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Authors: Bryan W. Addis

Heliconia - Primavera (55 page)

BOOK: Heliconia - Primavera
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Ella se limitó a asentir. Él la siguió por las rampas. El clow seguía desarrollando la melancólica melodía.

¿Por qué tanta prisa?

Que el deseo me lleve a ella

y si no, que me abandone…

Ma Escantion dijo por encima del hombro: —El primero llegó hace dos días… Tendría que haberte llamado ayer. Se niegan a comer; apenas se puede conseguir que beban agua. Es como un espasmo muscular prolongado. Les afecta la mente.

—¿Morirán?

—No más de la mitad sobrevive al ataque. A veces se curan cuando pierden peso; o enloquecen y mueren, como si la fiebre se les metiera en el cerebro y los matara.

Laintal Ay tragó saliva, sintiendo la garganta seca. En el despacho de ella, aspiró profundamente el aroma de las plantas de escantion y raige del antepecho de la ventana para apartar el hedor que aún tenía en la nariz. La habitación estaba pintada de blanco.

—¿Quéson? ¿Mercaderes?

—Los dos han venido del este, viajando con distintos grupos de madis. Uno es mercader, el otro bardo. Ambos tenían phagors esclavos, que están ahora en casa del veterinario. Sabes sin duda que la fiebre de los huesos se propaga rápidamente y se puede convertir en una gran plaga. Quiero que esos enfermos se marchen del hospital. Necesitamos aislarlos en algún lugar lejos de la ciudad. No serán los únicos casos.

—¿Has hablado de esto con Faralin Ferd?

Ella frunció el ceño.

—Inútil. Para comenzar, él y Tanth Ein dijeron que no se moviera a los pacientes. Luego sugirieron que se les diera muerte y se arrojaran los cuerpos al Voral.

—Veré qué puedo hacer. Conozco una torre en ruinas, a unas cinco millas. Tal vez pudiera servir.

—Sabía que ayudarías. —Ella le apoyó una mano en la manga, sonriendo.—Hay algo que trae la enfermedad. En condiciones favorables, puede extenderse como un incendio. Y media población moriría. No conocemos ninguna cura. Yo creo que son esos inmundos phagors quienes la transmiten. Quizá sea el olor de esas pelambres que tienen. Esta noche habrá dos horas de oscuridad: en ese tiempo, haré que maten y entierren a los dos phagors. Quería decírselo a alguien con autoridad. Y sabía que estarías de mi parte.

—¿Crees que podrían propagar más la peste?

—No lo sé. No quiero correr ningún riesgo. Puede ser otra la causa. Pueden ser los eclipses. O Wutra.

Ma Escantion se mordió el labio inferior. Laintal Ay leyó preocupación en la cara familiar.

—Sepúltalos hondo, para que los perros no los desentierren. Me ocuparé de esa torre. ¿Esperas más casos pronto? —concluyó, vacilando.

Sin cambiar de expresión, ella respondió: —Por supuesto.

Cuando él se fue, el clow tocaba aún la quejumbrosa melodía, lejos, en las profundidades del edificio.

Laintal Ay no pensó ni siquiera en decírselo a Ma Escantion, pero tenía otros planes para las dos horas de oscuridad.

Las palabras de Dathka esa mañana, mientras Oyre se recobraba del pauk, después de comunicarse con los ancestros, lo habían perturbado. El y Oyre juntos eran postulantes invencibles al gobierno de Oldorando; no se le ocultaba la fuerza del argumento. En general, quería lo que era legítimamente suyo, como cualquier otra persona. Y por cierto quería a Oyre. Pero, ¿quería realmente gobernar Oldorando?

Le parecía que las palabras de Dathka habían cambiado sutilmente la situación. Quizás, ahora, sólo podía conquistar a Oyre tomando el poder.

Estos pensamientos le ocupaban la mente mientras procuraba resolver los problemas de Ma Escantion, los problemas de todos. La fiebre de los huesos se consideraba sólo una leyenda; pero el hecho de que nadie hubiese comprendido que era una enfermedad real, hacía aún más negra esa leyenda. La gente moría. La plaga era como la cumbre maníaca de un proceso natural.

