26 de mayo de 1942. La víspera.
Gabčík, eslovaco, y Kubiš, moravo, no han ido jamás a Praga, y ése también ha sido un criterio de selección. La seguridad de que ellos no conocen a nadie allí es una garantía de que no serán reconocidos. Pero su ignorancia de jóvenes provincianos supone también un obstáculo. No pueden beneficiarse del conocimiento del terreno. De ahí que su formación intensiva incluya el estudio cartográfico de su hermosa capital.
Gabčík y Kubiš repasan un mapa de Praga, para memorizar el emplazamiento de los lugares principales y de las grandes arterias. Hasta esa fecha nunca han hollado el puente Carlos, la plaza de la Ciudad Vieja, el Malá Strana, la plaza Wenceslao, la plaza Carlos, la calle Nerudova, la colina de Petrin, la de Strahov, las riberas del Vltava, la calle Resslova, el patio del castillo de Hradčany, el cementerio del castillo Vyšehrad donde Vitezslav Nezval, autor del inmortal libro
Praga la de dedos de lluvia
, no está todavía enterrado, las islas tristes sobre el río con sus cisnes y sus patos, la calle Wilsonova que bordea la Estación central, la plaza de la República y su torre polvorín. Nunca han visto con sus propios ojos las torres azuladas de la catedral de Tyn, ni el reloj astronómico del ayuntamiento, con sus pequeños autómatas que se mueven cada hora. No han bebido todavía un chocolate en el café Louvre o una cerveza en el café Slavia. No se han medido con la estatua del hombre de hierro de la calle Platnerska. Por ahora, las líneas trazadas sobre el mapa no les evocan más que nombres que han oído cuando eran niños o como objetivos militares. Al verlos estudiar sin uniforme la topografía del lugar que deberá ser el escenario de su misión, cualquiera podría creer que son dos turistas que invierten un cuidado meticuloso en la preparación de su viaje.
Heydrich recibe a una delegación de ganaderos checos con una acogida glacial. Escucha en silencio sus promesas serviles de cooperación y luego les explica que los granjeros checos son unos saboteadores: hacen trampas en el inventario del ganado y del grano. ¿Con qué fin? Es evidente: alimentar el mercado negro. Heydrich ha empezado ya a ejecutar a carniceros, mayoristas y arrendatarios de bares, pero para luchar eficazmente contra la plaga que contribuye a padecer de hambre a la población, sólo un control perfectamente eficaz de la producción agrícola puede obtener unos resultados significativos. Por consiguiente, Heydrich amenaza con confiscar las granjas a todos los granjeros que no declaren con exactitud su producción. Los ganaderos se quedan paralizados. Saben que incluso si Heydrich decidiera desollar vivos en la plaza de la Ciudad Vieja a quienes se opusieran, nadie acudiría a defenderlos. Ser cómplice del mercado negro para el pueblo es ser un acaparador, y a este respecto el pueblo aprueba las medidas de Heydrich, con lo que consiguió una proeza política: hacer reinar el terror y aplicar una medida popular
al mismo tiempo
.
Una vez que se fueron los ganaderos, Karl Hermann Frank, su secretario de Estado, desea hacer una lista abierta de granjas por confiscar. Pero Heydrich lo invita a templar sus ansias: sólo serán confiscadas las granjas de aquellos granjeros que sean juzgados como impropios de la germanización.
¡Pues claro, ellos no son soviéticos, faltaría más!
La escena quizá sucediera en el despacho estucado de Heydrich. Heydrich está concentrado en unos documentos. Llaman a la puerta. Entra un hombre de uniforme con aspecto desquiciado y un papel en la mano.
—¡Herr Obergruppenführer, la noticia acaba de llegar! ¡Alemania declara la guerra a los Estados Unidos!
Heydrich ni parpadea. El hombre le tiende el telegrama. Lo lee en silencio.
Transcurre un momento muy largo.
