Read Historia de España contada para escépticos Online
Authors: Juan Eslava Galán
Tags: #Novela Histórica
Franco, como un viejo patriarca rodeado de numerosa y feliz familia, podía sentirse orgulloso. Pero no se durmió en los laureles: se multiplicaba, timoneaba la nave del Estado con pulso firme, inauguraba pantanos, se hería en la falange (con minúscula) «estando cazando en El Pardo», capturaba una ballena en el Cantábrico y enviaba la pelota de golf más lejos que nadie. Había paz (XXV Años, en 1964), había pan, había fútbol, había concursos («Un millón para el mejor»), había quinielas millonarias. ¿Qué más podíamos desear? Vivíamos mejor que nadie. Por las carreteras españolas los primeros Seat 600 iniciaban su tímido rodaje en manos de inexpertos neoconductores. Los primeros Planes de Desarrollo iniciaban su tímido rodaje en manos de inexpertos ministros de Economía proclives a los frenazos y a los acelerones.
España, como una prometedora adolescente bien nutrida, daba el estirón. Quizá quedaba algo desgalichada y asimétrica: en la costa, jornal seguro de albañiles y camareros; en el interior, pasaporte y maleta para Alemania. Arreciaba el éxodo del campo a la ciudad. Desertores del arado dejaban el pueblo, las boinas capadas, las tocas negras y los valores morales, hasta entonces salvaguardados por el qué dirán de un vecindario chismoso, y se volvían permisivos y modernos en cuanto desembarcaban en el anonimato de la gran ciudad. La cartilla de ahorros se olvidó en el fondo del secreter de la cómoda, la gente vivía al día, quería disfrutar y resarcirse de las privaciones pasadas, consumía en cómodos plazos: «Compre ahora y pague después.»
La Iglesia y el Estado franquista se habían prometido amor eterno apenas acabada la guerra. El Concordato de 1953 fue su boda formal. España, como una novia bonita y morena, aportaba como dote los ministerios de Educación e Información. La Iglesia se las prometía felices, pensando que, con esos dos instrumentos en la mano, tenía asegurada su influencia durante otros mil años. No advirtió que la novia iba preñada de modernidad y que las débiles costuras ideológicas del traje nupcial iban a estallar de un momento a otro. La fe, arremetida por el progreso, flaqueó. Incluso en el propio Vaticano cocían habas: el Concilio Vaticano II dejó estupefactos a los obispos españoles. ¡El Papa quería adaptar la Iglesia al mundo y no al contrario! Se produjo una desbandada general; grupos contestatarios exigían que la Iglesia se ocupara menos de la moralidad y más de la justicia social. La jerarquía se escindió en dos bandos: preconciliares integristas y conciliares progresistas. De éstos, comenzaron a salir algunos curas disidentes, con preocupación social, incluso obreros, lo que ocasionó grave escándalo y quebranto entre los obispos franquistas. Luego, pensándolo mejor, los consintieron. La Iglesia, tan sabia, evita poner todos los huevos en la misma cesta. Ve venir los cambios y sabe ganar la delantera. En las zonas industriales, comenzaba a haber huelgas y curas obreros entre los huelguistas. En el País Vasco empezaba a levantar cabeza el nacionalismo, y el terrorismo asomaba las peludas orejas, con curas encubridores suministrando infraestructura logística e incluso algo más.
Hacia 1957, los españoles, que hasta entonces habían creído que la esencia de la vida consistía en apretarse el cinturón, contemplaron con sorpresa cómo les germinaban debajo de los pies las semillas del consumo traídas, en vuelo estacional, por turistas y emigrantes. El terreno estaba bien estercolado. En tan sólo diez años, entre 1960 y 1970, la renta per cápita del país había crecido en un 82 %.
Tras la remodelación ministerial de 1965, el gobierno se escindió en dos bloques antagónicos: por una parte, los retroinmovilistas, capitaneados por el vicepresidente y hombre de confianza del Caudillo, Carrero Blanco; por la otra, progresistas, abanderados por Fraga Iribarne, que aspiraba a normalizar el país. La dictadura se desprendió de los lastres nacionalsindicalistas y ascendió a régimen autoritario dispuesto a ceder en lo superficial para mantener lo fundamental.
El 22 de noviembre de 1966, Franco presentó a las Cortes la Ley Orgánica del Estado, y Fraga Iribarne comenzó su combate por el título de la modernidad con la Ley de Prensa. Al año siguiente, 1967, floreció la Ley Orgánica del Estado, y la Virgen se apareció a unas niñas sobre un lentisco del Palmar de Troya, en la provincia de Sevilla. España se debatía rasgada por tensiones interiores, como parturienta a punto de cesárea. El rojerío progresista avanzaba sus peones. En los foros políticos, arreciaban voces exigiendo coeducación. En 1970, el presupuesto de Educación superó al del ejército por vez primera en la historia del régimen.
