La noche anterior ella supo que vendría, pero no por instinto ni premonición, como insinuaría años más tarde cuando se lo contó a Tao Chi'en, sino porque a la hora de la cena escuchó a Jeremy Sommers dar las instrucciones a su hermana y a Mama Fresia.
—Vendrá a buscar la carga el mismo empleado que la trajo —agregó al pasar, sin sospechar el huracán de emociones que sus palabras, por diferentes razones, desataban en las tres mujeres.
La muchacha pasó la mañana en la terraza oteando el camino que ascendía por el cerro hacia la casa. Cerca del mediodía vio llegar el carretón tirado por seis mulas y seguido por peones a caballo y armados. Sintió una paz helada, como si se hubiera muerto, sin darse cuenta que Miss Rose y Mama Fresia la observaban desde la casa.
—¡Tanto esfuerzo para educarla y se enamora del primer mequetrefe que se cruza por su camino! —masculló Miss Rose entre dientes.
Había decidido hacer lo posible por impedir el desastre, sin demasiada convicción, porque conocía de sobra el temple empedernido del primer amor.
—Yo entregaré la carga. Dile a Eliza que entre a la casa y no la dejes salir por ningún motivo —ordenó.
—¿Y cómo quiere que haga eso? —preguntó Mama Fresia de mal talante.
—Enciérrala, si es necesario.
—Enciérrela usted, si puede. No me meta a mí —replicó y salió arrastrando las chancletas.
Fue imposible impedir que la chica se acercara a Joaquín Andieta y le entregara una carta. Lo hizo sin disimulo, mirándolo a los ojos y con tal feroz determinación, que Miss Rose no tuvo agallas para interceptarla ni Mama Fresia para ponerse por delante. Entonces las mujeres comprendieron que el hechizo era mucho más potente de lo imaginado y no habría puertas con llave ni velas benditas suficientes para conjurarlo. El joven también había pasado esa semana obsesionado por el recuerdo de la muchacha, a quien creía hija de su patrón, Jeremy Sommers, y por lo tanto absolutamente inalcanzable. No sospechaba la impresión que le había causado y no se le pasó por la mente que al ofrecerle aquel memorable vaso de jugo en la visita anterior, le declaraba su amor, por lo mismo se llevó un susto formidable cuando ella le entregó un sobre cerrado. Desconcertado, se lo puso en el bolsillo y continuó vigilando la faena de cargar las cajas en el carretón, mientras le ardían las orejas, se le mojaba la ropa de sudor y una fiebre de tiritones le recorría la espalda. De pie, inmóvil y silenciosa, Eliza lo observaba fijamente a pocos pasos de distancia, sin darse por enterada de la expresión furiosa de Miss Rose y compungida de Mama Fresia. Cuando la última caja estuvo amarrada en la carreta y las mulas dieron media vuelta para empezar el descenso del cerro, Joaquín Andieta se disculpó ante Miss Rose por las molestias, saludó a Eliza con una brevísima inclinación de cabeza y se fue tan deprisa como pudo.
La esquela de Eliza contenía sólo dos líneas para indicarle dónde y cómo encontrarse. La estratagema era de una sencillez y audacia tales, que cualquiera podría confundirla con una experta en desvergüenzas: Joaquín debía presentarse dentro de tres días a las nueve de noche en la ermita de la Virgen del Perpetuo Socorro, una capilla erguida en Cerro Alegre como protección para los caminantes, a corta distancia de la casa de los Sommers. Eliza escogió el lugar por la cercanía y la fecha por ser miércoles. Miss Rose, Mama Fresia y los criados estarían pendientes de la cena y nadie notaría si ella salía por un rato. Desde la partida del despechado Michael Steward ya no había razón para bailes ni el invierno prematuro se prestaba para ellos, pero Miss Rose mantuvo la costumbre para desarmar los chismes que circulaban a costa suya y del oficial de la marina. Suspender las veladas musicales en ausencia de Steward equivalía a confesar que él era el único motivo para llevarlas a cabo.
