Héctor Servadac (9 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Clásico

BOOK: Héctor Servadac
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El 31 de enero, Ben-Zuf, algo conmovido, como él mismo confesó, e investido de todos los poderes de gobernador, despidióse del capitán Servadac, recomendándole que, si llegaba a pasar por Montmartre, viera si la montaña había sido separada de su lugar por algún fenómeno.

La
Dobryna
salió, pues, de la estrecha ensenada bajo la acción de su hélice, y poco después flotaba en alta mar.

Capítulo X
DONDE, MIRANDO CON EL ANTEOJO Y CON LA SONDA EN LA MANO, SE PRETENDE ENCONTRAR VESTIGIOS DE LA PROVINCIA DE ARGEL

LA
Dobryna
, goleta admirable y sólidamente construida en los arsenales de la isla de Wright, era una excelente embarcación de 200 toneladas, en la que sin peligro alguno habría podido hacerse un viaje de circunnavegación. Colón y Magallanes no dispusieron jamás de buques tan grandes ni tan seguros cuando se aventuraron al través del Atlántico y del Pacífico. Además, la
Dobryna
llevaba en sus despensas víveres para muchos meses, lo que, en caso de necesidad, le permitiría dar la vuelta al Mediterráneo sin verse obligada a renovar las provisiones en el camino. Tampoco había sido necesario aumentar el lastre en la isla Gurbí, porque, aunque había disminuido mucho su peso, como el de todos los objetos materiales desde la catástrofe, también era menos pesada el agua que la sostenía. La relación entre los pesos era exactamente la misma, y la
Dobryna
, por lo tanto, tenia iguales condiciones de navegación que antes.

Como el conde Timascheff no era marino, la dirección, si no el mando de la goleta, pertenecía al teniente Procopio.

Era éste un hombre de treinta años, nacido en las tierras del conde, hijo de un siervo emancipado con anterioridad al famoso edicto del zar Alejandro, y que, por gratitud, tanto como por amistad, pertenecía en cuerpo y alma a su antiguo amo. Excelente marino, que había hecho el aprendizaje de su oficio a bordo de los buques del Estado y de los de comercio, tenía ya el despacho de teniente cuando pasó a servir en la
Dobryna
, buque en que navegaba el conde Timascheff la mayor parte del año, recorriendo el Mediterráneo durante el invierno, y los mares del Norte durante el verano.

El teniente Procopio era persona muy instruida aun en las cosas ajenas a su profesión, y hacía honor al conde Timascheff y a sí mismo por la instrucción que había adquirido, digna de quien lo había hecho educar. La
Dobryna
no podía estar en mejores manos; y su tripulación, compuesta del mecánico Tiglew, de los cuatro marineros Niegoch, Tolstoy, Etkef, Panofka y del cocinero Mochel, era excelente. Hijos de colonos del conde Timascheff, aquellos honrados muchachos continuaban en el mar las tradiciones de las grandes familias rusas, y no se cuidaban de las alteraciones ocurridas en el orden físico, puesto que su antiguo amo participaba de sus destinos; pero el teniente Procopio estaba muy alarmado y estaba convencido de que al conde Timascheff le ocurría lo mismo.

La
Dobryna
puso rumbo al Este, impulsada por sus velas y su vapor, porque el viento era favorable y hubiera marchado ciertamente con una celeridad de 11 nudos por hora, si las altas olas no hubieran disminuido constantemente esta celeridad.

Efectivamente, aunque el viento que soplaba del Oeste (el nuevo Este desde la catástrofe) fuese una suave brisa, el mar estaba, si no muy duro, sometido a desniveles considerables, lo que obedecía a que las moléculas líquidas, menos pesadas a causa de la menor atracción de la masa terrestre, ascendían por efecto de la simple oscilación a enormes alturas. Arago, que decía que la elevación posible de las más altas olas eran de siete a ocho metros, hubiera quedado muy sorprendido viéndolas elevarse a 50 y 60 pies; y no eran de esas olas que revolotean después de chocar unas con otras, sino largas ondulaciones que imprimían a veces a la goleta diferencias de nivel de 20 metros. Al mismo tiempo la
Dobryna
, menos pesada desde que había decrecido la atracción, levantábase más fácilmente, por lo que, si el capitán Servadac hubiera estado sujeto a marearse, habríase puesto muy malo en tales circunstancias.

Sin embargo, como esta desnivelación, debida a un oleaje más prolongado, no se producía bruscamente, la goleta no se fatigaba más que si hubiera estado sometida a la acción de las olas ordinarias, tan enormes y tan duras, del Mediterráneo. El único daño que el nuevo estado de cosas ocasionaba era la disminución de la celeridad normal de la embarcación.

