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Authors: Bryan W. Addis

Heliconia - Primavera (56 page)

BOOK: Heliconia - Primavera
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—No podemos permitir que se marche ahora que todo se desmorona…

Le echó una mirada letal a Vry y salió a la carrera.

Corrió todo el camino hasta los establos y llegó a tiempo para sorprender a Laintal Ay que salía llevando a Oro de la brida.

—Estás loco, amigo, sé más sensato. Nadie quiere que te vayas. Vuelve en ti y ocúpate de tus propios intereses.

—Estoy harto de hacer lo que quieren los demás. Me pides que me quede porque me necesitas en tus planes.

Dathka replicó con amargura: —Te necesitamos para evitar que Tanth Ein y su amigo y ese saco viscoso de Rainil Layan se apoderen de todo cuanto tenemos.

—No tienes ninguna posibilidad. Voy a buscar a Aoz Roon.

Dathka se burló. —Es una locura. Nadie sabe dónde está.

—Pienso que se ha ido a Sibornal con Shay Tal.

—Necio. Olvídate de Aoz Roon. Es viejo, su estrella se ha puesto. Ahora nos toca a nosotros. Te vas de Oldorando porque tienes miedo, ¿no es verdad? Lo cierto es que tengo unos pocos amigos que no me han traicionado, incluso uno en el hospital.

—¿Qué quieres decir?—Sé tanto como tú. Te vas porque tienes miedo de la plaga.

Más tarde, Laintal Ay repitió obsesivamente las palabras coléricas que habían intercambiado, comprendiendo que Dathka había perdido la cabeza, pues no había sido el hombre imperturbable de siempre. Pero en el momento, actuó maquinalmente. Alzó la mano derecha, y con el canto golpeó a debajo de la nariz. Oyó que el hueso cedía.

Dathka cayó hacia atrás con las manos en la cara. La sangre le goteaba de los nudillos. Laintal Ay subió a la silla, espoleó a Oro y se abrió paso entre la gente que se reunía. Charlando excitadamente, la multitud rodeó al hombre herido, que se puso de pie tambaleando, maldiciendo, doblado por el dolor.

Todavía furioso, Laintal Ay salió de la ciudad, ligero de equipaje.

Pero estaba contento de llevarse poco más que la espada y una manta.

Mientras se alejaba, metió la mano en el bolsillo y sacó un pequeño objeto labrado. Anochecía y apenas podía verlo; pero lo conocía desde niño. Era un perro que movía la quijada cuando se subía y bajaba la cola. Lo tenía desde el día de la muerte del abuelo.

Lo arrojó contra el arbusto más cercano.

XIV - POR EL OJO DE LA AGUJA

La humanidad temía la mordedura del phagor, pero más temible era la mordedura de la garrapata del phagor.

La mordedura de la garrapata no irritaba al phagor y apenas al hombre. El aparato bucal de la garrapata se había adaptado a lo largo de milenios y era capaz de atravesar la piel con un daño mínimo. Luego aspiraba sin dolor los líquidos que necesitaba para desarrollar su propio y completo ciclo reproductivo.

La garrapata tiene unos complicados órganos genitales y carece de cabeza. El aparato bucal se divide en dos partes. Un par de pinzas modificadas penetran en la carne e inyectan anestesia local y un anticoagulante, y un par de órganos sensorios con una lámina cubierta de dientes inclinados hacia adentro, clavan cómodamente la garrapata al huésped.

La garrapata se adentra en la piel, se resiste a que la desplacen, y sólo cae cuando se ha nutrido, salvo que un ave vaquera la descubra con el inquisitivo pico y la devore como un exquisito bocado.

Las células de la garrapata son como multitudinarios Embruddocks para el virus hélico. El virus se aloja allí, inerte, aguardando cierto armónico que lo llame a la orquesta de la vida, pero si el huésped es una hembra phagor en celo, la garrapata despierta pronto a la actividad. Sólo dos veces, en el ciclo del Gran Año heliconiano, desencadena ese armónico la fase activa del virus. Los acontecimientos que sobrevienen luego deciden eventualmente el destino de naciones enteras. Un filósofo podría haber afirmado que Wutra es un virus hélico.

Obediente a esa señal externa, el virus emerge de las células de la garrapata, pasa del aparato bucal al cuerpo del huésped humano e invade el torrente sanguíneo. Como siguiendo sus propias octavas de aire, la fuerza invasora recorre el cuerpo hasta que llega al hipotálamo, inflamando el cerebro y con mucha frecuencia causando la muerte.

Una vez en el hipotálamo, esa antigua sede de la conciencia, la ira y la lujuria, el virus se multiplica con una furia reproductora que podría compararse a una tormenta sobre el Nktryhk.

En la invasión de una célula humana un sistema genético se introduce en el territorio de otro; la célula invadida capitula y se convierte virtualmente en una nueva unidad biológica completa, con una nueva historia natural, así como una ciudad cambia a veces de manos en una guerra prolongada, y pertenece primero a un bando y luego a otro.