A las siete ya se había apostado Joaquín Andieta a esperar impaciente. De lejos vio el resplandor de la casa iluminada, el desfile de carruajes con los convidados y los faroles encendidos de los cocheros que aguardaban en el camino. Un par de veces debió esconderse al paso de los serenos revisando las lámparas de la ermita, que el viento apagaba. Se trataba de una pequeña construcción rectangular de adobe coronada por una cruz de madera pintada, apenas un poco más grande que un confesionario, que albergaba una imagen de yeso de la Virgen. Había una bandeja con hileras de velas votivas apagadas y un ánfora con flores muertas. Era una noche de luna llena, pero el cielo estaba cruzado de gruesos nubarrones, que a ratos ocultaban por completo la claridad lunar. A las nueve en punto sintió la presencia de la muchacha y percibió su figura envuelta de la cabeza a los pies en un manto oscuro.
—La estaba esperando, señorita —fue lo único que se le ocurrió tartamudear, sintiéndose como un idiota.
—Yo te he esperado siempre —replicó ella sin la menor vacilación.
Se quitó el manto y Joaquín vio que estaba vestida de fiesta, llevaba la falda arremangada y chancletas en los pies. Traía en la mano sus medias blancas y sus zapatillas de gamuza, para no embarrarlas por el camino. El cabello negro, partido al centro, iba recogido a ambos lados de la cabeza en trenzas bordadas con cintas de raso. Se sentaron al fondo de la ermita, sobre el manto que ella puso en el suelo, ocultos detrás de
la estatua, en silencio, muy juntos pero sin tocarse. Por un rato largo no se atrevieron a mirarse en la dulce penumbra, aturdidos por la mutua cercanía, respirando el mismo aire y ardiendo a pesar de las ráfagas que amenazaban con dejarlos a oscuras.
—Me llamo Eliza Sommers —dijo ella por fin.
—Y yo Joaquín Andieta —respondió él.
—Se me ocurrió que te llamabas Sebastián.
—¿Por qué?
—Porque te pareces a San Sebastián, el mártir. No voy a la iglesia papista, soy protestante, pero Mama Fresia me ha llevado algunas veces a pagar sus promesas.
Ahí terminó la conversación porque no supieron qué más decirse se lanzaban miradas de reojo y ambos se ruborizaban al mismo tiempo. Eliza percibía su olor a jabón y sudor, pero no se atrevía a acercarle la nariz, como deseaba. Los únicos sonidos en la ermita eran el susurro del viento y de la respiración agitada de ambos. A los pocos minutos ella anunció que debía volver a su casa, antes que notaran su ausencia, y se despidieron estrechándose la mano. Así se encontrarían los miércoles siguientes, siempre a diferentes horas y por cortos intervalos. En cada uno de esos alborozados encuentros avanzaban a pasos de gigante en los delirios y tormentos del amor. Se contaron apresurados lo indispensable, porque las palabras parecían una pérdida de tiempo, y pronto se tomaron de las manos y siguieron hablando, los cuerpos cada vez más próximos a medida que las almas se acercaban, hasta que en la noche del quinto miércoles se besaron en los labios, primero tentando, luego explorando y finalmente perdiéndose en el deleite hasta desatar por completo el fervor que los consumía. Para entonces ya habían intercambiado apretados resúmenes de los dieciséis años de Eliza y los veintiuno de Joaquín. Discutieron sobre la improbable cesta con sábanas de batista y cobija de visón, tanto como de la caja de jabón de Marsella, y fue un alivio para Andieta que ella no fuera hija de ninguno de los Sommers y tuviera un origen incierto, como el suyo, aunque de todos modos un abismo social y económico los separaba. Eliza se enteró que Joaquín era fruto de un amor de paso, el padre se hizo humo con la misma prontitud con que plantó su semilla y el niño creció sin saber su nombre, con el apellido de su madre y marcado por su condición de bastardo, que habría de limitar cada paso de su camino. La familia expulsó de su seno a la hija deshonrada e ignoró al niño ilegítimo. Los abuelos y los tíos, comerciantes y funcionarios de una clase media empantanada en prejuicios, vivían en la misma ciudad, a pocas cuadras de distancia, pero jamás se cruzaban. Iban los domingos a la misma iglesia, pero a diferentes horas, porque los pobres no acudían a la misa del mediodía. Marcado por el estigma, Joaquín no jugó en los mismos parques ni se educó en las escuelas de sus primos, pero usó sus trajes y juguetes descartados, que una tía compasiva hacía llegar por torcidos conductos a la hermana repudiada. La madre de Joaquín Andieta había sido menos afortunada que Miss Rose y pagó su debilidad mucho más cara. Ambas mujeres tenían casi la misma edad, pero mientras la inglesa lucía joven, la otra estaba desgastada por la miseria, la consunción y el triste oficio de bordar ajuares de novia a la luz de una vela. La mala suerte no había mermado su dignidad y formó a su hijo en los principios inquebrantables del honor. Joaquín había aprendido desde muy temprano a llevar la cabeza en alto, desafiando cualquier asomo de escarnio o de lástima.
