Hija de la fortuna (32 page)

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Authors: Isabel Allende

Tags: #Drama

BOOK: Hija de la fortuna
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Había blancos de varias nacionalidades con camisas de franela, pantalones metidos en las botas y un par de revólveres; chinos con sus chaquetas acolchadas y calzones amplios; indios con ruinosas chaquetas militares y el trasero pelado; mexicanos vestidos de algodón blanco y enormes sombreros; sudamericanos con ponchos cortos y anchos cinturones de cuero donde llevaban su cuchillo, el tabaco, la pólvora y el dinero; viajeros de las Islas Sandwich descalzos y con fajas de brillantes sedas; todos en una mezcolanza de colores, culturas, religiones y lenguas, con una sola obsesión común. A cada uno Eliza preguntaba por Joaquín Andieta y pedía que corrieran la voz de que su hermano Elías lo buscaba. Al internarse más y más en ese territorio, comprendía cuán inmenso era y cuán difícil sería encontrar a su amante en medio de cincuenta mil forasteros pululando de un lado a otro.

El grupo de extenuados chilenos decidió por fin instalarse. Habían llegado al valle del Río Americano bajo un calor de fragua, con sólo dos mulas y el caballo de Eliza, los demás animales habían sucumbido por el camino. La tierra estaba seca y partida, sin más vegetación que pinos y robles, pero un río claro y torrentoso bajaba a saltos por las piedras desde las montañas, atravesando el valle como un cuchillo. En ambas orillas había hileras y más hileras de hombres cavando y llenando baldes con la tierra fina, que luego arneaban en un artefacto parecido a la cuna de un infante. Trabajaban con la cabeza al sol, las piernas en el agua helada y la ropa empapada; dormían tirados por el suelo sin soltar sus armas, comían pan duro y carne salada, bebían agua contaminada por las centenares de excavaciones río arriba y licor tan adulterado, que a muchos les reventaba el hígado o se volvían locos. Eliza vio morir a dos hombres en pocos días, revolcándose de dolor y cubiertos del sudor espumoso del cólera y agradeció la sabiduría de Tao Chi'en, que no le permitía beber agua sin hervir. Por mucha que fuera la sed, ella esperaba hasta la tarde, cuando acampaban, para preparar té o
mate
. De vez en cuando se oían gritos de júbilo: alguien había encontrado una pepa de oro, pero la mayoría se contentaba con separar unos gramos preciosos entre toneladas de tierra inútil. Meses antes aún podían ver las escamas brillando bajo el agua límpida, pero ahora la naturaleza estaba trastornada por la codicia humana, el paisaje alterado con cúmulos de tierra y piedras, hoyos enormes, ríos y esteros desviados de sus cursos y el agua distribuida en incontables charcos, millares de troncos amputados donde antes había bosque. Para llegar al metal se necesitaba determinación de titanes.

Eliza no pretendía quedarse, pero estaba agotada y se encontró incapaz de continuar cabalgando sola a la deriva. Sus compañeros ocuparon un pedazo al final de la hilera de mineros, bastante lejos del pequeño pueblo que empezaba a emerger en el lugar, con su taberna y su almacén para satisfacer las necesidades primordiales. Sus vecinos eran tres oregoneses que trabajaban y bebían alcohol con descomunal resistencia y no perdieron tiempo en saludar a los recién llegados, por el contrario, les hicieron saber de inmediato que no reconocían el derecho de los
grasientos
a explotar el suelo americano. Uno de los chilenos los enfrentó con el argumento de que tampoco ellos pertenecían allí, la tierra era de los indios, y se habría armado camorra si no intervienen los demás a calmar los ánimos. El ruido era una continua algarabía de palas, picotas, agua, rocas rodando y maldiciones, pero el cielo era límpido y el aire olía a hojas de laurel. Los chilenos se dejaron caer por tierra muertos de fatiga, mientras el falso Elías Andieta armaba una pequeña fogata para preparar café y daba agua a su caballo. Por lástima, dio también a las pobres mulas, aunque no eran suyas, y descargó los bultos para que pudieran reposar. La fatiga le nublaba la vista y apenas podía con el temblor de las rodillas, comprendió que Tao Chi'en tenía razón cuando le advertía la necesidad de recuperar fuerzas antes de lanzarse en esa aventura. Pensó en la casita de tablas y lona en Sacramento, donde a esa hora él estaría meditando o escribiendo con un pincel y tinta china en su hermosa caligrafía. Sonrió, extrañada de que su nostalgia no evocara la tranquila salita de costura de Miss Rose o la tibia cocina de Mama Fresia. Cómo he cambiado, suspiró, mirando sus manos quemadas por el sol inclemente y llenas de ampollas.

