Read Heliconia - Verano Online
Authors: Brian W. Aldiss
—Estás fatigada —dijo él con cierta irritación. A veces las mujeres pierden la calma. Ya hablaremos de esto más tarde. Ocupémonos ahora de la emergencia. —Señaló el mar y dijo con voz grave:— Si el Amistad Dorada no ha aparecido, es que estaba demasiado dañado. La almirante Jeseratabahr dice que en él Venía Dienu Pasharatid. Quizás ella haya muerto, en cuyo caso Io Pasharatid, que está a bordo del Unión, estará decidido a vengarse.
—Tengo miedo de ese hombre —dijo MyrdemInggala—. Y con excelentes motivos. —Se inclinó sobre la anciana.
El general la miró de soslayo.
—Estoy aquí para protegerte.
—Eso supongo —respondió ella en un tono inexpresivo—. Al menos, tu lugarteniente lo intenta.
JandolAnganol se había ocupado expresamente de que el palacio no contara con armas para defenderse. Pero las piedras que afloraban más allá de la Roca de Linien obligaban a toda nave de considerables dimensiones, como el Unión, a pasar entre la Roca y la parte más elevada de la costa; y en esto radicaba la esperanza de los defensores. GortorLanstatet había aumentado su fuerza de trabajo con phagors. Valiéndose de unas grúas habían bajado dos grandes cañones de la Plegaria de Vajabahr, y ahora los empujaban hacia el promontorio desde el cual dominarían la bahía.
ScufBar y otro criado trajeron unas angarillas para llevar a la mujer herida al palacio, después de que aplicaran a su rostro vendas con hielo.
TolramKetinet se apartó de la reina para ayudar a situar los cañones. Tenía plena conciencia del peligro. Aparte de los phagors y unos cuantos criados sin armas, las fuerzas defensoras de Gravabagalinien constaban de los trece hombres que habían venido con él desde Ordelay. Las dos naves sibornalesas que se acercaban debían de traer, cada una, cincuenta soldados bien armados.
El Unión de Pasharatid cambiaba de rumbo, presentando una banda a la costa.
Tirando de cuerdas, los hombres se esforzaban para poner en posición el segundo cañón. CaraBansity se acercó a la reina, con los brazos cruzados, y dijo: —Señora, los consejos que he dado al rey fueron mal recibidos. Querría ofrecerte algunos, esperando mejor acogida. Tú y tus damas deberíais ensillar unos hoxneys y alejaron hacia el interior sin demora.
Una triste sonrisa iluminó el rostro de MyrdemInggala.
—Me alegra tu preocupación, Bardol. Tú debes marcharte. Vuelve con tu esposa. Este sitio es ahora mi hogar. Se dice, como sabes, que Gravabagalinien es la residencia de espectros que murieron en combate hace mucho. Antes de marcharme, prefiero unirme a esas sombras.
CaraBansity asintió.
Sea, pues. En ese caso, señora, también yo me quedaré.
La expresión de la reina reflejaba su satisfacción. En un impulso, ella preguntó:
—¿Qué piensas de la extraña alianza entre nuestro amigo Rushven y la dama Uskuti…, nada menos que una almirante?
—Ella guarda silencio, pero no me inspira confianza. Tal vez sería mejor que se marcharan de aquí. La manga de un sibornalés siempre oculta algo más que un brazo. Debemos usar la astucia, señora; poco más puede ayudarnos.
—Ella parece sinceramente consagrada a mi ex canciller.
—Si es así, ha desertado, señora. Y eso puede dar a Pasharatid un nuevo motivo para desembarcar. Sácala de aquí, por la seguridad de todos.
Una nube de humo, en el mar, ocultó íntegro al Unión, a excepción de su velamen. Un instante después se oyeron explosiones.
Las balas cayeron en el agua, al pie de un risco. En la segunda andanada, los artilleros serían más certeros. Sin duda el vigía había advertido las maniobras con el cañón.
