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Authors: Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra López

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Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas (58 page)

BOOK: Historia universal del Siglo XX: De la Primera Guerra Mundial al ataque a las Torres Gemelas
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El resultado de todo ello fue una encarnizada guerra civil con una amplísima repercusión internacional. La detención y el posterior asesinato de Lumumba, por los hombres de Tshombé (enero de 1961), además de consagrarle como símbolo del panafricanismo y del movimiento de países no alineados, acabó por decantar a la ONU en favor de una intervención, que se tradujo en el envío de una fuerza pacificadora formada por 18 000 cascos azules. El plan de reconstrucción diseñado por el secretario general de la ONU, el birmano U Thant, supuso el fin de la secesión de Katanga (1963), la retirada de los cascos azules (1964) y una precaria pacificación de la zona. En 1965, un golpe militar llevó al poder al coronel Mobutu, que estableció un régimen pro occidental, de tipo autocrático, y que en 1971 le dio al país el nombre de Zaire.

El destino de África en los años siguientes queda expresivamente reflejado en algunos datos. Entre el comienzo de la descolonización y el año 1968 se contabilizaron sesenta y cuatro golpes de Estado. En 1975, veinte de los cuarenta y un Estados soberanos eran gobernados por regímenes militares (Johnson, 1985, 104). Las guerras civiles o entre naciones adquirieron igualmente, como los golpes de Estado o las hambrunas, un carácter endémico. Entre las grandes catástrofes que ensombrecieron la independencia africana sobresale la guerra que entre 1967 y 1970 mantuvieron Nigeria y la República secesionista de Biafra, un conflicto parecido al que vivió el ex Congo belga, saldada con un millón de muertos. Cuando se aducen estos hechos para cuestionar, desde una óptica occidental, la viabilidad de la descolonización o su carácter prematuro, a menudo se olvida la responsabilidad de las antiguas metrópolis y de las grandes potencias en la inestabilidad y el empobrecimiento de aquellos países.

8.4. Cambios sociales y culturales de los años sesenta

Pocas etapas del siglo XX tienen un perfil histórico tan definido como la llamada década prodigiosa, comparable en muchos aspectos a los felices veinte, Fue, como esta última, una época de bonanza económica, de crisis social y moral y de desarrollo extraordinario de los medios de comunicación de masas —la radio y el cine, en los veinte; la televisión, en los sesenta—. Como entonces, la sociedad occidental pareció sucumbir al encanto de lo popular y lo moderno —el rock en los sesenta, como el jazz cuarenta años antes—, seducida por una moral hedonista y por una vaga idea de la revolución y la utopía. En palabras de uno de los personajes más representativos de la década prodigiosa, el líder estudiantil Daniel Cohn-Bendit, se trataba de recuperar «el gusto por la vida, el sentido de la historia» (Cohn-Bendit, 1998, 13).

Los cambios sociales y culturales que marcaron la década de los sesenta responden a factores históricos fácilmente identificables. El primero de ellos, el notable rejuvenecimiento de la población occidental a raíz del baby boom de la posguerra. Este hecho resultó especialmente importante en Estados Unidos, donde el número de nacimientos en 1946 superó en un 20% los registrados el año anterior. Entre 1946 y 1959, hubo una media anual, como mínimo, de 24 nacimientos por mil habitantes, frente a los 18 ó 19 de los años de la depresión. Como consecuencia de ello, en 1964 dos quintas partes de la población de Estados Unidos había nacido después de 1946, o, dicho de otra forma, tenía menos de dieciocho años (Patterson, 1998, 168). Aunque con menor intensidad, los países de Europa occidental habían experimentado el mismo fenómeno, cuyas causas hay que buscar en un conjunto de circunstancias típicas de la posguerra mundial: la necesidad de llenar el vacío demográfico dejado por la guerra, el dinamismo generado por la reconstrucción de los países devastados, el rápido crecimiento económico y, en general, el doble optimismo al que dio lugar el fin de la guerra y el fin de la depresión económica. Todavía podrían añadirse los avances médicos introducidos durante la guerra y la generalización de la sanidad pública gracias al nuevo Estado de bienestar. Esta conjunción de factores favorables dio como resultado lo que el economista J. K. Galbraith definió en 1958, en un libro ya citado, como la sociedad de la abundancia (The Affluent Society). Abundancia relativa, en todo caso, si se tiene en cuenta que, según M. Harrington, autor de un libro de gran impacto (The Other America, 1962), en Estados Unidos había por entonces en torno a cincuenta millones de pobres.

