Hija de la fortuna (12 page)

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Authors: Isabel Allende

Tags: #Drama

BOOK: Hija de la fortuna
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Comenzó entre los amantes un intercambio frenético de misivas, flores, bombones, versos copiados y pequeñas reliquias sentimentales mientras duró la temporada lírica en Londres. Se encontraban donde podían, la pasión los hizo perder de vista toda prudencia. Para ganar tiempo buscaban piezas de hotel cerca del teatro, sin importarles la posibilidad de ser reconocidos. Rose escapaba de la casa con excusas ridículas y su madre, aterrada, nada decía a Jeremy de sus sospechas, rezando para que el desenfreno de su hija fuera pasajero y desapareciera sin dejar rastro. Karl Bretzner llegaba tarde a los ensayos y de tanto desnudarse a cualquier hora cogió un resfrío y no pudo cantar en dos funciones, pero lejos de lamentarlo, aprovechó el tiempo para hacer el amor exaltado por los tiritones de la fiebre. Se presentaba a la habitación de alquiler con flores para Rose, champaña para brindar y bañarse, pasteles de crema, poemas escritos a las volandas para leer en la cama, aceites aromáticos para frotárselos por lugares hasta entonces sellados, libros eróticos que hojeaban buscando las escenas más inspiradas, plumas de avestruz para hacerse cosquillas y un sinfín de otros adminículos destinados a sus juegos. La joven sintió que se abría como una flor carnívora, emanaba perfumes de perdición para atraer al hombre como a un insecto, triturarlo, tragárselo, digerirlo y finalmente escupir sus huesitos convertidos en astillas. La dominaba una energía insoportable, se ahogaba, no podía estar quieta ni un instante, devorada por la impaciencia. Entretanto Karl Bretzner chapoteaba en la confusión, a ratos exaltado hasta el delirio y otros exangüe, tratando de cumplir con sus obligaciones musicales, pero estaba deteriorándose a ojos vistas y los críticos, implacables, dijeron que seguro Mozart se revolcaba en el sepulcro al oír al tenor vienés ejecutar —literalmente— sus composiciones.

Los amantes veían acercarse con pánico el momento de la separación y entraron en la fase del amor contrariado. Discurrían escapar al Brasil o suicidarse juntos, pero nunca mencionaron la posibilidad de casarse. Por fin el apetito por la vida pudo más que la tentación trágica y después de la última función tomaron un coche y se fueron de vacaciones al norte de Inglaterra a una hostería campestre. Habían decidido gozar esos días de anonimato, antes que Karl Bretzner partiera a Italia, donde debía cumplir con otros contratos. Rose se le reuniría en Viena, una vez que él consiguiera una vivienda apropiada, se organizara y le enviara dinero para el viaje.

Estaban tomando desayuno bajo un toldo en la terraza del hotelito, con las piernas cubiertas por una manta de lana, porque el aire de la costa era cortante y frío, cuando los interrumpió Jeremy Sommers, indignado y solemne como un profeta. Rose había dejado tal rastro de pistas, que fue fácil para su hermano mayor ubicar su paradero y seguirla hasta ese apartado balneario. Al verlo ella dio un grito de sorpresa, más que de susto, porque estaba envalentonada por el alboroto del amor. En ese instante tuvo por primera vez idea de lo cometido y el peso de las consecuencias se le reveló en toda su magnitud. Se puso de pie resuelta a defender su derecho a vivir a su regalado antojo, pero su hermano no le dio tiempo de hablar y se dirigió directamente al tenor.

—Le debe una explicación a mi hermana. Supongo que no le ha dicho que es casado y tiene dos hijos —le espetó al seductor.

Eso era lo único que Karl Bretzner había omitido contar a Rose. Habían hablado hasta la saciedad, él le había entregado incluso los más íntimos detalles de sus amoríos anteriores, sin olvidar las extravagancias del Marqués de Sade que le había contado su mentora, la francesa con ojos de tigre, porque ella demostraba una curiosidad morbosa por saber cuándo, con quién y especialmente cómo había hecho el amor, desde los diez años hasta el día anterior de conocerla a ella. Y todo se lo dijo sin escrúpulos al percatarse de cuánto le gustaba a ella oírlo y cómo lo incorporaba a la propia teoría y práctica. Pero de la esposa y los críos nada había mencionado por compasión hacia esa virgen hermosa que se le había ofrecido sin condiciones. No deseaba destruir la magia de ese encuentro: Rose Sommers merecía gozar su primer amor a plenitud.

—Me debe una reparación —lo desafió Jeremy Sommers cruzándole la cara de un guantazo.

