Los cometidos del cónsul eran naturalmente los más ambicionados, pero también los más difíciles de ejercer y requerían, además de mucha energía, mucha diplomacia porque exigían continuos escarceos entre el Senado y las Asambleas populares, que lo elegían y a las que había de contestar.
Estas asambleas eran tres: los
comicios curiados
, los
comicios centuriados
y los
comicios tributos
.
Los
comicios curiados
eran los más antiguos, pues se remontaban a Rómulo, cuando Roma estaba compuesta de
paires
. Y, en efecto, tan sólo los patricios formaban parte de ellos. En los primeros tiempos de la República tuvieron funciones importantes, como la de elegir a los cónsules. Pero después, poco a poco, tuvieron que ceder casi todos sus poderes a la Asamblea Centuriada, que fue la verdadera Cámara de tos diputados de la Roma republicana. Y, lentamente, se transformaron en una especie de Consulta Heráldica, que decidía sobre todo en cuestiones genealógicas, o sea sobre la pertenencia de un ciudadano a tal o cual
gens
.
La Asamblea Centuriada era, prácticamente, el pueblo en armas. Formaban parte de ella todos los ciudadanos que habían cumplido el servicio militar. Por lo tanto, quedaban excluidos los extranjeros, los esclavos y a quienes, por demasiado pobres, la ley eximía de la leva y de los impuestos. Roma era avara en la concesión de la ciudadanía. Esta comportaba privilegios como el derecho de apelación a la Asamblea contra las decisiones de cualquier funcionario.
La Asamblea no era permanente. Se reunía a requerimiento de un cónsul o de un tribuno y no podía dictar leyes u ordenanzas por su cuenta. Podía tan sólo votar por mayoría, «sí» o «no», las propuestas que el magistrado le formulaba. Su carácter conservador quedaba garantizado, como ya sabemos, por su división en cinco clases. Es necesario tener siempre en cuenta que la primera, compuesta por noventa y ocho centurias entre patricios,
équites
y millonarios, bastaba para formar la mayoría sobre un total de ciento noventa y tres clasificados. Dado que votaba en primer lugar y que la votación se anunciaba en seguida, a las demás no les quedaba sino inclinar la cabeza.
En ese procedimiento había un criterio de justicia. Los romanos entendían que los derechos tenían que ser parejos a los deberes y viceversa. Por lo que cuanto más rico se era, tantos más impuestos se tenían que pagar y tantos más años se tenía que servir en el Ejército, pero, en compensación, tanto más se influía políticamente.
Pero no hay duda de que el pobre diablo, aunque tuviese la ventaja de pagar pocos impuestos y de servir pocos meses en el cuartel, políticamente no contaba nada y estaba obligado a seguir siempre la voluntad de quien contaba mucho.
Fue entonces cuando esos desheredados comenzaron a unirse por su cuenta en los llamados
concilios de la plebe
, cuya autoridad no era reconocida por la Constitución, pero de los cuales, al correr de los años, se desarrollaron los
comicios tributos
, que fueron el órgano con el que el proletariado romano llevó a cabo su larga batalla para conquistar una mayor justicia social.
Inmediatamente después de la secesión de la plebe en el Monte Sacro, cuando le fue permitido elegir a sus propios magistrados, aparecieron los famosos
tribunos
, que tenían derecho de veto contra cualquier ley u ordenanza considerada como lesiva a los intereses proletarios. Y fueron precisamente los
comicios tributos
los encargados de nombrar a esos magistrados. Después, poco a poco, pidieron y obtuvieron el derecho de nombrar también otros: los cuestores, los ediles de la plebe y, por fin, los tribunos militares que, estaban dotados con potestad consular.
Tampoco esta Asamblea, como la Centuriada, tenía más poder que el de votar «sí» o «no» a las propuestas del magistrado que la convocaba. Pero el voto se emitía individualmente y el de uno valía lo que el del otro, al margen de las condiciones financieras. Era, por lo tanto, un órgano mucho más democrático. El incremento de sus atribuciones subraya el lento crecimiento, a través de infinitas luchas, del proletariado romano en comparación con las otras clases; hasta que sus deliberaciones, llamadas
plebiscitos
, cesaron de ser válidas sólo para la plebe y se hicieron obligatorias para todos los ciudadanos, transformándose así en leyes propiamente dichas.
Con aquellas dos Asambleas, la Centuriada y la Curiada, fatalmente destinadas a combatirse entre sí, una en nombre de la conservación y la otra en nombre del progreso social, y con magistrados como los tribunos elegidos aposta por la plebe para obstaculizar su labor, comprenderéis cuan difícil debía de ser el oficio de los dos cónsules.
Cada uno de ellos tenía, nominalmente, el
imperium
, el mando, y lo ostentaba haciéndose preceder, dondequiera que fuese, por doce lictores, cada uno de los cuales portaba un haz de varas con la segur en medio. Daban conjuntamente el nombre al año durante el cual ejercían el cargo, que quedaba registrado en el índice de los
fastos
consulares. Eran cosas que halagaban las ambiciones de todos. En cuanto al poder efectivo, empero, era harina de otro costal. Ante todo, para ejercerlo tenían que estar de acuerdo entre ellos, porque cada uno tenía el derecho de veto sobre las decisiones del otro. Y luego había que obtener el asenso de las dos Asambleas.
