Hija de la fortuna (17 page)

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Authors: Isabel Allende

Tags: #Drama

BOOK: Hija de la fortuna
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—¿Inglaterra?

—Viajarán en primera clase, como reinas, y en Londres se instalarán en una pensión encantadora a pocas cuadras del Palacio de Buckingham.

Eliza comprendió que los hermanos ya habían decidido su suerte. Lo último que deseaba era partir en dirección contraria a la de Joaquín, poniendo dos océanos de distancia entre ellos.

—Gracias, tío. Me encantaría conocer Inglaterra —dijo con la mayor dulzura que logró amañar.

El capitán se sirvió un brandy tras otro, encendió su pipa y pasó las dos horas siguientes enumerando las ventajas de la vida en Londres, donde una señorita como ella podía frecuentar la mejor sociedad, ir a bailes, al teatro y a conciertos, comprar los vestidos más lindos y realizar un buen matrimonio. Ya estaba en edad de hacerlo. ¿Y no le gustaría ir también a París o a Italia? Nadie debía morir sin haber visto Venecia y Florencia. Él se encargaría de darle gusto en sus caprichos, ¿no lo había hecho siempre? El mundo estaba lleno de hombres guapos, interesantes y de buena posición; podría comprobarlo por sí misma apenas saliera del hoyo en que estaba sumida en ese puerto olvidado. Valparaíso no era lugar para una joven tan linda y bien educada como ella. No era su culpa enamorarse del primero que se le cruzaba por delante, vivía encerrada. Y en cuanto a ese mozo ¿cómo es que se llamaba?, ¿empleado de Jeremy, no?, pronto lo olvidaría. El amor, aseguró, muere inexorablemente por su propia combustión o se extirpa de raíz con la distancia. Nadie mejor que él podía aconsejarla, mal que mal, era un experto en distancias y en amores convertidos en ceniza.

—No sé de qué me habla, tío. Miss Rose ha inventado una novela romántica a partir de un vaso de jugo de naranja. Vino un tipo a dejar unos bultos, le ofrecí un refresco, se lo tomó y después se fue. Es todo. No pasó nada y no lo he vuelto a ver.

—Si es como dices, tienes suerte: no tendrás que arrancarte esa fantasía de la cabeza.

John Sommers siguió bebiendo y hablando hasta la madrugada, mientras Eliza, encogida en el sillón de cuero, se abandonaba al sueño pensando que sus ruegos fueron escuchados en el cielo, después de todo. No fue un oportuno terremoto lo que la salvó del horrible remedio de Mama Fresia: fue su tío. En la casucha del patio la india esperó la noche entera.