—¿Cuáles son las órdenes, Herr Obergruppenführer?
—Que lleven una brigada a la estación y echen abajo la estatua de Wilson.
—…
—Mañana por la mañana. No quiero ver más esa porquería. ¡Hágalo, Mayor Pomme!
El presidente Beneš sabe que deberá asumir sus responsabilidades y prepararse para la magnitud de las represalias que se desprendan del golpe dado a los alemanes, sea cual sea el éxito de la operación «Antropoide». Gobernar es escoger, y la decisión está tomada. Pero tomar una decisión es una cosa y asumirla es otra. Y Beneš, que ha fundado Checoslovaquia con Tomáš Masaryk en 1918 y que, veinte años más tarde, no ha sabido evitar el desastre de Múnich, sabe que la presión de la Historia es enorme, y que el juicio de la Historia es el peor de todos. Sus esfuerzos, en adelante, van encaminados a restaurar la integridad del país que él ha creado. La liberación de Checoslovaquia, desgraciadamente, no está en sus manos. Será la RAF y el Ejército Rojo los que decidirán por la suerte de las armas. Es cierto que Beneš ha podido aportar a la RAF siete veces más pilotos que Francia. Y que el récord de aviones abatidos lo ostenta Josef František, el as de la aviación inglesa, que es checo. Beneš se siente muy orgulloso de ambas cosas. Pero sabe también que en tiempos de guerra, el peso de un jefe de Estado se mide sólo por el número de sus divisiones. Por todo ello, las actividades del presidente Beneš se reducen casi únicamente a una diplomacia humillante: de lo que se trata es de dar muestras de buena voluntad a las únicas dos potencias que todavía resisten al ogro alemán, sin garantías de que esas potencias acaben venciéndolo. Es verdad que durante los bombardeos de 1940, Inglaterra aguantó el envite y ganó la batalla del aire, al menos temporalmente. Es verdad que el Ejército Rojo, después de haber retrocedido hasta Moscú, ha parado el avance del invasor cuando éste estaba a punto de lograr su objetivo. Inglaterra y la URSS, después de haber evitado cada una el hundimiento por los pelos, parecen hoy estar en condiciones de contrarrestar a un Reich hasta ahora invencible. Pero aún estamos a finales de 1941. La Wehrmacht está prácticamente en la cumbre de su poderío. Ninguna derrota significativa ha venido todavía a cuestionar su aparente invencibilidad. Stalingrado está aún muy, muy lejos, muy lejos las imágenes del soldado alemán derrotado, con la mirada hacia abajo en medio de la nieve. Beneš no tiene más remedio que apostar por un resultado incierto. Por supuesto, la entrada de Estados Unidos en la guerra representa una extraordinaria esperanza, pero los GI no han cruzado todavía el Atlántico, por tanto están muy lejos aún, y Japón los tiene lo bastante ocupados como para que encima se preocupen de la suerte de un pequeño país de Europa central. Beneš tiene que hacer su propia apuesta pascaliana: dios es un dios de dos cabezas, Inglaterra y la URSS, y apuesta por su supervivencia. Pero agradar a esas dos cabezas al mismo tiempo no es cosa fácil. Inglaterra y la URSS, claro está, son aliados, y Churchill, a pesar de su anticomunismo desde la cuna, demostrará durante toda la guerra una lealtad indefectible desde un punto de vista militar hacia el oso soviético. La posguerra, si es que hay posguerra y los Aliados la ganan, será necesariamente otra historia.
Beneš intenta un golpe audaz con «Antropoide» a fin de impresionar favorablemente a los dos gigantes europeos. Ha recibido el aval y el apoyo logístico de Londres, y ha sido en estrecha colaboración con Londres como se ha montado la operación. Pero no hay que ofender la susceptibilidad de los rusos, y por eso Beneš ha decidido informar a Moscú de la puesta en marcha de «Antropoide». Ahora la presión ha llegado al límite: Churchill y Stalin esperan resultados. El futuro de Checoslovaquia está en sus manos; será mejor no decepcionarlos. Si es el Ejército Rojo el que libera su país, quiere por encima de todo posicionarse como interlocutor creíble frente a Stalin, ya que teme al peso de los comunistas checos.