Al otro día sus camaradas la mandaron al almacén a comprar lo indispensable para sobrevivir y una de aquellas cunas para arnear la tierra, porque vieron cuánto más eficiente era ese artilugio que sus humildes bateas. La única calle del pueblo, si así podía llamarse ese caserío, era un lodazal sembrado de desperdicios. El almacén, una cabaña de troncos y tablas, era el centro de la vida social en esa comunidad de hombres solitarios. Allí se vendía de un cuanto hay, se servía licor a destajo y algo de comida; por las noches, cuando acudían los mineros a beber, un violinista animaba el ambiente con sus melodías, entonces algunos hombres se colgaban un pañuelo en el cinturón, en señal de que asumían el papel de las damas, mientras los otros se turnaban para sacarlos a bailar. No había una sola mujer en muchas millas a la redonda, pero de vez en cuando pasaba un vagón tirado por mulas cargado de prostitutas. Las esperaban con ansias y las compensaban con generosidad. El dueño del almacén resultó ser un mormón locuaz y bondadoso, con tres esposas en Utah, que ofrecía crédito a quien se convirtiera a su fe. Era abstemio y mientras vendía licor predicaba contra el vicio de beberlo. Sabía de un tal Joaquín y el apellido le sonaba como Andieta, informó a Eliza cuando ella lo interrogó, pero había pasado por allí hacía un buen tiempo y no podía decir cuál dirección había tomado. Lo recordaba porque estuvo involucrado en una pelea entre americanos y españoles a propósito de una pertenencia. ¿Chilenos? Tal vez, sólo estaba seguro que hablaba castellano, podría haber sido mexicano, dijo, a él todos los
grasientos
le parecían iguales.

—¿Y qué pasó al final?

—Los americanos se quedaron con el predio y los otros se tuvieron que marchar. ¿Qué otra cosa podía pasar? Joaquín y otro hombre permanecieron aquí en el almacén dos o tres días. Puse unas mantas allí en un rincón y los dejé descansar hasta que se repusieran un poco, porque estaban muy golpeados. No eran mala gente. Me acuerdo de tu hermano, era un chico de pelo negro y ojos grandes, bastante guapo.

—El mismo —dijo Eliza, con el corazón disparado al galope.

TERCERA PARTE

1850-1853

EL DORADO

L
levaron al oso entre cuatro hombres, dos de cada lado tirando de las gruesas cuerdas, en medio de una turba enardecida. Lo arrastraron hasta el centro de la arena y lo ataron por una pata a un poste con una cadena de veinte pies y luego echaron quince minutos en desatarlo, mientras lanzaba arañazos y mordiscos con una ira de fin de mundo. Pesaba más de seiscientos kilos, tenía la piel color pardo oscuro, un ojo tuerto, varias peladuras y cicatrices de antiguas peleas en el lomo, pero era aún joven. Una baba espumosa cubría sus fauces de enormes dientes amarillos. Erguido sobre las patas traseras, dando manotazos inútiles con sus garras prehistóricas, recorría la multitud con su ojo bueno, tironeando desesperado de la cadena.

