Un cuarto embarazo para el comercio fue también, en los primeros tiempos, la falta de un sistema monetario. En el primer siglo de República el medio de cambio fue el ganado. ‘Se comerciaba en términos de gallinas, de cerdos, de ovejas, de asnos, de vacas. Las primeras monedas ostentan, en efecto, las imágenes de estos animales, y se llamaron
pecunia
, de
pecus
, que quiere decir precisamente «ganado». Su primera unidad fue acuñada con el
as
, que era un trozo de. cobre de una libra. Apenas acababa de nacer, el Estado la devaluó en casi cinco sextos para hacer frente a los gastos de la primera guerra púnica. Por lo que se ve, eí engaño de la inflación ha existido siempre y, con sistemas idénticos, se repite desde que el mundo es mundo. También entonces el Estado lanzó un empréstito entre los ciudadanos que, para ayudarle a armar el Ejército, le entregaron todos sus ases de una libra de cobre. El Estado los ingresó, dividió cada uno de ellos por seis y por cada as recibido restituyó una sexta parte al acreedor.
Este as desvalorizado siguió siendo durante mucho tiempo la única moneda romana. Su poder adquisitivo era, según parece, igual al de cincuenta liras de 1957. Luego se desenvolvió un sistema más completo: vino el
sestercio
de plata, que era dos ases y medio, o sea ciento veinticinco liras; luego el
denario
, también de plata, igual a cuatro
sestercios
(quinientas liras); y por fin, el
talento
de oro, que debía ser precisamente un lingote, pues valía unos dos millones y medio de nuestras liras, y que el noventa por ciento de los romanos jamás vio cómo estaba hecho.
Al revés que nosotros que consideramos los Bancos como iglesias, los antiguos romanos consideraban Bancos a las iglesias y en éstas depositaron los fondos del Estado porque las creían más al resguardo de los ladrones. No existían Institutos gubernamentales de crédito. Los préstamos eran hechos por
argéntanos
, agentes de cambio privados que tenían sus oficinuchas en una callejuela cercana al Foro. Una de las leyes de las Doce Tablas prohibía la usura y fijaba el tipo de interés en el ocho por ciento como máximo. Pero la usura floreció igualmente sobre la miseria y las necesidades de los pobres diablos, que eran muchos y en condiciones desesperadas, porque lo que se llamaba industria era en realidad una profusión de pequeños talleres artesanos que trataban, para vencer la competencia, de rebajar los costos de sus productos escatimando sobre todos los salarios de una mano de obra servil y sin protección de sindicatos. Desorganizada y sin jefes, no hacía huelgas contra los patronos.
Hacía, de vez en cuando, verdaderas guerras, que se llamaron precisamente
serviles
y que expusieron a riesgos el Estado. En compensación, había los «gremios de oficios», reconocidos también con el nombre de «colegios» desde los tiempos de Numa, al parecer. Había el de los alfareros, de los herreros, . de los zapateros, de los carpinteros, de los tocadores de flauta, de los curtidores, de los cocineros, de los albañiles, de los cordeleros, de los fundidores, de los tejedores y de los «artistas de Dionisio», como se llamaba a los actores. Y por ellos podemos deducir cuáles fueron los oficios de los romanos de la ciudad. Estaban, empero, controlados por funcionarios del Estado, los cuales no permitían que en ellos se debatiesen cuestiones de salarios o de sueldo y que, cuando observaban que los descontentos aumentaban peligrosamente, procedían a alguna distribución gratuita de trigo. Los miembros se reunían en los colegios para conversar sobre cuestiones de la profesión, jugar a los dados, beber un vaso de vino y ayudarse entre sí. Eran unos pobres diablos, entre los que había también algunos que eran libres y con derechos políticos. No pagaban impuestos y hacían poco servicio militar, en tiempo de paz, claro. Mas en tiempo de guerra morían como los demás.
Los escritores romanos cuyas obras han llegado a nosotros y que florecieron mucho tiempo después, embellecieron bastante ese período de la Roma estoica. Lo hicieron por motivos polémicos, para oponer las virtudes antiguas a los defectos de su época. La República no fue inmune a graves defectos y si bien bajo ella fue fundado el Derecho, no puede decirse que la justicia triunfase.
Es verdad, sin embargo, que los ciudadanos vivieron en ella más incómodos y sacrificados, pero más ordenados y sanos que los del Imperio. Tampoco entonces la moralidad era rígida, pero el vicio se mantenía en su «sede» y no contaminaba la vida de la familia basada en la castidad de las muchachas y la fidelidad de las esposas. Los hombres, después de algunos libertinajes con las prostitutas, se casaban pronto, a los veinte años. Y a partir de entonces estaban demasiado atareados en mantener mujer e hijos para entregarse a pasatiempos peligrosos.
El matrimonio era precedido por el noviazgo, que, en general, era decidido por los padres, a menudo sin preguntárselo siquiera a los interesados. Era un verdadero contrato que consideraba especialmente las cuestiones patrimoniales y de dote, el cual se sellaba con un anillo que el joven ponía en el anular de la muchacha, por donde se creía que pasaba un nervio que iba al corazón.
