Las «liberaciones» siempre cuestan caras. Roma pagó la suya, del rey, con el Imperio. Había empleado dos siglos y medio para conquistar la hegemonía sobre la Italia central y la alcanzó bajo la guía de siete soberanos. La República, para permanecer tal, tuvo que renunciar a todo aquel escaso patrimonio.
¿Qué cosa, pues, no había funcionado, bajo la monarquía, para inducir a los romanos, con tal de deshacerse de ella, a tal renuncia?
No había funcionado la cochura, es decir, la fusión entre las razas y las clases que constituyen su pueblo. Los primeros cuatro reyes habían mortificado al elemento etrusco que constituía la Burguesía, la Riqueza, el Progreso, la Técnica, la Industria, el Comercio. Los últimos tres habían mortificado al elemento latino y sabino que constituían la Aristocracia, la Agricultura, la Tradición y el Ejército, que hallaban su expresión política en el Senado. Y ahora el Senado se vengaba. Se vengaba con la República, que fue exclusivamente obra suya.
A partir de entonces todo fue republicano en Roma, incluso y especialmente la Historia, que comenzó a ser narrada de modo a desacreditar cada vez más el período monárquico y los grandiosos éxitos que bajo éste Roma había conseguido. Esto no debe ser olvidado al leerse los libros de Historia romana, que coacuerdan en hacer coincidir el inicio de la grandeza de la Urbe con el momento en que fue expulsado el último Tarquino.
Mas no era verdad. Roma había sido ya una poderosa capital en tiempos de los reyes, y es en buena parte gracias a su obra que volverá a serlo. Los austeros magistrados que ocuparon sus puestos y ejercieron el poder «en nombre del pueblo», encontraron constituidas ya en ella las premisas de los futuros triunfos: una ciudad bien organizada desde el punto de vista urbanístico y administrativo, una población cosmopolita y llena de recursos, una
élite
de técnicos de primera calidad, un Ejército experimentado, una Iglesia y una lengua codificadas ya, una diplomacia que había hecho su aprendizaje estableciendo y rompiendo alianzas un poco con todos los vecinos de casa.
Aquella diplomacia fue hábil incluso en el momento de la catástrofe. Se apresuró a estipular dos tratados: uno con Cartago para asegurarse la tranquilidad por la parte del mar, y otro, con la Liga Latina para asegurársela por la parte de tierra. Ambos implicaban las más radicales renuncias. En el mar, Roma abandonaba toda pretensión sobre Córcega, Cerdeña y Sicilia, que además se comprometía a no rebasar con sus naves y donde tan sólo podía abastecerse sin poner los pies en ellas. Mas era una renuncia que le costaba poco, dado que no poseía aún flota digna de este nombre.
Más dolorosas eran las de tierra, sancionadas por el cónsul Espurio Casio al término de las hostilidades con Veyes y sus aliados. Roma quedó dueña tan sólo de quinientas millas cuadradas y tuvo que aceptar ser equiparada a las demás ciudades en la Liga Latina. El
foedus
, o sea el pacto de 493 antes de Jesucristo, comienza con estas enfáticas palabras:
Haya paz entre los romanos y todas las ciudades latinas mientras la posición del cielo y de la tierra siga siendo la misma…
La posición del cielo y de la tierra no había cambiado en nada cuando, menos de un siglo después, la República romana reemprendió el camino de la guerra a mitad del cual se habían detenido sus antiguos reyes y no dejó a las ciudades latinas ni los ojos para llorar.
Desde entonces las alianzas entre los Estados han continuado estableciéndose con el propósito de que duren hasta que la posición del cielo y de la tierra siga siendo la misma. Y, a distancia de pocos o de muchos años, uno de los contratantes termina infaliblemente como Veyes. Mas los diplomáticos insisten en usar aquella fórmula, u otra equivalente, y los pueblos en creer en ella.
SPQR
Desde aquel año de 508 en que fue fundada la República, todos los monumentos que los romanos elevaron un poco en todas partes llevaron la sigla SPQR, que quiere decir;
Senatus Populos Que Romanus
, o sea «el Senado y el pueblo romano».
Ya hemos dicho lo que era el Senado. En cambio, no hemos dicho todavía qué era el pueblo, que no correspondía en absoluto a lo que nosotros entendemos con esta palabra. En aquellos lejanos días de Roma no incluía toda la ciudadanía, como ocurre hoy, sino tan sólo dos «órdenes», o sea dos clases sociales: la de los «patricios» y la de los
quites
o «caballeros».
Los patricios eran los que descendían de los
paires
, o sea de los fundadores de la ciudad. Según Tito Livio, Rómulo había elegido un centenar de cabezas de familia que le ayudasen a construir Roma. Naturalmente, éstos acapararon los mejores predios y se consideraban un poco los dueños de la casa con respecto a los que, vinieron después. Los primeros reyes no habían tenido, en efecto, ningún problema social que resolver, porque todos los súbditos eran iguales entre sí, y el mismo soberano no era más que uno de ellos encargado por todos los demás del desempeño de funciones determinadas, sobre todo de las religiosas.
