Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López
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Pese a las continuas declaraciones belicistas y a los preparativos para la guerra, que respondían a una sensación ampliamente compartida de un próximo estallido bélico, el ataque israelí desencadenado en la mañana del 5 de junio de 1967 constituyó una completa sorpresa, sobre todo por dirigirse simultáneamente contra sus tres principales enemigos: Egipto, Siria y Jordania. La sorpresa y la audacia fueron, sin duda, la clave de que la Tercera Guerra árabe-israelí se saldara con un triunfo rápido y espectacular de Israel, que se aprovechó además de los graves errores tácticos cometidos por Egipto en las semanas previas a la guerra, en las que llegó a cambiar hasta cuatro veces su primitivo plan de defensa del Sinaí, el llamado plan Qahir (Gawrich, 1991). Siguiendo los principios clásicos de la guerra relámpago, en tres horas la aviación israelí puso fuera de combate al 85% de la fuerza aérea egipcia, destruida antes de que pudiera despegar. El avance de sus unidades blindadas por el Sinaí fue incontenible, y el día 8 alcanzaban la orilla oriental del Canal de Suez. En el frente jordano, la lucha duró cuarenta y ocho horas, que fue el tiempo que el rey Husein tardó en aceptar el alto el fuego propuesto por el Consejo de Seguridad de la ONU. Por entonces, Israel ocupaba ya la parte oriental de Jerusalén y toda Cisjordania. A continuación se iniciaron las hostilidades en los Altos del Golán, que el ejército israelí arrebató a Siria en apenas veinticuatro horas. Así pues, entre los días 5 y 10 de junio, Israel había ocupado Gaza, el Sinaí, Jerusalén oriental, Cisjordania y los Altos del Golán, lo que suponía multiplicar por más de cuatro su superficie anterior al conflicto (de 20 700 km2 a 89 359).
La Guerra de los seis días destruyó la capacidad militar de los enemigos de Israel, pero tuvo como contrapartida el agravamiento del problema palestino con el éxodo de 300 000 habitantes de Cisjordania y la permanencia de cerca de un millón de árabes en los territorios de Gaza y Cisjordania, sometidos a un estricto control militar. La condena de la comunidad 'internacional fue unánime, con algunos matices y salvedades en el caso de los principales países occidentales. La URSS y los Estados del Este de Europa, con excepción de Rumania, retiraron a sus embajadores. De Gaulle se apartó una vez más de la línea predominante en el bloque occidental con una crítica sin paliativos a la «agresión» israelí. Las negociaciones entre Estados Unidos y la URSS llevaron a un relativo acercamiento de posiciones ante el problema de Oriente Próximo, lo que facilitó la labor mediadora de las Naciones Unidas. Finalmente, tras haberse rechazado diversos planes de paz, el 22 de noviembre de 1967 la ONU votaba por unanimidad un texto basado en una propuesta británica que ordenaba la retirada de las tropas israelíes de los territorios ocupados, aunque la redacción del texto, deliberadamente ambigua, no precisaba si se trataba de todos o de una parte de ellos. Como contrapartida, se proclamaba el «reconocimiento de la soberanía, integridad territorial e independencia política de todos los Estados de la zona», incluido, lógicamente, Israel.
La resolución 242 era la primera que la ONU adoptaba por unanimidad en relación con Oriente Medio desde 1947. La fuerza que le daba ese respaldo de la comunidad internacional se estrellaba, sin embargo, con la negativa de Israel a llevar a cabo la retirada. La disposición de los países árabes hacia la resolución era más favorable, por el hecho mismo de que su derrota había debilitado notablemente su capacidad de presión. Pero la actitud de los dirigentes árabes distaba mucho de ser uniforme, y fluctuaba entre el radicalismo verbal de Nasser y el pragmatismo de Husein de Jordania, que negociaba secretamente con Israel, mientras el líder de la OLP, Yassir Arafat, clamaba por hacer de la capital jordana «el Hanoi de los árabes». En esas condiciones, la resolución 242 era papel mojado, tal como pudo constatar el secretario general de la ONU, U Thant, que en abril de 1969 habló de un «estado de guerra latente» en la zona del Canal de Suez. De las intenciones de Israel y Egipto hablan elocuentemente sus presupuestos de defensa del año 1970: un 19% del PNB en el caso de Egipto y un 25% —frente al 10% cuatro años antes— en el de Israel (Derriennic, 1980, 192-194).