El matrimonio era de dos especies:
con mano o sin mano
. Con el primero, el más común y completo el padre de la novia renunciaba a todos sus derechos sobre ella a favor del yerno, que se convertía prácticamente en el dueño. Con el segundo, que dispensaba de la ceremonia religiosa, los conservaba. El matrimonio
con mano
acaecía por
uso
, o sea después de un año de cohabitación de los novios por
coemptio
, o sea por adquisición, o por
confarreatio
, cuando comían juntos un dulce. Este último quedaba reservado a los patricios y requería una solemne ceremonia religiosa con cantos y cortejos. Las dos familias se reunían con amigos, siervos y clientes en casa de la novia, desde la cual, con acompañamiento de flautas, cantos de amor y apóstrofes groseramente alusivos, iban en procesión hacia la del novio. Cuando el cortejo llegaba a destino, el novio, desde detrás de la puerta, preguntaba. «¿Quién eres?» Y la novia contestaba: «Si tú eres Ticio, yo soy Ticia.» Entonces el novio la levantaba en brazos y le presentaba las llaves de la casa. Y ambos, con la cabeza baja, pasaban bajo un jugo por significar que se sometían a un vínculo común.
Teóricamente existía el divorcio. Mas el primero del que tenemos noticia ocurrió dos siglos y medio después de la fundación de la República, si bien una regla de honor lo hiciese obligatorio en caso de adulterio por parte de la mujer (el marido era libre de hacer lo que le pareciese). En aquellos tiempos, las mujeres eran más bien feúchas y toscas, de piernas cortas y de «junturas» pesadas. Las rubias, rarísimas, eran más cotizadas que las morenas. En casa llevaban la
stola
, especie de túnica abisinia larga hasta los pies, de lana blanca cerrada al pecho con un alfiler. Cuando salían, se ponían encima la
palla
, o capa.
Los varones, más robustos que guapos, de rostro curtido por el sol y nariz recta, llevaban de chicos la
toga pretexta
, orlada de púrpura: y después del servicio militar, la
viril
, enteramente blanca, que cubría todo el cuerpo, con un pico doblado sobre el hombro izquierdo que caía bajo el brazo derecho (que así quedaba libre) y volvía sobre el hombro izquierdo. Los pliegues servían de bolsillos. Hasta el año 300 antes de Jesucristo los hombres llevaron barba y bigote. Luego, prevaleció la costumbre de afeitarse, que a muchos les pareció audaz y en contraste con aquella gravedad a que estaban apegados los romanos, como hoy se está apegado, en cambio, al desenfado.
Una sobriedad espartana regía incluso en las casas de los grandes señores. El mismo Senado se reunía en toscos bancos de madera dentro de la Curia que no tenía calefacción ni en invierno. Los embajadores cartagineses que vinieron a pedir la paz después de la primera guerra púnica divirtieron mucho a sus compatriotas, derrochadores y sibaritas, contándoles que, en las comidas que les ofrecieron los senadores romanos, habían visto siempre el mismo plato de plata que evidentemente se prestaban unos a otros.
Los primeros signos de lujo aparecieron con la segunda guerra púnica. Y en seguida fue promulgada una ley que prohibía las alhajas, vestidos de fantasía y comidas demasiado costosas. El Gobierno quería mantener ante todo una sobria y sana dieta a base de un desayuno de pan, miel, aceitunas y queso, un almuerzo a base de vegetales, pan y fruta y una cena en la que sólo los ricos comían carne o pescado. Bebían vino, pero casi siempre con agua.
Los jóvenes respetaban a los viejos, y tal vez en el ámbito de la familia y de las amistades había expresiones de amor y de ternura. Mas, en general, las relaciones entre los hombres eran rudas. Se moría fácilmente y no tan sólo en la guerra. El trato a los esclavos y prisioneros era despiadado. El Estado era duro con los ciudadanos, y feroz con el enemigo. Sin embargo ciertos actos suyos fueron de auténtica fuerza moral. Cuando por ejemplo, un sicario fue a proponer envenenar a Pirro, cuyos ejércitos amenazaban Roma, los senadores no sólo rechazaron tal sugerencia, sino que informaron al rey enemigo del complot que se tramaba contra él. Y cuando, después de haberlos derrotado en Cannas, Aníbal mandó diez prisioneros de guerra a Roma para tratar del rescate de otros ocho mil, con el compromiso, si no lo lograban, de regresar y uno de ellos lo transgredió quedándose en la patria, el Senado le puso grilletes y lo devolvió esposado al general cartaginés, cuya alegría por la victoria, dice Polibio, quedó nublada por aquel gesto que le demostró con qué clase de gente se las había.
En suma, el romano de aquella época se parecía bastante al tipo que idealizaron los historiadores a lo Tácito y a lo Plutarco. Le faltaban muchas cosas: el sentido de las libertades individuales, el gusto por el arte y por la ciencia, la conversación, el placer de la especulación filosófica (de la que más bien desconfiaba) y sobre todo, el humorismo. Pero tuvo lealtad, sobriedad; tenacidad, obediencia y sentido práctico.