Era un villorrio surgido en pocos meses de la nada, construido por tránsfugas en un suspiro y sin ambición de durar. A falta de una arena de toros, como las que había en todos los pueblos mexicanos de California, contaban con un amplio círculo despejado que servía para la doma de caballos y para encerrar mulas, reforzado con tablas y provisto de galerías de madera para acomodar al público. Esa tarde de noviembre el cielo color acero amenazaba con lluvia, pero no hacía frío y la tierra estaba seca. Detrás de la empalizada, centenares de espectadores respondían a cada rugido del animal con un coro de burlas. Las únicas mujeres, media docena de jóvenes mexicanas con vestidos blancos bordados y fumando sus eternos cigarritos, eran tan conspicuas como el oso y también a ellas las saludaban los hombres con gritos de olé, mientras las botellas de licor y las bolsas de oro de las apuestas circulaban de mano en mano. Los tahúres, con trajes de ciudad, chalecos de fantasía, anchas corbatas y sombreros de copa, se distinguían entre la masa rústica y desgreñada. Tres músicos tocaban en sus violines las canciones favoritas y apenas atacaron con bríos
Oh Susana
, himno de los mineros, un par de cómicos barbudos, pero vestidos de mujer, saltaron al ruedo y dieron una vuelta olímpica entre obscenidades y palmotazos, levantándose las faldas para mostrar piernas peludas y calzones con vuelos. El público los celebró con una generosa lluvia de monedas, y un estrépito de aplausos y carcajadas. Cuando se retiraron, un solemne toque de corneta y redoble de tambores anunció el comienzo de la lidia, seguido por un bramido de la multitud electrizada.

Perdida en la muchedumbre, Eliza seguía el espectáculo con fascinación y horror. Había apostado el escaso dinero que le quedaba, con la esperanza de multiplicarlo en los próximos minutos. Al tercer toque de corneta levantaron un portón de madera y un toro joven, negro y reluciente, entró resoplando. Por un instante reinó un silencio maravillado en las galerías y enseguida un ¡olé! a grito herido acogió al animal. El toro se detuvo desconcertado, la cabeza en alto, coronada por grandes cuernos sin limar, los ojos alertas midiendo las distancias, las pezuñas delanteras pateando la arena, hasta que un gruñido del oso captó su atención. Su contrincante lo había visto y estaba cavando a toda prisa un hoyo a pocos pasos del poste, donde se encogió, aplastado contra el suelo. A los alaridos del público el toro agachó la cerviz, tensionó los músculos y se lanzó a la carrera desprendiendo una nube de arena, ciego de cólera, resollando, echando vapor por la nariz y baba por el hocico. El oso lo estaba esperando. Recibió la primera cornada en el lomo, que abrió un surco sanguinolento en su gruesa piel, pero no logró moverlo ni una pulgada. El toro dio una vuelta al trote por el ruedo, confundido, mientras la turba lo azuzaba con insultos, enseguida volvió a cargar, tratando de levantar al oso con los cuernos, pero éste se mantuvo agachado y recibió el castigo sin chistar, hasta que vio su oportunidad y de un zarpazo certero le destrozó la nariz. Chorreando sangre, trastornado de dolor y perdido el rumbo, el animal comenzó a atacar con cabezazos ofuscados, hiriendo a su contrincante una y otra vez, sin lograr sacarlo del hoyo. De pronto el oso se alzó y lo cogió por el cuello en un abrazo terrible, mordiéndole la nuca. Durante largos minutos danzaron juntos en el círculo que permitía la cadena, mientras la arena se iba empapando de sangre y en las galerías retumbaba el bramido de los hombres. Por fin logró desprenderse, se alejó unos pasos, vacilando, con las patas flojas y su piel de brillante obsidiana teñida de rojo, hasta que dobló las rodillas y se fue de bruces. Entonces un clamor inmenso acogió la victoria del oso. Entraron dos jinetes al ruedo, dieron un tiro de fusil entre los ojos al vencido, lo lacearon por las patas traseras y se lo llevaron a la rastra. Eliza se abrió paso hacia la salida, asqueada. Había perdido sus últimos cuarenta dólares.