Pero los disparos eran sólo una advertencia. El Unión giró a babor, dirigiéndose en línea recta hacia la bahía.
La reina estaba sola; su pelo largo, aún desatado, flameaba al viento. En cierto sentido, estaba preparada para morir. Quizá fuera el mejor modo de resolver sus problemas. Para su consternación, no estaba dispuesta a aceptar a TolramKetinet, un hombre honesto pero poco sensible. Estaba irritada consigo misma, por sentirse emocionalmente obligada hacia él. La verdad era que el cuerpo de Hanra y sus caricias habían despertado en ella un intenso deseo de jan. Se sentía ahora más sola que antes.
Además, podía adivinar con melancólico desapego la soledad dejan. Sentía que de haber sido más madura hubiera podido aliviarla.
Sobre el mar, el monzón creaba golfos de sombras y luces oblicuas. A lo lejos, la lluvia azotaba el agua. Las nubes estaban más bajas. El Buena Esperanza casi se había perdido en la oscuridad. Y el mismo mar… MyrdemInggala miró con atención, y vio a sus familiares por todas partes. Lo que había tomado por un oleaje era el incesante movimiento de sus cuerpos. La lluvia le golpeó el rostro.
Al instante siguiente, todo el mundo se debatía bajo un diluvio.
El cañón se atascó en el barro. Un hombre cayó de rodillas, despotricando. Todo el mundo aullaba y maldecía. Si la lluvia continuaba, sería imposible encender la pólvora.
Por otra parte, no había ya esperanza de situar correctamente el cañón. El viento giró con la tempestad. El Unión volaba hacia la bahía.
Cuando el barco llegó a la altura de la Roca de Linien, los delfines actuaron. Se movían en formación, tanto las cortes como el regimiento. Sus cuerpos impedían la entrada a la bahía.
Los marineros del Unión, casi enceguecidos por la lluvia, gritaban y señalaban los cuerpos debajo del casco. Era como si la nave se moviera sobre negros y brillantes cantos rodados. Los delfines apretaron sus cuerpos contra la madera. El Unión, crujiendo, se detuvo.
Dando voces excitadas, MyrdemInggala olvidó sus penas y corrió hacia el agua. Aplaudía y alentaba a sus agentes. Saltaba y chapoteaba mojándose el vestido. Se zambulló en la resaca. Ni siquiera TolramKetinet se atrevió a seguirla. La nave se erguía sobre ella como una montaña; la lluvia caía cada vez con más fuerza.
Uno de sus familiares emergió del agua como si estuviese esperando su llegada, tomando con la boca la tela de su vestido. La reina lo reconoció como un miembro principal de la corte y pronunció su nombre. Entre la confusa melopea de los ruidos que emitía el delfín, había un mensaje urgente que logró comprender: "Vete o unas cosas gigantescas —ella no podía determinar cuáles— se apoderarán de ti". Algo, en las remotas profundidades, seguía la huella de su olor.
MyrdemInggala sintió temor. Se retiró, guiada por su familiar. Cuando llegó a la playa, recogiendo su vestido empapado, él se hundió entre la espuma.
El Unión se hallaba muy cerca. Entre la costa y el barco estaban los cuerpos apretados de los delfines. A través de la lluvia torrencial, ella reconoció la autoritaria figura de Io Pasharatid, y él también reconoció a la reina de reinas.
Estaba de pie, con aire siniestro, en la anegada cubierta, con su chaqueta de lona desabrochada y la gorra sobre los ojos. La miró y luego actuó.
Empuñaba una lanza. Se acercó a la borda y, sosteniéndose de la barandilla, se inclinó y la clavó en el agua una y otra vez. Roja sangre chorreaba por la hoja. Las aguas se cubrieron de espuma. Pasharatid clavó su lanza una y otra vez.
Para los supersticiosos marineros, el delfín era una criatura sagrada. Aliado de los espíritus de las profundidades, jamás hacía daño a los marinos. Atacar a un delfín era poner la propia vida en peligro.
