Pero aún antes de esta feliz conclusión, una nueva guerra se había encendido en el Norte por parte de la etrusca Veyes que no quería perder aquella favorable ocasión para destruir definitivamente a Roma. Le había hecho ya varios feos mientras estaba empeñada en defenderse de ecuos y volscos. Y Roma había aguantado a la inglesa, es decir, preparando el desquite. En cuanto tuvo las manos libres, las empleó para ajustar las cuentas. Fue una guerra dura que también requirió en un momento dado, el nombramiento de un dictador. Éste fue Marco Furio Camilo, gran soldado y, sobre todo, un hombre de bien, que aportó al Ejército una gran novedad: el
estipendio
, o sea la «soldada». Hasta entonces, los soldados habían tenido que prestar servicio gratis, y si tenían mujer, las familias que quedaban en la patria se morían de hambre. Camilo lo encontró injusto y lo remedió. La tropa, satisfecha, redobló su celo, conquistó de un embate Veyes, la destruyó y deportó como esclavos a sus habitantes.
Esta gran victoria y el ejemplar castigo que la rubricó llenaron de orgullo a los romanos; cuadruplicaron sus territorios llevándolos a más de dos mil kilómetros cuadrados, pero abrigaron hondos recelos de quien se los había procurado. Mientras Camilo seguía conquistando ciudad tras otra en Etruria, empezóse a decir en Roma que era un ambicioso y que se embolsaba el botín de los pueblos vencidos en vez de entregarlo al Estado. Camilo quedó tan amargado que renunció al mando y en vez de volver a la patria, para disculparse, se marchó voluntariamente al exilio, en Árdea.
Tal vez hubiera muerto allí dejando un nombre manchado por la calumnia, si los ingratos romanos no hubiesen vuelto a necesitarle para salvarse de los galos, el último y más grave peligro del que tuvieron que defenderse antes de iniciar la gran conquista. Los galos eran una población bárbara, de raza céltica, que, venida de Francia, había inundado ya la llanura del Po. Repartieron aquel fértil territorio entre sus tribus, los insubrios, los bonnos, los cenomanos, los senones: mas una de éstas, al mando de Breyo, dirigióse hacia el Sur, conquistó Chiusi, desbarató las legiones romanas en el río Alia, y marchó sobre Roma.
Los historiadores han contado después, envuelto en muchas leyendas, este capítulo que debió ser muy desagradable para la Urbe. Dicen que cuando los galos intentaron escalar el Capitolio, los gansos consagrados a Juno se pusieron a chillar despertando así a Manlio Capitolino quien, al frente de los defensores, rechazó el ataque. Puede ser. Pero los galos entraron igualmente en el Capitolio como en todo el resto de la ciudad, de donde la población había huido en masa para refugiarse en los montes circundantes. Dicen también que los senadores, sin embargo, se habían quedado, al completo, solemnemente sentados en los toscos sillones de madera de su curia, y que uno de ellos, Papirio, al sentirse tirar de la barba por broma de un galo, que la creía postiza, le arrojó a la cara el cetro de marfil. Y por fin narran que Brenno, tras haber pegado fuego a toda Roma, pidió, para irse, no sé cuántos kilos de oro e impuso, para pesarlo, una balanza apañada. Los senadores protestaron y entonces Brenno, sobre el platillo de las pesas, arrojó también su espada pronunciando la famosa frase:
Vae victis!
, «¡ay de los vencidos!». A lo que Camilo, reaparecido de milagro respondería:
Non auro, sedferro, recuperanda est patria
, «la patria se restaura con el hierro, no con el oro», se pondría al frente de un ejército que hasta aquel momento no se comprende dónde lo tuvo escondido y pondría en fuga al enemigo.
La verdad es que los galos expugnaron Roma, la saquearon y se marcharon perseguidos por las legiones, pero cargados de dinero. Eran bandoleros robustos y zafios, que no seguían ninguna línea política y estratégica en sus conquistas. Asaltaban, depredaban y se retiraban sin preocuparse en absoluto del mañana. De haber podido imaginar la venganza que Roma habría de sacar de aquella humillación, no hubieran dejado piedra sobre piedra. En cambio, la devastaron, sí, pero sin destruirla. Y volvieron sobre sus pasos, hacia la Emilia y Lombardía, facilitando a Camilo, llamado urgentemente de Árdea, reparar los daños. Probablemente no tuvo ni una sola escaramuza con los galos. Habían partido ya cuando él llegó. Mas, dejando a un lado los rencores, volvió a tomar el título de dictador, se arremangó la camisa y se puso a reconstruir la ciudad y el ejército.
Los mismos que le habían llamado ambicioso y ladrón le llamaron ahora «el segundo fundador de Roma».
Pero mientras sucedía todo esto en el frente exterior, la Urbe alcanzaba en el interior una importante meta con la Ley de las Doce Tablas.