LA DESPEDIDA

E
l sábado por la tarde John Sommers invitó a su hermana Rose a visitar el buque de los Rodríguez de Santa Cruz. Si todo salía bien en las negociaciones de esos días, le tocaría capitanearlo, cumpliendo al fin su sueño de navegar a vapor. Más tarde Paulina los recibió en el salón del Hotel Inglés, donde estaba hospedada. Había viajado del norte para echar a andar su proyecto, mientras su marido estaba en California desde hacía varios meses. Aprovechaban el tráfico continuo de barcos de ida y vuelta para comunicarse mediante una vigorosa correspondencia, en la cual las declaraciones de afecto conyugal iban tejidas con planes comerciales. Paulina escogió a John Sommers para incorporarlo a su empresa sólo por intuición. Se acordaba vagamente de que era hermano de Jeremy y Rose Sommers, unos gringos invitados por su padre a la hacienda en un par de ocasiones, pero lo había visto sólo una vez y apenas había cruzado con él unas cuantas palabras de cortesía. Su única referencia era la amistad común con Jacob Todd, pero en las últimas semanas había hecho indagaciones y estaba muy satisfecha de lo que había escuchado. El capitán gozaba de una sólida reputación entre las gentes de mar y en los escritorios comerciales. Se podía confiar en su experiencia y en su palabra, más de lo usual en esos días de demencia colectiva, cuando cualquiera podía alquilar un barco, formar una compañía de aventureros y zarpar. En general eran unos pinganillas y las naves estaban medio desvencijadas, pero no importaba demasiado, porque al llegar a California las sociedades fenecían, los barcos quedaban abandonados y todos disparaban hacia los yacimientos auríferos. Paulina, sin embargo, tenía una visión a largo plazo. Para empezar, no estaba obligada a acatar exigencias de extraños, pues sus únicos socios eran su marido y su cuñado, y enseguida la mayor parte del capital le pertenecía, de modo que podía tomar sus decisiones en plena libertad. Su vapor, bautizado
Fortuna
por ella, aunque más bien pequeño y con varios años de vapuleo en el mar, se encontraba en impecables condiciones. Estaba dispuesta a pagar bien a la tripulación para que no desertara en la francachela del oro, pero presumía que sin la mano férrea de un buen capitán no habría salario capaz de mantener la disciplina a bordo. La idea de su marido y su cuñado consistía en exportar herramientas de minería, madera para viviendas, ropa de trabajo, utensilios domésticos, carne seca, cereales, frijoles y otros productos no perecibles, pero apenas ella puso los pies en Valparaíso comprendió que a muchos se les había ocurrido el mismo plan y la competencia sería feroz. Echó una mirada a su alrededor y vio el escándalo de verduras y frutas de aquel verano generoso. Tanta había, que no se podía vender. Las hortalizas crecían en los patios y los árboles se quebraban bajo el peso de la fruta; pocos estaba dispuestos a pagar por lo que conseguían gratis. Pensó en el fundo de su padre, donde los productos se pudrían en el suelo porque nadie tenía interés en cosecharlos. Si pudiera llevarlos a California, serían más valiosos que el mismísimo oro, dedujo. Productos frescos, vino chileno, medicamentos, huevos, ropa fina, instrumentos musicales y ¿por qué no? espectáculos de teatro, operetas, zarzuelas. San Francisco recibía cientos de inmigrantes diarios. Por el momento se trataba de aventureros y bandidos, pero sin duda llegarían colonos del otro lado de los Estados Unidos, honestos granjeros, abogados, médicos, maestros y toda suerte de gente decente dispuesta a establecerse con sus familias. Donde hay mujeres, hay civilización, y apenas ésta empiece en San Francisco, mi vapor estará allí con todo lo necesario, decidió.

Paulina recibió al capitán John Sommers y a su hermana Rose a la hora del té, cuando había bajado algo el calor del mediodía y empezaba a soplar una brisa fresca del mar. Iba vestida con lujo excesivo para la sobria sociedad del puerto, de pies a cabeza en muselina y encaje color mantequilla, con una corona de rizos sobre las orejas y más joyas de las aceptables a esa hora del día. Su hijo de dos años pataleaba en brazos de una niñera uniformada y un perrito lanudo a sus pies recibía los trozos de pastel que ella le daba en el hocico. La primera media hora se fue en presentaciones, tomar té y hacer recuerdos de Jacob Todd.

—¿Qué ha sido de ese buen amigo? —quiso saber Paulina, quien no olvidaría nunca la intervención del estrafalario inglés en sus amores con Feliciano.

—Nada he sabido de él en un buen tiempo —la informó el capitán—. Partió conmigo a Inglaterra hace un par de años. Iba muy deprimido, pero el aire de mar le hizo bien y al desembarcar había recuperado su buen humor. Lo último que supe es que pensaba formar una colonia utópica.

—¿Una qué? —exclamaron al unísono Paulina y Miss Rose.

—Un grupo para vivir fuera de la sociedad, con sus propias leyes y gobierno, guiados por principios de igualdad, amor libre y trabajo comunitario, me parece. Al menos así lo explicó mil veces durante el viaje.

—Está más chiflado de lo que todos pensábamos —concluyó Miss Rose con algo de lástima por su fiel pretendiente.