Con Tarquino Prisco había comenzado a llover sobre Roma un montón de otra gente, especialmente de Etruria. Y con estos nuevos vecinos, los descendientes de los
paires
mantenían las distancias con mucho recelo, defendiéndose dentro de la fortaleza del Senado, accesible solamente a los miembros de sus familias. Cada una de éstas llevaba el nombre del antepasado que la fundara: Manlio, Julio, Valerio, Emilio, Cornelio, Horacio, Fabio.
Fue a partir del momento, en que dentro de los muros de la ciudad comenzaron a convivir esas dos poblaciones, los descendientes de los antiguos pioneros y los llegados luego, cuando las clases principiaron a diferenciarse; de un lado, los patricios y del otro los plebeyos.
No tardaron los patricios en ser desbordados por el número, como siempre sucede en todos los países nuevos, por ejemplo, América del Norte. En lo que es hoy Estados Unidos los patricios se llamaban
pilgrim fathers
, los padres peregrinos, y estaban representados por los trescientos cincuenta colonizadores que fueron los primeros en establecerse allí a bordo de un buque llamado
Mayflower
, hace un poco más de tres siglos. También sus descendientes siguen aún hoy considerándose un poco como los patricios de América pero no han podido mantener ningún privilegio porque las sucesivas oleadas de inmigrantes pronto los sumergieron. Descender de un padre peregrino del
Mayflower
es sólo un título honorífico.
Los patricios romanos resistieron a esa mezcla mucho más tiempo. Y para defender mejor sus prerrogativas, hicieron lo que hacen todas las clases sociales, cuando son astutas y se encuentra en minoría numérica; llamaron a los plebeyos a compartir sus privilegios, comprometiéndoles así a defenderles también a ellos.
Bajo el rey Servio Tulio, las clases sociales no eran ya tan sólo dos. Entre los plebeyos se había diferenciado una alta burguesía o clase media, bastante numerosa y sobre todo muy fuerte desde el punto de vista financiero. Cuando el rey organizó los nuevos
comicios centuriados
dividiéndolos en cinco clases según los patrimonios y dando a la primera, la de los millonarios, votos suficientes para derrotar a las otras cuatro, los patricios no estuvieron nada contentos porque se vieron sobrepasados, como potencia política, por gente «sin cuna», como se dice hoy, o sea que no tenían antepasados, pero que en compensación, poseía más dinero que ellos. Sin embargo, cuando Tarquino
el Soberbio
fue echado y en su puesto se instauró la República, comprendieron que no podían quedarse solos contra todos los demás y pensaron en tomar por aliados a aquellos ricachones que en el fondo, como todos los burgueses de todos los tiempos, no pedían nada mejor que entrar a formar parte de la aristocracia, es decir, del Senado. Si los nobles franceses del siglo XVIII hubiesen hecho otro tanto, se habrían ahorrado la guillotina.
Aquellos ricachones, como hemos dicho, se llamaban
équites
, caballeros. Procedían todos del comercio y de la industria y su gran sueño era convertirse en senadores. Para lograrlo, no sólo votaban siempre, en los
comicios centuriados
, de acuerdo con los patricios que tenían las llaves del Senado, sino que no vacilaban en entrar pagando de su bolsillo cuando se les confiaba una oficina o un cargo. Pues los patricios se hacían pagar muy caro la concesión del alto honor. Y cuando se casaban con una hija de caballero, por ejemplo, exigían una dote de reina. Y tampoco el día en que el caballero lograba finalmente convertirse en senador, no era acogido como
pater
, es decir como patricio, sino como
conscriptus
, en aquella asamblea que de hecho estaba constituida por «padres y conscriptos»,
paires et conscripti
.
El pueblo lo constituían, pues, solamente estos dos órdenes: patricios y caballeros. Todo el resto era plebe, y no contaba. En ésta se incluía un poco de todo: artesanos, pequeños comerciantes, empleaduchos y libertos. Y, naturalmente, no estaban contentos de su condición. De hecho, el primer siglo de la nueva historia de Roma estuvo enteramente ocupado en las luchas sociales entre los que querían ampliar el concepto de pueblo y los que querían mantenerlo restringido a las dos aristocracias: la de la sangre y la de las carteras repletas.
Esa lucha comenzó en 494 antes de Jesucristo, es decir, catorce años después de la proclamación de la República, cuando Roma, atacada por todas partes, había perdido todo lo conquistado bajo el rey y, reducida casi a cabeza de partido, tuvo que conformarse con ser miembro de la Liga Latina en pie de igualdad con todas las demás ciudades. Al final de aquella ruinosa guerra, la plebe, que había proporcionado la mano de obra para llevarla a cabo, se encontró en condiciones desesperadas. Muchos habían perdido los campos, que quedaron en territorios ocupados por el enemigo. Y todos, para mantener a la familia mientras estaban en filas, se habían cargado de deudas, que en aquellos tiempos no era cosa baladí, como lo es ahora. Quien no las pagaba, se convertía automáticamente en esclavo del acreedor, el cual podía encarcelarlo en su bodega, matarlo o venderlo.