Fue un éxito de los plebeyos que, desde que habían vuelto del Monte Sacro, no cesaron de pedir que las leyes no fuesen dejadas más en manos de la Iglesia, que a su vez era monopolio de los patricios, sino que se publicasen de modo que cada uno supiese cuáles eran sus deberes y cuáles las penas en que incurrirían en caso de infringirlas. Hasta aquel momento las normas en que se basaba el magistrado que juzgaba habían sido secretas, reunidas en textos que los sacerdotes conservaban celosamente y mezcladas con ritos religiosos con los que se pretendía indagar la voluntad de los dioses. Si el dios estaba de buen humor, un asesino podía salir de apuros; si el dios tenía mal día, un pobre ladronzuelo de gallinas podía terminar en la horca. Dado que quienes interpretaban su voluntad, magistrados y sacerdotes, eran patricios, los plebeyos se sentían indefensos.
Bajo la presión del peligro exterior, de los volseos, de los ecuos, de los veientos, de los galos y la amenaza de una segunda secesión en el Monte Sacro, el Senado, tras muchas resistencias, capituló, y mandó tres de sus miembros a Grecia, para estudiar lo que había hecho Solón en este terreno. Cuando los mensajeros volvieron, fue nombrada una comisión de diez legisladores, llamados por su número
decenviros
. Bajo la presidencia de Apio Claudio, redactaron el código de las Doce Tablas, que constituyó la base, escrita y pública, del derecho romano.
Esta gran conquista lleva la fecha del año 451, que correspondía, aproximadamente, al tricentenario de la fundación de la Urbe.
No anduvo sobre ruedas, pues los plenos poderes que el Senado había conferido a los
decenviros
para realizarla les gustó tanto a éstos, que al finalizar el segundo año, cuando vencían, se negaron a restituirlos a quien se los había dado. Cuentan que la culpa fue de Apio Claudio, que quiso continuar ejerciéndolos para reducir a esclavitud y vencer la resistencia de una bella y apetitosa plebeya, Virginia, de la que se había enamorado. El padre, Lucio Virginio, fue a protestar. Y, visto que Apio no le hacía caso, antes que dejar su hija a merced de aquel tipejo, le apuñaló. Después de lo cual, como ya hiciera Colatino después del caso de Lucrecia, corrió al cuartel, contó lo acaecido a los soldados y les exhortó a sublevarse contra el déspota. Indignada, la plebe se retiró otra vez al Monte Sacro (ya había aprendido), y el ejército amenazó con seguirla. Y el Senado, reunido de urgencia, dijo a los
decenviros
(con profunda satisfacción, creemos) que no podía mantenerles en el cargo. Fueron, pues, destituidos por decreto, Apio Claudio se convirtió en bandido, y el poder ejecutivo se devolvió a los cónsules.
No era aún el triunfo de la democracia, que sólo había de venir un siglo después, con las leyes de Licinio Sextio, pero era va un gran paso adelante. La pe de aquella sigla SPQR comenzaba a ser el
Populas
, tal y como nosotros lo entendemos hoy.
PIRRO
De la humillación sufrida a causa de los galos y de las convulsiones de la lucha interna entre patricios y plebeyos, Roma salió con dos grandes triunfos en la baraja: la supremacía en la Liga, respecto a las rivales latinas y sabinas que, mucho más devastadas que ella, no encontraron después un Camilo para reconstruirse; y un orden social más equilibrado que garantizaba una tregua entre las clases. Así que, apenas se hubo disipado la humareda de los incendios que Brenno había dejado en la estela de su retirada hacia el norte, la Urbe, totalmente nueva y más modernamente urbanizada que antes, comenzó a mirar a su alrededor en busca de botín.
De las tierras limítrofes, la Campania era la más fértil y rica. La habitaban los samnitas, una parte de los cuales, empero, había permanecido en los Abrazos. Y de aquí, acosados por el frío y el hambre, descendían a menudo para saquear los rebaños y las mieses de sus hermanos de la llanura. Bajo la amenaza de una de esas incursiones, los samnitas de Capua se dirigieron en busca de protección a Roma, que de todo corazón se la concedió, porque era la mejor manera de dividir en dos aquel pueblo y de meter la nariz en sus asuntos interiores. Así comenzó la primera de las tres guerras samnitas contra los de Abruzo, que duraron, en total, unos cincuenta años.
Fue breve, desde 343 hasta 34l, y algunos dicen que ni siquiera tuvo lugar, porque los abrazos no se dejaron ver y los romanos no tuvieron ganas de irles a desanidar en sus montañas. Pero quedó una consecuencia; la «protección» de Roma sobre Capua, que se sintió protegida hasta tal punto como para invitar a los latinos a un frente único contra la común protectora. Los latinos se adhirieron y Roma, de aliados que eran, se los encontró de improviso como enemigos. Fue un momento feo, que requirió los consabidos episodios heroicos para superar sus dificultades. Para dar un ejemplo de disciplina, el cónsul Tito Manlio Torcuato condenó a muerte a su propio hijo, quien, contrariamente a la orden de no moverse, había salido de las filas para contestar al ultraje de un oficial latino. Y su colega Publio Decio, cuando los augures le dijeron que con el solo sacrificio de su vida salvaría a la patria, avanzó solo contra el enemigo, gozoso de hacerse matar por él.