Con la década de los sesenta, los boomers alcanzaron la juventud, y, por tanto, la edad de votar, de ir a la Universidad y de hacer el servicio militar —en el caso de Estados Unidos, con muchas posibilidades de acabar en Vietnam—. Pocas veces se ha producido un cambio generacional tan brusco, no sólo por el peso demográfico que los jóvenes empezaban a tener en la sociedad, sino también por el profundo abismo existente entre las vivencias de los nacidos en la posguerra, acostumbrados al consumismo, al pleno empleo y a un nivel de bienestar social nunca antes conocido, y los padecimientos de las dos generaciones anteriores, marcadas por la experiencia de la recesión y la guerra, y que sentían como fruto de su propio esfuerzo el bienestar de las nuevas generaciones. El choque generacional se tradujo en el cuestionamiento por los jóvenes de la moral dominante y de los poderes establecidos. Algunas instituciones se vieron muy pronto desbordadas por una realidad para la que no estaban preparadas. La Universidad es el caso más representativo, porque la masificación universitaria de los años sesenta fue una de las consecuencias directas tanto del baby boom de la posguerra como del Estado de bienestar y del aumento del nivel de vida de las clases medias y bajas: entre 1960 y 1980, en los países de Europa occidental, la población universitaria se multiplicó como mínimo por cuatro y en algunos casos, como Italia o España por siete. La deficiente adaptación a esta realidad de una institución tan conservadora como la Universidad tendrá mucho que ver con la transformación de los campus universitarios en escenario de las revueltas juveniles de estos años.

En los principales países occidentales, las propias instituciones políticas estaban al principio de la década en manos de personas nacidas a finales del siglo XIX: Eisenhower, presidente de Estados Unidos hasta 1961, había nacido en 1890, lo mismo que De Gaulle, presidente de la República Francesa hasta 1969; Adenauer, canciller de la República Federal Alemana hasta 1963, en 1876, y el británico Harold MacMillan, el más joven de los cuatro, tenía setenta años cuando dejó el cargo de premier en 1964. El triunfo electoral de John F. Kennedy en 1960 se interpretó, en parte, como un premio a su juventud —tenía cuarenta y tres años— y a su capacidad para conectar con las nuevas generaciones. Su asesinato tres años después y el acceso a la presidencia de Lyndon B. Johnson, de cincuenta y cinco años, puso fin al relevo generacional y al cambio de imagen y estilo que había encarnado el presidente Kennedy en su breve mandato. En todo caso, la política de Johnson se puede considerar como una prolongación de la de su predecesor, aunque sin el carisma y la jovialidad de Kennedy. Hubo continuidad en la política exterior norteamericana, y también en el desarrollo de una ambiciosa política interior cifrada en la lucha contra la segregación racial (Civil Rights de 1964 y 1965), apertura de las fronteras a la inmigración y apoyo a la enseñanza pública y a la seguridad social, que vieron multiplicarse por cinco y por tres sus presupuestos federales en cuatro años (Villares y Bahamonde, 2001, 404-405). Era una política al servicio de lo que Johnson llamó en 1964, en un célebre discurso en la Universidad de Michigan, la Gran sociedad, basada en «la abundancia y la libertad para todos», y cuya formulación recordaba la nueva frontera invocada por Kennedy en 1960.

Desde los tiempos del New Deal de Roosevelt no se veía nada igual. Pero los indudables logros de Johnson en política interior no bastaron para compensar ni la Guerra de Vietnam ni la leyenda de su predecesor. La enorme popularidad de Kennedy en vida, agrandada por su muerte hasta convertirle en mito, fue fruto, como vimos, de una habilidad especial para dar forma a una amplia y difusa demanda social de cambio que él acertó a concretar en la Nueva frontera, un gran proyecto colectivo capaz de movilizar el espíritu pionero del pueblo americano en pos de nuevos desafíos, desde la erradicación de la pobreza —fenómeno, como se ha visto, más importante de lo que muchos creían— y la lucha por los derechos civiles, lo que le valió el apoyo de amplios sectores de la población negra y de la izquierda del sistema, hasta el objetivo de vencer a la Unión Soviética en la carrera espacial, plasmado en el compromiso de llevar a un hombre a la Luna. Pero la figura de Kennedy como símbolo de una época estaría incompleta sin su inigualable telegenia, una de las posibles claves de su victoria electoral en 1960. No es casualidad que tres de los grandes acontecimientos de la década establezcan un nexo directo entre Kennedy y la televisión, consagrada como el medio de comunicación de masas por excelencia: la campaña electoral de 1960, el atentado contra el presidente en 1963, del que la televisión pudo ofrecer imágenes de un extraordinario realismo, completadas poco después con las del asesinato ante las cámaras del principal sospechoso, L. H. Oswald, y finalmente la llegada del hombre a la Luna en 1969 y, con ella, la realización de uno de los sueños emblemáticos de la era Kennedy.