Trabajó, por lo tanto, sin quejarse, con la ayuda de Goija Hin. Laintal Ay y el encargado de los esclavos buscaron a los dos phagors que habían venido con las víctimas de la fiebre y los enviaron a las celdas de aislamiento. Hicieron que los phagors enrollaran a sus amos enfermos en esteras y los sacaran del hospital. Esas esteras de aspecto inocente no causarían pánico.

El pequeño grupo se encaminó con su carga hacia la torre en ruinas que Laintal Ay conocía. Iba también con ellos Myk, el viejo esclavo phagor, para ayudar si era necesario en el transporte de los hombres enfermos. Con esto se pretendía apresurar los trámites, pero Myk había envejecido tanto que el avance era lento.

Goija Hin, también encorvado por la edad, con el pelo tan largo y endurecido sobre los hombros que parecía uno de sus miserables cautivos, azotaba a Myk. Ni el látigo ni las maldiciones hacían que el viejo esclavo anduviera más de prisa. Avanzaba, engrillado, sin protestar, aunque tenía las piernas en carne viva a causa de los azotes.

Mi problema consiste en que no quiero blandir el látigo ni sufrirlo, se dijo Laintal Ay. Otra capa de pensamientos le asomó en la mente, como una niebla en una mañana serena. Pensó que le faltaban ciertas cualidades. Deseaba pocas cosas. Estaba contento con el paso de los días.

Demasiado contento, supongo. Me ha bastado con saber que Oyre me ama, y con estar en sus brazos. Me ha bastado que Aoz Roon fuera casi un padre para mí. Y que el clima cambiara. Y que Wutra ordenara a los centinelas que se mantuvieran en sus puestos.

Ahora Wutra ha permitido que los centinelas se descarríen. Aoz Roon se ha ido. ¿Y qué era esa cosa hiriente que había dicho Oyre más temprano, que era maduro, implicando que yo no lo soy? Oh, ese silencioso amigo mío… ¿Es eso la madurez, ser una masa de astutas maquinaciones? ¿No es el contentamiento madurez suficiente?

Había en él mucho del abuelo Pequeño Yuli, muy poco de Yuli el Sacerdote. Y por primera vez en mucho tiempo, recordó la tierna fascinación de su abuelo por Loil Bry y la felicidad con que habían vivido en la habitación con ventana de porcelana. Eran otros tiempos. Todo había sido más simple entonces. Habían vivido contentos, con tan poco.

No estaba contento de morir ahora. No quería que lo asesinaran los lugartenientes, si pensaban que estaba implicado en el plan de Dathka. Y tampoco morir a causa de la fiebre de los huesos, contagiada por esos dos desventurados a quienes alejaban de la ciudad. Aún faltaban tres millas hasta la vieja torre.

Se detuvo. Los phagors y Goija Hin avanzaban maquinalmente con la triste carga. Y él mismo, haciendo una vez más lo que le pedían. No había ninguna razón. Era preciso romper esa estúpida costumbre de obedecer.

Gritó a los phagors. Se detuvieron donde estaban, sin moverse. La carga que llevaban sobre los hombros crujió levemente.

El grupo estaba en un sendero estrecho flanqueado por densas matas de dogotordo. Pocos días antes un niño había muerto allí, devorado; todo indicaba que el asesino había sido un lengua de sable. Esos depredadores se acercaban a la ciudad ahora que los mielas salvajes escaseaban. Poca gente salía a los caminos.

Laintal Ay se internó entre los arbustos. Hizo que los phagors llevaran a sus amos enfermos a la espesura y los depositaran en tierra. Los monstruos lo hicieron descuidadamente, de modo que ambos hombres rodaron por el suelo, aún en sus rígidas posturas.

Tenían los labios azules y retraídos, y mostraban los dientes amarillos y las encías. Los miembros estaban distorsionados, y les crujían los huesos. Aunque conscientes, eran incapaces de evitar ciertos movimientos involuntarios, como el horrible rodar de los ojos, hundidos en la estirada piel de la cara.

—¿Sabes qué les ocurre a estos hombres? —preguntó Laintal Ay.