Pero el conflicto no estaba circunscrito al Canal de Suez. En septiembre de 1970, la tensión entre el gobierno jordano y las organizaciones palestinas, descontentas con la supuesta tibieza de Jordania ante Israel, desembocó durante varios días en graves enfrentamientos armados con visos de guerra civil —Septiembre negro—. Su reanudación en julio del año siguiente dio como resultado la expulsión de la OLP del territorio jordano. Poco antes (septiembre de 1970) fallecía el presidente egipcio Gamal Abder Nasser, principal abanderado del panarabismo, que fue sucedido en el cargo por Anuar al-Sadat. Menos carismático que Nasser, el nuevo presidente egipcio no tardó en revisar las estrechas relaciones que el país mantenía con la URSS en tiempos de Nasser. La expulsión en 1972 de 18 000 consejeros soviéticos instalados en Egipto fue una de las consecuencias del giro que Sadat imprimió a la política exterior egipcia. Mientras tanto, la derrota de 1967 y el progresivo distanciamiento de algunos dirigentes árabes respecto a la causa palestina llevaron a la aparición de grupos palestinos radicales, resueltamente partidarios de la violencia, como el llamado Septiembre negro, responsable, entre otros actos terroristas, del secuestro y asesinato de varios atletas israelíes que participaban en los Juegos Olímpicos de Múnich de 1972. El terrorismo palestino llevó a Israel a adoptar una activa política de represalias más allá de sus propias fronteras, como los ataques dirigidos contra miembros de la OLP en el Líbano.
El deterioro de la situación, que los egipcios definían como de «ni guerra ni paz», recordaba mucho las vísperas de la Guerra de los seis días, sólo que en este caso fue Egipto el país que tomó la delantera con un ataque sorpresa. A lo largo de 1973, Anuar al-Sadat había mantenido varias entrevistas con dirigentes árabes para coordinar una acción militar contra Israel con mayores posibilidades de éxito que en 1967. Recuperado del desastre militar de entonces, Egipto contaba, además, con la audacia de la operación y con el apoyo activo de los países árabes. Fue como el ataque israelí de 1967, pero a la inversa: el 6 de octubre de 1973, coincidiendo con la festividad judía del Yom Kippur, el ejército egipcio, reforzado con tropas árabes de diversa procedencia, cruzaba el Canal de Suez y penetraba con éxito en el Sinaí, al tiempo que los sitios avanzaban en los Altos del Golán con el apoyo de Jordania, cuya frontera con Israel, sin embargo, permaneció inactiva.
Fue también, como la de 1973, una guerra corta, aunque a diferencia de aquélla se dieron bruscas alternativas. A las cuarenta y ocho horas del ataque árabe, Israel conseguía contraatacar en el frente sitio, donde no sólo recuperó el terreno perdido los dos primeros días en el Golán, sino que se adentró en Siria hasta llegar a amenazar su capital, Damasco. En el Sinaí, el contraataque israelí, iniciado el 15 de octubre, llevó a las tropas judías a cruzar el Canal de Suez por el Sur y establecer una cabeza de puente en territorio egipcio. El 22 de octubre, en plena ofensiva israelí, el Consejo de Seguridad de la ONU, previo acuerdo entre Estados Unidos y la URSS, ordenó un alto el fuego inmediato, que fue aceptado por todas las partes, incluido Israel, aunque a regañadientes y bajo una fuerte presión norteamericana. La aceptación del alto el fuego por el gobierno israelí, cuando todo apuntaba a una victoria aplastante, desencadenó en aquel país una feroz campaña de acusaciones contra la primera ministra, Golda Meir, por parte de los sectores más intransigentes. Curiosamente, sería el líder del partido nacionalista Likud, Menahem Begin, quien firmaría cinco años después con el presidente egipcio Sadat los acuerdos de Camp David que pusieron fin al contencioso entre Egipto e Israel.