Beneš piensa probablemente en todo esto cuando su secretario viene a avisarlo:
—Señor Presidente, el coronel Moravec está aquí con dos jóvenes. Dice que está citado con usted, pero su visita no figura en la agenda de hoy.
—Hágalo entrar.
Gabčík y Kubiš han sido llevados en taxi por las calles de Londres sin que supieran adónde los conducían y ahora son recibidos por el presidente en persona. Sobre su escritorio, lo primero que les llama la atención es una pequeña réplica de un Spitfire de estaño. Saludan en posición de firmes. Beneš quería volver a verlos antes de su partida. Pero no deseaba que ningún documento oficial dejara rastros de este encuentro, pues gobernar es también tomar precauciones. Ahora, los dos hombres están frente a él. Los observa mientras les habla de la importancia histórica de su misión. Está impresionado por su aspecto juvenil —Kubiš especialmente parece muy joven, aunque sólo es un año menor que Gabčík— y por la conmovedora sencillez de su determinación. De pronto, por unos minutos, olvida sus consideraciones geopolíticas, no piensa en Inglaterra ni en la URSS, ni en Múnich, ni en Masaryk, ni en los comunistas, ni en los alemanes, ni siquiera en Heydrich. Lo absorbe completamente la contemplación de esos dos soldados, esos dos muchachos de los que sabe que, sea cual sea el resultado de su misión, apenas si tienen una oportunidad entre mil de salir con vida.
No conozco cuáles son las últimas palabras que les dirige. «Buena suerte», o «Dios os guarde», o «El mundo libre cuenta con vosotros», o «¡Lleváis con vosotros el honor de Checoslovaquia!», o algo así, probablemente. Según Moravec, tiene lágrimas en los ojos cuando Gabčík y Kubiš dejan su despacho. No cabe duda de que presiente un terrible futuro. El pequeño Spitfire, impasible, mantiene su morro elevado.
Lina Heydrich está en la gloria desde que se ha reunido con su marido en Praga. Escribe en sus memorias: «Soy una princesa y vivo en un país de cuento de hadas.»
¿Por qué?
En primer lugar, porque Praga, en efecto, es una ciudad de cuento de hadas. No por casualidad Walt Disney se inspiró en la catedral de Tyn a la hora de dibujar el castillo de la reina en
La bella durmiente
.
Luego, además, porque evidentemente en Praga la reina es ella. Su marido, de la noche a la mañana, ha sido propulsado casi al rango de Jefe de Estado. En este país de cuento de hadas, él es el virrey de Hitler, y comparte con su mujer todos los honores propios de su rango. Como esposa del protector, Lina goza de una consideración que sus padres, los von Osten, jamás habían soñado para ella ni para ellos mismos. Queda lejos ya el tiempo en que se enfrentaba a su padre cuando éste quería romper el noviazgo porque Reinhard había sido expulsado de la Armada. Ahora, gracias a él, la vida de Lina es una sucesión interminable de recepciones, inauguraciones, manifestaciones oficiales donde todo el mundo le da muestras de la mayor deferencia. La veo en una foto tomada durante un concierto dado en el Rudolfinium con ocasión del aniversario de Mozart. Afectada, repeinada, maquillada, con un vestido blanco de noche y adornada con sortijas, pulseras y largos pendientes; en medio de hombres serios de esmoquin que rivalizan por estar al lado de su marido, que sonríe, distendido y seguro de su posición, ella permanece de pie, con las manos convenientemente una sobre la otra y un aire de extasiado contento en el rostro.