Invasión y furiosa multiplicación; y luego los signos exteriores de estos acontecimientos: el maniático endurecimiento de las víctimas, los tendones en tensión como Laintal Ay había visto en el hospital, y antes muchas veces. En general los testigos no dejaban ningún testimonio por razones obvias.

Estos hechos habían sido establecidos mediante pacientes observaciones y cuidadosas deducciones. Las cultas familias del Avernus estaban preparadas para ese trabajo y disponían de un soberbio instrumental. De este modo se superaba en cierta medida la prohibición de visitar la superficie del planeta.

Pero el confinamiento en el Avernus tenía otros inconvenientes, aparte de los psicológicos. La verificación directa no era posible. Las epidemias recientes de la llamada fiebre de los huesos eran ahora un problema confuso, a causa de las últimas observaciones. Porque la familia Pin había señalado que era precisamente en el momento de los veinte eclipses y de la aparición del virus cuando se producía —al menos en Oldorando— un gran cambio en la dieta humana. El ratel no estaba ya de moda. La cosecha de brassimipos, rica en vitaminas, y que había sostenido a la comunidad durante siglos de invierno, había perdido el favor general. ¿No podía ser— sugerían los Pin— que ese cambio de dieta hiciese a los humanos más susceptibles a la picadura de la garrapata, al virus parásito de la garrapata? Había muchas discusiones, a menudo agitadas. Una vez más hubo apresurados que reclamaban una expedición ilegal a la superficie de Heliconia, a pesar del peligro.

La fiebre de los huesos no era siempre una enfermedad mortal. Se observó, además, que había distintas formas de caer enfermo. Algunos se daban cuenta de que la enfermedad estaba cerca y tenían tiempo de sentir miedo o de rendir cuentas a Wutra, según la disposición de cada uno; otros se desplomaban sin aviso mientras trabajaban o hablaban con los amigos, o paseaban por el campo, y aun cuando hacían el amor. Ni el contagio repentino ni la agravación insidiosa garantizaban la supervivencia. De todos modos, sólo la mitad se recuperaba. En cuanto al resto, afortunado era el cadáver que encontraba una tumba, como los pacientes del hospital de Ma Escantion; muchos, en el terror generalizado que asaltaba a las comunidades afectadas, eran abandonados como carroña, y poblaciones enteras huían de sus hogares, y descubrían que la peste acechaba en los caminos.

Así había sido siempre desde que había seres humanos en Heliconia. Los sobrevivientes de la epidemia perdían un tercio de su peso normal, aunque «normal» es, en este contexto, un término relativo. Nunca recuperaban el peso perdido, ni sus hijos, ni los hijos de sus hijos. Por fin había llegado la primavera; luego vendría el verano, cuando el ectomorfismo acompañaba a la adaptación. Las formas más delgadas persistían durante muchas generaciones, aunque con efectos gradualmente menos marcados. Mucho más tarde reaparecía la grasa subcutánea,y la enfermedad se mantenía latente en las células nerviosas de los que habían sobrevivido.

Este statu quo continuaba hasta el final del verano del Gran Año. Entonces golpeaba la Muerte Gorda.

Como para compensar tan extremos contrastes dimórficos estacionales, en Heliconia los dos sexos eran de similar estatura y peso corporal y cerebral. Ambos pesaban en promedio, en la adultez, unos doce staynes, la vieja medida oldorandina. Si sobrevivían a la fiebre de los huesos, enflaquecían hasta pesar unos escasos ocho staynes, o menos. La generación siguiente se ajustaba a esta nueva estructura. Luego las generaciones sucesivas aumentaban muy lentamente de peso, hasta que los estragos de la obscena Muerte Gorda provocaban otro cambio dramático.

Aoz Roon fue uno de los que sobrevivieron al primer ataque de la epidemia en ese ciclo. Muchos cientos de miles, después de él, estaban condenados a sufrir y salvarse o a morir. Algunos, ocultos en puntos remotos de los desiertos del mundo, escapaban por completo a la peste. Pero los descendientes se encontraban en desventaja en un mundo nuevo. Eran tratados como monstruos y tenían pocas probabilidades de subsistir. Las dos grandes enfermedades causadas por la garrapata del phagor eran en realidad una sola enfermedad; esa única enfermedad, esa Siva de las enfermedades, esa destructora y salvadora, traía una espada sangrienta que ayudaría a que la humanidad sobreviviese en las extravagantes condiciones del planeta.

Dos veces cada dos mil quinientos años terrestres, la población heliconiana tenía que pasar por el ojo de la aguja, la peste de la garrapata. Era el precio de la supervivencia y del continuo desarrollo. De esa carnicería, de esa aparente disonancia, brotaba una armonía subyacente, como si entre los gritos de agonía, y desde las más profundas fuentes del ser, se alzase el murmullo de que todo estaba inefablemente bien.

Sólo lo creían quienes podían creer. Cuando desapareció el chasquido de los músculos estirados, se oyó una rara música acuática. En el desierto estéril del dolor apareció una fluidez, que se manifestó ante todo en el oído de Aoz Roon. Cuando recuperó la vista sólo se le apareció una colección de formas redondeadas, manchadas, estiradas o de tono oscuro y uniforme. No tenían significado, ni él lo buscaba. Simplemente se quedó allí, con la espalda arqueada, la boca abierta, esperando a que los globos oculares dejaran de movérsele para poder enfocar la vista.