—La gente con ideas originales siempre acaba con fama de loca —anotó Paulina—. Yo, sin ir más lejos, tengo una idea que me gustaría discutir con usted, capitán Sommers. Ya conoce el
Fortuna
. ¿Cuánto demora a todo vapor entre Valparaíso y el Golfo de Penas?

—¿El Golfo de Penas? ¡Eso queda al sur del sur!

—Cierto. Más abajo de Puerto Aisén.

—¿Y qué voy a hacer por allí? No hay nada más que islas, bosque y lluvia, señora.

—¿Conoce por esos lados?

—Sí, pero pensé que se trataba de ir a San Francisco…

—Pruebe estos pastelitos de hojaldre, son una delicia —ofreció ella acariciando al perro.

Mientras John y Rose Sommers conversaban con Paulina en el salón del Hotel Inglés, Eliza recorría el barrio El Almendral con Mama Fresia. A esa hora comenzaban a juntarse los alumnos e invitados para las reuniones de baile en la academia y, en forma excepcional, Miss Rose la había dejado ir por un par de horas con su nana como chaperona. Habitualmente no le permitía asomarse por la academia sin ella, pero el profesor de danza no ofrecía bebidas alcohólicas hasta después de la puesta de sol, eso mantenía alejados a los jóvenes revoltosos durante las primeras horas de la tarde. Eliza, decidida a aprovechar esa oportunidad única de salir a la calle sin Miss Rose, convenció a la india de que la ayudara en sus planes.

—Dame tu bendición, mamita. Tengo que ir a California a buscar a Joaquín —le pidió.

—¡Pero cómo te vas a ir sola y preñada! —exclamó la mujer con horror.

—Si no me ayudas, lo haré igual.

—¡Le voy a decir todo a Miss Rose!

—Si lo haces, me mato. Y después vendré a penarte por el resto de tus noches. Te lo juro —replicó la muchacha con feroz determinación.

El día anterior había visto un grupo de mujeres en el puerto negociando para embarcarse. Por su aspecto tan diferente a las que normalmente cruzaban por la calle, cubiertas invierno y verano por mantos negros, supuso que serían las mismas pindongas con las cuales se divertía su tío John. «Son zorras, se acuestan por plata y se van a ir de patitas al infierno», le había explicado Mama Fresia en una ocasión. Había captado unas frases del capitán, contándole a Jeremy Sommers de las chilenas y peruanas que partían a California con planes de apoderarse del oro de los mineros, pero no podía imaginar cómo se las arreglaban para hacerlo. Si esas mujeres podían realizar el viaje solas y sobrevivir sin ayuda, también podía hacerlo ella, resolvió. Caminaba deprisa, con el corazón agitado y media cara tapada con su abanico, sudando en el calor de diciembre. Llevaba las joyas del ajuar en una pequeña bolsa de terciopelo. Sus botines nuevos resultaron una verdadera tortura y el corsé le apretaba la cintura; el hedor de las zanjas abiertas por donde corrían las aguas servidas de la ciudad, aumentaba sus náuseas, pero caminaba tan derecha como había aprendido en los años de equilibrar un libro sobre la cabeza y tocar el piano con una varilla metálica atada a la espalda. Mama Fresia, gimiendo y mascullando letanías en su lengua, apenas podía seguirla con sus várices y su gordura. Adónde vamos, niña por Dios, pero Eliza no podía contestarle porque no lo sabía. De una cosa estaba segura: no era cuestión de empeñar sus joyas y comprar un pasaje a California, porque no había forma de hacerlo sin que se enterara su tío John. A pesar de las decenas de barcos que recalaban a diario, Valparaíso era una ciudad pequeña y en el puerto todos conocían al capitán John Sommers. Tampoco contaba con documentos de identidad, mucho menos un pasaporte, imposible de obtener porque en esos días se había cerrado la Legación de los Estados Unidos en Chile por un asunto de amores contrariados del diplomático norteamericano con una dama chilena. Eliza resolvió que la única forma de seguir a Joaquín Andieta a California sería embarcándose como polizón. Su tío John le había contado que a veces se introducían viajeros clandestinos al barco con la complicidad de algún tripulante. Tal vez algunos lograban permanecer ocultos durante la travesía, otros morían y sus cuerpos iban a dar al mar sin que él se enterara, pero si llegaba a descubrirlos castigaba por igual al polizón y a quienes lo hubieran ayudado. Ése era uno de los casos, había dicho, en que ejercía con el mayor rigor su incuestionable autoridad de capitán: en alta mar no había más ley ni justicia que la suya.