Pero no es sólo Praga. A partir de ahora, la posición de su marido le permite frecuentar a la alta sociedad del Reich. Himmler, desde hace ya mucho tiempo, le testimonia su amistad, pero ahora ella también conoce a los Goebbels y a los Speer, incluso ha tenido el supremo honor de encontrarse con el Führer, quien hizo el siguiente comentario al verla del brazo de su marido: «¡Qué buena pareja!» A partir de ahora ya forma parte de la flor y nata. Y Hitler le hace cumplidos.
Y además tiene su propio castillo: un palacio confiscado a un judío, a 20 kilómetros al norte de Praga, rodeado de un amplio terreno que se propone acondicionar con fervor. Como princesa, se vuelve dueña del castillo. Pero, al igual que la reina de la Bella durmiente, es mala. Maltrata al servicio, insulta a todo el mundo cuando está de mal humor, y si su humor es bueno, no habla con nadie. Para llevar a cabo los ambiciosos trabajos que se ha empeñado en hacer en su residencia principesca, explota a una abundante mano de obra que manda venir de los campos de concentración y a la que trata de la peor manera. Supervisa los trabajos vestida de amazona, con una fusta en la mano. Reina en un clima de terror, sadismo y erotismo.
Aparte de eso, se ocupa de sus tres hijos y se congratula por el afecto que les profesa Reinhard. Él adora sobre todo a la pequeña, Silke. Y trata de preñar a su mujer para tener un cuarto. Se ha acabado la época en que ella se acostaba con Schellenberg, su brazo derecho. Se ha acabado la época en que él nunca estaba en casa. En Praga, vuelve al hogar casi todas las noches. A ella le hace el amor y juega con los niños al caballito.
Gabčík y Kubiš van a embarcar en el Halifax que debe llevarlos a casa. Pero antes, hay que cumplir con algunas formalidades. Al otro lado de una ventanilla, un suboficial inglés les pide que se quiten la ropa. Sea cual sea el lugar en que caigan a tierra, no está previsto que corran por el campo checo vestidos de paracaidistas ingleses. Se despojan de su uniforme. «Del todo», añade el suboficial cuando se quedan en calzoncillos. Los dos, disciplinados, obedecen. Están totalmente en cueros cuando se les pone delante ropa diversa para elegir. Sin abandonar su sobriedad a la vez británica y militar, el suboficial les muestra el género como si fuera un vendedor de Harrod’s, comentando con orgullo cada prenda que les muestra. «Trajes
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Una vez vestidos de nuevo, se les provee de documentos falsos, debidamente sellados.
Los dos están listos. El coronel Moravec los espera al pie del Halifax cuyos motores están ya en marcha. Otros cinco paracaidistas parten con ellos en el mismo avión, aunque con destinos y misiones diferentes. Moravec estrecha la mano de Kubiš deseándole buena suerte. Pero cuando se gira hacia Gabčík, éste le pide que si pueden hablar en privado unos instantes. Moravec arruga el ceño interiormente. Teme una retirada en el último minuto, y de pronto lamenta lo que les dijo a los dos muchachos cuando los escogió: que no dudasen en decirle sinceramente si se veían o no a la altura de la misión que se les había confiado. Había añadido que no habría nada vergonzoso en cambiar de opinión. Lo sigue pensando, pero ya al pie del avión, no sería oportuno. Habría que hacer bajar a Kubiš y retrasar la salida hasta que se encontrase un sustituto para Gabčík. La misión sería suspendida hasta sólo Dios sabe cuándo. Gabčík empieza con precauciones oratorias de mal augurio: «Coronel, me siento muy confuso al pedirle esto…» Pero enseguida disipa los temores de su jefe: «He dejado una deuda de diez libras en nuestro restaurante. ¿Sería posible que la pague usted por mí?» Moravec, aliviado, cuenta en sus memorias que no fue capaz más que de asentir. Gabčík le da la mano. «Puede contar con nosotros, coronel. Cumpliremos nuestra misión según las órdenes», fueron finalmente sus últimas palabras antes de desaparecer en el interior de la carlinga.