Read Historia de España contada para escépticos Online
Authors: Juan Eslava Galán
Tags: #Novela Histórica
En aquellas últimas décadas del siglo XIX, la estabilidad política permitió un ambiente de paz social y laboral, que favoreció el crecimiento de la economía del país. Aumentaron las exportaciones, especialmente de textiles catalanes, de mineral de hierro y de vino (la filoxera había destruido los viñedos franceses). No obstante, hacia el final del siglo, el campo entró en crisis y frenó el desarrollo.
Alfonso XII no dejó un testamento político escrito, pero existen indicios que nos permiten suponer que apoyaba la continuidad del sistema. Es lo que se deduce del último consejo que dio, ya en el lecho de muerte, a su inminente viuda: «Cristinita, ya sabes, guarda el coño, y de Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas», estupenda formulación de la teoría política de la alternancia en el poder.
Para gran consuelo de todos, el hijo póstumo de Alfonso XII fue un varón, Alfonso XIII, que nació rey. Así lo entendió también doña María Cristina, que, al saber que se trataba de un varón (anteriormente había tenido dos hembras), exclamó castizamente: «
Mein klein koenig!
[¡Mi reyecito!].» Cánovas y Sagasta se felicitaron igualmente: «Es la menor cantidad posible que se puede tener de rey, pero es rey, al fin y al cabo.» Es que el fantasma de una nueva guerra carlista pesaba todavía.
El gobierno nombró reina regente a doña María Cristina durante la minoría de edad de su vástago. La austríaca, que tenía muy pronunciada la inclinación autoritaria, se tomó a pecho el cargo e irradió su fuerte y adusta personalidad a toda la corte hasta su muerte en 1929. Aunque la política la hacían los partidos, ella siguió recibiendo embajadas y representaciones en su función de reina regente. Por cierto que un embajador de Marruecos, después de su entrega de credenciales, informó al sultán: «El palacio real, un edificio extraordinario, pero el harén, flojito, muy flojito.» El moro aludía al séquito de ancianas y severas damas de compañía que rodeaban a Doña Virtudes.
Los diecisiete años de la regencia de doña María Cristina fueron muy conflictivos por los problemas internacionales en los que se vio implicado el país. En lo interior, sin embargo, tuvo suerte con los dos ministros alternantes porque ambos reforzaron la monarquía. Sagasta, aunque había comenzado su carrera incendiando iglesias, se hizo tan monárquico de toda la vida como su contrincante, y éste, con suma habilidad, adaptó la maquinaria política al turno de dos partidos liberales. Quizá la entente se hubiera mantenido por más tiempo de no mediar la conmoción de
1898
, que desencajó toda la maquinaria del Estado y despertó la fiera dormida del nacionalismo vasco y catalán.
Todo iba perfectamente y, de pronto, en el breve plazo de un decenio, se fue al garete. Los moros de Marruecos se sublevaron en
1890
, Cánovas fue asesinado por un anarquista italiano en
1897
, Estados Unidos hundió la escuadra y nos expulsó de Cuba y Filipinas en
1898
. Sagasta falleció en
1903
.
Estados Unidos de América, la joven y dinámica nación surgida de las colonias inglesas a finales del siglo XVIII, había dado el estirón a lo largo del XIX y había crecido en cuerpo y sabiduría, pero sobre todo en cuerpo, porque la franja atlántica donde comenzó su andadura nacional se había ensanchado hacia el oeste a costa del desierto, del indio y del mexicano. Cuando llegó al Pacífico, como aún le sobraban energías, dio en aspirar a un imperio colonial, como cualquier nación europea de su tiempo. Naturalmente le echó el ojo a la vecina Cuba y ya había intentado comprarla al gobierno español, pero la perla del Caribe no estaba en venta.
Entonces, cambió de táctica. Siguiendo la llamada
doctrina Monroe
, «América para los americanos», tan conveniente para sus intereses, favoreció el movimiento independentista cubano. Cuando la rebelión se enconó, en 1898, fondeó el crucero
Maine
en el puerto de La Habana, en visita aparentemente amistosa, con el pretexto de proteger a los ciudadanos americanos residentes en la isla. Llevaba el buque unos días anclado en la bahía cuando, de pronto, una explosión lo hundió y ocasionó doscientos sesenta muertos. El gobierno español elevó vehementes protestas de inocencia, pero la opinión pública norteamericana, convenientemente caldeada por las campañas de los periódicos de Hearst (sobre el eslogan «Recordad al
Maine
. Al infierno con España
[To hell with Spain]
», se inclinó por la guerra. Ya se sabe lo importante que es la opinión pública en los Estados Unidos, aparte, claro, de que el gobierno estuviera deseando armarla. Los americanos exigieron al gobierno español que abandonara la isla, una imposición inaceptable. De este modo, forzaron al gobierno español a declararle la guerra, aunque todo el mundo, menos algunos imbéciles patrioteros de aquí, la sabían de antemano perdida.
