Read Heliconia - Primavera Online
Authors: Bryan W. Addis
Los colonos hicieron oír sus propias voces, como si se opusieran a lo que pasaba fuera. Mientras Laintal Ay salía de la iglesia, las apretadas filas empezaron a cantar. Las palabras no eran en olonets. Tenían una textura áspera, aunque lírica, y la melodía era poderosa. La canción expresaba una cualidad esquiva, entre el desafío y la sumisión. Las voces de las mujeres flotaban claramente por encima de los bajos, que tocaban un himno glacial semejante a una marcha.
Ahora se podía discernir que en el desordenado caudal del ejército de bestias algunas montaban en kaidaws; no tantos kaidaws como al comienzo, pero suficientes para ser un espectáculo. En el centro de una falange más organizada estaba Rukk-Ggrl, con la roja cabeza gacha, llevando al joven kzahhn. Detrás del kzahhn estaban los generales y luego las fillockas privadas, de las que sólo dos sobrevivían, convertidas ahora en altaneras gillotas. Entre la multitud se veían cautivos humanos cargados, andando pesadamente.
Hrr-Brahl Yprt tenía la cabeza alta; la corona facial le brillaba a la luz enfermiza. Zzhrrk revoloteaba sobre él como una bandera. El kzahhn no se dignó echar una mirada al asentamiento humano que le rendía tributo. Sin embargo, la canción que rodaba por el campo y lo saludaba, le despertó en el eddre algún sentimiento, pues al llegar a cierto punto, casi a la altura de la Iglesia de la Paz Formidable, alzó la espada con la mano derecha, aunque jamás se sabría si como saludo o amenaza. Sin detenerse continuó su camino.
Laintal Ay condujo a Aoz Roon hacia el edificio de la guardia. Esperaron allí a Skitocherill, que llegó con su mujer y una criada cargada de equipaje.
—¿Quién es éste? —preguntó Skitocherill, señalando a Aoz Roon—. ¿Ya estás rompiendo tu parte del trato, bárbaro?
—Es mi amigo, y eso basta. ¿Adonde van tus amigos phagors?
El sibornalés encogió un solo hombro, como si la pregunta no valiera más.
—¿Por qué había de saberlo? Ve a preguntarles, si tienes tanta curiosidad.
—Van hacia Oldorando. ¿Lo sabíais, bandidos amigos de esas bestias, que cantáis en honor del jefe…?
—Si supiera dónde está cada poblado bárbaro del desierto no tendría que recurrir a ti para que me guiases. Se miraban con enojo cuando la mujer de Skitocherill se adelantó y dijo: —¿Por qué discutes, Barboe? Sigamos con el plan. Si este hombre dice que nos puede llevar a Ondoro, que lo haga.
—Por supuesto, querida —dijo Skitocherill, con una sonrisa que era una mueca. Frunciendo el ceño, se alejó de Laintal Ay y regresó enseguida con un explorador que traía varios yelks. La mujer examinó con silencioso desdén a Laintal Ay y a Aoz Roon.
Era una mujer robusta, casi tan alta como el marido, sin formas bajo las vestiduras grises. Lo que la hacía notable, para Laintal Ay, eran el pelo rubio lacio y los ojos azules; a pesar de la expresión dura, el conjunto era cordial. Le dijo amablemente: —Te llevaré sana y salva a Oldorando. Nuestra ciudad es hermosa y emocionante, con sus géisers y sus torres de piedra. El Silbador de Horas te sorprenderá. Tendrás que admirar todo lo que veas.
—No tendré que admirar nada —replicó ella con severidad. Como lamentando esta respuesta, le preguntó más amablemente cómo se llamaba.
—Vamos, ya se acerca el ocaso —urgió Skitocherill—. Vosotros dos, bárbaros, montaréis en yelks. No hay mielas disponibles. Y este explorador nos acompañará. Tiene orden de actuar enérgicamente si hay problemas. —Si hay cualquier problema —dijo el explorador debajo de su capucha.