Pasharatid se vio rodeado de furiosos marineros. Le arrancaron la lanza a viva fuerza y la arrojaron lejos. Los espectadores de la costa vieron cómo se debatía hasta que sus soldados acudieron para liberarlo. La disputa continuó un rato más. Los familiares de la reina habían conseguido cerrar el camino a Gravabagalinien.
La tormenta estaba en su apogeo. Las olas eran cada vez más altas, y rompían contra la playa con magnífica furia. La reina lanzaba gritos de triunfo, desmelenada y muy parecida a su madre muerta, la salvaje Shannana, hasta que finalmente TolramKetinet la arrastró hacia suelo más firme, temiendo que volviera a arrojarse al mar.
Un relámpago centelleó en el corazón de la tormenta; y luego se oyó un trueno. Entre las nubes rasgadas apareció de pronto el contorno del Buena Esperanza. Estaba a unos trescientos metros del Unión, y sus tripulantes luchaban para evitar que se destrozara contra la costa.
Una hilera de delfines salió de la bahía, más allá del Buena Esperanza, como si algo los llamara.
El mar estaba convulsionado alrededor de la nave de Lorajan. Más tarde, quienes estaban en la costa juraron que el agua hervía. La agitación creció y se vislumbraron tremendos movimientos. Luego una masa se elevó sobre el agua, agitó su cabeza entre las olas, y se elevó aún más, hasta que sobrepasó los mástiles del barco. Tenía ojos. Tenía una quijada inmensa y unos bigotes que se retorcían como anguilas. El cuerpo emergió del mar, cubierto de gruesas escamas, mayores que el torso de un hombre. Su elemento era la tempestad.
Se vieron nuevas espirales, y apareció un segundo monstruo, furioso, a juzgar por los violentos desplazamientos de su cabeza. Se alzó como una serpiente gigantesca y luego azotó las olas mientras en el viscoso aire aún brillaba su cuerpo enroscado.
Su cabeza volvió a emerger, sacudiendo al Buena Esperanza. Las dos criaturas unieron sus fuerzas. Se retorcían como si se tratase de un juego obsceno. Una cola restalló contra el costado de la nave, rompiendo tablazones y clavijas.
Luego ambas bestias desaparecieron. El agua volvió a su quietud anterior. Habían obedecido al llamado de los delfines y ahora retornaban a las profundidades. Aunque rara vez aparecían ante los ojos de los hombres, esas grandes criaturas se contaban entre los seres vivientes que se habían adaptado al Gran Año de Heliconia.
En esa etapa de su existencia, las grandes serpientes eran asexuadas. Su época de feroces acoplamientos había quedado muy atrás. Eran entonces criaturas voladoras y pasaban siglos en amorosa anorexia, entregadas a la procreación. Como inmensas libélulas, los seres de su especie habían revoloteado sobre los dos solitarios polos del planeta, libres de adversarios e incluso de testigos.
Al llegar el Gran Verano, esos seres aéreos habían emigrado a los mares del sur, y en particular al Mar de las Águilas, donde su aparición había conducido a algún marino, muerto hacía mucho y poco versado en ornitología, a dar ese nombre al océano. Después de desprenderse de sus alas en las remotas islas de Poorich y Lordry, las grandes criaturas habían reptado hacia el mar, para procrear en él.
Pasaban el verano en el mar. Los grandes cuerpos terminarían por disolverse, alimentando a los assatassi y a otros habitantes del agua. Sus voraces crías recibían el nombre de peces cuchara, aunque de ningún modo eran peces. Cuando sentían los fríos del largo invierno, los peces cuchara subían a tierra y adoptaban una nueva forma que recibía el mal nombre de Gusano de Wutra.
En su actual etapa asexuada, las dos serpientes habían sido inducidas a la actividad por un recuerdo de su distante pasado. Los delfines habían evocado esa memoria en la forma de la huella de un olor, implantado en las aguas por la reina de reinas durante su período menstrual. Inquietas y desconcertadas, las serpientes enroscaban sus anillos, pero ninguna fuerza era capaz de hacer volver aquello que se había ido.