Una escuadra americana sorprendió a la española en la bahía de Manila y la dejó convertida en un montón de chatarra humeante. Ellos sólo tuvieron que lamentar siete heridos. («El desastre —informó Sagasta al Congreso- sólo se debe a la inmensa superioridad de la escuadra enemiga.») Dos meses más tarde le tocó el turno a la escuadra de Cervera, que defendía Cuba, con idénticos resultados. Los exaltados pasaron del triunfalismo del principio a la orgullosa aceptación de la realidad con aquello de «mejor honra sin barcos que barcos sin honra».
España se rindió y cedió sus últimas colonias, Puerto Rico incluida. Estados Unidos se vistió de largo e ingresó por la puerta grande en el exclusivo club de las potencias mundiales que hoy, después de un siglo de crecimiento ininterrumpido, sigue presidiendo. Han tardado noventa años en admitir que los españoles no hundieron el
Maine
. Parece que una de las santabárbaras del navío explotó accidentalmente, recalentada por la combustión espontánea de uno de los depósitos de carbón que alimentaban las calderas del navío.
Los españoles no debemos respirar por la herida, aquello ya está olvidado, pero dejó una secuela difícil de superar: la cocacola suplantó a nuestra típica zarzaparrilla, tanto que hoy más de media España, quizá me quede corto, no sabe de qué bebida estoy hablando.
La pérdida de las colonias, y, quizá más aún, el modo desastrado y humillante en que se perdieron, provocó una profunda crisis nacional, especialmente entre los intelectuales, porque la gente común leía poco la prensa y estaba más interesada en las hazañas taurinas de Lagartijo que en lo que pasaba en Cuba, donde no poseían fincas. Airadas protestas se elevaron en periódicos y tribunas. Había que regenerar la nación, expulsar a los podridos políticos profesionales, barrer el caciquismo, implantar una democracia verdadera, sin compra de votos, sin extorsión. Era un proyecto utópico para un pueblo carente de la mínima educación democrática e integrado mayoritariamente por analfabetos, pero por algo se empieza. Nuevas fuerzas políticas, más agresivas y menos dispuestas al compromiso, se sumaron a la ola de descontento nacional: por una parte, los nacionalistas vascos y catalanes; por la otra, los republicanos y los revolucionarios proletarios. Los políticos, siempre tan oportunistas, encabezaron la manifestación y reclamaron también el establecimiento de una verdadera democracia. Con Cánovas muerto y Sagasta a punto de tanatorio, los nuevos partidos tocaron a degüello. Se acabaron las limpias componendas de conservadores y liberales; desde hoy, que el más listo se alce con el santo y la limosna.
En estas difíciles circunstancias se hizo cargo del gobierno el joven Alfonso XIII. Era 1902, había cumplido dieciséis años, lo habían declarado mayor de edad y se daba por terminada la regencia de doña María Cristina.
Alfonso XIII fue un niño débil, enfermizo y enmadrado, al que malcriaron en palacio. Su tía, la Chata, le repetía hasta la saciedad que había nacido rey y, por lo tanto, estaba por encima de la ley y podía obrar a su antojo. De adulto, cuando tuvo que encarar sus limitaciones personales, y quizá también las de su país, al que amaba profundamente, derivó en neurasténico. Toda su vida necesitó el apoyo de la ríspida doña María Cristina, y cuando le faltó, en 1929, se quedó tan disminuido y tan propenso a las depresiones que esta circunstancia explica la facilidad con que tiró la toalla y abandonó la corona en 1931.
Don Alfonso no era muy culto y su trato resultaba algo plebeyo (por ejemplo, hablaba de tú a la gente), pero tenía gustos de señorito: automóviles, caballos, deportes elitistas, caza, películas porno (rodadas especialmente para él) y mujeres, de las que fue un gran coleccionista. Tuvo decenas de amantes ocasionales de toda condición; de algunas, concibió hijos naturales. Entre las más estables se citan una tal Melanie, parisina, que se trajo a Madrid, y la actriz Carmen Ruiz Moragas, a la que puso un chalecito. La ingrata se declaró republicana de toda la vida cuando advino la República. De Carmen Ruiz Moragas tuvo dos hijos, chico y chica. El chico ha publicado recientemente sus memorias con el deseo, muy legítimo, de abrirse un huequecito en la historia y de reivindicar su parentesco, aunque sea por rama bastarda, con la Familia Real.
La debilidad por las cómicas parece consustancial a los Borbones. Alfonso XIII se encaprichó también de la conocida
vedette
Celia Gámez, a la que se benefició en el propio palacio real.