Mientras Freyr se hundía en el horizonte, se pusieron en marcha; seis personas con siete yelks, uno cargado de equipaje. Pasaron sin incidentes junto a los centinelas de la puerta occidental. Los guardias parecían abatidos y sombríos a la luz declinante, y miraban la oscuridad que se avecinaba.
El grupo salió al campo, y marchó a la retaguardia del peludo ejército del kzahhn. El suelo estaba sucio y pisoteado por el paso de muchos pies.
Laintal Ay conducía la marcha, tratando de no tener en cuenta la incómoda montura del yelk. Sentía un peso sofocante en el corazón y el eddre cuando pensaba en e! salvaje ejército phagor que le precedía; con creciente certidumbre, imaginaba que pasarían por Oldorando, fuera cual fuera el destino final. Tenía que avanzar tan rápido como pudiera, sobrepasar la cruzada, y avisar a la ciudad. Golpeó al yelk con los talones.
Oyre y sus ojos sonrientes representaban todo lo que quería en la ciudad. No lamentaba la larga ausencia, que le había dado un nuevo conocimiento de sí mismo, y un nuevo respeto por la perspicacia de la muchacha. Ella había advertido que le faltaba madurez, y que dependía demasiado de otros, y había deseado algo mejor para él, quizá sin conseguir articular ese deseo. Ahora quizá él llegara de vuelta con las cualidades que más había necesitado. Siempre que llegara a tiempo.
Penetraron en una sombría floresta donde brillaba un sendero casi indiscernible, mientras Batalix se ponía en un dorado resplandor. Los árboles eran jóvenes, crecían enmarañados, las copas eran apenas más altas que las cabezas de los jinetes. Estaban rodeados de fantasmas. Una estrecha columna de protognósticos marchaba hacia el este, siguiendo una octava. Habían logrado de algún modo eludir al kzahhn y atravesar las filas de phagors. Las caras macilentas se movían confusamente entre los arbustos oscuros.
Laintal Ay enderezó el delgado cuerpo sobre la silla y miró hacia atrás. El explorador y Aoz Roon cerraban la marcha, apenas visibles. Aoz Roon tenía la cabeza baja; parecía roto y sin vida. Más adelante iban la criada y el yelk que traía la carga. Directamente detrás de Laintal Ay marchaban Skitocherill y su mujer, con las cabezas ocultas bajo las capuchas grises. La mirada de Laintal Ay buscó el rostro pálido de la mujer. Los ojos azules le brillaban, pero creyó advertir una expresión helada que lo asustó. ¿Acaso la muerte los estaba ya persiguiendo?
Volvió a golpear con los pies al lento yelk, obligándole a avanzar hacia los peligros que esperaban allá adelante.
Había silencio en Oldorando. Poca gente recorría las calles. La mayoría llevaba algún remedio cerca de la cara, a veces sosteniéndolo por medio de una máscara contra la boca y la nariz. Para este fin ciertas hierbas eran muy estimadas. Ahuyentaban la peste, las moscas y el hedor de las hogueras.
Los dos centinelas, muy altos sobre las casas, brillaban como ojos, separados apenas por el espesor de un cabello. Debajo de las pizarras y las tejas, la población aguardaba. Se había hecho todo lo que se podía hacer. Ahora sólo cabía esperar.
El virus se movía de un barrio a otro de la ciudad. Una semana la mayoría de las muertes eran en el barrio sur, el llamado Pauk, y el resto de la ciudad respiraba más libremente. Luego, para alivio de los demás distritos, el virus diezmaba el barrio del otro lado del Voral. Pero en pocos días más la peste visitaba las viejas madrigueras rápida como el rayo, y estallaban lamentaciones en calles y aun en casas donde ya se habían oído llantos similares.