Pero la televisión tuvo a lo largo de la década un papel ambivalente en sus relaciones con el poder y la sociedad. Si puede decirse que aupó a Kennedy a la presidencia de Estados Unidos, también se podría afirmar que arruinó la carrera de Johnson con las imágenes emitidas a diario sobre la Guerra de Vietnam. La televisión, en todo caso, resultó fundamental en la difusión de la crítica al orden establecido por parte de los nuevos movimientos contestatarios de carácter juvenil, vertebrados en torno al rechazo de toda autoridad —Estado, ejército, familia— y a la defensa de una alternativa global al sistema. Más que como una ideología elaborada, esa alternativa solía formularse en forma de una nueva iconografía en la que latía una confusa, pero eficaz, voluntad de transgresión de la moral dominante: iconos revolucionarios, como Mao Tse-tung o Che Guevara, junto a mitos eróticos, como Marilyn Monroe; utopías naïfs como las comunas hippies o la película Yellow Submarine de los Beatles; apóstoles del mestizaje racial y musical, como Jimmy Hendrix; símbolos del éxito deportivo y del orgullo nacional, como los atletas negros del equipo americano John Carlos y Tommy Smith, medalla de oro y de bronce en la prueba de 200 metros en las Olimpiadas de 1968, convertidos en propagandistas del black power al responder al himno nacional levantando el puño enguantado. Naturalmente, la televisión también estaba allí.

Toda la cultura de los sesenta —incluida la contracultura— está plagada de elementos iconográficos que, divulgados y amplificados por los media, acababan eclipsando aquello que pretendían representar. El pop art típico de la década será la principal versión pictórica de ese juego transgresor, capaz de transformar en obras de arte, según la valoración de la crítica y del mercado, los objetos y las imágenes más triviales de la vida cotidiana o de incorporar al arte lenguajes plásticos característicos de la sociedad de consumo y de las nuevas generaciones, como la publicidad y el cómic. La imagen —como dijo MacLuhan de la televisión (Gutenberg Galaxy, 1962) —era el mensaje. Así lo entendió, no sin cierta frustración, una de las personas que mejor encarnó el espíritu de revuelta de los años sesenta: la activista norteamericana Angela Davis. Muchos años después reconoció la mezcla de sorpresa e irritación con que vivió el impacto social que provocó su célebre peinado afro, convertido en un símbolo en sí mismo, capaz de trascender —o simplemente de sintetizar— sus múltiples identidades: joven, negra, mujer y militante comunista. En cuanto la policía empezó a difundir aquella fotografía, Angela Davis fue consciente, según sus propias palabras, «del poder invasor y transformador de la cámara» y de su capacidad para convertir una imagen en ideología, y viceversa; con una virtud añadida que daba una fuerza incontenible a su imagen: el sentido polisémico de aquel nuevo icono, en el que unos vieron el vivo retrato de un «monstruo comunista» y otros una «revolucionaria carismática y arrolladora, dispuesta a liderar la lucha de las masas» (Davis, 1998, 23).

En realidad, muchos de los ingredientes de la contracultura de los sesenta estaban ya presentes en la década anterior, aunque como fenómenos minoritarios o marginales: el movimiento beatnik, el arte pop, el existencialismo, por no hablar de viejas tradiciones ligadas a la izquierda radical, como el anarquismo, el pacifismo, el feminismo o la lucha contra la segregación racial. En todo caso, los efectos fulminantes que la combinación de estas influencias tuvieron en el particular contexto de los años sesenta —distensión, Guerra de Vietnam, ruptura generacional— serian incomprensibles sin tener en cuenta el papel que la revolución sexual desempeñó como catalizador de un gran cambio en el sistema de valores y en la vida cotidiana. La liberalización de las relaciones sexuales fue consecuencia de múltiples factores, entre los que sin duda sobresale la mayor disponibilidad de medios anticonceptivos, como la píldora, inventada en 1960, pero también el rechazo por parte de las nuevas generaciones de los valores e instituciones vigentes, como el puritanismo, el orden patriarcal y la familia. De ahí la boutade del poeta Phillp Larkin al afirmar que «las relaciones sexuales empezaron en 1963» (cit. Hobsbawm, 1995, 334).

Aunque el movimiento en favor de la libertad sexual tuvo mucho de espontáneo —como todo en aquella época—, hay que señalar la influencia que en las nuevas promociones universitarias ejercieron algunos intelectuales occidentales en el campo de la filosofía y, especialmente, del psicoanálisis: el estructuralista francés Michel Foucault, autor de la Historia de la locura en la época clásica (1961) y El nacimiento de la clínica (1963), historiador de las formas e instituciones represivas en la sociedad burguesa —la cárcel, el manicomio, la moral victoriana—; el psicoanalista norteamericano de origen austríaco Wilheim Reich, pionero en los años veinte y treinta del freudomarxismo —una corriente intelectual clave en los sesenta—, creador en su juventud de una Liga para el fomento de una política sexual proletaria (sic); y, sobre todo, Herbert Marcuse, filósofo alemán que llegó a Estados Unidos en los años treinta huyendo del nazismo. De su abundante producción destacan dos títulos fundamentales por su amplia repercusión en la llamada nueva izquierda de los años sesenta: Eros y civilización (1955) y El hombre unidimensional (1964).

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