—Un día podré sacar a mi madre de ese conventillo —prometió Joaquín en los cuchicheos de la ermita—. Le daré una vida decente, como la que tenía antes de perderlo todo…
—No lo perdió todo. Tiene un hijo —replicó Eliza.
—Yo fui su desgracia.
—La desgracia fue enamorarse de un mal hombre. Tú eres su redención —determinó ella.
Las citas de los jóvenes eran muy cortas y como nunca se llevaban a cabo a la misma hora, Miss Rose no pudo mantener la vigilancia durante noche y día. Sabía que algo pasaba a su espalda, pero no le alcanzó la perfidia para encerrar a Eliza bajo llave o mandarla al campo, como el deber le indicaba, y se abstuvo de mencionar sus sospechas frente a su hermano Jeremy. Suponía que Eliza y su enamorado intercambiaban cartas, pero no logró interceptar ninguna, a pesar de que alertó a todos los criados. Las cartas existían y eran de tal intensidad, que de haberlas visto, Miss Rose hubiera quedado anonadada. Joaquín no las enviaba, se las entregaba a Eliza en cada uno de sus encuentros. En ellas le decía en los términos más febriles, aquello que frente a frente no se atrevía, por orgullo y por pudor. Ella las escondía en una caja, treinta centímetros bajo tierra en el pequeño huerto de la casa, donde a diario fingía afanarse en las matas de yerbas medicinales de Mama Fresia. Esas páginas, releídas mil veces en ratos robados, constituían el alimento principal de su pasión, porque revelaban un aspecto de Joaquín Andieta que no surgía cuando estaban juntos. Parecían escritas por otra persona. Ese joven altivo, siempre a la defensiva, sombrío y atormentado, que la abrazaba enloquecido y enseguida la empujaba como si el contacto lo quemara, por escrito abría las compuertas de su alma y describía sus sentimientos como un poeta. Más tarde, cuando Eliza perseguiría durante años las huellas imprecisas de Joaquín Andieta, esas cartas serían su único asidero a la verdad, la prueba irrefutable de que aquel amor desenfrenado no fue un engendro de su imaginación de adolescente, sino que existió como una breve bendición y un largo suplicio.
Después del primer miércoles en la ermita a Eliza se le quitaron sin dejar rastro los arrebatos de cólicos y nada en su conducta o su aspecto revelaba su secreto, salvo el brillo demente de sus ojos y el uso algo más frecuente de su talento para volverse invisible. A veces daba la impresión de estar en varios lugares al mismo tiempo, confundiendo a todo el mundo, o bien nadie podía recordar dónde o cuándo la habían visto y justamente cuando empezaban a llamarla, ella se materializaba con la actitud de quien ignora que la están buscando. En otras ocasiones se encontraba en la salita de costura con Miss Rose o preparando un guiso con Mama Fresia, pero se había vuelto tan silenciosa y transparente, que ninguna de las dos mujeres tenía la sensación de verla. Su presencia era sutil, casi imperceptible, y cuando se ausentaba nadie se daba cuenta hasta varias horas después.
—¡Pareces un espíritu! Estoy harta de buscarte. No quiero que salgas de la casa ni te alejes de mi vista —le ordenaba Miss Rose repetidamente.
—No me he movido de aquí en toda la tarde —replicaba Eliza impávida, apareciendo suavemente en un rincón con un libro o un bordado en la mano.
