Heydrich propone más restricciones de desplazamiento. Goering, completamente recuperado de su cólera pasajera, saca entonces, como quien no quiere la cosa, una cuestión fundamental: «Pero, mi querido Heydrich, no podrías evitar crear guetos a gran escala en todas las ciudades. No habrá más remedio, si se llega a eso.»
Al parecer, Heydrich responde con tono apremiante:
«Sobre el problema de los guetos, quiero dejar clara mi posición enseguida. Desde el punto de vista policial, estimo imposible establecer un gueto que tenga la forma de un barrio completamente aislado, donde sólo vivieran judíos. No se puede controlar un gueto en el que toda la población sea una mezcla confusa de judíos. Eso equivaldría a crear una guarida de criminales y un foco de epidemias. Es cierto que no queremos dejar que los judíos habiten en los mismos edificios que la población alemana; pero por ahora, en las viviendas aisladas o en los edificios comunes, los alemanes obligan al judío a comportarse correctamente. Es mejor controlarlo sometiéndolo a la atenta mirada vigilante de toda la población, que amontonarlo a millares en un barrio donde yo no pueda controlar adecuadamente su vida cotidiana con agentes uniformados.»
Raoul Hilberg ve en este «punto de vista policial» el concepto que Heydrich tiene tanto de su oficio como de la sociedad alemana: el de considerar a toda la población como una especie de policía auxiliar, encargada de vigilar y de señalar cualquier comportamiento sospechoso por parte de los judíos. La insurrección del gueto de Varsovia en 1943, que el ejército alemán tardará tres semanas en aplastar, confirmará su análisis: no se puede fiar uno de los judíos. Además, sabe también perfectamente que los microbios no hacen distinciones de razas.
Físicamente, monseñor Tiso es un tipo gordito. Históricamente, su lugar está al lado de los mayores colaboracionistas. Su odio hacia el poder central checo sellará su destino como el Pétain eslovaco. El arzobispo de Bratislava ha dedicado toda su vida a la independencia de su país y hoy, gracias a Hitler, alcanza su objetivo. El 13 de marzo de 1939, cuando las divisiones de la Wehrmacht están a punto de invadir Bohemia y Moravia, el canciller del Reich recibe al futuro presidente eslovaco.
Como siempre, Hitler habla y su interlocutor escucha. En esta ocasión, Tiso no sabe si debe regocijarse o echarse a temblar. ¿Por qué lo que ha venido deseando desde siempre debe llegar bajo forma de un ultimátum y de un chantaje?
Hitler le explica: Checoslovaquia le debe sólo a Alemania no haber sido mucho más mutilada. El Reich, contentándose con anexionarse la región de los Sudetes, ha dado prueba de una gran mansedumbre. Sin embargo, los checos no le han manifestado ningún reconocimiento. A lo largo de las últimas semanas, la situación se ha vuelto insostenible. Demasiadas provocaciones. Los alemanes que todavía residen allí están siendo oprimidos y perseguidos. Vuelve a aflorar el espíritu del gobierno Beneš (cuya sola mención enciende a Hitler).
Los eslovacos le han decepcionado. Después de Múnich, ha tenido que reñir con sus amigos los húngaros al no permitirles que se apoderen de Eslovaquia. Lo hizo porque creía que los eslovacos querían su independencia.
¿Eslovaquia desea su independencia, sí o no? Es cuestión, no ya de días, sino de horas. Si Eslovaquia quiere su independencia, él la ayudará, y la tomará bajo su protección. Pero si se niega a separarse de Praga, o incluso si duda en hacerlo, él abandonará Eslovaquia a su destino: estará a merced de unos acontecimientos de los que él ya no será responsable.
En ese preciso momento, Hitler se hace entregar un informe por Ribbentrop, que pretendidamente acaba de llegar, según el cual se han detectado movimientos de tropas húngaras en la frontera eslovaca. Esta pequeña puesta en escena permite a Tiso, caso de que lo necesitara, comprender la urgencia de la situación, así como los dos términos de la alternativa: o Eslovaquia declara su independencia para jurar fidelidad a Alemania, o es engullida por Hungría.
Tiso responde: los eslovacos sabrán mostrarse dignos de la benevolencia del Führer.
A cambio de la cesión de los Sudetes a Alemania, Checoslovaquia había creído garantizarse en Múnich la integridad de sus nuevas fronteras por Francia e Inglaterra. Pero la independencia de Eslovaquia modifica el reparto de papeles. ¿Acaso se puede proteger un país que ya no existe? El compromiso adquirido era con Checoslovaquia, no con Chequia sola. Ésa será la respuesta de los diplomáticos ingleses a sus homólogos de Praga que acudieron a pedirles ayuda. Estamos en la víspera de la invasión alemana. La cobardía de Francia e Inglaterra, en esta ocasión, está amparada por una absoluta legalidad.
