Historia de España contada para escépticos (38 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Novela Histórica

BOOK: Historia de España contada para escépticos
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En Marruecos, aparte de naranjas, dátiles y artesanía bereber, lo que había era una gran riqueza minera, en cuya explotación se invirtió mucho capital español. Otras potencias europeas, que ya calentaban motores preparándose para la primera guerra mundial, también estaban interesadas en el mineral, pero, no obstante, en 1912, España consiguió el protectorado sobre Marruecos.

En 1909, bandas irregulares marroquíes atacaron los fuertes que rodean Melilla. Maura, jefe del gobierno conservador, se alarmó y llamó a filas a cuarenta mil reservistas. Esto, unido a las noticias de la emboscada del barranco del Lobo, donde habían perecido cientos de soldados españoles, soliviantó los ánimos de las masas. «¡Sangre de obreros —clamaron los revolucionarios de izquierdas—, que se derrama para defender los intereses de los capitalistas, mientras sus hijos se libran de ir al matadero y viven en la opulencia y el derroche!» Una muchedumbre se había concentrado en el puerto de Barcelona para despedir a los soldados que embarcaban para la guerra de África. Estaban los ánimos ya bastante caldeados, porque los hijos de los ricos no iban, cuando llegó una expedición de damas de buena sociedad y se puso a repartir escapularios y medallas entre los que embarcaban para el matadero. Las bienintencionadas damas no advirtieron que el barro no estaba para pitos. A los abucheos, a los insultos y a los escapularios pisoteados, sucedieron los enfrentamientos con las fuerzas de orden público. La algarada degeneró en motín revolucionario, que se propagó por toda la ciudad. Al poco tiempo, comenzaron a arder algunos templos y otros edificios pertenecientes a la Iglesia, en la que los revolucionarios veían la principal aliada de la clase explotadora. La policía actuó contundentemente (la Semana Trágica).

Marruecos, como un Vietnam cualquiera, reclamaría cada vez mayor cantidad de sangre. La protección de los intereses de las compañías mineras podía plantearse de dos maneras: por las buenas, sobornando a los jefes de las cabilas rifeñas, que es lo que proponían los políticos, o por las bravas, metiendo a los rebeldes en collera, como proponían los militares.

La clase militar española, surgida como tal en el siglo XVIII, había salido muy prestigiada de la victoria sobre Napoleón en la guerra de la Independencia (victoria que no se debió a los militares, sino al pueblo en armas, azuzado por la Iglesia, y al cuerpo expedicionario inglés de Wellington, como ya dijimos). En 1898, después del descalabro de la guerra de Cuba, los militares necesitaban recuperar el prestigio perdido, reverdecer sus marchitos laureles, a ser posible contra un enemigo mal armado y poco numeroso. Los irregulares marroquíes, descalzos y armados de espingardas atadas con alambre, parecían muy a propósito para el lucimiento. Luego resultó que no estaban tan mal armados como se creía y que tenían un talento natural para la guerra, el propio de clanes y tribus que llevan matándose por una cabra o un pozo desde tiempo inmemorial.

Volvamos a lo de la Semana Trágica. El gobierno, sintiéndose en la obligación de buscar una cabeza de turco en la que escarmentar a la chusma desmandada, culpó de los desórdenes al ideólogo libertario Ferrer Guardia y lo fusiló. La reacción de los partidos de izquierda nacionales e internacionales fue de tal calibre que Alfonso XIII se asustó y dejó tirado al gobierno conservador de Maura para escorar a la izquierda y echarse en brazos de los liberales, es decir, de Canalejas. No fue mala elección, pues el nuevo gobierno resultó progresista, benéfico y pacificador, pero fue muy breve, porque a Canalejas lo asesinó, dos años después, un anarquista cuando examinaba las novedades editoriales en el escaparate de una librería de la Puerta del Sol. ¿Se imaginan a un presidente de gobierno actual, benéfico, solo, sin escolta e interesado por los libros?

CAPÍTULO 85
Huelgas y pistolas

En la primera guerra mundial, España permaneció neutral, pero muchos fabricantes amasaron grandes fortunas vendiendo bienes de equipo a las potencias beligerantes. La guerra fue un maná del cielo para la minería asturiana, el hierro vasco, los textiles catalanes y los bancos madrileños. Pero los problemas sociales, lejos de solucionarse, se agudizaron y tocaron techo en 1917: los obreros y los militares reclamaban aumento de salarios. El pistolerismo anarquista hacía de las suyas en Barcelona. Los nacionalistas catalanes aprovecharon la crisis, una vez más, para arrimar el ascua a su sardina (y, una vez más, el resto de España se sintió comparativamente agraviada por los nacionalistas vascos y catalanes, en los que vieron a unos privilegiados que se hacían los oprimidos para reclamar mayor ración de la tarta nacional). Un viejo prejuicio (¿prejuicio?) que todavía, por cierto, colea.