La Guerra del Yom Kippur tuvo una dimensión novedosa en el viejo conflicto de Oriente Próximo, que contribuyó decisivamente a la globalización del problema, y fue la utilización del petróleo como un medio de presión económica sobre los países occidentales, aliados, en su mayor parte, del Estado de Israel, al que se sometió a un severo embargo petrolífero. La subida del precio del petróleo a partir de finales de 1973 tuvo tal impacto en el mercado mundial, que los países industrializados, acostumbrados durante décadas a tener petróleo abundante y barato, se vieron sumidos de repente en la peor crisis económica desde la recesión de los años treinta. De todas formas, como se verá más adelante, el encarecimiento del petróleo no fue la única causa que provocó el brusco cambio de ciclo sufrido por el capitalismo mundial en los años setenta.
La crisis energética iniciada a finales de 1973 marcó el final de una era de crecimiento y bienestar que alcanzó su cima en los años sesenta, en un momento, como hemos visto, de aguda crisis social y cultural. La herencia de esa década larga que llegaría hasta 1973 combinaría de forma contradictoria multitud de elementos negativos y positivos. La distensión redujo sin duda las posibilidades de una hecatombe nuclear que en 1962 había parecido muy próxima, pero no supuso ni la desaparición de los conflictos periféricos —Vietnam, África, Oriente Próximo— ni el desarme nuclear de las grandes potencias, sino, como mucho, una ralentización de la carrera de armamentos emprendida al principio de la Guerra Fría. El nuevo orden instaurado por la distensión registró asimismo la ruptura del duopolio nuclear que habían mantenido Estados Unidos y la URSS desde finales de los años cuarenta tras el acceso a la bomba atómica de Gran Bretaña, Francia y China.
Las dos superpotencias llegaron a la década de los setenta en una situación de cierto equilibrio —equilibrio asimétrico, como muchas veces se ha denominado— que era el resultado del gran esfuerzo de la Unión Soviética por superar su retraso de los años anteriores, por ejemplo, en misiles balísticas intercontinentales (ICBM), de un alcance superior a 5500 kms. En 1972, según fuentes occidentales, la URSS tenía 1618 misiles de este tipo por 1054 de Estados Unidos, que tan sólo ocho años antes cuadruplicaba los efectivos soviéticos, aunque los norteamericanos superaban a sus adversarios en otros capítulos de la política de defensa y estaban prácticamente empatados en submarinos lanzamisiles polaris (Young, 1991, 14; Droz y Rowley, 1987, 480 y 490). Datos de 1976 indican que la URSS mantenía una clara superioridad en misiles de largo alcance (ICBM), mientras que el número de cabezas nucleares de Estados Unidos doblaba al de sus adversarios. En todo caso, tanto la distensión como el fin de la Guerra de Vietnam permitieron al gobierno norteamericano reducir de forma notable, en términos proporcionales, el presupuesto de defensa, que bajó del 9,0% del PNB al 5,9% entre 1969 y 1975, es decir, entre el momento álgido de la Guerra de Vietnam y el apogeo de la distensión.
Así pues, si algo no cambió tras la crisis de 1973 fue la política de distensión entre los dos bloques, que hacía compatible la permanente, aunque controlada, competencia armamentista entre las dos superpotencias, con la firma de acuerdos políticos, militares o económicos, como el tratado comercial suscrito en octubre de 1972, que convertía a Estados Unidos en principal proveedor de trigo de la Unión Soviética. Por el contrario, el escenario económico, sobre todo en el mundo occidental, sufrió una radical transformación. Las tasas de crecimiento —y no digamos de empleo— de los años sesenta tardaron mucho tiempo en recuperarse. El PNB había crecido a un promedio anual del 4,3% en Estados Unidos, del 5,1% en Alemania y del 11,4% en Japón, cuyo milagro económico, basado en una mano de obra muy cualificada y disciplinada, en la fuerte aportación del ahorro privado, en el apoyo a la investigación tecnológica y en una altísima productividad, le permitió llegar a la década de los setenta como una de las principales potencias industriales del mundo. En todos los países occidentales, el crecimiento iba acompañado, y era en gran medida la causa, de una baja tasa de paro. En 1970-1971, el desempleo representaba el 4,8% de la población activa en Estados Unidos, el 0,6% en Alemania y el 1,2% en Japón. En Europa Occidental, la tasa media de paro en los años sesenta no superaba el 1,5%, salvo en Italia y Bélgica. No podemos olvidar tampoco la emergencia de ese gigante económico que era la Comunidad Económica Europea, formada hasta la ampliación de 1973 por los seis países fundadores, pero que se había convertido ya en 1965 en la primera potencia comercial del mundo por el volumen de las transacciones intracomunitarias.