El radicalismo estudiantil, que en París se lanzó a la calle para destruir los coches de la burguesía, en España se lanzó a los catres de los cuchitriles estudiantiles a destruir los virgos, considerados también símbolo de la burguesía, del dominio papista y vestigio retro de la dictadura. Las barricadas se hacían esperar. España se estaba volviendo roja y libertaria, pero los alevines de la clase media, los chicos burgueses que hicieron el bachillerato en Acción Católica y las chicas que fueron Hijas de María en colegios de monjas, las nuevas generaciones que el régimen había amamantado generosamente a sus pechos, se tomaban su tiempo antes de lanzarse a la revolución. Fue al final, ya en la universidad, cuando se convirtieron por millares al marxismo-leninismo y se catequizaron con el
Libro Rojo
de Mao, tan profundo.
Y después de Franco, ¿qué?, venía preguntándose la ciudadanía desde el final mismo de la guerra. Después de Franco, vuelta a la monarquía, que parecéis tontos.
Páginas atrás, al hablar de la familia de Alfonso XIII, habíamos aplazado lo referente a su quinto hijo (tercero varón), el infante don Juan, en el que Alfonso XIII abdicó.
El infante don Juan, como no era el primogénito, no estaba destinado a reinar, por lo tanto no lo prepararon para tan alta misión, aunque recibió una educación esmerada y, desde pequeño, aprovechando que su madre era inglesa, su abuela alemana y su nurse francesa, habló varios idiomas. En 1930, ingresó en la Escuela Naval de San Fernando para seguir la carrera de marino, pero la caída de la monarquía y el exilio de la familia real interrumpieron sus estudios apenas comenzados. Gracias a su pariente Jorge V de Inglaterra pudo completarlos en la academia naval británica, en la cual se graduó como oficial.
Don Juan era un marino de una pieza, brutote, tatuado, elemental, impulsivo, noble de corazón y proclive al vozarrón y al taco. En 1933, servía en el crucero
Enterprise
de la marina británica, que estaba fondeado en aguas de Bombay, en la India, cuando recibió un telegrama de su padre, el ex rey Alfonso XIII: «Por renuncia de tus hermanos mayores, quedas tú como heredero. Cuento contigo para que cumplas con tu deber con España.» El mundo se le vino encima al joven oficial. Tuvo que abandonar el
Enterprise
y regresar a Roma para hacerse cargo de sus nuevas obligaciones.
Durante la guerra civil española intentó por tres veces, siempre en vano, que Franco lo admitera a su lado para luchar contra la República. Alegaba don Juan su experiencia en la marina de guerra inglesa: «He navegado dos años y medio en el crucero
Enterprise
de la Cuarta Escuadra; he seguido luego un curso especial de artillería en el acorazado
Iron Duke
y, por último, antes de abandonar la marina británica con la graduación de teniente de navío, estuve tres meses en el destructor
Winchester
.»
Ni por ésas. Franco se negó a admitirlo. El 28 de febrero de 1941, Alfonso XIII falleció en la habitación 23 del primer piso del Gran Hotel de Roma, donde residía, y don Juan, a sus veintisiete años, se hizo cargo de la jefatura de la Casa Real. No tenía por delante un camino de rosas. El resto de su vida fue esperar a que Franco le cediera la corona y contemplar la evolución política de España desde la orilla portuguesa, en su chalecito de Estoril, «Villa Giralda», donde recibía el besamanos y acatamiento de los monárquicos de toda la vida, que iban a visitarlo y de camino aprovechaban para ir a Fátima y al Casino.
Don Juan hubiera sido, quizá, un buen marino, que el mar era su verdadera vocación, pero falto como estaba, por formación y por temperamento, de las cualidades necesarias para navegar en las procelosas y turbias aguas de la política, toda su vida se dejó dirigir por un Consejo Privado, constituido por prestigiosos monárquicos, dentro del cual coexistían distintas corrientes no siempre confluentes. Al predominio de unas o de otras, en cada época, se pueden atribuir los bandazos del pensamiento político de don Juan, y los renuncios y contradicciones en que incurrió en su relación con Franco, que acabaron perjudicando su causa. Esto explica que el mismo personaje que en 1935 apoyó con entusiasmo al grupo Acción Española, claramente reaccionario, moderara su postura diez años después, cuando la derrota de las dictaduras europeas dejaba entrever que el futuro pertenecía a las democracias. Don Juan, adelantándose a muchos españoles, se declararía ya abiertamente demócrata a partir de 1965, cuando su avispado consejero José María de Areilza le hizo ver, y a algunos significados personajes del Consejo Privado también, que el porvenir de la monarquía pasaba por su adecuación a los nuevos tiempos. Areilza era un diplomático de gran talla, pragmático y con gran visión de futuro, y convencido, como todo diplomático que se precie, de que París (o Madrid) bien vale una misa.