No estaba hecho para comprender el Mundo y gozar de él. Estaba hecho tan sólo para conquistarlo y gobernarlo.
Aparte las fiestas religiosas, tenía pocos pasatiempos. Hasta 221 antes de Jesucristo, cuando fue construido el Flaminio, Roma poseyó un solo Circo: el Circo Máximo, atribuido a Tarquino Prisco, donde se iba a admirar las luchas entre esclavos, que casi siempre terminaban con la muerte del vencido. Las mujeres también podían asistir y la entrada era gratuita. Los gastos fueron al principio de cuenta del Estado, después, de los ediles, para hacerse una propaganda electoral. Alguno de ellos, a copia de financiar espectáculos de calidad, lograba alcanzar el consulado, como ahora ciertos presidentes de sociedades de fútbol se convierten, cuando su equipo gana, en concejales o diputados.
Además de esas diversiones, normales por decirlo así, que alegraban la vida austera y fatigada de los romanos, había el «triunfo» que se prodigaba al general superviviente de una victoria en la que hubiese matado al menos cinco mil soldados enemigos. Si había llegado tan sólo a cuatro mil novecientos noventa y nueve, tenía que contentarse con sólo una «ovación», llamada así porque consistía en el sacrificio de una
ovis
, una oveja, en su honor.
Para el «triunfo» se organizaba en cambio una imponente procesión fuera de la ciudad, a cuyas puertas, general y tropas, habían de deponer las armas y pasar bajo un arco de madera y de ramajes que sirvió de modelo a los que más adelante se construyeron de toba calcárea. Una columna de trompeteros abría el cortejo. Detrás iban los carros cargados con el botín de guerra, y después, rebaños y manadas enteras destinados al matarife; luego, los jefes enemigos encadenados. Y por fin, precedido de lictores y flautistas, el general, de pie sobre una cuadriga pintada con vivos colores, con una toga purpúrea sobre los hombros, una corona de oro en la cabeza, un cetro de marfil y un ramo de laurel. Le rodeaban sus hijos y le seguían, a caballo, parientes, secretarios, consejeros y amigos. El general subía a los templos de Júpiter, Juno y Minerva en el Capitolio, depositaba el botín a sus pies, hacía reunir los animales que tenían que degollarse y, como ofrenda supletoria, ordenaba la decapitación de los comandantes enemigos prisioneros.
El pueblo se regocijaba y aplaudía. Pero por parte de los soldados era costumbre lanzar palabras y pullas mordaces a su general, denunciando sus debilidades, defectos y ridiculeces, para que no se ensoberbeciera y llegase a creerse un padre eterno infalible. A César, por ejemplo, le gritaban; «Déjate de mirar a las matronas, calabaza monda. ¡Confórmate con las prostitutas…!»
Si se pudiera hacer otro tanto con los dictadores de nuestro tiempo, tal vez la democracia no tendría ya nada que temer.
CARTAGO
Como todas las ciudades de aquel tiempo, Cartago también hacía remontar sus orígenes a una especie de milagro y contaba su historia como una novela. Según la cual fue fundada por Dido, a quien más tarde sus conciudadanos veneraron como diosa, hija del rey de Tiro. Enviudó por culpa de su hermano que le mató el marido, luego se puso al frente de un grupo de secuaces en busca de aventuras y, desde el extremo oriental del Mediterráneo, zarpó con ellos hacia el Oeste a bordo de una nave. Haciendo cabotaje a lo largo de la costa meridional de África, rebasó Egipto, Cirenaica y Libia. Y al llegar, por fin, a una decena de millas del lugar donde hoy se alza Túnez, desembarcó y dijo a sus amigos: «Aquí construiremos la Ciudad Nueva.» Así la llamaron, efectivamente: Ciudad Nueva, como Nápoles y Nueva York, que en su lengua se decía
Kart Hadasht
y que luego los griegos tradujeron
Karchedon
y los romanos
Carthago
.
Naturalmente, las cosas no acontecieron precisamente así. Pero es difícil saber cómo se desarrollaron en realidad, porque de Cartago, que tuvo la desgracia de cruzarse en su camino, también los romanos hicieron lo que habían hecho de Etruria: la redujeron a un cieno tal como para hacer casi imposible hoy, por falta de materiales, una reconstrucción exacta de su historia y de su civilización.
Con seguridad la fundaron los fenicios, pueblo de raza y lengua semita como los hebreos, grandes mercaderes y navegantes que iban de un lado para otro con sus embarcaciones, vendiendo y comprando un poco de todo. No tenían miedo ni del diablo. Fueron los primeros marinos del Mundo que rebasaron las llamadas Columnas de Hércules, es decir, el estrecho de Gibraltar, para bajar por el Atlántico a lo largo de la costa de África y remontarlo a lo largo de la de España y Portugal. Sobre este itinerario habían fundado ya, cuando nació Roma, varios pueblos, que al principio debieron ser tan sólo un astillero y un bazar, o sea un mercado. Leptis Magna, Utica, Bizerta, Bona, tuvieron sin duda ese origen. Y Cartago fue su hermanita, acaso entre las más humildes, hasta que las circunstancias la hicieron más conspicua.