Pero precisamente esa paralización del poder ejecutivo era lo que permitía al Senado ejercer el suyo. Estaba compuesto de trescientos miembros y los censores cuidaban de llenar los vacíos que la muerte producía nombrando para el puesto del fallecido a un ex cónsul o un ex censor que se hubiese distinguido particularmente. El censor, o el mismo Senado, podían también expulsar a los miembros que no se hubiesen mostrado dignos del alto honor.
Aquella venerable Asamblea se reunía también en la Curia, frente al Foro, a requerimiento del cónsul que la presidía. Y sus decisiones, que se tomaban. por mayoría, no tenían nominalmente fuerza de ley: eran tan sólo consejos al magistrado. Mas éste casi nunca se atrevía a presentar a los comicios, únicos que podían concederle poder ejecutivo, una propuesta que no hubiese recibido la aprobación previa del Senado. En la práctica, su parecer era decisivo para todas las grandes cuestiones de Estado: guerra y paz, gobierno de las colonias y de las provincias. Cuando, además, se producía una grave crisis, el Senado recurría a un decreto especial de emergencia, el
senatus consultum ultimum
, el cual decidía irrevocablemente.
Sin embargo, más que la Constitución, que no le reconocía muchos, su poder procedía del prestigio. El mismo tribuno que, dado su origen electoral, no podía ser favorable al Senado, cuando se sentaba con él, como estaba, por derecho, en calidad de silencioso observador, salía, en general, con ideas más conciliadoras que cuando había entrado. Tan verdad es ello que, al correr del tiempo, muchos tribunos se convirtieron en senadores por las actitudes amistosas que habían mantenido durante su cargo hacia lo que hubiera debido ser la trinchera enemiga. En fin, el Senado tenía, en las grandes ocasiones, el arma para resolver las pegas cuando se tiraba de la manta y no se lograba poner de acuerdo entre sí a los magistrados y los ciudadanos. Podía nombrar un dictador por seis meses o por un año, invistiéndole de plenos poderes, excepto el de disponer de los fondos estatales. La proposición la hacía uno de los dos cónsules sin que el otro pudiese oponerse. Y la persona era elegida entre los
consulares
, esto es, entre los que ya habían ejercido el cargo y que por ende eran ya senadores. Todos los dictadores de la Roma republicana, menos uno, fueron patricios. Todos menos dos, respetaron los límites de tiempo y de poder que les fueron impuestos. Uno de ellos, Cincinato, que, tras sólo diez días de ejercer el cargo supremo, volvió espontáneamente a labrar el campo con los bueyes, ha pasado a la Historia con los colores de la leyenda.
El Senado recurrió raramente a ese derecho suyo, o sea qué no abusó de él, aun cuando no siempre estuviera a la altura de su gran nombre. De vez en cuando se dejaba tentar por la codicia, especialmente en el disfrute de los países conquistados. De vez en cuando, fue ciego y sordo en defensa de los privilegios de su casta frente a la necesidad de una justicia superior. Los que lo componían no eran superhombres, cometieron errores, a veces vacilaron y se contradijeron. Pero en conjunto su Asamblea ha representado, en la historia de todos los tiempos y de todos los pueblos, un ejemplo de sensatez política nunca más superado. Procedían todos de familias de estadistas y cada uno de ellos tenía una amplia experiencia sobre el Ejército, la Justicia y la Administración. Eran peores en las victorias cuando se desenfrenaban su orgullo y su codicia, y mejores en las derrotas, cuando la situación requería valor y tenacidad. Cineas, el embajador que Pirro mandó a tratar con ellos, cuando les hubo visto y oído, dijo, admirado, a su soberano: «Apuesto que en Roma no hay un rey. Cada uno de sus trescientos senadores lo es.»
LOS DIOSES
Esta ordenación del Estado y de las magistraturas fue posibilitada por la Ley, esto es, por la publicación de las Doce Tablas de los Decenviros, que constituyeron a la vez la causa, su consecuencia y el instrumento.
Hasta entonces, Roma había vivido prácticamente en un régimen de teocracia, en el cual el rey era también papa. Sólo él tenía, como tal, el derecho de reglamentar las relaciones entre los nombres no según una ley escrita, sino según la voluntad de los dioses, que sólo a él la comunicaban en las ceremonias. Antes, el papa lo hacía todo él solo. Después, con el aumento de la población ciudadana y el incremento y la complejidad de los problemas, tuvo todo un clero para ayudarle. Y fueron precisamente los sacerdotes los primeros abogados de Roma.
