Al día siguiente, lo primero de que se preocupó Ben-Zuf fue de preparar un buen almuerzo. Era preciso reparar las fuerzas, y él tenía un hambre como tres millones de argelinos. Aquél era el momento de disponer de una docena de huevos respetados por el cataclismo que había destrozado el país. Con un buen plato de alcuzcuz, que el asistente sabía preparar admirablemente, los huevos compondrían un excelente almuerzo. Tenía ya encendida la lumbre en la hornilla de la casa, y la cacerola de cobre brillaba como si acabase de salir de las manos del fabricante; el agua fresca esperaba en una gran alcarraza de barro permeable cuya evaporación transpiraba a la superficie, y tres minutos de inmersión en el agua hirviendo debían bastar, según Ben-Zuf, para poner los huevos en su punto.
El ordenanza encendió fuego en un momento, mientras, según su costumbre, entonaba una canción militar.
Mientras iba y venía, el capitán Servadac observaba con curiosidad los preparativos culinarios, anhelando saber si se presentaban nuevos fenómenos que pudieran sacarlo de la incertidumbre: ¿Funcionará el hornillo del mismo modo que siempre? El aire modificado, ¿le proporcionaría el necesario contingente de oxígeno?
Sí; el hornillo se encendió, y el soplo algo fatigoso de Ben-Zuf hizo desprender una hermosa llama de los carbones. Así, pues, desde aquel punto de vista, nada había de extraordinario.
Ben-Zuf puso la cacerola sobre el hornillo, la llenó de agua y esperó que el líquido empezara a bullir para introducir los huevos, que parecían vacíos por lo poco que pesaban en su mano. El agua de la cacerola sólo tardó diez minutos en hervir.
—¡Diablo, cuánto calor tiene el fuego ahora! —exclamó Ben-Zuf.
—No; el fuego calienta lo mismo que siempre —respondió el capitán Servadac, después de haber reflexionado—; pero el agua hierve más pronto.
Y, apoderándose de un termómetro que estaba colgado en la pared de la casa, lo introdujo en el agua hirviendo.
El instrumento sólo marcó 66 grados.
—¡Bueno! —exclamó el oficial—. Ahora el agua hierve a sesenta y seis grados en vez de cien.
—¿Qué sucede, mi capitán?
—Te aconsejo, Ben-Zuf, que dejes los huevos un buen cuarto de hora en la cacerola, tiempo que apenas bastará para que estén a punto.
—Se pondrán duros.
—No, amigo mío; a lo sumo, se habrán cocido lo bastante para colorear una migaja de pan.
Aquel fenómeno obedecía indudablemente a la disminución de altura en la capa atmosférica, lo que estaba de acuerdo con la disminución de densidad del aire ya advertida. El capitán Servadac había acertado en su cálculo. La columna de aire sobre la superficie del globo había disminuido en una tercera parte, y por eso el agua, sometida a menos presión, hervía a 66 grados.
Igual fenómeno se habría producido en la cima de una montaña de once mil metros de altura; y si el capitán Servadac hubiera poseído un barómetro, habría observado aquella disminución de la columna atmosférica. Esta misma circunstancia era la que había debilitado la voz de Ben-Zuf y la del capitán, avivado la aspiración y comprimido los vasos sanguíneos, cosas a las que ambos se habían acostumbrado ya.
—Y, sin embargo —dijo para sí el oficial—, es difícil admitir que nuestro campamento haya sido trasladado a semejante altura, porque está ahí el mar que baña las rocas.
Las consecuencias que Héctor Servadac había deducido de los fenómenos observados eran exactas, pero seguía desconociendo la causa que las había producido.
Inde irae
.
Mientras tanto los huevos, gracias a una inmersión más prolongada que de ordinario, quedaron en su punto, y lo mismo sucedió con el alcuzcuz. Ben-Zuf observó que en lo sucesivo necesitaba comenzar sus operaciones culinarias una hora más temprano para servir bien a su capitán.
Mientras éste comía con gran apetito, a pesar de los pensamientos que le agitaban, dijo Ben-Zuf:
—¿Y bien, mi capitán?
Ben-Zuf acostumbraba siempre emplear esta fórmula interrogativa antes de entrar en materia.
—Y bien, Ben-Zuf —respondió el oficial, que también solía dar esta respuesta a su asistente.
—¿Qué hacemos ahora?
—Esperar.
—¿Esperar?
—Sí, esperar que vengan en nuestra busca.
—¿Por mar?
—Por mar ha de ser, puesto que estamos acampados en una isla.
—Entonces, mi capitán, ¿cree usted que nuestros compañeros…?
—Creo, o a lo menos espero, que la catástrofe no haya trastornado sino algunos puntos de la costa argelina, y que, por consiguiente, nuestros compañeros se encuentran sanos y salvos.
—Sí, mi capitán, es bueno abrigar esta esperanza.