La
Dobryna
seguía, a dos o tres kilómetros de distancia, la línea que hubiera debido ocupar el litoral argelino; pero no encontró tierra alguna hacia el Sur. Aunque el teniente Procopio no podía fijar con exactitud la situación de la goleta por la observación de los planetas, cuyas posiciones respectivas habían variado notablemente, y aunque no podía obtener la latitud y la longitud del sitio en que se encontraba el buque por el cálculo de la altura del Sol sobre el horizonte, puesto que el resultado de este cálculo no habría podido ser trasladado útilmente a las cartas trazadas antes del nuevo sistema cosmográfico, el rumbo de la
Dobryna
podía determinarse de una manera bastante aproximada. De una parte la apreciación del camino recorrido, obtenida por medio de la corredera, y de la otra la dirección exacta, indicada por la brújula, eran suficientes para esta pequeña navegación. Por fortuna la brújula no se había turbado ni alocado un solo instante.

Los fenómenos cósmicos no habían influido mucho ni poco en la aguja imantada que marcaba siempre el Norte magnético en aquellos parajes a 23°, poco más o menos, del Norte del mundo. Por consiguiente, si el Este y el Oeste se habían sustituido mutuamente, levantándose el Sol por Occidente y poniéndose por Oriente, el Norte y el Sur habían conservado su posición en orden a los puntos cardinales, por lo que podía fiarse la tripulación de la
Dobryna
en las indicaciones de la brújula y de la corredera, a falta de sextante, del que a la sazón no podía hacerse uso. Durante el primer día de exploración, el teniente Procopio, más conocedor de estas materias que el oficial de Estado Mayor, le explicó estas diferentes particularidades, en presencia del conde Timascheff. El marino, como la mayor parte de los rusos, hablaba el francés correctamente y la conversación giró, como era natural, sobre los fenómenos cuya causa no adivinaba el teniente Procopio, como tampoco la había adivinado el capitán Servadac.

Hablando de la nueva órbita que trazaba el globo terrestre a través del mundo solar desde el 1.° de enero dijo el teniente Procopio: —Es evidente que la Tierra no sigue ya su camino habitual alrededor del Sol, al que se ha aproximado muchísimo por efecto de una causa desconocida.

—De eso no cabe la menor duda —respondió el capitán Servadac—; pero lo que interesa ahora es saber si después de haber cortado la órbita de Venus, iremos o no a cortar la de Mercurio.

—Para caer en el Sol y aniquilarnos —añadió el conde Timascheff.

—No, señores —respondió el teniente Procopio—; se puede afirmar que a la Tierra no le amenaza ahora caída alguna. No se precipita hacia el sol, sino que sigue una nueva trayectoria alrededor de ese astro.

—¿Tiene fundamento esa hipótesis? —preguntó el conde Timascheff.

—Sí, señor —respondió el teniente Procopio—. Mi hipótesis se apoya en una razón convincente. En efecto, si el globo terrestre hubiera de caer, la catástrofe final ocurriría en breve tiempo, y a estas horas estaríamos ya muy próximos a su centro atractivo. Si fuésemos a caer en él, sería porque la celeridad tangencial que, combinada con la acción solar, hace circular los planetas siguiendo curvas elípticas, habría quedado súbitamente aniquilada, y en este caso la Tierra sólo tardaría sesenta y cuatro días y medio en caer en el Sol.

—¿Y de eso deduce usted…? —preguntó el capitán.

—Que no caeremos —respondió el teniente Procopio—. Efectivamente, ya hace más de un mes que se modificó la órbita de la Tierra, y el globo terrestre apenas ha pasado todavía de la de Venus En ese tiempo no se ha acercado al Sol sino once millones de leguas de los treinta y ocho que mide el radio terrestre, y, por consiguiente, hay motivo para afirmar que no es una caída la que experimenta la Tierra, lo que es una circunstancia afortunada. Además, tengo razones para creer que comenzamos a alejarnos del Sol, porque la temperatura ha disminuido considerablemente y el calor no es ahora mayor en la superficie de la isla Gurbí que lo sería en Argel, si Argel estuviera situado todavía en el paralelo 36.

—Deben ser exactas sus deducciones, teniente —respondió el capitán Servadac—. No; la Tierra no se precipita sobre el Sol, sino que gravita todavía en derredor de él.

—Pero no es menos evidente —dijo el teniente Procopio— que el cataclismo, cuya causa desconocemos aún, ha trasladado bruscamente el Mediterráneo y el litoral africano a la zona ecuatorial.

—Si es que existe todavía un litoral africano —dijo el capitán Servadac.

—Y un Mediterráneo —añadió el conde Timascheff. Ambas cuestiones estaban, efectivamente, sin resolver.

En todo caso parecía cierto que en aquella época la Tierra iba alejándose poco a poco del Sol, y que no había que temer que cayera en la superficie de aquel astro.

Pero, ¿qué quedaba del continente africano, cuyos restos pretendía descubrir la goleta? Veinticuatro horas después de su salida de la isla, la
Dobryna
había pasado sin duda alguna por los puntos que Túnez, Cherchell, Koleach, SidiFerruch hubieran debido ocupar en la costa argelina, a pesar de lo cual ninguna de estas ciudades había aparecido en el campo de los anteojos. El mar extendíase hasta lo infinito, allí donde el continente habría debido detener sus días.