Sean ciertos o inventados estos episodios, Roma venció, y deshizo la Liga Latina que le había traicionado. Con esto acabó la política «federalista» usada hasta entonces, y se inauguró la «unitaria» del bloque único. Roma concedió a las diversas ciudades que habían compuesto la Liga formas diversas de autonomía, con objeto de impedir una comunidad de intereses entre ellas. Era la técnica del
divide et impera
que asomaba. Entre las ciudades súbditas no tenían que haber relaciones políticas. Cada una de ellas las mantenía sólo con la Urbe. Se mandaron
colonos
a Campania, a los que, como premio, se les entregaron las tierras conquistadas y donde constituyeron las avanzadillas de fa romanidad en el Sur. Nacía el Imperio.
La segunda guerra samnítica comenzó sin pretexto alguno, unos quince años después, en 328. Los romanos, que llegaron con la precedente hasta el umbral de Nápoles, capital de las colonias griegas, le echaron los ojos encima y quedaron encantados de sus largas murallas helénicas, de sus palestras, de sus teatros, de sus comercios y de su vivacidad. Y un buen día la ocuparon.
Los samnitas, tanto los del llano como los de la montaña, comprendieron que, si se la dejaba hacer, aquella gente devoraría toda Italia, y concluyeron paces entre ellos, atacando por la espalda a las legiones que habían penetrado tan lejos en el sur. De momento, su Ejército, más de guerrilleros que de soldados, fue batido, mas luego, mejor conocedores del terreno que los romanos, les atrajeron a las gargantas de Caudio, cerca de Benevento, donde les estrangularon. Tras repetidas e inútiles tentativas de resistencia, los dos cónsules tuvieron que capitular y sufrir la humillación de pasar bajo el yugo de las lanzas samnitas; fueron éstas las llamadas «horcas caudinas».
Como de costumbre, Roma encajó la afrenta, pero no pidió paz. Aprovechando la experiencia adquirida, reorganizó las legiones de modo a no exponerlas más a semejantes desventuras, convirtiéndolas en un instrumento de más fácil y ágil manejo. Después, en 316, reemprendió la lucha. Una vez más se encontró ante el peligro cuando los etruscos al Norte y los hérnicos al Sudeste trataron de cogerla por sorpresa. Los derrotó separadamente. Luego, dirigió todas sus fuerzas contra los aislados samnitas y en 305 expugnó su capital, Boviano, y por primera vez las legiones, atravesando los Apeninos, alcanzaron la costa adriática de la Apulia.
Estos éxitos preocuparon hondamente a los demás pueblos de la península que, por miedo, hallaron el valor de desafiar, coligados, a Roma. A los samnitas se sumaron esta vez, además de los etruscos, los umbros y los sabinos, decididos a defender, con la propia independencia, la propia anarquía. Acopiaron un ejército, que se enfrentó con los romanos en Sentino, en los Apeninos umbros. Eran superiores en número, pero los varios generales que mandaban los distintos contingentes, en vez de colaborar entre sí, tiraban a sacar partido cada cual por su cuenta. Y, naturalmente, fueron derrotados. Decio Mur, hijo del cónsul que se había sacrificado voluntariamente por la patria durante la campaña precedente, repitió el gesto de su padre y aseguró definitivamente el nombre de la familia en la Historia. La coalición se deshizo. Etruscos, lucanios y umbros pidieron una paz separada. Samnitas y sabinos siguieron combatiendo aún cinco años. Después, en 290 antes de Jesucristo, se rindieron.
Los historiadores modernos sostienen que Roma afrontó ese ciclo de guerras teniendo como mira un objetivo estratégico concreto: el Adriático. Nosotros creemos que sus legiones se encontraron en el Adriático sin saber cómo ni por qué, sólo persiguiendo al enemigo en fuga. Los romanos de la época no tenían mapas, ignoraban que Italia constituía lo que hoy se llamaría «una natural unidad geopolítica», que tenía forma de bota y que, para tenerla sujeta, se necesitaba dominar los mares. Pero, sin conocer ni formular la teoría, practicaban, sencillamente, el principio del
Lebensraum
, o «espacio vital», según el cual, para vivir y respirar, un territorio necesita anexionarse los contiguos. Así, para garantizar la seguridad de Capua, conquistaron Nápoles; para garantizar la seguridad de Nápoles, conquistaron Benevento; hasta que llegaron a Tarento, donde se detuvieron, porque más allá no había más que el mar.
En aquellos tiempos Tarento era una gran metrópoli griega, que había hecho grandes progresos especialmente en el campo de la industria, el comercio y las artes, bajo la guía de Arquitas, uno de los más grandes hombres de la Antigüedad, medio filósofo medio ingeniero. No era una ciudad belicosa. En 303 había pedido y obtenido de la Urbe la promesa de que las naves romanas no rebasarían jamás el cabo Colonna, es decir, que los romanos la dejarían en paz por la parte de mar, segura como estaba de que por vía terrestre no podrían llegar hasta allí. Y en cambio ahora se la veía caer encima precisamente por aquella parte.