—¡Mete ruido, niña, por Dios! ¿Cómo voy a verte si eres más callada que un conejo? —alegaba a su vez Mama Fresia.
Ella decía que sí y luego hacía lo que le daba gana, pero se las arreglaba para parecer obediente y caer en gracia. En pocos días adquirió una pasmosa pericia para embrollar la realidad, como si hubiera practicado la vida entera el arte de los magos. Ante la imposibilidad de atraparla en una contradicción o una mentira comprobable, Miss Rose optó por ganar su confianza y recurría al tema del amor a cada rato. Los pretextos sobraban: chismes sobre las amigas, lecturas románticas que compartían o libretos de las nuevas óperas italianas, que ellas aprendían de memoria, pero Eliza no soltaba palabra que traicionara sus sentimientos. Miss Rose entonces buscó en vano por la casa signos delatores; escarbó en la ropa y la habitación de la joven, dio vuelta al revés y al derecho su colección de muñecas y cajitas de música, libros y cuadernos, pero no pudo encontrar su diario. De haberlo hecho, se habría llevado un desencanto, porque en esas páginas no existía mención alguna de Joaquín Andieta. Eliza sólo escribía para recordar. Su diario contenía de todo, desde los sueños pertinaces hasta la lista inacabable de recetas de cocina y consejos domésticos, como la forma de engordar una gallina o quitar una mancha de grasa. Había también especulaciones sobre su nacimiento, la canastilla lujosa y la caja de jabón de Marsella, pero ni una palabra sobra Joaquín Andieta. No necesitaba un diario para recordarlo. Sería varios años más tarde cuando comenzaría a contar en esas páginas sus amores de los miércoles.
Por fin una noche los jóvenes no se encontraron en la ermita, sino en la residencia de los Sommers. Para llegar a ese instante Eliza pasó por el tormento de infinitas dudas, porque comprendía que era un paso definitivo. Sólo por juntarse en secreto sin vigilancia perdía la honra, el más preciado tesoro de una muchacha, sin la cual no había futuro posible. «Una mujer sin virtud nada vale, nunca podrá convertirse en esposa y madre, mejor sería que se atara una piedra al cuello y se lanzara al mar», le habían machacado. Pensó que no tenía atenuante para la falta que iba a cometer, lo hacía con premeditación y cálculo. A la dos de la madrugada, cuando no quedaba un alma despierta en la ciudad y sólo rondaban los serenos oteando en la oscuridad, Joaquín Andieta se las arregló para introducirse como un ladrón por la terraza de la biblioteca, donde lo esperaba Eliza en camisa de dormir y descalza, tiritando de frío y ansiedad. Lo tomó de la mano y lo condujo a ciegas a través de la casa hasta un cuarto trasero, donde se guardaban en grandes armarios el vestuario de la familia y en cajas diversas los materiales para vestidos y sombreros, usados y vueltos a usar por Miss Rose a lo largo de los años. En el suelo, envueltas en trozos de lienzo, mantenían estiradas las cortinas de la sala y el comedor aguardando la próxima estación. A Eliza le pareció el sitio más seguro, lejos de las otras habitaciones. De todos modos, como precaución, había puesto valeriana en la copita de anisado, que Miss Rose bebía antes de dormir, y en la de brandy, que saboreaba Jeremy mientras fumaba su cigarro de Cuba después de cenar. Conocía cada centímetro de la casa, sabía exactamente dónde crujía el piso y cómo abrir las puertas para que no chirriaran, podía guiar a Joaquín en la oscuridad sin más luz que su propia memoria, y él la siguió, dócil y pálido de miedo, ignorando la voz de la conciencia, confundida con la de su madre, que le recordaba implacable el código de honor de un hombre decente. Jamás haré a Eliza lo que mi padre hizo a mi madre, se decía mientras avanzaba a tientas de la mano de la muchacha, sabiendo que toda consideración era inútil, pues ya estaba vencido por ese deseo impetuoso que no lo dejaba en paz desde la primera vez que la vio. Entretanto Eliza se debatía entre las voces de advertencia retumbando en su cabeza y el impulso del instinto, con sus prodigiosos artilugios. No tenía una idea clara de lo que ocurriría en el cuarto de los armarios, pero iba entregada de antemano.