Karl Bretzner era un hombre de mundo y no iba a cometer la barbaridad de batirse a duelo. Comprendió que había llegado el momento de retirarse y lamentó no tener unos momentos en privado para tratar de explicar las cosas a Rose. No deseaba dejarla con el corazón destrozado y con la idea de que él la había seducido en mala conciencia para luego abandonarla. Necesitaba decirle una vez más cuánto de verdad la quería y lamentaba no ser libre para cumplir los sueños de ambos, pero leyó en la cara de Jeremy Sommers que no iba a permitírselo. Jeremy tomó de un brazo a su hermana, quien parecía alelada, y se la llevó con firmeza al coche, sin darle oportunidad de despedirse del amante o recoger su breve equipaje. La condujo a casa de una tía en Escocia, donde debía permanecer hasta que se revelara su estado. Si ocurría la peor desgracia, como llamó Jeremy al embarazo, su vida y el honor de la familia estaban arruinados para siempre.

—Ni una palabra de esto a nadie, ni siquiera a mamá o a John, ¿has entendido? —fue lo único que dijo durante el viaje.

Rose pasó unas semanas de incertidumbre, hasta comprobar que no estaba encinta. La noticia le trajo un soplo de inmenso alivio, como si el cielo la hubiera absuelto. Pasó tres meses más de castigo tejiendo para los pobres, leyendo y escribiendo a escondidas, sin derramar una sola lágrima. Durante ese tiempo reflexionó sobre su destino y algo se le dio vuelta por dentro, porque cuando terminó su clausura en casa de la tía era otra persona. Sólo ella se dio cuenta del cambio. Reapareció en Londres igual como se había ido, risueña, tranquila, interesada por el canto y la lectura, sin una palabra de rencor contra Jeremy por haberla arrebatado de los brazos del amante o de nostalgia por el hombre que la había engañado, olímpica en su actitud de ignorar la maledicencia ajena y las caras de duelo de su familia. En la superficie parecía la misma muchacha de antes, ni su madre pudo encontrar una grieta en su perfecta compostura que le permitiera un reproche o un consejo. Por otra parte, la viuda no estaba en condiciones de ayudar a su hija o protegerla; un cáncer la estaba devorando rápidamente. La única modificación en la conducta de Rose fue ese capricho de pasar horas escribiendo encerrada en su pieza. Llenaba docenas de cuadernos con una letra minúscula, que guardaba bajo llave. Como nunca intentó enviar una carta, Jeremy Sommers, quien nada temía tanto como el escarnio, dejó de preocuparse por el vicio de la escritura y supuso que su hermana había tenido el buen juicio de olvidar al nefasto tenor vienés. Pero ella no sólo no lo había olvidado, sino que recordaba con claridad meridiana cada detalle de lo ocurrido y cada palabra dicha o susurrada. Lo único que borró de su mente fue el desencanto de haber sido engañada. La mujer y los hijos de Karl Bretzner simplemente desaparecieron, porque nunca tuvieron lugar en el fresco inmenso de sus recuerdos de amor.

El retiro en casa de la tía en Escocia no logró evitar el escándalo, pero como los rumores no pudieron ser confirmados, nadie osó hacer un desaire abierto a la familia. Uno a uno retornaron los numerosos pretendientes que antes acosaban a Rose, pero los alejó con el pretexto de la enfermedad de su madre. Lo que se calla es como si no hubiera sucedido, sostenía Jeremy Sommers, dispuesto a matar con el silencio todo vestigio de ese episodio. La bochornosa escapada de Rose quedó suspendida en el limbo de las cosas sin nombrar, aunque a veces los hermanos hacían referencias tangenciales que mantenían fresco el rencor, pero también los unían en el secreto compartido. Años más tarde, cuando ya a nadie le importaba, Rose se atrevió a contárselo a su hermano John, ante quien siempre había asumido el papel de niña mimada e inocente. Poco después de la muerte de la madre, a Jeremy Sommers le ofrecieron hacerse cargo de la oficina de la
Compañía Británica de Importación y Exportación
en Chile. Partió con su hermana Rose, llevándose el secreto intacto hasta el otro lado del mundo.

Llegaron a fines del invierno de 1830, cuando Valparaíso era todavía una aldea, pero ya existían compañías y familias europeas. Rose consideró a Chile como su penitencia y lo asumió estoica, resignada a pagar su falta con ese destierro irremediable, sin permitir que nadie, mucho menos su hermano Jeremy, sospechara su desesperación. Su disciplina para no quejarse y no hablar ni en sueños del amante perdido la sostuvo cuando los inconvenientes la agobiaban. Se instaló en el hotel lo mejor posible, dispuesta a cuidarse de las ventoleras y la humedad, porque se había desatado una epidemia de difteria, que los barberos locales combatían con crueles e inútiles operaciones quirúrgicas practicadas a navajazos. La primavera y luego el verano aliviaron en algo su mala impresión del país. Decidió olvidarse de Londres y sacar partido a su nueva situación, a pesar del ambiente provinciano y el viento marítimo que le calaba los huesos incluso en los mediodías asoleados. Convenció a su hermano, y éste a la oficina, de la necesidad de adquirir una casa decente a nombre de la firma y traer muebles de Inglaterra. Lo planteó como una cuestión de autoridad y prestigio: no era posible que el representante de tan importante oficina se albergara en un hotel de mala muerte. Dieciocho meses más tarde, cuando la pequeña Eliza entró en sus vidas, los hermanos vivían en una gran casa en el Cerro Alegre, Miss Rose había relegado el antiguo amante a un compartimiento sellado de la memoria y estaba dedicada enteramente a conquistar un lugar de privilegio en la sociedad donde vivía. En los años siguientes Valparaíso creció y se modernizó con la misma rapidez con que ella dejó atrás el pasado y se convirtió en la mujer exuberante y de apariencia feliz, que once años después conquistaría a Jacob Todd. El falso misionero no fue el primero en ser rechazado, pero ella no tenía interés en casarse. Había descubierto una fórmula extraordinaria para permanecer en un idílico romance con Karl Bretzner, reviviendo cada uno de los momentos de su incendiaria pasión y otros delirios inventados en el silencio de sus noches de soltera.