Tanth Ein y Faralin Ferd, los lugartenientes de Embruddock, con Raynil Layan, maestro de la casa de moneda, y, Señor de la Pradera del Oeste, habían organizado un Comité de la Fiebre, integrado también por otros ciudadanos útiles, como Ma Escantion. La encargada del hospital contaba con la ayuda de un cuerpo auxiliar formado por los peregrinos de Pannoval, los Apropiadores, que habían permanecido en Oldorando y predicaban contra la inmoralidad. Se habían dictado leyes para aliviar los estragos de la peste. Un contingente especial de policía se ocupaba de que se cumplieran.
En todas las calles y senderos se colocaron anuncios de que la ocultación de cuerpos muertos y el saqueo tenían la misma pena: ejecución por mordedura de phagor, un viejo suplicio que causaba delicados escalofríos a los ricos mercaderes. En las afueras, a todos los viajeros, se anunciaba del mismo modo que había peste en la ciudad. Pocos de esos fugitivos que procedían del este eran tan imprudentes como para ignorar la advertencia: cambiaban de dirección y evitaban Oldorando. No era seguro que esos anuncios la protegieran también de aquellos que venían con malas intenciones.
Los primeros carros que se veían en Oldorando, torpes artefactos de dos ruedas, rodaban estruendosamente por las calles, arrastrados por mielas. Recogían la cosecha diaria de cadáveres, que se dejaban en la calle envueltos en telas o se echaban afuera sin ceremonia por las puertas o eran arrojados desnudos por las ventanas. Una madre, un marido, un hijo, amados en vida, eran terriblemente repugnantes cuando enfermaban y aún peor cuando estaban muertos.
Aunque se ignoraba la causa de la fiebre, había muchas teorías. Todas admitían que la enfermedad era contagiosa. Algunas llegaban a afirmar que bastaba mirar un cadáver. Otros, que habían prestado atención a la palabra del Akha de Naba, de pronto persuasiva, creían que la. causa era la concupiscencia.
Aparte de lo que creyese cada uno, todo el mundo estaba de acuerdo en que el fuego era la única solución para los cadáveres. Los cuerpos eran transportados en los carros fuera de la ciudad, y allí arrojados a las llamas. La pira se alimentaba constantemente. El humo y el olor de la grasa negra entraban en las calles, y a pesar de las ventanas cerradas recordaba a los habitantes lo vulnerables que eran. Los sobrevivientes se entregaban a uno de los dos extremos, y a veces a los dos: la mortificación y la lujuria.
Nadie creía que la fiebre hubiese llegado a su punto más alto, y se decía en cambio que aún sobrevendría algo peor. La esperanza equilibraba estos temores. Porque había una cantidad creciente de oldorandinos, en particular jóvenes, que sobrevivían a los peores ataques del virus hélico, y que ahora se paseaban delgados por la ciudad. Entre ellos se contaba Oyre.
La fiebre la había atacado en la calle. Cuando Dol Sakil la atendió, Oyre tenía ya el cuerpo dolorido y rígido. Dol la cuidó sin preocuparse por sí misma. Esta descuidada indiferencia era un aspecto conocido del carácter de Dol. A pesar de los vaticinios, no enfermó, y vivió para ver cómo Oyre pasaba por el ojo de la aguja, más delgada, casi esquelética. La única precaución que tomó fue enviar a su hijo, Rastil Roon, a vivir con el marido y el hijo de Amin Lim. Ahora el niño había regresado.
Las dos mujeres y el niño pasaban las horas en casa. La impresión de un final, y de una espera, no era desagradable. El aburrimiento tenía muchas mansiones. Jugaban con el niño a juegos sencillos que las transportaban a la infancia. Una o dos veces Vry se reunió con ellas, pero en ese tiempo Vry tenía un aire abstraído. Hablaba sólo de asuntos de trabajo y de sus propias aspiraciones. En una ocasión estalló en un discurso, y confesó sus relaciones con Raynil Layan, de quien no habían tenido hasta entonces nada bueno que decir. El asunto la exasperaba; sentía con frecuencia disgusto; odiaba al hombre cuando no estaba con ella, pero caía en sus brazos apenas lo veía.