Sin embargo, el enfrentamiento de don Juan con Franco venía de mucho antes, de marzo de 1945, cuando publicó el Manifiesto de Lausanne, en el que conminaba solemnemente al general Franco para que, reconociendo el fracaso de su concepción totalitaria del Estado, abandonara el poder y diera libre paso a la monarquía. Al año siguiente, publicó las Bases Institucionales de la Monarquía, como si ya anduviera preparando el gobierno en la sombra. A Franco, como fácilmente se adivina, todo esto le sentaba como si le mentaran a su santa madre. Además, por vía diplomática le llegó la noticia de que don Juan se había ofrecido a las potencias vencedoras en la guerra como alternativa de gobierno en España al frente de una monarquía respetuosa de las libertades públicas. La misma fuente hablaba de su disposición para llegar a España como rey, a bordo de un navío de la Armada británica, en una hipotética invasión de las Canarias.
El siguiente paso del pretendiente no mejoró su situación ante el dictador. En 1947, cuando arreciaba el aislamiento internacional de Franco y parecía que los días del régimen estaban contados, replicó a la Ley Sucesoria promulgada por Franco con el llamado Manifiesto de Estoril, en el cual firmaba como rey.
Ésta fue la gota que colmó el vaso de la paciencia del Caudillo. Franco nunca le perdonó estas veleidades políticas y decidió que cuando restaurara la monarquía lo haría en otra persona. Porque Franco era monárquico y nunca dejó de serlo; lo que ocurre es que le tomó gusto al mando y decidió que la estabilidad y el progreso de España requerían que él estuviera al timón mientras Dios le diera vida, que se la dio y larga. Tiempo habría y siglos por delante para que la monarquía siguiera su curso. En cuanto a don Juan, ya que estaba incordiándolo con papelitos y declaraciones a la prensa, decidió castigarlo impidiendo que reinara y lo condenó a ser hijo de rey y padre de rey, pero nunca rey. Se salió plenamente con la suya. Ésta es otra de las cosas que dejó atadas y bien atadas.
Volviendo a don Juan y a su bondad intrínseca, quizá su ya mentada dependencia de consejeros con opiniones contrapuestas disculpe las aparentes traiciones que se observan en su trayectoria política; por ejemplo, en 1948, cuando la flamante Confederación de Fuerzas Monárquicas se adhirió a la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas junto a socialistas y republicanos exiliados, en un común intento para forzar la salida del dictador. ¡Indalecio Prieto y la monarquía codo con codo! Al poco tiempo, don Juan mostró simpatías hacia el Movimiento en la entrevista con Franco en el yate
Azor,
frente a San Sebastián.
En esta histórica ocasión, Franco, que ya había decidido saltarse la línea de sucesión y que don Juan se quedara sin reinar, le pidió, y él aceptó, que su primogénito, don Juan Carlos, cursara bachillerato en España y se fuera preparando para sus eventuales responsabilidades como rey.
Después de la escena del
Azor
, don Juan evitó enfrentarse con Franco, incluso hizo declaraciones de fidelidad a los ideales del Movimiento Nacional y mencionó la ayuda divina y los aciertos del Generalísimo al frente de la nación, y hasta le ofreció la máxima condecoración, el Toisón de Oro, que Franco rechazó con brusquedad castrense, señalándole, además, que carecía de potestad para ofrecerla. El gallego era muy suyo en cuestiones de mando y prerrogativas.
El hombre que había de reinar, es decir, el primogénito de don Juan y nieto de Alfonso XIII era Juan Carlos, un niño guapo y avispado, nacido en Roma, en 1938, durante el exilio de sus padres. Había padecido una infancia desarraigada, primero en Lausana, en Suiza, donde residía su abuela, la ex reina de España; después, interno en un colegio religioso de Friburgo. Hay que imaginarse su desamparo cuando llegó a España, después de la histórica entrevista del
Azor
, a los diez años de edad y sin apenas hablar español, para estudiar bachillerato en una finca de los banqueros Urquijo, «Las Jarillas», reconvertida en laboratorio educativo para el futuro príncipe y otros ocho niños procedentes de familias de dirigentes franquistas para que aquel encierro pareciera un colegio. Fue una educación muy particular, inspirada por el dictador, en la que predominaron preceptores afines al Opus Dei. Franco deseaba que el futuro rey estuviera políticamente más cerca de él que de su padre carnal. El muchacho creció soportando humillaciones a la sombra del poder, espiado por sus más directos colaboradores, abucheado públicamente a veces, tanto por falangistas como por monárquicos juanistas, que lo consideraban un intruso impuesto por Franco. Y además, aguantando la vela frente a su propio padre. Todo su papel consistía en esperar y en no defraudar al amo supremo, ni al ejército ni a la Iglesia, ya que no a la Falange y mucho menos a la oposición democrática, ferozmente republicana (eso predicaban entonces). Por eso, el ejército y la Iglesia, ambas reunidas en el almirante Carrero Blanco, fueron sus principales valedores en 1969, cuando, presionando sobre Franco, consiguieron que lo nombrara, de una vez por todas, sucesor a título de rey.