La creación de un gobierno nacional presidido por Maura no bastó para calmar los encrespados ánimos. En adelante, no hubo gobierno con fuerza suficiente para frenar la protesta obrera, la agitación social, la inquietud sindicalista, el pistolerismo anarquista o empresarial, el nacionalismo catalán y los mil menudos problemas añadidos.

Para acabar de arreglar las cosas, la guerra de Marruecos se recrudeció a partir de 1920, cuando el cabecilla Abd el-Krim consiguió que las cabilas rebeldes reconocieran su jefatura y las empleó hábilmente, en guerra de guerrillas, para desgastar al ejército español. El general Fernández Silvestre, deseoso de inscribir su nombre en los anales de la milicia junto a los de Alejandro y el Gran Capitán, emprendió por su cuenta y riesgo una hábil maniobra para dominar Alhucemas. Abd el-Krim consiguió rodear su columna y la aniquiló en Annual (1921), donde perecieron unos trece mil hombres y gran cantidad de material bélico cayó en manos de los moros. El sector oriental del protectorado se desplomó, aunque, afortunadamente, Melilla se sostuvo.

Las armas habían fracasado. Se volvió a considerar la vieja solución de sobornar a los jeques de las cabilas, pero los militares se opusieron, especialmente los más jóvenes, que estaban aprovechando la guerra de Marruecos para ascender en el escalafón. El más destacado de todos ellos era un joven comandante llamado Francisco Franco.

La situación política se deterioró. El fraccionamiento de los partidos impedía la formación de gobiernos estables, crecían la agitación social y los atentados anarquistas, y la clase política se había acostumbrado a la componenda y la marrullería. Mientras tanto, la revolución que se iba gestando aterraba a la amplia clientela conservadora de España, que temía que se repitiera lo de Rusia. Incluso los catalanistas de la Lliga, los que diez años antes clamaban por la independencia, habían olvidado sus ambiciosos planes para considerar, consternados, las cuantiosas pérdidas que las continuas huelgas acarreaban. En esta circunstancia, el general Primo de Rivera dio un golpe de Estado, «para salvar a España de los profesionales de la política», en setiembre de 1923, y no sólo contó con la inmediata adhesión de la burguesía, de la Iglesia y del ejército, sino con la del propio rey, que lo llamó
Mi Mussolini.
Se conoce que don Alfonso estaba tan preocupado como los burgueses, y por idénticas razones. En cuanto al PSOE y a la UGT, se manifestaron ambiguos y neutrales. Sólo la CNT estuvo abiertamente en contra del dictador. Los comunistas convocaron a la huelga general, pero eran tan pocos todavía que nadie los escuchó.

CAPÍTULO 86
Primo de Rivera

Primo de Rivera, como todo dictador que se precie, anunció que sólo venciendo una íntima resistencia había dado aquel paso y que, como no albergaba ninguna ambición de mando, bien lo sabe Dios, en cuanto se restableciera el orden dejaría el gobierno en manos capaces. Pero, por lo pronto, disolvió las Cortes y designó un Directorio Militar.

El general era, quizá, algo bruto, paternalista y simple (de lo que se burlaron los intelectuales), pero es indudable que hizo cosas por el país. Lo primero extirpar, de una vez por todas, el cáncer africano, obligando a los ineptos jefes del ejército a retirarse para después, en una operación combinada con los franceses (cuyas posesiones en Marruecos también había atacado Abd elKrim), desembarcar en Alhucemas y asestar un golpe decisivo al caudillo rebelde. Abd el-Krim se rindió a los franceses declarando: «Me he anticipado a mi tiempo.» Con esto se liquidó decorosamente aquella desastrada guerra colonial.

El general no tenía programa político alguno, salvo el mantenimiento del orden público y la unidad de la patria a todo trance, pero era inofensivo si no se le provocaba e hizo cosas por la paz que merecieron la alabanza de propios y extraños (grupos escolares, pantanos, carreteras, ferrocarriles...), y, aprovechando que la peseta estaba fuerte y la economía nacional en expansión, creó empresas públicas que todavía perduran de una u otra forma (CAMPSA, Telefónica, Tabacalera, Confederaciones Hidrográficas); pero no consiguió hacerse perdonar por los intelectuales ni por los nacionalistas catalanes. Aunque tuvo muchos partidarios, el partido con el que intentó arroparse («la Unión Patriótica, para gentes de ideas sanas») nunca cuajó, mientras que, por el contrario, los grupos que se le oponían ganaban fuerza.

En 1929 una combinación de circunstancias lo dejó contra las cuerdas: el
crack
financiero internacional debilitó la peseta, y a los problemas económicos se unió el descontento del ejército (cuyos privilegios intentaba recortar), la labor de zapa de la CNT entre la masa obrera, los alborotos estudiantiles, las intrigas de sus adversarios políticos, las críticas de los intelectuales, los repetidos y chapuceros intentos de golpe de Estado de otros generales, sus conmilitones. Primo de Rivera, como un boxeador sonado, bruto y noble, creía contar todavía con el respeto del voluble rey, y declaró a sus íntimos: «A mí nadie me borbonea.» Esto ocurría el 29 de enero de 1930. Al día siguiente, Alfonso XIII lo dejó tirado, como había dejado a otros cadáveres políticos en el pasado. (
Borbonear,
un neologismo que data de entonces, significa una forma de engaño político propia de los Borbones.) Primo de Rivera se exilió en París, donde murió al mes siguiente.