Alfonso se casó, en 1905, con una guapa y elegante sobrina de la reina Victoria de Inglaterra, María Victoria de Battemberg. El rey fue al altar ignorante de que la inglesa, tan sana como parecía, era transmisora de una terrible enfermedad, la hemofilia. Los afectados de hemofilia son deficitarios del factor coagulante de la sangre y pueden desangrarse por cualquier herida, por mínima que sea. Curiosamente, las mujeres no padecen esta enfermedad, pero pueden transmitirla a sus hijos varones. La reina María Victoria se la transmitió a dos de ellos, al heredero de la corona española, su primogénito don Alfonso (nacido en 1907), y a don Gonzalo (nacido en 1914).
La hemofilia de la casa real inglesa procedía de una alteración cromosómica cuya probabilidad remota (una en cien millones) se produjo en la reina Victoria, fruto del matrimonio de la duquesa de Kent con un Hannover, que aportaba una sangre degenerada por repetidos enlaces consanguíneos. Curiosamente, Eduardo VII, hijo y heredero de Victoria, no padeció hemofilia ni la ha padecido ninguno de sus descendientes. La casa real inglesa se limitó a transmitirla a las casas reales española y rusa (esta última en la persona del
zarevitch
Alexis, hijo de la princesa Alix, la nieta de la reina Victoria, casada con el zar Nicolás II).
Hacia 1910 se descubrió que el príncipe de Asturias era hemofílico. Alfonso XIII, tan inconstante en sus afectos, ya se había desenamorado de la reina y experimentó un rechazo irracional hacia ella, como si fuera culpable del mal que aquejaba al niño. La reina, británicamente fría, y frustrada como mujer por un marido que la despreciaba, que la traicionaba con otras y que le reprochaba frecuentemente haberle dado hijos tarados, quedó aislada en el opresivo e incómodo palacio real, en medio de una corte extraña, en un país meridional al que nunca logró adaptarse. Se refugió en los viajes y en la presidencia de obras benéficas (especialmente, de la Cruz Roja). De este modo, consiguió mitigar el dolor de su tragedia íntima, pero, a cambio, descuidó a su familia, sobre todo a sus hijos, tan necesitados de ella, cuyo cuidado delegó en manos de empleados. Era la típica huida hacia adelante de una persona que no sabe cómo escapar de una situación de profunda infelicidad. El mismo desinterés mostró, ya en el exilio, hacia sus hijas las infantas, a cuyas bodas ni siquiera asistió, aunque ya en su vejez cambió de actitud y volvió a ocuparse de sus obligaciones familiares.
Alfonso XIII no lo tuvo tan fácil como su padre. Ascendió al trono justo a tiempo de asistir al desplome del cómodo sistema de dos partidos alternantes. El surgimiento de la conciencia obrera desestabilizó el sistema: en los veinte años siguientes, se sucedieron hasta treinta y dos gobiernos, todos inestables. El caciquismo perduraba en la España rural y profunda, pero en las grandes ciudades industriales la creciente masa profesional y obrera apoyaba a los partidos de izquierda. A principios de siglo, crecieron organizaciones políticas de nuevo cuño (socialistas, anarquistas, republicanos, regionalistas vascos y catalanes) y se enconaron el malestar social y los problemas incubados a lo largo de la Restauración. El fundamentalismo anarquista enviaba sus kamikazes a la caza del explotador o del ministro (o del propio rey, al que arrojaron una bomba el día de su boda); los movimientos sindicales y obreros iban alcanzando su mayoría de edad, y los separatismos catalán y vasco pisaban fuerte y se dejaban oír. Por si fuera poco, los moros se alzaron en la colonia marroquí y atacaron Melilla, lo que encendió una costosa guerra que duró muchos años, que provocó la Semana Trágica y que culminó en el desastre de Annual.
Los valores que antes parecían tan bien asentados, la monarquía y la unidad de España, comenzaron a tambalearse. En las elecciones de 1903 avanzó el partido republicano; en las de 1907, el nacionalismo catalán. El Partido Republicano Radical se agigantaba impulsado por el verbo fácil de Alejandro Lerroux, e incluso los anarquistas, que hasta entonces habían ido por libre apuñalando diputados y tiroteando ministros, mostraron su capacidad de fundar grupo propio con la CNT, en 1910. Los socialistas habían fundado el sindicato UGT en 1888, pero, como todavía estaban en mantillas, prefirieron unirse a los republicanos.
Los problemas sociales que comenzaban a apuntar iban a quedar durante un tiempo relegados ante la urgencia de los que muy pronto se plantearon en el exterior.
A finales del siglo XIX, en la euforia de la expansión industrial, todos los países de Europa dieron en formar imperios coloniales a costa del mundo subdesarrollado, especialmente África. El objetivo era triple: obtener materias primas casi gratuitas, ganar mercados para los productos industriales e invertir la riqueza que se iba acumulando. España, con el paso cambiado respecto a Europa, como casi siempre, perdió los restos de su imperio colonial precisamente cuando sus vecinos construían los suyos. Al final, para nosotros, lo más parecido que había a un imperio colonial era Marruecos, y hacia él se encauzaron las ambiciones y los intereses.