EL AMOR

N
adie mejor que Miss Rose podía saber lo que ocurría en el alma enferma de amor de Eliza. Adivinó de inmediato la identidad del hombre, porque sólo un ciego podía dejar de ver la relación entre los desvaríos de la muchacha y la visita del empleado de su hermano con las cajas del tesoro para Feliciano Rodríguez de Santa Cruz. Su primer impulso fue descartar al joven de un plumazo por insignificante y pobretón, pero pronto comprendió que ella también había sentido su peligroso atractivo y no lograba sacárselo de la cabeza. Cierto, se fijó primero en su ropa remendada y su palidez lúgubre, pero una segunda mirada le bastó para apreciar su aura trágica de poeta maldito. Mientras bordaba furiosamente en su salita de costura, daba mil vueltas a este revés de la suerte que alteraba sus planes de conseguir para Eliza un marido complaciente y adinerado. Sus pensamientos eran una urdimbre de trampas para derrotar ese amor antes que comenzara, desde enviar a Eliza interna a Inglaterra a una escuela para señoritas o a Escocia donde su anciana tía, hasta zamparle la verdad a su hermano para que se deshiciera de su empleado. Sin embargo, en el fondo de su corazón germinaba, muy a su pesar, el deseo secreto de que Eliza viviera su pasión hasta extenuarla, para compensar el tremendo vacío que el tenor había dejado dieciocho años antes en su propia existencia.

Entretanto para Eliza las horas transcurrían con aterradora lentitud en un remolino de sentimientos confusos. No sabía si era de día o de noche, si era martes o viernes, si habían pasado unas horas o varios años desde que conociera a ese joven. De repente sentía que la sangre se le volvía espumosa y se le llenaba la piel de ronchas, que se esfumaban tan súbita e inexplicablemente como habían aparecido. Veía al amado por todas partes: en las sombras de los rincones, en las formas de las nubes, en la taza del té y sobre todo en sueños. No sabía cómo se llamaba y no se atrevía a preguntar a Jeremy Sommers porque temía desencadenar una ola de sospechas, pero se entretenía por horas imaginando un nombre apropiado para él. Necesitaba desesperadamente hablar con alguien de su amor, analizar cada detalle de la breve visita del joven, especular sobre lo que callaron, lo que debieron decirse y lo que se transmitieron con las miradas, los sonrojos y las intenciones, pero no había nadie en quien confiar. Añoraba una visita del capitán John Sommers, ese tío con vocación de filibustero que había sido el personaje más fascinante de su infancia, el único capaz de entender y ayudarla en semejante trance. No le cabía duda de que Jeremy Sommers, si llegaba a enterarse, declararía una guerra sin tregua contra el modesto empleado de su firma, y no podía predecir la actitud de Miss Rose. Decidió que mientras menos se supiera en su casa, más libertad de acción tendrían ella y su futuro novio. Nunca se puso en el caso de no ser correspondida con la misma intensidad de sentimientos, pues le resultaba simplemente imposible que un amor de tal magnitud la hubiera aturdido sólo a ella. La lógica y la justicia más elementales indicaban que en algún lugar de la ciudad él estaba sufriendo el mismo delicioso tormento.

Eliza se escondía para tocarse el cuerpo en sitios secretos nunca antes explorados. Cerraba los ojos y entonces era la mano de él que la acariciaba con delicadeza de pájaro, eran sus labios los que ella besaba en el espejo, su cintura la que abrazaba en la almohada, sus murmullos de amor los que traía el viento. Ni sus sueños escaparon al poder de Joaquín Andieta. Lo veía aparecer como una sombra inmensa que se abalanzaba sobre ella a devorarla de mil maneras disparatadas y turbadoras. Enamorado, demonio, arcángel, no lo sabía. No deseaba despertar y practicaba con fanática determinación la habilidad aprendida de Mama Fresia para entrar y salir de los sueños a voluntad. Llegó a tener tanto dominio en ese arte, que su amante ilusorio aparecía de cuerpo presente, podía tocarlo, olerlo y oír su voz perfectamente nítida y cercana. Si pudiera estar siempre dormida, no necesitaría nada más: podría seguir amándolo desde su cama para siempre, pensaba. Habría perecido en el desvarío de esa pasión, si Joaquín Andieta no se hubiera presentado una semana más tarde en la casa, a sacar los bultos del tesoro para mandarlos al cliente en el norte.

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