El alto nivel de vida alcanzado en esta época por los países desarrollados se apoyaba no sólo en el crecimiento económico, sino también en políticas redistributivas que garantizaban un bienestar mínimo a los sectores más desfavorecidos. Parados, jubilados, enfermos y jóvenes estudiantes sin recursos serían los principales beneficiarios del presupuesto dedicado a gasto social, notablemente reforzado en los últimos años de este ciclo expansivo: entre 1962 y 1973, el gasto social pasó en Estados Unidos del 14,0% al 20,0% del PIB, en Gran Bretaña del 14,5% al 16,5% y en el conjunto de la OCDE del 13,0% al 18,0%. Pleno empleo, fuerte crecimiento económico, alto nivel de consumo y bienestar social son los rasgos más característicos del paisaje socioeconómico propio de la Edad dorada del capitalismo que arranca del fin de la Segunda Guerra Mundial.
Pero en el haber de este período a caballo entre los años sesenta y principios de los setenta deben incluirse también algunas innovaciones tecnológicas cuyos efectos en el sistema productivo y en la vida cotidiana tardaron todavía unos años en percibiese. Aunque, como se vio más arriba, la revolución de las tecnologías de la información tiene sus orígenes más remotos en la Segunda Guerra Mundial, calificada por M. Castells como «la madre de todas las tecnologías», los principales avances se produjeron en los años sesenta y setenta, tanto en medios universitarios —y no sólo por parte de los investigadores profesionales, sino también de los propios estudiantes— como en los centros de investigación industrial y militar, con el complejo científico de Silicon Valley, California, como principal epicentro. Así, por ejemplo, el primer conmutador electrónico industrial data de 1969. Ese mismo año, la Advanced Research Project Agency, dependiente del Departamento de Defensa, creó una red de comunicación electrónica, ARPANET, que puede considerarse el primer antecedente de la actual Internet. Poco después, en 1971, un ingeniero de Silicon Valley fabricaba el primer microprocesador, casi al mismo tiempo que se iniciaba la producción en serie de fibra óptica. En 1975 se inventaba el microordenador y dos años después empezaba a comercializarse con éxito el modelo Apple II. Mientras tanto, unos estudiantes de la Universidad de Chicago tuvieron la intuición de conectar sus dos ordenadores a través del cable telefónico para intercambiarse información, lo que les convirtió en inventores del módem. No carece de sentido, pues, la afirmación de A. Kaspi de que el famoso complejo militar-industrial, al que aludió Eisenhower en 1961, estaba dejando paso a un complejo universitario-industrial, del que el parque tecnológico de Silicon Valley sería el mejor ejemplo. En ocasiones, no se trataba de un gran hallazgo científico, sino del desarrollo de nuevas aplicaciones o de la simplificación y abaratamiento de sistemas y artilugios ya existentes. Así, el circuito integrado, inventado en 1957, fue mejorado de tal forma a partir de 1959, que en 1962 los precios de los semiconductores habían caído un 85%. Diez años después, la producción —la mitad de ella para fines militares— se había multiplicado por veinte. En todo caso, los principales factores de la nueva revolución tecnológica —capacidad para guardar información y rapidez para transmitirla— experimentarían un desarrollo exponencial en los años siguientes, de tal forma que si en 1971 se empaquetaban en un chip del tamaño de una chincheta 2300 transistores, en 1993 cabían 35 millones (Castells, 1997, 66-74 y 386).