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Authors: Bryan W. Addis

Heliconia - Primavera (63 page)

BOOK: Heliconia - Primavera
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Laintal Ay recordaba el lugar. Lo conocía desde la época en que había estado cubierto de nieve. Era habitualmente un lugar acogedor: el último paso antes de que el cazador ganara las llanuras donde estaba Oldorando. El viento arrebataba calor al cuerpo y había demasiado frío, aun para temblar. No podían seguir. La mujer de Skitocherill estaba aún apoyada contra el flanco del necrógeno; ahora que ella se había dado por vencida, también la criada se sentía en libertad de abandonarse y gritaba, de espaldas al viento.

—Subiremos hasta los rajabarales —dijo Laintal Ay gritando al oído de Skitocherill. Skitocherill asintió, abrazando siempre a su mujer, tratando de ayudarla a montar.

—Todos montados —ordenó Laintal Ay.

Mientras gritaba, alcanzó a ver algo blanco.

Sobre la colina, a la izquierda, aparecieron unas aves vaqueras, luchando contra el viento frío; las plumas pasaban del gris al blanco a la sombra intermitente de los rajabarales. Debajo de las aves había una hilera de phagors. Eran guerreros; empuñaban espadas. Se movieron hacia el borde de la colina y se quedaron inmóviles como rocas. Miraron a los humanos que se debatían entre las nieblas de allá abajo.

—¡Arriba, rápido, antes de que ataquen! —Mientras gritaban, Laintal Ay vio que Aoz Roon contemplaba a los phagors sin expresión, sin moverse.

Corrió hacia él y le dio un golpe en la espalda.

—Vamos. Tenemos que salir de aquí.

Aoz Roon emitió un sonido gutural.

—Estás hechizado, hombre; has aprendido algo de ese maldito lenguaje y eso te ha quitado las fuerzas.

Obligó a Aoz Roon a montar. El explorador hizo lo mismo con la criada, que lloraba de terror.

—Por la colina, hacia los rajabarales —ordenó Laintal Ay. Azotó la velluda grupa del animal de Aoz Roon mientras corría a montar en el suyo. Los yelks empezaron a trepar de mala gana. Apenas respondían a la acuciante urgencia de los hombres; los mielas se hubieran movido más rápida y ligeramente..

—No nos atacarán —dijo el sibornalés—. Si hay problemas, les entregaremos a la criada.

—Los animales. Nos atacarán por nuestros animales. Para montar, o para comer. Si quieres negociar, quédate atrás. Skitocherill movió ansiosamente la cabeza y trepó a la silla de un salto.

Abrió la marcha, conduciendo el yelk de la mujer. El explorador y la criada iban detrás. Luego quedaba un espacio, porque Aoz Roon cabalgaba distraído y permitía que el yelk se separara de los demás, a pesar de los gritos de Laintal Ay. Éste cerraba la marcha, con el yelk de carga, mirando con frecuencia hacia la colina opuesta.

Los phagors no se movían. No podían tener miedo del viento frío; eran criaturas del hielo. La inmovilidad no implicaba necesariamente una decisión. Era imposible saber en qué pensaban.

Y así el grupo subió a la colina. Pronto se libraron del viento, para gran alivio de todos, y espolearon a los animales.

Cuando llegaron a la cumbre, el sol les dio en los ojos. Los dos soles, tan juntos que parecían unidos, brillaban entre los troncos de los grandes árboles. Por un instante pudieron ver unas figuras que danzaban en el corazón de la lumbre dorada, y también Otros, en medio de alguna misteriosa festividad. Luego los Otros desaparecieron, como si la ácida gloria de la luz los hubiera disuelto inexplicablemente. Temblando aún de frío, el grupo se guarneció entre las lisas columnas. Un dosel de vapor cubría las copas, y el lugar parecía un salón de los dioses. Había aproximadamente treinta rajabarales. Más allá, el campo abierto y el camino a Oldorando.

El destacamento phagor se movió. De la completa inmovilidad pasaron a la acción total. Las bestias descendieron ordenadamente la cuesta. Sólo uno de ellos montaba un kaidaw. Era el jefe. Las aves vaqueras permanecieron chillando sobre el valle.

Desesperado, Laintal Ay buscó un refugio. No había ninguno, aparte de los rajabarales. Los árboles ronroneaban roncamente. Laintal Ay sacó la espada y espoleó al yelk hasta donde estaba el sibornalés, que ayudaba a su mujer a desmontar.

—Tendremos que combatir. ¿Estás preparado? Llegarán dentro de uno o dos minutos. Skitocherill lo miró con una expresión de dolor en toda la cara. Abría la boca en una rara mueca de angustia.

—La fiebre de los huesos —dijo—. Va a morir.

La mujer tenía una mirada vidriosa, y el cuerpo contraído.

Laintal Ay apartó a Skitocherill con un ademán de impaciencia y llamó al explorador.

—Entonces, tú y yo. Atención, aquí vienen.

Como respuesta, el explorador sonrió torvamente y movió la mano de canto como si degollara a alguien, Laintal Ay se sintió alentado.