Goija Hin asintió y sonrió con malicia para demostrar que dominaba los conocimientos humanos.

—Están enfermos —dijo.

Laintal Ay no había olvidado la fiebre que le había contagiado un phagor.

—Mata a los hombres. Haz que los phagors abran tumbas con las manos. Tan rápido como puedas.

—Comprendido. —El encargado de los esclavos puso manos a la obra.

Laintal Ay se quedó allí, con una rama apretada contra la espalda, mirando cómo el grueso anciano cumplía lo ordenado, como había hecho siempre. A cada paso del proceso, Laintal Ay daba una orden, que era ejecutada. Se sentía responsable de todo, y no se permitía apartar la vista. Goija Hin sacó una espada corta, y atravesó dos veces el corazón de los enfermos. Los phagors abrieron las tumbas con las manos córneas; los dos phagors blancos, y Myk, tan obeso como Goija Hin, cubierto por el negro pelaje de la ancianidad.

Todos los phagors llevaban grilletes en las piernas. Hicieron rodar los cadáveres al interior de las tumbas y permanecieron inmóviles, como de costumbre, mientras esperaban la próxima orden. Se les dijo que abrieran tres tumbas más entre los arbustos. Lo hicieron, trabajando como animales mudos. Luego Goija Hin clavó la espada entre las costillas de los dos phagors extraños; y cuando cayeron de bruces al suelo, limpió el icor amarillo de la hoja en las pieles de las bestias.

Se ordenó a Myk que metiera los phagors en las tumbas y los cubriera de tierra.

Cuando Myk terminó, se volvió a Laintal Ay, haciendo correr la pálida lecha por una ventana de la nariz.—No matar a Myk, amo. Rompe mis cadenas y deja que me vaya y muera lejos.

—¿Cómo van a dejarte en libertad, vieja basura, después de tantos años? —preguntó, irritado, Goija Hin, alzando la espada.

Laintal Ay lo detuvo y miró al viejo phagor. La criatura lo había llevado a hombros cuando era niño. Le emocionó que Myk no intentara recordárselo. No apelaba a ciertos buenos sentimientos. Myk esperaba, inmóvil, lo que pudiera suceder.

—¿Qué edad tienes, Myk? —preguntó, y pensó: los sentimientos, mis sentimientos. No puedo dar la orden fatal, ¿verdad?

—Yo prisionero no cuento los años. —Las eses emergían como abejas de la garganta de Myk. —Una vez, los dos filos gobernamos Embruddock, y los Hijos de Freyr eran nuestros esclavos. Pregúntale a la Madre Shay Tal. Ella lo sabe.

—Me lo dijo. Y vosotros nos matabais como nosotros os matamos.

Los ojos rojos parpadearon una vez. La criatura dijo:

—Mantuvimos vivos a los Hijos de Freyr durante siglos, cuando Freyr estaba enfermo. Gran tontería. Ahora todos los Hijos morirán. Rompe mis cadenas, déjame morir en brida.

Laintal Ay señaló la tumba abierta.

—Mátalo —ordenó a Goija Hin.

Myk no se resistió. Goija Hin lo metió en el hoyo de una patada y amontonó tierra alrededor del cuerpo enorme. Luego se incorporó entre las malezas, con aire temeroso, humedeciéndose los labios.

—Te he conocido de niño. He sido bueno contigo. Siempre he dicho que serías el señor de Embruddock. Puedes preguntar a quienes me conocen.

No intentó defenderse con la espada. La dejó caer, mientras balbuceaba de rodillas, inclinando la greñuda cabeza.

—Probablemente Myk ha dicho la verdad —dijo Laintal Ay—. La peste ya está en nosotros. Ya es demasiado tarde. —Sin mirar atrás, dejó a Goija Hin arrodillado donde estaba y regresó a la ciudad populosa, enojado consigo mismo por no haber sido capaz de descargar el golpe.