Aquellas armonías líquidas le ayudaron a recuperar la conciencia. Aunque era incapaz de coordinar los movimientos del cuerpo, comprendió oscuramente que tenía los brazos aprisionados. Unos pensamientos inconexos le pasaron por la mente. Vio ciervos que corrían; se vio a sí mismo corriendo, saltando, golpeando; una mujer reía, él estaba montado, el sol centelleaba entre árboles altos como un hombre. Los músculos respondían con sacudidas espasmódicas, como las de un perro viejo que sueña junto a una hoguera de campaña.

Las formas redondas se resolvieron en rocas. Estaba comprimido entre ellas, como si él mismo fuera algo inorgánico. Un árbol joven, desarraigado río arriba, descortezado, se confundía inextricablemente con las rocas y los cantos rodados. El cuerpo retorcido de Aoz Roon se apoyaba en el árbol con las manos en alguna parte, por encima de la cabeza.

Con penoso cuidado, Aoz Roon enderezó los miembros. Al cabo de un rato, se sentó con tos brazos apoyados en las rodillas y miró largamente el río bullicioso, escuchando complacido el ruido del agua. Se arrastró hacia adelante sobre manos y rodillas, sintiendo la piel floja sobre el cuerpo, hasta el borde del agua: una franja de tierra no más ancha que una mano. Miró con distraída gratitud el fluir incesante del agua. Llegó la noche. Se tendió con la cara sobre los cantos rodados.

Llegó la mañana. La luz de los dos soles cayó sobre Aoz Roon. También el calor. Se puso de pie, aferrándose a una rama. Sacudió la greñuda cabeza, encantado por la facilidad con que se había movido. A unos pocos metros, separado de él por un estrecho torrente de agua espumosa, estaba el phagor.

—Azí que haz vuelto a la vida —dijo el phagor.

A través de los años, a través de los ciclos, desde la antigüedad más remota, era costumbre en muchas partes de Heliconia, y en particular en el continente de Campannlat, matar al rey de la tribu cuando daba señales de envejecer. El criterio y la forma de ejecución variaban en las distintas tribus. Aunque se consideraba que eran Wutra o Akha quienes los ponían en la tierra, la vida de los reyes era interrumpida bruscamente. Cuando encanecían, o eran incapaces de decapitar a un hombre de un solo hachazo, o de satisfacer los deseos sexuales de las esposas, o de saltar cierto abismo o torrente —según el criterio tribal— se les ofrecía una copa envenenada, o eran estrangulados o muertos por otros métodos.

Del mismo modo, los miembros de la tribu que exhibían síntomas de enfermedades mortales, que empezaban a estirarse y a gemir, recibían una muerte inmediata. En los viejos tiempos no se conocía la piedad. El destino era en general el fuego, pues se le atribuían virtudes purificadoras y junto con el enfermo iban a la pira la familia y los criados. Este salvaje ritual raramente servía para evitar las epidemias, de modo que los gritos de los quemados llegaban muchas veces a oídos donde zumbaba ya el primer aviso de la enfermedad.

A través de estas y otras adversidades, las generaciones humanas se civilizaron lentamente. El primer don de la civilización, sin el cual los hombres no pueden vivir juntos, pues prevalecería entonces una desesperada anarquía, es la simpatía por el prójimo; la imaginación capaz de encontrar remedio a distintas deficiencias humanas. Y así habían aparecido hospitales, y médicos, y enfermeras y sacerdotes, inclinados a aliviar el sufrimiento y no a acabar brutalmente con él.

Aoz Roon se había recuperado sin esta clase de ayuda. Tal vez lo ayudó su fuerte constitución. Sin tener en cuenta al phagor, se tambaleó hasta el agua gris, se inclinó lentamente, recogió un poco de agua en el hueco de las manos, y bebió.

Parte del agua se le escapó entre los dedos, y le cayó sobre la barba, y de ahí una brisa la empujó goteando, de lado, hacia el caudal original, que la reabsorbió. Esas gotas insignificantes fueron observadas mientras caían. Millones de ojos miraron las diminutas salpicaduras. Millones de ojos siguieron todos los gestos de Aoz Roon mientras jadeaba de pie con la boca húmeda, en la isla angosta.

Los monitores alineados en la Estación Observadora Terrestre vigilaban de cerca muchas cosas, una de ellas el señor de Embruddock. Era responsabilidad del Avernus transmitir al Instituto Heliconiano todas las señales recibidas de la superficie de Heliconia.

El receptor del Instituto Heliconiano estaba en Caronte, la luna de Plutón, en los extremos del sistema solar. El dinero que financiaba el receptor provenía del Canal de Educcimiento, que transmitía una continua saga de episodios heliconianos a las audiencias de la Tierra y los demás planetas solares. Vastos auditorios, semejantes a conchas enclavadas en la arena, se levantaban en todas las provincias, y podían alojar cada uno a diez mil personas. Los domos puntiagudos se elevaban al cielo, de donde provenían las ondas del Canal de Educcimiento.

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