A los setenta y cuatro años, quizá por primera vez en su vida, Antonino cayó enfermo. Y como no estaba acostumbrado a ello, aunque sólo se trataba de dolor de barriga, comprendió que era el fin. Ya tenía el César de recambio: se lo había indicado, al morir, el propio Adriano, en la persona de un joven de diecisiete años, Marco Aurelio, que además era sobrino de Antonino. Le mandó llamar y le dijo sencillamente: «Ahora, hijo, te toca a ti.» Luego ordenó a los criados que llevasen al aposento de Marco la estatua, de oro de la diosa Fortuna, dio al oficial de guardia el santo y seña para aquel día: «Ecuanimidad», dijo que le dejasen solo porque quería dormir y se volvió del otro lado de la cama. Y se durmió de verdad. Para siempre.
Marco tenía en aquel momento, 161 después de Jesucristo, exactamente cuarenta años. Y era uno de esos raros hombres que habiendo nacido de pie lo reconocen lealmente.
Tengo una gran deuda
—dejó escrito—
con los dioses. Me han dado buenos abuelos, buenos padres, una buena hermana, buenos maestros y buenos amigos
. Entre estos últimos estuvo también Adriana, que frecuentaba su casa y que le había tomado gran simpatía desde pequeño. La razón de esta amistad era su común origen español. También los Aurelios procedían de allí, donde se habían ganado el sobrenombre de «Verdaderos» por su honradez. Fue el abuelo, entonces cónsul, quien se ocupó del niño, que quedó huérfano a los pocos meses y la confianza que depositó en el nietecito lo demuestra el número de preceptores que le dio; cuatro, para la Gramática, seis para la Filosofía y uno para las Matemáticas. O sea diecisiete en total. Cómo se las compuso aquel chico para aprender algo sin volverse loco, sólo Dios lo sabe. Prefirió, entre sus pedagogos, a Cornelio Frontón, el retórico, pero despreció su disciplina. El curialismo y la oratoria era lo que menos le agradaba en sus conciudadanos. En cambio, se apasionó por la filosofía y no sólo quiso estudiarla a fondo sino practicarla también. A los doce años hizo quitar la cama dé su habitación, durmió sobre el desnudo suelo y se sometió a tal dieta y abstinencia que su salud acabó por resentirse. Pero no se quejó. Antes bien, agradeció a los dioses también esto: haberlo mantenido casto hasta los dieciocho años y capaz de reprimir los impulsos sexuales.
Tal vez se hubiese convertido en sacerdote del estoicismo y de los más puritanos, como se era entonces, si Antonino no le hubiese hecho
César
cuando aún era adolescente y no se le hubiese asociado al gobierno, después de haberle adoptado junto con Lucio Vero, hijo de aquel que Adriano había nombrado sucesor suyo y que murió prematuramente. Pero Lucio era de carácter muy distinto: hombre de mundo, mujeriego y vividor, que no se tomó a mal en absoluto que Antonino le excluyese más tarde para designar como César a Marco solo. Éste, recordando los anhelos de Adriano, llamó, sin embargo, a Lucio para compartir el poder y le dio por esposa a su hija Lucila. Desgraciadamente, la lealtad en política, no es siempre buena consejera.
Cuando Marco fue coronado, todos los filósofos del Imperio exultaron, viendo en el triunfo de éste el suyo propio y la realización de la Utopía. Pero se equivocaron. Marco no fue un gran hombre de Estado: no entendía nada de economía, por ejemplo, erraba los presupuestos y, de vez en cuando, había que vigilarte las cuentas. Pero del aprendizaje hecho con Antonino, el ilustrado conservador realista y algo escéptico, había sacado su lección sobre los hombres. Sabía que las leyes no bastaban para mejorarlos, por lo que llevó adelante la reforma de los códigos emprendida por sus dos predecesores, pero flemáticamente y sin creer demasiado en sus beneficios. Como buen moralista, creía más en el ejemplo, y procuró darlo con el ascetismo de su existencia, que sus súbditos admiraron, pero no sintieron la tentación de Imitar.
Los acontecimientos no le fueron favorables. Apenas hubo ascendido al trono, los britanos, los germanos y los persas, alentados por la pasividad de Antonino, empezaron a amenazar los confines del Imperio. Marco mandó un ejército a Oriente, con Lucio, quien en Antioquía se encontró con Pantea y allí se detuvo. Era la Cleopatra del lugar, y Lucio era un Marco Antonio sin el valor y el genio militar de éste. Cuando vio aquella mujeraza, perdió completamente la cabeza. Dicen que ella ayudó con filtros a que perdiese la memoria. Pero si era verdaderamente tan hermosa como nos la han descrito, no debió tener necesidad de filtro alguno.