La mayor parte de las transacciones ilegales del puerto, según su tío, se llevaban a cabo en las tabernas. Eliza jamás había pisado tales lugares, pero vio a una figura femenina dirigirse a un local cercano y la reconoció como una de las mujeres que estaban el día anterior en el muelle buscando la forma de embarcarse. Era una joven rechoncha con dos trenzas negras colgando a la espalda, vestida con falda de algodón, blusa bordada y una pañoleta en los hombros. Eliza la siguió sin pensarlo dos veces, mientras Mama Fresia se quedaba en la calle recitando advertencias: «Ahí sólo entran las putas, mi niña, es pecado mortal.» Empujó la puerta y necesitó varios segundos para acostumbrarse a la oscuridad y al tufo de tabaco y cerveza rancia que impregnaba el aire. El lugar estaba atestado de hombres y todos los ojos se volvieron a mirar a las dos mujeres. Por un instante reinó un silencio expectante y luego empezó un coro de rechiflas y comentarios soeces. La otra avanzó con paso aguerrido hacia una mesa del fondo, lanzando manotazos a derecha e izquierda cuando alguien intentaba tocarla, pero Eliza retrocedió a ciegas, horrorizada, sin entender muy bien lo que ocurría ni por qué esos hombres le gritaban. Al llegar a la puerta se estrelló contra un parroquiano que iba entrando. El individuo lanzó una exclamación en otra lengua y alcanzó a sujetarla cuando ella resbalaba al suelo. Al verla quedó desconcertado: Eliza con su vestido virginal y su abanico estaba completamente fuera de lugar. Ella lo miró a su vez y reconoció al punto al cocinero chino que su tío había saludado el día anterior.

—¿Tao Chi'en? —preguntó, agradecida de su buena memoria.

El hombre la saludó juntando las manos ante la cara e inclinándose repetidamente, mientras la rechifla continuaba en el bar. Dos marineros se pusieron de pie y se aproximaron tambaleantes. Tao Chi'en señaló la puerta a Eliza y ambos salieron.

—¿Miss Sommers? —inquirió afuera.

Eliza asintió, pero no alcanzó a decir más porque fueron interrumpidos por los dos marineros del bar, que aparecieron en la puerta, a todas luces ebrios y buscando camorra.

—¿Cómo te atreves a molestar a esta preciosa señorita, chino de mierda? —amenazaron.

Tao Chi'en agachó la cabeza, dio media vuelta e hizo ademán de irse, pero uno de los hombres lo interceptó cogiéndolo por la trenza y dándole un tirón, mientras el otro mascullaba piropos echando su aliento pasado a vino en la cara de Eliza. El chino se volvió con rapidez de felino y enfrentó al agresor. Tenía su descomunal cuchillo en la mano y la hoja brillaba como un espejo en el sol del verano. Mama Fresia lanzó un alarido y sin pensarlo más dio un empujón de caballo al marinero que estaba más cerca, cogió a Eliza por un brazo y echó a trotar calle abajo con una agilidad insospechada en alguien de su peso. Corrieron varias cuadras, alejándose de la zona roja, sin detenerse hasta llegar a la plazuela de San Agustín, donde Mama Fresia cayó temblando en el primer banco a su alcance.

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