Era tarde cuando entró en la habitación, miró alrededor, siempre con la misma expresión sombría. Los rayos horizontales de Freyr iluminaban brillantemente el rincón más lejano, dejando el resto del cuarto en una extraña oscuridad. Se lavó en el barreño, echándose agua fría en la cara y dejándola correr. Lo hizo varias veces, respirando profundamente, sintiendo que se refrescaba, pero aún odiándose a sí mismo. Mientras se secaba la cara advirtió con satisfacción que las manos ya no le temblaban.

La luz del rincón se deslizó a una sola pared y se apagó hasta quedar reducida a un mero cuadrado amarillo como una pequeña caja en la que decaía el oro del mundo. Recorrió la habitación recogiendo unas pocas cosas, sin pensar casi en lo que hacía.

Hubo un golpe en la puerta. Entró Oyre. Como si hubiera sentido inmediatamente la tensión de la habitación, se detuvo en el umbral.

—Laintal Ay, ¿dónde te habías metido? Te estaba esperando.

—Tenía que hacer una cosa.

Oyre, con la mano en la cerradura, suspiró. La luz estaba detrás de él, y ella no podía verle la cara en la oscuridad creciente del cuarto, pero había advertido la brusquedad del tono.

—¿Ocurre algo, Laintal Ay?

Laintal Ay metió a golpes la vieja manta de cazador en una bolsa.

—Me voy de Oldorando.

—¿Te vas? ¿Adonde?

—Oh… Digamos que voy en busca de Aoz Roon. —Hablaba con amargura.—He perdido interés en… en todo lo que pasa aquí.—No seas tonto.—Ella dio un paso adelante mientras hablaba, para verlo mejor, pensando que él parecía muy grande en esa habitación de techo bajo.—¿Cómo vas a encontrarlo?

Él se volvió, echándose la bolsa al hombro.

—¿Qué te parece más tonto, buscarlo en el mundo real o entre los coruscos, en pauk, como haces tú? Siempre has dicho que he de hacer algo grande. Nada te satisfacía… pues bien, ahora me iré, para hacer algo o morir. ¿No es grande eso?

Oyre rió débilmente.

—No quiero que te vayas. Quiero…

—Ya sé lo que quieres. Piensas que Dathka es maduro y yo no. Al diablo con eso. He tenido bastante. Me voy, como siempre he querido. Prueba con Dathka.

—Te quiero a ti, Laintal Ay. Ahora te conduces como Aoz Roon.

Él la aferró. —Basta de compararme con otros. Tal vez no seas tan inteligente como yo pensaba, o hubieras sabido que me herías. Yo también te quiero pero me voy.

—¿Por qué eres tan brutal? —gritó ella.

—He vivido bastante tiempo con brutos. No hagas preguntas estúpidas.

La abrazó, apretándose a ella, y la besó con dureza en la boca.

—Espero volver —dijo. Rió ante la necedad de la observación. Echando a Oyre una última mirada, salió y cerró de un portazo, dejándola en la habitación vacía. El oro se había convertido en cenizas. Estaba casi oscuro, aunque ella veía puntos luminosos en la calle.

—¡Oh no! —dijo ella—. Maldito seas… Y yo también.

Se recobró, corrió a la puerta y la abrió llamándolo a gritos. Laintal Ay bajaba sin responder. Ella lo alcanzó y le tiró de la manga.

—¿Adonde vas, Laintal Ay, idiota?

—Voy a ensillar a Oro.

Lo dijo con tal furia, mientras se secaba la boca con el dorso de la mano, que ella permaneció inmóvil. Luego pensó que tenía que buscar enseguida a Dathka. sabría cómo responder a la locura de su amigo.

En los últimos tiempos Dathka era una figura esquiva. A veces dormía en el edificio inconcluso del otro lado del Voral. A veces en una o en otra torre, a veces en alguno de los nuevos lugares dudosos que empezaban a aparecer. Lo único que se le ocurrió a Oyre a esa hora, fue correr a la torre de Shay Tal esperando que estuviera con Vry. Afortunadamente así era. Él y Vry estaban en mitad de una disputa; ella tenía una mejilla enrojecida y se apartaba, como si Dathka le hubiese pegado. Dathka estaba pálido de ira, pero Oyre irrumpió y contó su historia, sin tener en cuenta lo que ocurría entre ellos. Dathka emitió una exclamación ahogada.

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