos. Valía la pena, por disponer de un certificado que acreditara el asombroso periplo. Y por recuperar el pobre libro, tan viajado él.

Conviene saber que los romanos avisados utilizan la oficina de Correos del Vaticano, en la misma Piazza San Pietro. El correo vaticano es gestionado por el servicio de correos suizo. El envío tiene que pasar por Suiza, pero, si hay prisa, siempre es mejor Zúrich que Wisconsin.

6

Francia tiene a Albert Camus. Italia, a Leonardo Sciascia. Ambos fueron, y son, la conciencia de muchos. Hablamos de personajes complejos, porque no existe la conciencia fácil. Sciascia era siciliano y tan enemigo de la mafia como del negocio antimafioso. De él, ahora, nos interesa una frase que define la política italiana: «Italia es un país sin verdad». Debemos recordar estas palabras, porque sin ellas nos perderíamos en el laberinto.

En general, se da por supuesto que el antiguo régimen democristiano, surgido en la inmediata posguerra gracias a un pacto entre el Vaticano, las fuerzas conservadoras y los restos aprovechables del fascismo, con la aquiescencia de la oposición comunista, se hundió entre 1992 y 1993 en un marasmo de corrupción y caciquismo. Y que de ahí surgió un fenómeno nuevo, encarnado en Silvio Berlusconi. Considero inexacta esa interpretación, porque en Roma, y en Italia, no aparecen novedades: el laberinto es circular y el principio y el final están en el mismo punto.

Para entrar en materia, si no tienen inconveniente, les contaré la historia de un crimen familiar que enlaza el pasado con el presente. Es la historia de los marqueses Casati Stampa.

Camillo Casati Stampa di Soncino, descendiente de nobles longobardos y con un árbol genealógico que se remontaba hasta un milenio atrás, tenía treinta y un años en 1958. Tenía también una vivienda de lujo en Roma, otra en Milán, siete fincas con coto de caza, un castillo en Cusago, una casa de verano en la isla de Zannone y, como joya del patrimonio inmobiliario, una residencia palaciega en Arcore, cerca de Milán, con más de diez mil libros antiguos y una pinacoteca de valor incalculable. Tenía una esposa, una bailarina napolitana llamada Letizia Izzo, con la que se había casado en 1950. Y una hija, Annamaria, de siete años.

Anna Fallarino, nacida en 1929 en un pueblecito cercano a Nápoles, carecía de abolengo. Pero era muy guapa. Se había establecido en Roma al acabar la guerra, para buscar fortuna como fuera. Trabajó en una peluquería y en una tienda de moda femenina, desfiló como maniquí en algunas pasarelas y consiguió un brevísimo papel de figurante en una de las películas más infames de Totó,
Tototarzan
, en la que participaba otra
starlette
que se hacía llamar Sofia di Lazzaro y luego cambió el nombre por el de Sofia Loren. Contrajo matrimonio en 1950, el mismo año que el marqués Casati Stampa, con el ingeniero Giuseppe Drommi. La pareja no tuvo hijos.

Se ignora cómo se conocieron el marqués Casati Stampa y la bella Anna Fallarino. Corrado Augias, en su libro
Secretos de Roma
, sugiere que ambos se enamoraron en Cannes durante una fiesta que acabó en trifulca: el célebre playboy Porfirio Rubirosa intentó seducir a Anna, el marido de Anna empujó a Rubirosa, éste le noqueó de un puñetazo y el marqués, con mayor o menor fortuna, terció en la pelea. Lo único seguro es que la relación entre Anna y el marqués comenzó en 1958.

El marqués Casati Stampa poseía una fortuna prácticamente ilimitada y estaba emparentado con buena parte de la aristocracia negra, la nobleza romana, reaccionaria y ociosa, que durante siglos había constituido la corte de los papas y engendrado cientos de cardenales. Cuando uno es rico y sabe manejar los recursos vaticanos, se pueden hacer milagros: el marqués consiguió, en sólo un año, que tanto su matrimonio como el de Anna fueran declarados nulos por el tribunal eclesiástico de la Rota. El ingeniero Drommi desapareció de escena, cabe suponer que provisto de una indemnización suficiente, y Letizia Izzo aceptó el arreglo de la anulación a cambio de una generosa pensión vitalicia y de un puesto en el fastuoso panteón familiar de los Casati Stampa, uno de los más notables monumentos fúnebres del norte de Italia.

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