Marco no protestó de la actitud de Lucio que seguía haciendo de Ganimedes con Pantea, mientras los persas saqueaban a placer en Siria. Se limitó a mandar discretamente un plan de operaciones al jefe del Estado Mayor de su socio, Avidio Casio, con orden de cumplirlo a rajatabla. Era, dicen, un plan que revelaba gran talento militar. Lucio se quedó retozando en Antioquía mientras su ejército derrotaba brillantemente a los persas, y no volvió a tomar el mando más que para hacerse coronar de laurel el día del Triunfo que Marco le hizo decretar. Desgraciadamente, con los despojos del enemigo vencido trajo a sus conciudadanos un feo regalo; Tos microbios de la peste. Fue un terrible azote que mató solamente en Roma a más de doscientas mil personas. Galeno, el más célebre médico de la época, cuenta que los cuerpos de los enfermos eran violentamente sacudidos por una tos rabiosa, se llenaban de pústulas y que su aliento hedía. Toda Italia se contaminó, ciudades y aldeas quedaron deshabitadas, la gente se apiñaba en los santuarios para invocar la protección de los dioses, ya nadie trabajaba, y detrás de la epidemia asomaba la carestía.
Marco no era ya un emperador, era un enfermero que no abandonaba ni una hora siquiera las crujías de los hospitales, pero la ciencia, en aquellos tiempos, no ofrecía remedios. A estas calamidades públicas se añadieron, para él, otras privadas. Faustina, la hija que Antonino le había dado por esposa, semejaba en todo y por todo a su madre homónima: en belleza, en alegría y en infidelidad. Sus adulterios no son probados, pero toda Roma hablaba de ellos. Tal vez tenia atenuantes; aquel marido ascético y melancólico, absorto en su sacerdocio de «primer servidor del Estado», no estaba hecho para una mujercita con pimienta en el cuerpo y llena de vida como ella. Gran hombre de bien como su predecesor y suegro, Marco no hizo sino colmarla de atenciones y de ternura, no pronunció ninguna palabra de censura ni de queja y hasta en sus
Pensamientos
dio gracias a los dioses por haberle concedido una esposa tan devota y afectuosa. De los cuatro hijos nacidos del matrimonio, una murió, otra se convirtió en la infeliz esposa de Ludo, que sólo se portó bien el día que se decidió a dejarla viuda, y en cuanto a los dos mellizos, de quienes toda Roma decía que el verdadero padre era un gladiador, uno murió al nacer y el otro, que se llamaba Cómodo, tenía a la sazón siete años, era una maravilla de belleza atlética, y hacia desesperar ya a sus institutores por repugnarle el estudio y sentir gran pasión por el Circo. Cuando se dice: la sangre… Pero Marco lo quería ardientemente.
Diezmada por la pestilencia y la carestía, Roma se había convertido en una ciudad sombría y desconfiada. Envejecido ya antes de la cincuentena en medio de tantas tribulaciones, el hombre de bien Marco, roído por el insomnio y por la úlcera de estómago, apenas había subsanado una desdicha que ya otra comenzaba. Ahora eran las tribus germánicas que irrumpían hacia Hungría y Rumania. Cuando Marco se puso personalmente al frente de las legiones, muchos sonrieron: aquel hombrecillo delicado y macilento, obligado a una dieta vegetariana, no inspiraba confianza como conductor de hombres. Y, en cambio, pocas veces, los legionarios habían luchado con tanto ímpetu como lo hicieron bajo su mando directo. Durante seis años, aquel hombre de paz hizo la guerra derrotando uno tras otro a los más agresivos enemigos : los cuados, los longobardos, los marcomanos, los sármatas. Pero cuando, tras un día de luchas, se encontraba solo consigo mismo, bajo una tienda de simple soldado, abría el cuaderno de los
Pensamientos
y escribía:
Una araña, cuando ha capturado a una mosca, cree haber hecho quién sabe qué. Y lo mismo cree quien ha capturado a un sármata. Ni uno ni otro se dan cuenta de que son tan sólo dos pequeños ladrones
. Pero al día siguiente comenzaba de nuevo a combatir contra los sármatas.
Estaba coronando en Bohemia una brillante serié de victorias, cuando Avidio Casio, general en Egipto, se rebeló proclamándose emperador. Era el ex jefe de Estado Mayor de Lucio, que con el plan de Marco había batido a los persas. Marco concluyó una rápida y generosa paz con sus adversarios, reunió a sus soldados, les dijo que, si Roma quería, gustosamente se retiraría para dejar su puesto al competidor y se volvió hacia atrás. Pero el Senado rehusó por unanimidad y, mientras Marco marchaba al encuentro de Casio, éste fue asesinado por uno de sus propios oficiales. Marco lamentó no haber podido perdonarle, se detuvo en Atenas para un cambio de impresiones con los maestros de las varias escuelas filosóficas locales y, de vuelta en Roma, aceptó a regañadientes el Triunfo que le atribuyeron y asoció a él a Cómodo, que ya era célebre por sus gestas de gladiador, por su crueldad y por su vocabulario soez.
Acaso para distraer a aquel chico de sus malsanas pasiones, reanudó en seguida la guerra contra los germanos, llevándoselo consigo. Y cuando estuvo a punto de alcanzar una victoria definitiva, cayó de nuevo enfermo en Viena, es decir, más enfermo que de costumbre. Durante cinco días rechazó la comida y la bebida. El sexto, se levantó, presentó a Cómodo como nuevo emperador a las tropas formadas le recomendó llevar los confines de Roma hasta el Elba volvió al lecho, se cubrió el rostro con la sábana y aguardó a la muerte.