El pobre diablo que había sufrido una injusticia o que creía ser víctima de ella, iba a ver uno de aquéllos en busca de consejo. Y aquél se lo daba consultando los textos secretísimos, en los que tan solo ellos, los sacerdotes, tenían el derecho de meter la nariz. Nadie sabía, pues, con precisión cuáles eran sus derechos y sus deberes. Se lo decía, en cada caso, el sacerdote. Y los procesos se efectuaban según una liturgia de la que sólo éste sabía los ritos. Dado que el clero, en sus orígenes, fue totalmente aristocrático, o sometido a la aristocracia, es fácil comprender cómo eran los veredictos cuando entraban en liza causas entre patricios y plebeyos.
El primer efecto de las Doce Tablas fue el de separar el derecho civil del divino, o sea de desvincular las relaciones entre ciudadanos de la voluble voluntad de los dioses, es decir, de quienes decían representarles. Y desde aquel momento Roma cesó de ser una teocracia. Poco a poco, el monopolio eclesiástico de las leyes comenzó a caerse a pedazos. Apio Claudio
el Ciego
publicó un calendario de
dies fasti
, indicando en qué días podían ser discutidas las causas y según qué enjuiciamiento: cosa que hasta los curas decían que eran solos en conocer. Más tarde, Coruncanio fundó una auténtica escuela de abogados, que acabaron siendo los técnicos de la ley con exclusión de los sacerdotes. Las Doce Tablas, que proporcionaron los principios básicos de toda la sucesiva legislación de Roma y del mundo, se convirtieron en materia obligatoria de enseñanza para los chicos de las escuelas, que tenían que aprendérselas de memoria y que contribuyeron a formar el carácter romano, ordenado y severo, legalista y litigioso.
Fue en aquel momento cuando los sacerdotes, obligados a ocuparse tan sólo de cuestiones religiosas, trataron de poner un poco de orden en ellas, sin, por lo demás, lograrlo completamente. Estaban organizados en colegios, cada uno de los cuales tenía al frente un supremo pontífice, elegido por la Asamblea Centuriada. Para ingresar en ellos no hacía falta ningún aprendizaje particular, no formaban una casta separada y no tenían ningún poder político. Eran funcionarios del Estado y basta, y debían colaborar con el Estado que les pagaba.
El más importante de aquellos colegios era el de los nueve
augures
, que tenían por cometido indagar las intenciones de los dioses acerca de las graves decisiones que el Gobierno se disponía a tomar. Vestido con sus sagrados paramentos y precedido por quince
flamines
, el pontífice máximo, en los primeros tiempos, captaba los auspicios observando el vuelo de los pájaros, como hiciera Rómulo para fundar Roma, y más tarde examinando las visceras de los animales que se ofrendaban en sacrificio (dos sistemas aprendidos de los etruscos). En las crisis más graves se expedía una delegación a Cumas para interrogar a la sibila, que era la sacerdotisa de Apolo. Y en las muy graves, se mandaba a consultar el oráculo de Delfos, cuya fama había llegado a Italia. Ahora bien, dado que los sacerdotes no tenían deberes sino con el Estado, es natural que fuesen sensibles a las solicitudes que procedían de éste, con promesas de ascenso de grado o de aumento de sueldo.
El rito consistía en un donativo o en un sacrificio a los dioses para granjearse su protección o aplacar sus iras. El procedimiento era minucioso y bastaba un pequeño error para tenerlo que repetir, hasta treinta veces. La palabra «religión» tiene, en latín, un significado externo y de procedimiento; y
sacrificio
quiere decir, literalmente, hacer sagrada una cosa: lo que se ofrendaba a la divinidad. Naturalmente, las ofrendas variaban según las posibilidades del oferente y la importancia de los beneficios a que se aspiraba. El pobre padre de familia que, dentro de su casa, hacía de pontífice máximo para impetrar una buena cosecha, sacrificaba en el hogar un pedazo de pan y de queso o un vaso de vino. Si la sequía se prolongaba, llegaba hasta un pollo. Si estaba amenazado por un aluvión, era capaz de degollar el cerdo o una oveja. Pero cuando era el Estado el que sacrificaba para propiciarse el favor divino para alguna empresa nacional, el Foro» donde en general se celebraba la ceremonia, quedaba convertido en un auténtico matadero. Rebaños enteros eran degollados mientras los sacerdotes pronunciaban las fórmulas de estricto rigor. A los dioses, que tenían el paladar delicado, se les reservaban los menudillos y sobre todo el hígado. El resto se lo comía la. población reunida en corro. Con lo que aquellas ceremonias se convertían en pantagruélicos banquetes intercalados de plegarias. Una ley del 97 antes de Jesucristo prohibió el sacrificio de víctimas humanas. Señal de que, en caso de excepción, se recurría a ellas, a expensas de los esclavos o de los prisioneros de guerra. Mas hubo también ciudadanos que voluntariamente ofrendaron su propia vida por la salvación de la nación: como aquel Marco Curcio que, para aplacar a los dioses de los Infiernos, en ocasión de un terremoto, se precipitó en una grieta, que en seguida volvió a cerrarse.