—Como seguramente el gobernador general querrá enterarse bien de lo ocurrido, habrá enviado de Argel un buque para explorar el litoral, y creo que no nos habrá olvidado. Observa, pues, el mar, Ben-Zuf, y cuando haya un buque a la vista le haremos señales.
—¿Y si no viene ninguno?
—Construiremos una embarcación, e iremos en busca de los que no han venido a buscarnos.
—Está bien, mi capitán; pero, ¿es usted marino?
—Todo el mundo es marino cuando se necesita —respondió el oficial de Estado Mayor, imperturbable.
Durante los días que siguieron, Ben-Zuf no cesó un instante de explorar el horizonte con un anteojo de larga vista: pero no consiguió ver en el mar ninguna embarcación.
—¡Por vida de las cabilas! —exclamó—. Su excelencia el gobernador general nos ha olvidado.
El 6 de enero, la situación de los dos insulares continuaba siendo la misma. Este 6 de enero era la fecha verdadera, es decir, la del calendario antes que los días terrestres hubieran perdido doce horas de las veinticuatro. El capitán Servadac, para no confundirse, había preferido atenerse al antiguo método, y por eso, aunque el Sol había aparecido y desaparecido doce veces sobre el horizonte de la isla, no contaba sino seis días desde e1 primero de enero, principio del día del año civil. Su reloj le servía para anotar con toda exactitud las horas transcurridas con más seguridad que un reloj de péndulo, que, en las circunstancias en que se encontraba, le habría dado indicaciones falsas a consecuencia de la disminución de la atracción, y como el del capitán Servadac era bueno, marchaba regularmente aun después de la perturbación introducida en el orden físico de las cosas.
—¡Caray, mi capitán! —dijo Ben-Zuf, que había leído algunas novelas—. Usted va a convertirse en un Robinsón Crusoe, y yo soy casi un
Viernes
. ¿Acaso me he vuelto negro?
—No, Ben-Zuf —respondió el capitán—, todavía conservas tu hermoso color blanco…, algo oscuro.
—Un
Viernes
blanco —respondió Ben-Zuf— no conviene mucho a un Robinsón; pero lo prefiero así.
El 6 de enero, pues, Héctor Servadac, en vista de que no iba ningún barco a recogerlo, inventarió los recursos vegetales y animales de su posesión, a semejanza de todos los Robinsones.
La isla Gurbí, que tal era el nombre que le había dado, tenía tres mil leguas cuadradas de superficie, o sea trescientas mil hectáreas, y en ella había bueyes, vacas, cabras y carneros, cuyo cifra exacta no podía fijarse Además, abundaba la caza, que no podía abandonar el territorio, y tampoco faltaban los cereales, cuyas cosechas debían ser recogidas tres meses después.
Así, pues, el alimento del gobernador, de la población y de los dos caballos, estaba completamente asegurado, lo mismo que el de los nuevos habitantes que llegaran a la isla, si alguno llegaba.
Del 6 al 13 de enero llovió con gran abundancia. El cielo estaba constantemente cubierto de espesas nubes que, a pesar de su condensación, no disminuían. También estallaron grandes tempestades, meteoros raros en aquella época del año; pero Héctor Servadac observó que la temperatura tenía tendencia a ascender. Aquel verano era extraordinariamente precoz, puesto que comenzaba en el mes de enero, cosa tanto más sorprendente cuanto que aquel aumento de temperatura era constante y progresivo, como si el globo terrestre se aproximara al Sol de modo continuo.
Como el calor, la luz iba siendo más intensa; y sin la pantalla de vapores que las nubes interponían entre el cielo y la superficie de la isla, la irradiación solar habría iluminado los objetos terrestres con viveza completamente inusitada. Por lo demás, se comprende cuál sería la contrariedad de Héctor Servadac, por no poder observar el Sol, ni la Luna, ni las estrellas, en parte alguna de aquel firmamento que quizás hubiera respondido a sus interrogaciones, si la bruma se hubiera desvanecido.
Ben-Zuf pretendió varias veces calmar a su capitán, predicándole resignación; pero fue tan mal recibido que no se atrevió a insistir, por lo que se limitó a desempeñar exactamente sus funciones de vigía. A pesar de la lluvia, del viento y de la tempestad, permanecía constantemente de centinela en la cima de una roca, durmiendo muy pocas horas; pero inútilmente recorría con la vista aquel horizonte invariablemente desierto. Por lo demás, ¿qué buque habría podido navegar con aquel mal tiempo y aquellas borrascas? El mar levantaba sus olas a una altura inconcebible, y el huracán desencadenábase en él con incomparable furor. En el segundo período de la formación del globo, cuando las primeras aguas, volatilizadas por el fuego interior se elevaban en vapores por el espacio para caer de nuevo sobre la tierra, convertidos en torrentes, los fenómenos de la época diluviana no habían podido verificarse con tanta intensidad.