Recorrió furiosamente la base de los árboles, buscando la abertura por donde habían desaparecido los Otros, pensando que podía haber un refugio cerca… Un refugio y quizá una esnoctruicsa, pero ya nunca su esnoctruicsa, ya nunca más.

A pesar de la brusca retirada, los Otros no habían dejado una sola huella. No había otra alternativa que pelear. Sin duda morirían. Él no se daría por vencido hasta que el aliento se le escapara por todas las heridas de lanza recibidas de los phagors.

Junto con el explorador, subió hasta el punto más alto de la colina, para desafiar al enemigo cuando apareciera.

Detrás crecía el rumor de los rajabarales. Los árboles habían dejado de echar vapor y el ruido era como de truenos. Abajo, los rayos de los soles unidos penetraban casi hasta el fondo del valle, donde iluminaban el espectáculo de los phagors vadeando el viento catabático con los cuerpos macizos envueltos en torbellinos de niebla y los pelos tiesos alborotados. Miraron hacia arriba y dieron un grito al ver a los dos hombres. Empezaron a subir.

Este incidente era observado desde la Estación Terrestre, y mil años más tarde por todos los que llegaban calzados con sandalias a los grandes auditorios de la Tierra. Esos auditorios estaban más atestados que en ningún momento del último siglo. Las personas que iban a contemplar esa enorme recreación electrónica de una realidad que había dejado de ser real muchos siglos antes, esperaban sinceramente que esos seres humanos sobrevivirían; empleando siempre el futuro condicional al que recurre naturalmente el Homo sapiens, aun para tales acontecimientos de mucho tiempo atrás.

Desde ese privilegiado punto de vista podían ver no sólo el incidente entre el grupo de rajabarales, sino la llanura donde en un tiempo se alzaba la terrible escultura de la Laguna del Pez, y la misma ciudad de Oldorando.

Todo ese paisaje estaba cubierto de figuras. El joven kzahhn se preparaba para atacar la ciudad que había destruido la vida y la brida del ilustre abuelo. Sólo esperaba la señal. Aunque sus fuerzas no estaban dispuestas con gran orden militar, sino algo dispersas, a la manera de los rebaños de ganado, y no siempre mirando hacia el frente, la sola magnitud numérica las tornaba formidables. Arrollarían Embruddock, y continuarían avanzando fatalmente hacia la costa sudoeste del continente de Campannlat, hasta los farallones del océano oriental de Climent, y quizá, si era posible, hasta Hespagorat y las rocosas tierras ancestrales de Pagovin.

Esta disposición nada homogénea de la cruzada phagor permitía que algunos viajeros, sobre todo fugitivos, pudieran moverse entre la tropa sin ser atacados, mientras escapaban apresuradamente hacia el punto de donde venía la cruzada. En general, esos temerosos grupos eran guiados por madis, sensibles a las octavas de aire que las pesadas bestias de Hrr-Brahl Yprt trataban de evitar. Así el barbado Raynil Layan empujaba hacia adelante a un tímido madi. Pasaron cerca del joven kzahhn, pero éste, inmóvil, no les hizo ningún caso.

El joven kzahhn, apoyado contra el fatigado flanco de Rukk-Ggrl, se comunicaba con aquellos que estaban en brida, el padre y el bisabuelo, oyendo en el pálido guarnés sus consejos e instrucciones. Detrás estaban los generales, y más atrás las dos gillotas sobrevivientes. Rara vez las había servido, pero si la fortuna ayudaba, volvería a ocurrir. Antes tenía que atravesar las dos octavas futuras de victoria o muerte; si llegaba a la octava de la victoria, habría música para el acoplamiento. Esperaba inmóvil, soltando ocasionalmente un poco de lecha por los ollares, entre la negra pelusa del hocico. El signo aparecería en el cielo, las octavas de aire se retorcerían hasta anudarse, y él, junto con las fuerzas que mandaba, se adelantaría para incendiar y arrasar aquella antigua ciudad maldita que antes había sido llamada Hrrm-Bhhrd Ydohk.

En ese antiguo campo de batalla, donde el hombre y el phagor se habían encontrado con una frecuencia de la que ellos nada sabían, Laintal Ay y el explorador sibornalés aprestaban las espadas para atacar al primer phagor que subiera la cuesta. Detrás de ellos los rajabarales continuaban atronando. Aoz Roon y la criada estaban agazapados junto a un tronco, esperando sin interés los acontecimientos. Skitocherill depositó en el suelo el cuerpo rígido de la mujer, tierna, muy tiernamente, protegiéndole la cara del enceguecedor doble sol que ascendía hacia el cenit. Luego corrió a unirse a sus compañeros, mientras desenvainaba la espada.

El ascenso desordenó la línea de phagors y los más rápidos llegaron a la cima. Cuando sobre la cuesta aparecieron la cabeza y los hombros del jefe, Laintal Ay se precipitó contra él. La única esperanza que les quedaba era poder despacharlos uno por uno. Había contado treinta y cinco o más phagors, y se negaba a considerar las probabilidades en contra.