En los meses del verano y el otoño de 1849, Eliza cabalgó a lo largo de la Veta Madre de sur a norte, desde Mariposa hasta Downieville y luego de vuelta, siguiendo la pista cada vez más confusa de Joaquín Andieta por cerros abruptos, desde los lechos de los ríos hasta los faldeos de la Sierra Nevada. Al preguntar por él al principio, pocos recordaban a una persona con ese nombre o descripción, pero hacia finales del año su figura fue adquiriendo contornos reales y eso le daba fuerza a la joven para continuar su búsqueda. Había echado a correr el rumor de que su hermano Elías andaba tras él y en varias ocasiones durante esos meses el eco le devolvió su propia voz. Más de una vez, al inquirir por Joaquín, la identificaron como su hermano aun antes que alcanzara a presentarse. En esa región salvaje el correo llegaba de San Francisco con meses de atraso y los periódicos tardaban semanas, pero nunca fallaba la noticia de boca en boca. ¿Cómo Joaquín no había oído que lo buscaban? Al no tener hermanos, debía preguntarse quién era el tal Elías y si poseía una pizca de intuición podía asociar ese nombre con el suyo, pensaba; pero si no lo sospechaba, al menos sentiría curiosidad por averiguar quién se hacía pasar por su pariente. Por las noches apenas lograba dormir, embrollada en conjeturas y con la duda pertinaz de que el silencio de su amante sólo podía explicarse con su muerte o porque no deseaba ser encontrado. ¿Y si en verdad estaba escapando de ella, como había insinuado Tao Chi'en? Pasaba el día a caballo y dormía tirada por el suelo en cualquier parte, con su manta de Castilla por abrigo y sus botas por almohada, sin quitarse la ropa. La suciedad y el sudor habían dejado de molestarla, comía cuando podía, sus únicas precauciones eran hervir el agua para beber y no mirar a los gringos a los ojos.

Para entonces había más de cien mil argonautas y seguían llegando más, desparramados a lo largo de la Veta Madre, dando vuelta el mundo al revés, moviendo montañas, desviando ríos, destrozando bosques, pulverizando rocas, trasladando toneladas de arena y cavando hoyos descomunales. En los puntos donde había oro, el territorio idílico, que había permanecido inmutable desde el comienzo de los tiempos, estaba convertido en una pesadilla lunar. Eliza vivía extenuada, pero había recuperado las fuerzas y perdido el miedo. Volvió a menstruar cuando menos le convenía, porque resultaba difícil disimularlo en compañía de hombres, pero lo agradeció como un signo de que su cuerpo había por fin sanado. «Tus agujas de acupuntura me sirvieron bien, Tao. Espero tener hijos en el futuro» escribió a su amigo, segura que él entendería sin más explicaciones. Nunca se separaba de sus armas, aunque no sabía usarlas y esperaba no encontrarse ante la necesidad de hacerlo. Sólo una vez las disparó al aire para ahuyentar a unos muchachos indios que se acercaron demasiado y le parecieron amenazantes, pero si se hubiera batido con ellos habría salido muy mal parada, pues era incapaz de dar a un burro a cinco pasos de distancia. No había afinado la puntería, pero sí su talento para volverse invisible. Podía entrar a los pueblos sin llamar la atención, mezclándose con los grupos de latinos, donde un muchacho con su aspecto pasaba desapercibido. Aprendió a imitar el acento peruano y el mexicano a la perfección, así se confundía con uno de ellos cuando buscaba hospitalidad. También cambió su inglés británico por el americano y adoptó ciertas palabrotas indispensables para ser aceptada entre los gringos. Se dio cuenta que si hablaba como ellos la respetaban; lo importante era no dar explicaciones, decir lo menos posible, nada pedir, trabajar por su comida, enfrentar las provocaciones y aferrarse a una pequeña Biblia que había comprado en Sonora. Hasta los más rudos sentían una reverencia supersticiosa por ese libro. Se extrañaban ante ese muchacho imberbe con voz de mujer que leía las Sagradas Escrituras por las tardes, pero no se burlaban abiertamente, por el contrario, algunos se convertían en sus protectores, prontos a batirse a golpes con cualquiera que lo hiciera. En esos hombres solitarios y brutales, que habían salido en busca de fortuna como los héroes míticos de la antigua Grecia, sólo para verse reducidos a lo elemental, a menudo enfermos, entregados a la violencia y el alcohol, había un anhelo inconfesado de ternura y de orden. Las canciones románticas les humedecían los ojos, estaban dispuestos a pagar cualquier precio por un trozo de tarta de manzana que les ofrecía un instante de consuelo contra la nostalgia de sus hogares; daban largos rodeos para acercarse a una vivienda donde hubiera un niño y se quedaban contemplándolo en silencio, como si fuera un prodigio.

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