El diluvio cesó de pronto el día 13, siendo disipados por el viento los últimos celajes durante la noche del mismo día. Héctor Servadac, que hacía seis días permanecía recluido en la casa, la abandonó al ver que cesaba la lluvia y se calmaba el viento, corriendo a ponerse también de centinela sobre la alta peña. ¿Qué iba a leer en los astros? ¿Aquel gran disco, entrevisto un instante en la noche del 31 de diciembre al primero de enero, volvería a mostrarse? ¿Le sería revelado al fin el misterio de su destino?
El cielo resplandecía, las constelaciones brillaban con todo su resplandor y el firmamento se extendía ante las miradas como un inmenso mapa celeste, en el que se distinguían algunas nebulosas que en otro tiempo no habría podido ver ningún astrónomo sino con el auxilio de un telescopio.
Lo primero que hizo el oficial fue observar la estrella Polar, porque observar la Polar era su fuerte. Esta estrella estaba allí; pero, tan baja sobre el horizonte, que probablemente no servía ya de eje central a todo el sistema estelar. En otros tiempos, el eje de la Tierra, prolongado indefinidamente, no pasaba ya por el punto fijo que esta estrella ocupaba de ordinario en el espacio; y, en efecto, una hora después había cambiado de lugar y bajaba sobre el horizonte como si formara parte de alguna constelación zodiacal.
Necesitaba encontrar la estrella que la remplazase, o, lo que es lo mismo, faltaba averiguar por qué punto del cielo pasaba entonces el eje prolongado de la Tierra. Héctor Servadac dedicóse durante varias horas a esta observación. La nueva Polar debía permanecer inmóvil, como permanecía la antigua en medio de las demás estrellas, que, en su movimiento aparente, verifican en torno suyo la revolución diurna.
No tardó en conocer que uno de aquellos astros, muy próximos al horizonte septentrional, estaba inmóvil y parecía estacionario entre todos. Era la estrella Vega de la Lira, la misma que, a causa de la precesión de los equinoccios, remplazará a la Polar dentro de doce mil años; pero como no habían transcurrido doce mil años en catorce días, forzosamente tenía que deducir de estos datos que el eje de la Tierra se había cambiado de repente.
—Pues, en este caso —observó el capitán— no sólo se habrá cambiado el eje, sino que será preciso admitir que el Mediterráneo se ha trasladado al Ecuador, pues que aquél pasa por un punto tan próximo al horizonte.
Yabismóse en profundas reflexiones, mientras que sus miradas iban desde la Osa Mayor, convertida en constelación zodiacal, y cuya cola era la única que salía de las aguas, hasta las nuevas estrellas del hemisferio austral, que veía por primera vez.
Un grito de Ben-Zuf le llamó a la realidad.
—¡La Luna! —exclamó el ordenanza.
—¡La Luna!
—Sí, la Luna —replicó Ben-Zuf, gozoso de volver a ver la compañera de las noches terrestres, como se dice poéticamente.
Ymostró al capitán un disco que se levantaba en el sitio opuesto a aquel que debía ocupar el Sol entonces.
¿Era, efectivamente, aquélla la Luna o algún otro planeta inferior, aumentado por la aproximación de la Tierra a él? Al capitán Servadac le habría sido difícil responder a esta pregunta. Tomó un anteojo de gran alcance de que se servía de ordinario para sus operaciones geológicas y lo asestó a aquel nuevo astro.
—Sí, es la Luna —dijo—, que sin duda se ha alejado considerablemente de nosotros, por lo que habrá que calcular su distancia, no por millares, sino por millones de leguas.
Después de haber estado observándolo largo rato, creyó poder afirmar que aquel astro no era la Luna, porque no vio en el disco pálido los juegos de luz y de sombra que, en cierto modo, dan a la Luna la apariencia de un rostro humano. No encontró señal de las llanuras o mares ni de la aureola de irradiaciones que se observan en torno del espléndido monte Tycho.
—No, no es la Luna —dijo.
—¿Por qué no es la Luna? —preguntó Ben-Zuf, que estaba entusiasmado con su descubrimiento.
—Porque ese astro tiene un pequeño satélite y la Luna no tiene ninguno.
Efectivamente, un punto luminoso como los que presentan los satélites de Júpiter en el foco de los instrumentos de mediana potencia, se mostraba con toda claridad en el campo del anteojo del capitán.
—¿Pues qué es entonces? —preguntóse el capitán Servadac, golpeando el suelo con los pies—. No es Venus, ni es tampoco Mercurio, puesto que esos dos planetas no tienen satélites. Y, sin embargo, es un planeta, cuya órbita está contenida en la de la Tierra, puesto que acompaña al Sol en su movimiento aparente; pero si no es Venus ni Mercurio, no puede ser sino la Luna, y si es la Luna, ¿dónde ha robado el satélite que la acompaña?
DE pronto, apareció el Sol, cuya intensa radiación hizo desaparecer todas las estrellas, impidiendo, además, hacer observaciones, por lo que fue preciso aplazarlas para las noches sucesivas, si el cielo lo permitía.