El phagor alzó el brazo armado con la lanza. El brazo se inclinó hacia atrás en un ángulo desconcertante para un ser humano, pero Laintal Ay se deslizó por debajo de la lanza, y hundió la espada con el brazo recto. El codo recibió el impacto, mientras la hoja chocaba contra las costillas de la bestia. De la herida brotó una sangre amarilla y Laintal Ay recordó un viejo cuento de los cazadores; que los pulmones del phagor estaban siempre debajo de los intestinos. El lo había comprobado el día que desollara al phagor para engañar al kaidaw.

El phagor echó atrás la larga y huesuda cabeza, mientras los labios se le retraían sobre los dientes amarillentos en una mueca de agonía. Cayó y rodó por la pendiente, y quedó tendido abajo entre la niebla que se retiraba.

Pero los demás habían llegado a la cumbre y estrechaban filas. El explorador sibornalés combatía valientemente, susurrando de vez en cuando una maldición en su lengua natal. Con un grito, Laintal Ay se lanzó otra vez al ataque.

El mundo estalló.

El ruido fue tan violento y próximo, que la lucha se detuvo inmediatamente. Se oyó una segunda explosión. Unas piedras negras volaron encima de ellos; la mayoría fue a caer en el extremo lejano del valle. En seguida, el pandemónium.

Cada una de las partes se dejó llevar por sus propios instintos: los phagors se inmovilizaron, los humanos se arrojaron al suelo.

Eligieron bien el momento. Hubo nuevas explosiones simultáneas. Las piedras negras volaban por todas partes. Varias golpearon a los phagors, empujándolos hacia el fondo del valle, desparramando los cuerpos. El resto de los phagors dio media vuelta y corrió cuesta abajo, rodando, resbalando, pensando sólo en escapar. Las aves vaqueras huyeron chillando, desvaporidas.

Laintal Ay permaneció tendido, cubriéndose los oídos con las manos, mirando temeroso hacia arriba. Los rajabarales se abrían desde la copa, como toneles que reventaban soltando las duelas. En el otoño del último gran año de Heliconia habían retraído las enormes ramas cargadas de frutos juntándolas en la parte superior del tronco, cerrando la abertura con una capa de resina hasta el próximo equinoccio de primavera. Durante los siglos invernales, las bombas internas habían aspirado el calor del profundo subsuelo a través de las raíces, preparando así el momento de esta poderosa explosión.

El árbol más próximo a Laintal Ay estalló con furioso estruendo en una enorme erupción de semillas. Algunas volaban hacia arriba; la mayor parte se dispersaba en todas direcciones. La violencia de esa eyaculación arrojaba los proyectiles negros a un kilómetro de distancia. Había vapor por todas partes.

Cuando volvió el silencio, once rajabarales habían estallado. A medida que la ennegrecida corteza caía a los lados, una copa más delgada, blanquecina, cubierta de follaje verde, asomaba en el interior.

El follaje verde crecería hasta que las hojas brillantes techaran ese bosque de columnas pulidas, protegiendo las raíces de los terribles soles que arderían en el cielo cuando Heliconia se acercara más a Freyr, incomodando a hombres, bestias y plantas. Muchos morían o vivían a la sombra de los rajabarales, pero ellos tenían que proteger su propia forma de vida.

Esos rajabarales eran parte de la vegetación del nuevo mundo, el mundo que había nacido cuando Freyr irrumpiera en los nublados cielos de Heliconia. Lo mismo que los nuevos animales, luchaban en una continua competencia ecológica con los órdenes del viejo mundo, cuando Batalix imperaba solitario en el cielo. El sistema binario había creado una biología binaria.

Las semillas, negras, moteadas, calculadamente parecidas a piedras, tenían el tamaño de una cabeza humana. En el curso de los siguientes seiscientos mil días, algunas sobrevivirían y se convertirían en árboles.

Laintal Ay dio a una de ellas un descuidado puntapié y se acercó al explorador. El afilado cuerno de un phagor lo había atravesado de parte a parte. Skitocherill y Laintal Ay lo llevaron al lado de Aoz Roon y la criada. Estaba muy malherido y sangraba en abundancia. Se agacharon junto a él, impotentes mientras la vida se le escapaba del eddre.

Skitocherill inició un elaborado ritual religioso, que Laintal Ay interrumpió con impaciencia.

—Tenemos que ir a Embruddock en seguida, ¿comprendes? Deja aquí el cuerpo. Deja a la criada con tu mujer. Ven conmigo y con Aoz Roon. El tiempo corre.

Skitocherill señaló el cuerpo.

—Le debo esto. Llevará un rato, pero tiene que hacerse corno manda la fe.—Los peludos pueden volver. No se asustan con facilidad, y no podemos esperar un nuevo golpe de fortuna. Seguiré con Aoz Roon.

—Te has conducido bien, bárbaro, y me has ayudado. Prosigue tu camino, y quizá volvamos a encontrarnos alguna vez.

Cuando Laintal Ay se volvía para marcharse, se detuvo de pronto y miró atrás.

—Lamento lo que le ha ocurrido a tu mujer.

Aoz Roon había tenido el buen sentido de sostener a dos de los yelks cuando los rajabarales estallaron. Los demás animales habían huido.

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