Los
Pensamientos
que compuso en griego, bajo la tienda, han llegado hasta nosotros. No constituyen ningún gran documento literario, pero contienen el más alto código moral que nos ha dejado el mundo clásico. Precisamente en el momento que la conciencia de Roma se extinguía, ésta halló en aquel emperador su más luminoso destello.
LOS SEVEROS
Al presentarle a los soldados Como sucesor suyo, Marco llamó a Cómodo el «sol naciente». Y tal vez sus ojos de padre (si es que lo era) le veían así. Pero también gustó aquel muchacho pendenciero, de pocos escrúpulos, de apetito vigoroso y de charla soez, a los legionarios. Le creían más militarista que su padre.
Grandes fueron, por tanto, su estupor y mal humor cuando el jovenzuelo, en vez de exterminar al enemigo ya acorralado en una «bolsa», le ofreció la más desconsiderada y presurosa de las paces. Por dos veces se producía un milagro para que aquellos turbulentos germanos pudieran salvarse: un milagro del que más adelante Roma habría de pagar las consecuencias.
Cómodo no era un cobarde, pero la única guerra que le gustaba era contender con los gladiadores y las fieras del Circo. Al levantarse, no desayunaba hasta después de haber degollado a su tigre cotidiano.
Y dado que en Germania no había tigres, tenía prisa en volver a Roma, donde los gobernadores de Oriente estaban encargados de mandarlos a manadas. Por esto, burlándose del Imperio y de sus destinos, concertó aquella ruinosa paz que dejaba sin resolver todos los problemas. El Senado renunció a su derecho de elección que desde Nerva en adelante había dado tan buenos frutos y aceptó el restablecimiento, que aquel emperador encarnaba, del principio hereditario.
Como para Nerón y Calígula, aun echando un poco de agua al vino sobre lo que sus contemporáneos escribieron acerca de Cómodo, hay de donde echar mano para clasificar a este emperador entre las desdichas públicas. Jugador y bebedor, con un serrallo, dicen de centenares de muchachas y de jovenzuelos para sus placeres, parece que tan sólo tuvo un afecto: por una tal Marcia, quien, por ser cristiana, no se comprende cómo conciliaba su fe austera con aquel amante disoluto, pero que, sin embargo, fue útil a sus correligionarios salvándoles de una probable persecución.
Lo peor comenzó cuando algunos delatores denunciaron a Cómodo una conjura encabezada por su tía Lucila, la hermana de su padre. Sin preocuparse de buscar pruebas, la mató y fue el comienzo de un nuevo terror que se dio en contrata a Cleandro, el jefe de los pretorianos. Por primera vez después de Domiciano, Roma se puso a temblar por los abusos de aquellos guardias. Un día, la población, más por miedo que por valentía, le sitió en Palacio y pidió la cabeza de Cleandro. Cómodo se la entregó sin titubear, sustituyendo a la víctima por Leto, hombre avisado, que en seguida se dio cuenta de que, una vez ascendido a aquel cargo, o se hacía matar por el pueblo para complacer al emperador, o bien se hacía matar por el emperador para complacer al pueblo. Para eludir este dilema, había sólo un camino: matarle a él, al emperador. Y lo escogió con la complicidad de Marcia, de quien también en esta ocasión discernimos mal su cristiandad, la cual administró a Cómodo un brebaje envenenado. Le remataron estrangulándole en el baño, pues el jovenzuelo, que tenía apenas treinta años, era duro de pelar.
Era el 31 de diciembre de 192 después de Jesucristo. Comenzaba la gran anarquía.
Los senadores, eufóricos por la muerte de Cómodo, actuaron como si ellos hubiesen sido los autores, eligiendo por sucesor a un colega suyo, Pertinax, que no quería saber nada de ello, y con razón. Para poner en orden las finanzas, tuvo que hacer economías y para hacer economías tuvo que despedir a muchos aprovechados entre ellos a los pretorianos. Tras dos meses de gobierno en ese sentido, le encontraron muerto, asesinado por sus guardias, los cuales anunciaron que el trono estaba en subasta: subiría quien les ofreciera una mayor gratificación.
Un banquero multimillonario llamado Didio Juliano estaba comiendo tranquilamente en su palacio, cuando su mujer y su hija, que tenían mucha ambición, le echaron encima la toga ordenándole que se apresurase a concurrir. Con desgana, pero temiendo más a las mujeres de casa que a las incógnitas del poder, Didio ofreció a los pretorianos tres millones por barba (¡debía de tenerlos claro!), y salió triunfante.
El Senado había caído muy bajo, pero no hasta el punto de avenirse a semejante venta. Expidió secretamente desesperados requerimientos de ayuda a los generales destacados en provincias, y uno de ellos, Septimio Severo, vino, vio, prometió el doble de lo que diera Juliano, y venció. El banquero lloraba, encerrado en un cuarto de baño, donde le decapitaron. Su mujer se quedó viuda, pero se consoló con el título dé ex emperatriz.