Si los acreedores eran varios, estaban autorizados también a repartirse el cuerpo del desdichado tras haberle degollado. Y aun cuando, al parecer, no se llegó jamás a este extremo, la condición del deudor seguía siendo igualmente incómoda.
¿Qué podían hacer aquellos plebeyos para reclamar un poco de justicia? En los
comicios centuriados
no tenían voz, porque pertenecían a las últimas clases: las que tenían demasiado pocas centurias, y por ende pocos votos, para imponer su voluntad. Comenzaron a agitarse por calles y plazas, pidiendo por boca de los más desenvueltos, que sabían hablar, la anulación de las deudas, un nuevo reparto de tierras que les permitiese remplazar el predio perdido y el derecho de elegir magistrados propios.
Los «órdenes» y el Senado prestaron oídos de mercader a estas demandas. Y entonces, la plebe, o por lo menos amplias masas de plebe, se cruzaron de brazos, se retiraron al Monte Sacro, a cinco kilómetros de la ciudad, y dijeron que a partir de aquel momento no darían un bracero a la tierra, ni un obrero a las industrias, ni un soldado al ejército.
Esta última amenaza era la más grave y apremiante, pues, precisamente en aquellos momentos, restablecida de cualquier manera la paz con los vecinos de casa, latinos y sabinos, una amenaza nueva se perfilaba por la parte de los Apeninos, desde cuyos montes habían comenzado a irrumpir hacia el valle, en busca de tierras más fértiles, las tribus bárbaras de los ecuos y de los volseos, que ya estaban sumergiendo las ciudades de la Liga.
El Senado, con el agua al cuello, mandó embajada tras embajada a los plebeyos para inducirles a regresar a la ciudad y a colaborar en la defensa común. Menenio Agripa, para convencerles, les contó la historia de aquel hombre cuyos miembros, para fastidiar al estómago, se habían negado a procurarle comida; con lo que, habiéndose quedado sin alimento, acabaron por morir ellos también, como el órgano del cual querían vengarse. Pero los plebeyos, duros, respondieron que no había elección: o el Senado cancelaba las deudas liberando a quienes se habían convertido en esclavos porque no las habían pagado, y autorizaba a la plebe a elegir sus propios magistrados que la defendiesen, o la plebe se quedaba en Monte Sacro, aunque viniesen todos los volscos de este mundo a destruir Roma.
Finalmente, el Senado capituló. Canceló las deudas, restituyó la libertad a quienes habían caído en la esclavitud por ellas, y puso a la plebe bajo la protección de dos
tribunos
y de tres
ediles
elegidos por ésta cada año. Fue la primera gran conquista del proletariado romano, la que le dio el instrumento legal para alcanzar también las demás por el camino de la justicia social. El año 494 es muy importante en la historia de la Urbe y de la democracia.
Con el retorno de los plebeyos, fue posible poner en campaña un ejército para la amenaza de los volscos y de los ecuos. En esa guerra, que duró cerca de sesenta años y que tenía como envite su propia supervivencia, Roma no estuvo sola. El peligro común le mantuvo fieles no sólo a los aliados latinos y sabinos, sino también otro pueblo limítrofe, el de los hérnicos.
En los combates que en seguida se encendieron con éxito incierto se distinguió, cuéntase, un joven patricio llamado Coriolano, por el nombre de una ciudad que había expugnado. Era un conservador intransigente y se oponía a que el Gobierno hiciese una distribución de trigo al pueblo hambriento. Los tribunos de la plebe, que entretanto habían sido elegidos, pidieron su exilio. Coriolano se pasó entonces al enemigo, hizo entregarse el mando y, como un buen estratega, lo condujo de victoria en victoria hasta las puertas de Roma.
También a él los senadores le mandaron embajada tras embajada para hacerle desistir. No hubo manera. Sólo cuando vio acercársele, suplicantes, a su madre y a su esposa, ordenó a los suyos que se replegasen, los cuales, por toda contestación, le dieron muerte; después, habiéndose quedado sin jefe, fueron derrotados y obligados a retirarse.
Sobre su remolino aparecieron los ecuos que ya habían despanzurrado a Frascati. Lograron romper las coaliciones entre los romanos y sus aliados. Y el peligro fue tan grave que el Senado, para hacer frente a él, concedió títulos y poderes del dictador a L. Quincio Cincinato, quien, con un nuevo ejército, liberó a las legiones sitiadas y las condujo, en 431, a una definitiva victoria; luego, depuesto del mando después de haberlo ejercido solamente durante dieciséis días, regresó a arar la finca de la cual había venido.