La crisis parecía haberse salvado con la retirada del dictador, pero la monarquía salía también tocada del ala porque el país, incluidos los mismos que aplaudieron el golpe de Estado siete años antes, no iba a perdonar a Alfonso XIII su complicidad con la dictadura. Durante la dictablanda del general Dámaso Berenguer, que sucedió a Primo de Rivera, crecieron los desórdenes, mientras fuerzas políticas opuestas coincidían en la necesidad de derribar a la monarquía (republicanos, nacionalistas catalanes, intelectuales). Incluso los liberales, hasta entonces monárquicos, se pasaron con armas y bagajes al campo republicano. En Jaca fracasó un intento de pronunciamiento de signo republicano y se saldó con el fusilamiento de los tenientes Galán y García Hernández, que inmediatamente fueron entronizados en el santoral laico republicano. Algunos de los intelectuales más prestigiosos del momento (Ortega y Gasset, Marañón, López de Ayala, entre ellos) se agruparon en la asociación Al Servicio de la República.

Las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 mostraron que las ciudades más importantes eran mayoritariamente republicanas. Los votos de los pueblos, todavía no escrutados, hubieran inclinado la balanza a favor de la monarquía, pero estos votos se despreciaban en los ambientes izquierdistas por considerarse manipulados por los caciques. El caso es que los madrileños, cuando supieron los resultados parciales, se echaron a la calle un tanto prematuramente a proclamar la República, y Alfonso XIII, amedrentado por las declaraciones del Comité Revolucionario, hizo las maletas y abandonó el país con cierta precipitación.

CAPÍTULO 87
El rey no tiene quien le escriba

El exilio abrió un penoso capítulo de la vida del rey. Como no había motivo que justificara el mantenimiento de la ficción conyugal, Alfonso XIII y Victoria Eugenia se separaron, y ella puso en manos de abogados la reclamación de su dote y una pensión alimenticia que los tribunales cifraron en seis mil libras anuales. Al principio, mantuvieron ciertas relaciones, pero más adelante la situación empeoró cuando Alfonso exigió a su esposa que rompiera su estrecha amistad con los duques de Lécera, cuya doble intimidad con la ex reina de España se había convertido en la comidilla de los mentideros del Gotha europeo. Victoria Eugenia, puesta en el disparadero de escoger entre sus amigos y su esposo, le notificó, en inglés, naturalmente: «Los elijo a ellos y no quiero volver a ver tu fea cara.»

Al resto de la familia no le fue mejor. Gonzalo, el benjamín hemofílico de la familia, murió en Suiza, en accidente de automóvil, en 1934, a los veinte años de edad. Alfonso, el príncipe de Asturias, renunció a sus derechos sucesorios en 1933 para casarse, contra el parecer de su padre, con una bella cubana, Edelmira Sampedro, a la que había conocido en un sanatorio suizo. Durante tres años la pareja vivió en hoteles de lujo de París y Londres, que la hospedaban gratis a cambio de exhibirse a ciertas horas en los salones y comedores del establecimiento. Después, la cubana se cansó de Alfonso, lo abandonó y regresó a su tierra. Dos meses más tarde, el infante se volvió a casar con otra cubana, la modelo Marta Rocafort, de la que se divorció a los seis meses.

El infortunado Alfonso vagó durante un tiempo por los cabarets de Miami y, en un par de ocasiones, hubo que hospitalizarlo porque su salud se deterioraba. Finalmente, murió desangrado, tras un accidente de circulación, cuando conducía el coche de su más reciente amiga, la cigarrera de cabaret Mildred Gaydon.

El segundo hijo de Alfonso XIII, don Jaime, es otro caso patético. Tampoco conoció el amor de una familia, pues sus padres sentían un íntimo rechazo por este hijo que también nacía tarado. No padecía hemofilia, pero su constitución era tan enfermiza que tuvieron que enviarlo con cuatro años a un sanatorio antituberculoso suizo. Al regreso, medio año después, sufrió una doble mastoiditis que lo dejó sordo. Su vida fue tan azarosa como un culebrón sudamericano. Era un hombre infantil y débil de carácter, al que dominaron sus dos esposas sucesivas, Enmanuela Dampierre, que lo abandonó por un amante, y la divorciada prusiana Carlota Tiedemann, cantante de cabaret (a la que los monárquicos presentaron como cantante de ópera), que también le fue infiel. De sus dos hijos, habidos con la primera esposa, Alfonso y Gonzalo, el primero casó con la nieta mayor del general Franco y fue tan desdichado como su padre.

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