La tremenda aparición había eliminado todo deseo de lucha en los tripulantes del Unión y el Buena Esperanza. Gravabagalinien era un lugar encantado. Ahora los invasores lo sabían. Ambas naves izaron cuanta vela pudieron y huyeron hacia el este, con la tempestad a sotavento. Desaparecieron detrás de las nubes.
Los delfines se marcharon.
Sólo se oía el sordo estruendo de las aguas embravecidas al romper contra la Roca de Linien.
Bajo la lluvia, los defensores humanos de Gravabagalinien se dirigieron al palacio de madera.
Las salas del palacio resonaban como tambores bajo la lluvia. El sonido se atenuaba al amenguar la lluvia, para seguir al instante con renovado vigor.
En la cámara principal se celebraba un consejo de guerra presidido por la reina.
—En primer lugar debemos comprender qué clase de hombre es nuestro enemigo —dijo TolramKetinet—. Canciller SartoriIrvrash, dinos sin rodeos todo lo que sepas acerca de Io Pasharatid.
SartoriIrvrash se puso de pie, hizo una reverencia a la reina, y luego se pasó la mano por la calva. Lo que debía decir sería breve, pero nada agradable. Se excusaba por recordar cosas pasadas e infortunadas, pero el futuro siempre estaba ligado con el pasado de maneras que ni siquiera los más sabios podían desentrañar. Podía decir, por ejemplo…
Sorprendió la mirada de Odi Jeseratabahr y fue al grano, encorvando los hombros. Durante los años pasados en Matrassyl había sido su obligación como canciller conocer los secretos de la corte. Cuando YeferalOboral, el siempre bien recordado hermano de la reina, aún vivía, había descubierto que Pasharatid, entonces embajador de su país, gozaba de los favores de una muchacha joven del pueblo cuya madre regenteaba una casa de mala reputación. Y también había sabido por VarpalAnganol que Pasharatid solía espiar el cuerpo desnudo de la reina. Era un bandido lujurioso y despiadado a quien sólo podía controlar su esposa, a la cual ahora había suficientes razones para considerar muerta.
Además, quería recordar un rumor —tal vez algo más que rumor— escuchado a un guía llamado el Señalador del Camino, durante su viaje a través del desierto hacia Sibornal. Ese rumor afirmaba que Io Pasharatid había asesinado al hermano de la reina.
—Yo sé que así ha sido —dijo MyrdemInggala—. Y no hay duda de que Io Pasharatid es un hombre muy peligroso.
TolramKetinet se puso de pie.
Adoptando una postura militar, habló con floreos retóricos mientras miraba de soslayo a la reina para ver cómo recibía sus palabras. Estaba claro, dijo, que debían temer a Pasharatid. Era razonable suponer que estaba al mando del Unión y que, en virtud de sus relaciones, podía imponer su autoridad al comandante del Buena Esperanza. Él, TolramKetinet, había considerado la situación militar desde el punto de vista del enemigo, estimando que Pasharatid haría lo siguiente. Uno…
—Por favor, sé breve o el hombre se presentará ante esta mesa —dijo CaraBansity—. Ya sabemos que eres tan buen orador como general.
Con el ceño fruncido, TolramKetinet continuó. Pasharatid decidiría que con esas dos naves era imposible apoderarse de Ottassol. Su mejor posibilidad radicaba en capturar a la reina y obligar luego a Ottassol a aceptar sus exigencias. Debían prever que Pasharatid desembarcaría en algún punto al este de Gravabagalinien, donde encontrara una playa accesible. Luego avanzaría con sus hombres hacia el palacio. Él, TolramKetinet (se golpeó el pecho mientras decía esto) declaraba que debían preparar de inmediato la defensa contra este ataque por tierra, por la seguridad de la reina.