—Todas nosotras lo hemos hecho, Vry —comentó Dol—. Solamente que tú lo has postergado un poco, por eso te duele más.
—No todas lo hemos hecho bastante —dijo Oyre, serena—. Ya no tengo deseos. Los he perdido… Lo que ahora deseo es el deseo. Quizá lo recupere, si recupero a Laintal Ay. —Miró el cielo azul por la ventana.—Pero estoy tan desgarrada —dijo Vry, que no quería apartarse de sus propios problemas—. Jamás estoy tranquila como antes. Ya no me reconozco.
Vry no había mencionado a Dathka, y las otras mujeres evitaron el tema. El amor que la empujaba hacia Raynil Layan le habría dado más felicidad si no estuviese tan preocupada por Dathka; no sólo lo recordaba a menudo; ahora, además, él la perseguía obsesivamente. Vry tenía miedo de lo que pudiera ocurrir y había convencido sin dificultad al nervioso Raynil Layan de que se encontraran en un cuarto secreto, y no en las casas de ellos. En ese cuarto secreto ella y su amante de barba hendida tenían una cita diaria, mientras la ciudad se ocupaba de la plaga y el ruido de los cascos de los animales entraba por la ventana abierta.
Raynil Layan quería cerrar la ventana, pero ella no lo permitía.
—Los animales pueden transmitirnos la enfermedad —protestaba él—. Veámonos de aquí, querida mía, alejémonos de la peste y de las demás preocupaciones.
—¿Cómo sobreviviríamos? Éste es nuestro sitio. Aquí, en esta ciudad, y uno en brazos del otro.
Raynil Layan respondió con una sonrisa inquieta: —¿Y si nos contagiáramos?
Ella se dejó caer en la cama, de modo que sus pechos brincaron ante los ojos de él.
—Entonces moriríamos abrazados, apretados, haciendo el amor. No pierdas el ánimo, Raynil Layan, aliméntate del mío. Derrámate sobre mí una vez y otra y otra. —Vry le acarició con la mano las nalgas velludas y enganchó una pierna alrededor de la cintura del hombre.
—Eres una marrana insaciable —dijo él con admiración, mientras se apretaba contra ella.
Dathka se sentó al borde de la cama, con la cabeza en las manos. Como él no decía nada, la muchacha acostada tampoco habló; apartó los ojos y alzó las piernas hasta el pecho. Cuando él se levantó y empezó a vestirse, con la brusquedad de quien acaba de tomar una decisión, ella dijo en voz ahogada: —No tengo la peste, ¿sabes?
Él la miró con amargura, pero no respondió, y continuó vistiéndose de prisa.
Ella volvió la cabeza, apartándose de la cara los largos cabellos.
—¿Qué te ocurre, Dathka?
—Nada.
—No eres gran cosa como hombre.
Él se calzó, aparentemente más preocupado por las botas que por ella.
—No te quiero, mujer, no eres la que quiero. Métete eso en la cabeza y vete de aquí.
De un armario empotrado en la pared sacó una labrada daga curva. El brillo de la daga contrastaba con los oscuros paneles carcomidos de la puerta del armario. La guardó en el cinturón. Ella preguntó adonde iba. Dathka no le contestó. Cerró la puerta con violencia y bajó ruidosamente la escalera.
No había perdido esas últimas penosas semanas, desde que Laintal Ay se marchara y él descubriera lo que consideraba la traición de Vry. Había pasado gran parte del tiempo buscando apoyo entre la juventud de Oldorando, asegurando su posición, haciendo alianzas con los extranjeros irritados por las restricciones, simpatizando con aquellos —eran muchos— cuya forma de vida había sido destruida por la introducción de la moneda, que había impuesto unas duras jornadas de trabajo. El maestro encargado de la acuñación, Raynil Layan, era blanco frecuente de las críticas.