El teniente Procopio no había podido equivocarse al dirigir la
Dobryna
. Teniendo en cuenta las indicaciones de la brújula, la orientación persistente de los vientos, la celeridad de la goleta revelada por la corredera y el camino recorrido aquel día, 2 de febrero, podía deducirse que la goleta se encontraba a los 36°, 43' de latitud y a los 0o, 44' de longitud, o lo que es lo mismo, en el sitio que hubiera debido ocupar la capital de Argelia.

A juzgar por las apariencias, Argel, como Túnez, Cherchell, Koleah, SidiFerruch, se habían abismado en las profundidades del globo.

El capitán Servadac, con el entrecejo arrugado, apretados los dientes y mirada feroz, contemplaba el inmenso mar que se extendía más allá del limitado horizonte, recordando todos los sucesos de su vida, y parecía que el corazón se le quería salir del pecho. En Argel, donde había vivido muchos años, veía a sus camaradas, a sus amigos, que ya no existían. Luego, trasladábase con el pensamiento a su país, a Francia, preguntándose si el espantoso cataclismo habría extendido hasta allí sus estragos. Por último, trataba de buscar en la profundidad de las aguas algunos vestigios de la capital sumergida.

—¡No! —exclamaba—. Semejante catástrofe es imposible. Una ciudad no desaparece jamás por completo; siempre quedan algunos vestigios de ella. Las altas cimas de los montes o de los monumentos sobresaldrían del agua, se verían los restos de la Alcazaba, del fuerte del Emperador, edificado a doscientos cincuenta metros de altura, y a no ser que toda África haya sido sepultada en las entrañas del globo, encontraremos sus vestigios.

¡Era, efectivamente, sorprendente que ni un solo resto de lo que había sido Argel flotara en la superficie del mar, ni uno solo de los árboles rotos cuyas ramas hubieran debido arrastrar las olas, ni una tabla de los buques anclados en la magnífica bahía de veinte kilómetros de anchura, que un mes antes estaba entre el cabo Metifú y la punta Pestade!

Pero si la mirada no encontraba sobre la superficie de las aguas lo que el deseo pretendía encontrar, podía interrogarse el fondo con la sonda y tratar de sacar algún resto de la ciudad tan singularmente desaparecida.

El conde Timascheff, anhelando desvanecer por completo las dudas del capitán Servadac, dio la orden de sondar. Untóse de sebo el plomo de la sonda y fue arrojada al fondo.

Con gran sorpresa de todos, y especialmente con extraordinaria admiración del teniente Procopio, la sonda indicó una costa de nivel casi constante, de cuatro o cinco brazas bajo la superficie del mar. La sonda fue paseada durante dos horas por un ancho espacio y jamás encontró las diferencias de nivel que hubiera debido ofrecer una ciudad como Argel, edificada en anfiteatro. ¿Era que la catástrofe había nivelado el sitio que ocupaba la capital argelina, después de sepultarla en el seno de las aguas?

Era cosa inverosímil.

El fondo del mar no se componía de rocas ni de cieno, ni de arena, ni de conchas, porque el plomo no llevó a la superficie otra cosa que una especie de polvo metálico de notables reflejos dorados, cuya naturaleza era imposible determinar. No era aquello lo que las sondas solían recoger en el fondo del mar Mediterráneo.

—Ya lo ve usted teniente —dijo Héctor Servadac—; nos encontramos más lejos de las costas argelinas que lo que usted supone.

—Si nos encontráramos más lejos —respondió el teniente Procopio, moviendo la cabeza—, no tendríamos cinco brazas de profundidad, sino doscientas o trescientas.

—¿Y entonces? —preguntó el conde Timascheff.

—No sé qué pensar.

—Señor conde —dijo el capitán Servadac—, se lo ruego encarecidamente, hagamos rumbo al Sur y veamos si podemos encontrar más lejos lo que buscamos aquí inútilmente.

El conde Timascheff conferenció con el teniente Procopio, y convinieron en que durante treinta y seis horas la
Dobryna
bajaría hacia el Sur.

Héctor Servadac dio las gracias al conde Timascheff y se ordenó al timonel que tomara el rumbo convenido.

Durante treinta y seis horas, es decir, hasta el 4 de febrero, se exploró con toda escrupulosidad aquel mar, no sólo echando la sonda en los parajes sospechosos, en todos los cuales se encontró un fondo igual, de cuatro y cinco brazas, sino rascando aquel fondo con dragas de hierro; pero las dragas no encontraron nunca una piedra labrada ni un resto de metal, ni un trozo de rama rota, ni uno de esos hidrofitos de que suele estar sembrado el suelo de los mares. ¿Qué fondo era, pues, el que había sustituido al antiguo del Mediterráneo?

La
Dobryna
llegó hasta el grado 36 de latitud y, examinando las tierras señaladas en las cartas de a bordo, se evidenció que navegaba donde antes había debido extenderse el Sahel, cerro que separa el mar de la rica llanura de la Mitidya, donde en otra época dominaba el punto culminante del Buzareah, a cuatrocientos metros de altura; pero aun después de la sumersión de las tierras inmediatas, aquel pico habría debido verse todavía como un islote sobre el océano.

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