El 14 de marzo de 1939, a las 22:40 h., un tren proveniente de Praga entra en la estación de Anhalt, en Berlín. Desciende de él un viejo vestido de negro, con el labio colgando, poco pelo y la mirada apagada. El presidente Hácha, que ha sustituido a Beneš después de lo de Múnich, ha venido a suplicarle a Hitler que trate a su país con indulgencia. No ha cogido un avión porque padece del corazón; lo acompaña su hija así como su ministro de Asuntos Exteriores.
Hácha se teme lo que le espera aquí. Sabe que tropas alemanas han franqueado ya la frontera, y se concentran en torno a Bohemia. La invasión es inminente, y si se ha desplazado hasta allí es para negociar una rendición honrosa. Supongo que estaría preparado para aceptar unas condiciones similares a las impuestas a Eslovaquia: un estatuto de nación independiente pero bajo tutela alemana. Con ello, temía ni más ni menos que la desaparición total de su país.
Cuando pone el pie en el andén, cuál no sería su sorpresa al ser recibido por una guardia de honor. El ministro de Asuntos Exteriores, Ribbentrop, ha acudido en persona. Le ofrece a su hija un magnífico ramo de flores. El cortejo que precede a la delegación checa es digno de un jefe de Estado, lo que todavía sigue siendo. Hácha respira un poco más a gusto. Los alemanes lo han instalado en la mejor suite del suntuoso hotel Adlon. Sobre su cama, su hija encuentra una caja de bombones, cortesía personal del Führer.
El presidente checo es conducido a la Cancillería, donde los SS le forman una guardia de honor. Hácha se sosiega un poco más.
Su impresión, sin embargo, se matiza cuando penetra en el despacho del Canciller. A ambos lados de Hitler, reconoce a Goering y a Keitel, cuya presencia, en calidad de jefe del ejército alemán, no augura nada bueno. La expresión de la cara de Hitler no es tampoco la que podía esperarse, a la vista del buen recibimiento que se le había reservado hasta entonces. La escasa seguridad que había recuperado se volatiliza, y Emil Hácha, en ese preciso momento, se abisma irremediablemente en el torbellino de la Historia.
«Puede asegurarle al Führer —le dice al traductor— que jamás me he mezclado en política. Nunca, por así decir, me he cruzado con Beneš ni con Masaryk, y por lo que a mí respecta siempre me han sido antipáticos. Siempre he tenido la mayor aversión por el gobierno de Beneš, hasta tal punto que después de Múnich me he preguntado si realmente sería algo bueno que permaneciéramos como un estado independiente. Estoy convencido de que el destino de Checoslovaquia está en manos del Führer, y estoy convencido de que está en buenas manos. El Führer, no me cabe la menor duda, es hombre que comprende mi punto de vista cuando le digo que Checoslovaquia tiene derecho a una existencia nacional. Se le reprocha a Checoslovaquia que tenga todavía demasiados partidarios de Beneš, pero mi gobierno se afana por todos los medios en reducirlos al silencio.»
Hitler toma, a su vez, la palabra y sus frases, según el testimonio del traductor, dejan de piedra a Hácha:
«El viaje emprendido por el presidente, a pesar de su edad, puede ser muy beneficioso para su país. Alemania, en efecto, se prepara para intervenir en las próximas horas. No albergo ninguna enemistad contra ninguna nación. Si el Estado-muñón de Checoslovaquia ha seguido existiendo, se debe únicamente a que yo lo he permitido, y a que he respetado lealmente mis compromisos. ¡Pero incluso después de la marcha de Beneš, la actitud de Checoslovaquia no ha cambiado! ¡Os lo había avisado! ¡Había dicho que si las provocaciones continuaban, destruiría por entero el Estado checoslovaco! ¡Y no han cesado! Ahora ya se han tirado los dados… He ordenado a las tropas alemanas
invadir el país y he decidido incorporar Checoslovaquia al Reich alemán
.»
El traductor ha declarado, a propósito de Hácha y de su ministro: «Sólo sus ojos demostraban que estaban vivos.»
Hitler prosigue:
«Mañana a las 6, el ejército alemán penetrará en Checoslovaquia por todos los lados a la vez y la aviación alemana ocupará los aeródromos. Pueden darse dos eventualidades.
»O bien la entrada de las tropas alemanas da lugar a combates, en cuyo caso la resistencia será doblegada por la fuerza bruta.
»O bien la entrada de las tropas alemanas tiene lugar de manera pacífica, y entonces permitiré en Chequia, sin ningún obstáculo, un régimen propio en gran medida, con autonomía y una cierta libertad nacional.
»No es el odio lo que me mueve, mi único objetivo es la protección de Alemania, pero si Checoslovaquia no hubiera cedido cuando lo de Múnich, habría exterminado al pueblo checo sin el menor titubeo, ¡y nadie lo habría podido impedir! Hoy, si los checos quieren luchar, el ejército checo habrá dejado de existir en dos días. Naturalmente, habrá también víctimas entre los alemanes, lo que alimentará un odio contra el pueblo checo que me obligará, por deseo de autoconservación, a no conceder ninguna autonomía.
»El mundo se burla de vuestra suerte. Cuando leo la prensa extranjera, me compadezco de Checoslovaquia. Me lleva a pensar en la célebre cita de
Otelo
: “El Moro ha cumplido con su deber, el Moro puede partir…”»
Por lo visto, esta cita es proverbial en Alemania, pero no comprendo muy bien por qué Hitler la utiliza aquí ni qué es lo que quiere decir… ¿Quién es el Moro? ¿Checoslovaquia? Pero entonces, ¿qué deber ha cumplido? ¿Y hacia dónde podría partir?
Primera hipótesis: desde el punto de vista alemán, Checoslovaquia ha servido a las democracias occidentales con su misma existencia, debilitando a Alemania desde 1918. Ahora que ya ha cumplido con su misión, puede dejar de existir. Pero esto es, cuanto menos, inexacto: la creación de Checoslovaquia supone la ratificación del desmantelamiento de Austria-Hungría, no de Alemania. Es más, si el deber de Checoslovaquia hubiera sido debilitar a Alemania, 1939 parece un momento poco oportuno para abandonarla, justo cuando Alemania refuerza su poder, se anexiona Austria y se vuelve cada vez más amenazante.
O bien, segunda hipótesis: el Moro representa las democracias occidentales, que han hecho lo que han podido en Múnich para limitar los daños (el Moro ha cumplido con su deber), pero se cuidarán mucho de intervenir en adelante (el Moro puede partir)… Salvo que, en boca de Hitler, se entienda que el Moro encarna a la víctima, al extranjero que es utilizado, y designa a Checoslovaquia.
Tercera hipótesis: el propio Hitler no sabe muy bien lo que ha querido decir; sencillamente no se ha aguantado las ganas de plantar una cita, y su escasa cultura literaria no le da para hallar otra más adecuada. En ese caso, habría podido contentarse con un «
Vae victis!
» más idóneo a la situación, simple pero siempre eficaz. O bien francamente callarse, ya que, como dijo Shakespeare, «el crimen, aunque falto de palabras, se expresa con una maravillosa elocuencia…».
Ante el Führer, Hácha está completamente hundido. Ha confirmado que la situación está muy clara y que resistir sería una locura. Pero son las dos de la mañana, sólo le quedan cuatro horas para impedir que el pueblo checo se defienda. Según Hitler, la máquina militar alemana está ya en marcha (lo que es cierto) y nada podrá detenerla (desde luego, nadie parece deseoso de intentarlo). Es preciso que Hácha firme la capitulación inmediatamente y que se informe de ello a Praga. La alternativa que ha presentado Hitler es muy simple: o la paz ahora y una larga colaboración entre los dos pueblos, o la aniquilación de Checoslovaquia.
Completamente petrificado, el presidente Hácha es ayudado por Goering y Ribbentrop a sentarse ante una mesa sobre la que está el documento que ha de firmar. Le han puesto la pluma en la mano, pero tiembla. La pluma se detiene antes de tocar el papel. En ausencia del Führer, que casi nunca se queda para los detalles, Hácha tiene un sobresalto. «No puedo firmar esto —dice—. Si firmo la capitulación, seré para siempre maldecido por mi pueblo.» Y fue exactamente eso lo que ocurrió.
Goering y Ribbentrop deben de emplearse a fondo en convencer a Hácha de que es demasiado tarde para echarse atrás. Lo cual da origen a esa escena grotesca en la que, según los testimonios, los dos ministros nazis se ponen literalmente a hostigar a Hácha alrededor de la mesa, colocándole una y otra vez la pluma en la mano, conminándolo a sentarse y a firmar el odioso documento. Al mismo tiempo, Goering vociferará sin parar: si Hácha se mantiene en su negativa, media Praga será destruida en dos horas por la aviación alemana… ¡eso para empezar! Centenares de bombarderos están esperando sólo una orden para despegar, orden que recibirán a las seis si la capitulación no está firmada a esa hora.
Entre medias, Hácha se tambalea y se desmaya. Ahora son los dos nazis quienes están petrificados ante su cuerpo inerte. Hay que reanimarlo como sea, porque si muere, se acusará a Hitler de haberlo hecho asesinar en la mismísima Cancillería. Afortunadamente para ellos, tienen a mano a un as de las inyecciones, el doctor Morell, el mismo que dopará a Hitler con anfetaminas hasta su muerte con varias inyecciones diarias (lo que, dicho sea de paso, probablemente guarde alguna relación con la creciente demencia del Führer). Morell aparece y pincha a Hácha, que llega a despertarse. Enseguida le ponen un teléfono en la mano, ya que, vista la urgencia, el papel puede esperar. Ribbentrop se había encargado de instalar una línea especial conectada directamente con Praga. Hácha reúne sus escasas fuerzas; informa al gabinete checo en Praga de lo que ocurre en Berlín y aconseja la capitulación. Le ponen una inyección más y lo conducen ante el Führer, que le presenta de nuevo el maldito documento. Son casi las cuatro de la mañana, Hácha firma. «He sacrificado el Estado para salvar a la nación», cree el muy imbécil. Evidentemente, la estupidez de Chamberlain era contagiosa…